Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
—Perfecto. Vamos a comer y luego trabajamos. ¿No te apetecería probar algo?
—Sombra no necesita alimentarse como las especies del planeta Tierra —contestó, mientras caminaban en dirección al restaurante de un hotel que estaba en la misma arena.
—Eso ya lo sé, pero ¿no tienes curiosidad? Si no has comido nunca, puede ser toda una experiencia.
Como de costumbre, no contestó y siguieron caminando hacia el restaurante hombro con hombro, como si fueran antiguos amigos.
Una hora después estaban de nuevo en la playa, mirando el sol que ya bajaba hacia el horizonte de poniente e iba alargando las sombras de árboles y casas a su alrededor.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Lena—. ¿Me has traído a ver el mar como regalo, porque pasado mañana es mi cumpleaños o por algo en concreto?
Sombra volvió el rostro hacia ella y, a pesar de la costumbre que tenía de verlo, y de verlo cambiar, tuvo que reprimir un escalofrío. Era un mosaico de sombras, con dos ojos como bolas de vidrio brillante en mitad de una piel pálida como el vientre de un reptil.
—¿No puedes poner una cara normal, por favor?
—¿Normal?
Parecía que Lena le estaba pidiendo algo importante, pero no conseguía comprenderlo.
—Me das miedo, Sombra. De verdad. Estás horrible. ¿Te importaría cambiar de aspecto?
—¿Así? —preguntó. De repente tenía la cara de Dani y Lena estuvo a punto de desmayarse del susto.
—¡No! —gritó.
—¿Así? —Ahora era Lenny quien la miraba desde la altura de Sombra.
Lena volvió a gritar, se cubrió los ojos y le dio la espalda a su maestro.
—Sombra ha encontrado esos rostros en tu mente. Te hacen sentir bien.
—¡Cuando son ellos sí, maldita sea! Pero tú no eres ellos.
—En ese sentido, analógicamente, este aspecto tampoco es lo que deseas, ¿no es cierto? —dijo.
Lena apartó las manos de la cara y lo miró por encima del hombro. Ahora Sombra fingía ser su madre, con el cabello sacudido por el viento, los ojos llenos de arrugas al entornarlos frente al sol de poniente y la sonrisa de siempre, cálida, cómplice. Incluso se había tomado la molestia de hacerse más pequeño para aparentar la altura de Bianca.
Sin poder evitarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas y deseó más que nunca que su madre no hubiera muerto, que volviera a abrazarla.
—Tienes razón, Sombra. Tampoco es eso lo que quiero. —Trataba de sonar tranquila y razonable, pero apenas tenía su voz bajo control—. No te preocupes. Ya no me importa que estés horrible.
—Si das a Sombra unas indicaciones…
—¡Déjalo, déjalo! ¡Vamos a trabajar! —Se sentía tan agobiada y tan furiosa que no sabía qué hacer con toda la rabia que notaba hervir en su interior.
Úsala, Lena. Esa rabia es una fuerza, como la que tiene el mar. ¿La sientes? Usa tus mareas, tus olas, tus seísmos, usa todo lo que tienes, proyéctalo y haz algo con ello
.
Un instante después, unos metros mar adentro, una columna de agua como el embudo de un tornado se elevó de pronto como si fuera el surtidor de una fuente que alguien hubiera puesto en marcha y siguió subiendo, vertical y magnífica, hasta romperse arriba y caer de nuevo levantando cascadas de espuma en mitad de las olas.
Bien hecho. Recuerda que tú eres todo; todo es tú
.
Lena aflojó la tensión, una vez desgastada la rabia, y el surtidor desapareció en el mar cabrilleante.
Te gusta la sensación de poder
.
No era una pregunta, pero contestó de todos modos.
Sí. Me gusta
.
Sigue practicando
.
Cuando Sombra decidió que era suficiente, ya había caído la noche.
Después de las festividades de la iniciación de la princesa Karla, ahora Kentra por voluntad del ángel, Alejandro Andrade estaba agotado. Nunca había acabado de comprender por qué unos simples días de rituales y comida ligera eran capaces de dejarlo como si hubiera ido a la otra punta del mundo a paso de marcha y, aunque no le gustaba confesárselo ni siquiera a sí mismo, había llegado a la conclusión de que lo que realmente lo dejaba exhausto era la tensión y el terror que experimentaba cada vez que Israfel hacía su aparición.
Los últimos días antes de la ceremonia ya no dormía bien pensando qué sucedería si el ángel no se presentaba. ¿Seguirían creyendo en él sus adeptos si después de los ayunos y las purificaciones y el largo viaje que casi todos habían hecho para llegar a la isla, en el momento decisivo se encontraban con un templo vacío de la Presencia? Suponía que sí, que eso no destruiría su fe, porque al fin y al cabo nadie puede controlar los movimientos de un arcángel y podía darse el caso de que Israfel tuviera cosas más importantes que hacer en los momentos en los que había sido convocado por el Gran Maestre de la Rosa de Luz. Andrade estaba convencido de que sus fieles le perdonarían un par de ocasiones frustradas; no obstante, los últimos días siempre eran una tortura y apenas conseguía conciliar el sueño de puros nervios.
