Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
¿Se había equivocado al pensarlo? ¿Había llegado al lugar adonde van los muertos? ¿Había realmente un más allá?
No tenía ningún recuerdo del tránsito, ni de luz, ni de paz, ni de criaturas angélicas recogiendo su alma para acompañarla al otro lado. Recordaba el dolor, la angustia, el terror de saber que su tiempo había acabado, que su vida terminaba allí. Y luego… nada. Hasta ese mismo momento en el que había abierto los ojos en la casi completa oscuridad y se había dado cuenta de que seguía vivo, o al menos consciente.
Levantó el brazo derecho con mucha dificultad, concentrándose en el movimiento, y dejó reposar la mano sobre el pecho, tratando de sentir los latidos de su corazón, si aún lo tenía. Lo tenía. Seguía ahí, bombeando mansamente como un animal fiel a su amo. Eso quería decir que de alguna extraña manera había vuelto a la vida. Porque si de algo estaba seguro era de que había estado muerto. Había sentido su muerte, total, irrevocablemente. De eso estaba seguro, y entonces lo que le había sucedido era una resurrección.
Sintió un escalofrío extenderse por todo su cuerpo, recorriendo sus nervios. Se había convertido en un resucitado. O en un zombi. O en algo sin nombre.
Y en ese caso, si de verdad había estado muerto y ahora seguía vivo, Israfel existía y era mucho más poderoso de lo que él nunca había llegado a imaginar.
¿Y quién era él?
Oyó unos pasos detrás de su cabeza, unas pisadas metálicas reverberando en las paredes del inmenso lugar donde se encontraba. ¿Dónde? Le habría gustado girar el cuello y ver quién o qué era lo que se acercaba a él, pero no podía moverse. La frente se le perló de sudor y su respiración se aceleró de puro miedo.
—Si estás tratando de saber cómo te llamas, no te esfuerces más —dijo una voz masculina detrás de él; una voz que creía conocer, que le traía recuerdos imprecisos—. Yo te lo diré. Fuiste Alejandro Andrade, Gran Maestre de la Rosa de Luz por voluntad del arcángel Israfel a quien traicionaste al romper tu juramento. Has sido destruido y el nombre que él te concedió en tu iniciación ha sido borrado para