Y luego, cuando ya en el templo de improviso aparecía Israfel, aunque debería sentirse feliz y relajado de que todo hubiera salido bien, empezaba el terror, que tenía que ocultar de sus adeptos porque no era aceptable que el Gran Maestre tuviera miedo del ángel; pero sólo podía controlarlo por fuera. En su interior, temblaba como una hoja bajo la mirada de Israfel, esa mirada de hielo y fuego, que no era en absoluto humana, y sabía con total seguridad que aquello era una locura y que nunca debería haberse adentrado por unos caminos que no podía comprender y mucho menos manejar.
Para los sacerdotes de otras religiones era mucho más fácil: era todo cuestión de fe, de creer a pie juntillas que existían dioses, ángeles, demonios, apariciones misteriosas procedentes del Más Allá. Él, sin embargo, no necesitaba creer. Él sabía, porque lo había visto y experimentado en muchas ocasiones. Además, la existencia real de Israfel le llevaba también a creer que, si había ángeles, era más que posible que también hubiera demonios, aunque él nunca se los hubiese encontrado; y si un ángel que estaba de su parte le provocaba esa sensación de terror, no quería ni pensar cómo se sentiría si fuera un demonio el que apareciera en su templo la próxima vez que convocara a la Presencia.
Israfel le había dicho, al principio, por medio del Ejecutor, que quedaban muy pocos ángeles atlantes y que los pocos que quedaban se ocultaban porque ya no tenían siempre la fuerza de enfrentarse a sus enemigos diabólicos. Eso formaba parte de sus creencias transmitidas y él lo aceptaba por completo, aunque significaba que todo adepto de la Rosa de Luz estaba más en peligro de ser atacado por un demonio, ya que conocía su existencia y la de los ángeles. Que pudieran contar con la protección de uno de ellos no siempre hacía olvidar que, al fin y al cabo, los ángeles atlantes se estaban extinguiendo, lo que significaba que no siempre vencían.
«Deja de darle vueltas a todo eso —se dijo, molesto consigo mismo—. Las cosas son como son y es natural que tengas miedo de seres que te sobrepasan, que no entiendes y que pueden destruirte para siempre con una sola mirada. No eres más que un ser humano, y los seres humanos han tenido miedo siempre, desde que surgieron sobre la tierra. La historia de la humanidad es la historia del terror y de su lenta conquista. Por el momento todo va bien. Has conseguido que Karla se comprometa para siempre y te entregue el control de su inmensa fortuna; tienes a más de veinte de las personas más ricas y poderosas del mundo temblando a tus pies porque te necesitan para que Israfel se les aparezca y los aterrorice un poco, además de hacer que se sientan realmente Elegidos. Vives en un lugar de ensueño y no das cuentas a nadie de tus actos, salvo a un arcángel al que normalmente no tienes que ver más que una o dos veces al año y al Ejecutor sobre la tierra de la voluntad de los ángeles atlantes, ese ser horripilante que, por fortuna, casi nunca te visita. ¿Qué más quieres?»
Se levantó de la cama, donde llevaba ya casi una hora despierto sin animarse a comenzar el día, abrió las cortinas para que entrara la luz del sol, dejó vagar la vista por el jardín hasta perderla en el horizonte del mar, y suspiró de alivio. Ya había acabado todo por el momento. Los Elegidos se habían marchado, cada uno a su vida cotidiana, y él estaba solo en su isla, atendido por sus acólitos y sus novicias, que trabajaban sin cobrar un céntimo a cambio de alojamiento, comida y ayuda espiritual, con la esperanza de convertirse algún día en Elegidos y hacerse dignos de la Presencia.
«¿Qué más quieres? —se repitió. Y por primera vez desde que había empezado todo, dieciocho años atrás, una respuesta apareció en su mente—: Quiero saber.»
Se llevó la mano a la boca, sorprendido, como si quisiera cerrarse a sí mismo la posibilidad de hablar y decir en voz alta lo que había pensado. Saber. ¿Era eso de verdad lo que quería?
Sí. Era eso. Llevaba dieciocho años haciendo exactamente la voluntad del ángel, contentándose con las migajas de saber que éste le ofrecía de vez en cuando, y acababa de descubrir que no le bastaba. En su santuario se guardaban los documentos secretos de la Orden que Israfel le había hecho jurar que protegería con su vida y con las vidas de todos los que los custodiaban, al entregarse a la Rosa de Luz. Todos los iniciados prestaban un juramento de sangre y de fuego en privado, frente a los cuatro edecanes de la Orden, los miembros más antiguos. Todos habían jurado defender esos documentos hasta el fin y no leerlos jamás, bajo pena de muerte.
Y ahora él, que siempre había sido un cobarde, concebía la estúpida idea de entrar en el sancta sanctórum de su templo, abrir la caja fuerte que dieciocho años atrás había costado una fortuna, sacar los documentos, o al menos uno de ellos, el más sagrado, y leer su contenido. Porque sí. Por aburrimiento. Por curiosidad.
Porque estaba harto de ser un apéndice del ángel y no saber nada, y tener que formular crípticamente las respuestas a los Iniciados y a los Elegidos sencillamente porque no sabía qué contestar.
Se vistió apresuradamente con pantalones anchos y una túnica corta, y salió de su pabellón privado sin siquiera ducharse ni tomar una taza de té. Si no lo hacía ahora, no lo haría nunca.
Cruzó la explanada del Amor Inmortal a largas zancadas, bajo el sol violentamente amarillo que acababa de remontar el horizonte creando unas bellas y largas sombras azules, y se dirigió a la entrada del templo que, después de las festividades, había sido clausurado de nuevo para que ninguno de los jóvenes acólitos pudiera entrar furtivamente.
Las palmeras se balanceaban en la brisa. Olía a mar y a fuego de leña, el que encendían las novicias para asar las tortas de harina. Dudó un momento. ¿De verdad quería ponerse en peligro por pura curiosidad? ¿No le bastaba con toda aquella belleza a su alrededor, con los colores del guacamayo que lo observaba desde un árbol cercano? Sacudió la cabeza, impaciente como un caballo que huele ya su pesebre. No. No le bastaba. Él era un ser humano, no un animal doméstico.
Echó una mirada a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie espiando y se deslizó detrás de uno de los pilares del frontón del templo, abrió una pequeña tapa disimulada en la piedra y descubrió un teclado alfanumérico. Marcó la clave y, sin un solo ruido una estrecha puerta se abrió hacia dentro. Apenas hubo entrado, se encendieron las luces de la escalera que descendía, y se cerró la puerta a sus espaldas.
Siempre le producía un escalofrío entrar en el templo en solitario. Por un lado era una inmensa sensación de poder que lo hacía querer aullar de alegría; por otro era un miedo paralizante por haberse atrevido a penetrar en un lugar donde sucedían cosas tan incomprensibles como la aparición de Israfel y otras que, por fortuna, sólo habían tenido lugar en contadísimas ocasiones, en las que no quería pensar.
La escalera terminaba en un largo y estrecho pasillo que llevaba a la parte trasera del círculo donde, excavada en la roca, estaba la cámara de seguridad.
Hacía calor allí, como siempre. Debería haberse acordado de coger una toalla antes de bajar a las profundidades, pero ahora ya era tarde. El sudor había empezado a correrle por la frente y los costados, pero había ido allí a hacer algo y lo iba a hacer, con calor o sin él.
Por un segundo pensó si Israfel estaría sintiendo en ese mismo instante que su Gran Maestre estaba a punto de violar su juramento, pero se consoló pensando que, al fin y al cabo, él tenía cierto derecho a conocer, para así persuadir mejor a nuevos adeptos y para conquistar el miedo constante en el que vivía, causado en parte por la ignorancia.
Introdujo la combinación con manos levemente temblorosas y la puerta acorazada se abrió, dejando a la vista su contenido: varias cajas metálicas muy delgadas que tenían grabada en la tapa la Rosa de Luz. Una de ellas tenía un diamante en el centro. La más sagrada.
Le temblaban tanto las manos y las rodillas que tuvo que apoyarse en la pared e inspirar profundamente varias veces para serenarse. No podía volverse atrás ahora. Si aparecía el arcángel, lo destruiría igualmente, tanto si había visto lo que contenía la caja como si no lo había hecho. Ya no importaba. Su desobediencia era patente.
Sacó la caja con cuidado y la apoyó en la columna de mármol blanco que obviamente estaba pensada para ese fin, aunque él nunca la hubiera utilizado. La caja era muy ligera y estaba hecha de un metal parecido al aluminio pero más resistente, un metal con un brillo opalino y una extraña suavidad.
Volvió a inspirar hondo, por la boca, y levantó la tapa. Dentro había unas simples hojas de papel delgadísimas, casi transparentes, amarillentas de puro viejas, escritas con tinta negra en una letra antigua que costaba trabajo descifrar. Le supuso un gran esfuerzo despegarlas unas de otras sin romper el delicado papel. Se humedeció ligeramente el dedo y, con mucho cuidado, las separó. Las dos primeras estaban llenas de texto. La tercera era un mapa del mundo en el que destacaban unas líneas y unos círculos que marcaban ciertos lugares. Había un punto central situado sobre el golfo de Tailandia y luego cuatro más, uno en cada dirección partiendo del centro. Otros cuatro puntos rodeaban los primeros y otros cuatro se encontraban más allá. Las líneas que los unían formaban una rosa de luz esquemática sobre el mapamundi.
Se le ocurrió que quizá aquél fuera el plano secreto que marcaba el emplazamiento de la Atlántida y se le escapó una sonrisa de felicidad. ¿Cuánto podría valer una cosa así en el mercado? Y no era que necesitara dinero precisamente, pero a pesar de los años que llevaba viviendo como Maestre de una Orden formada por las personas más ricas e influyentes del planeta, los antiguos reflejos tardaban en morir.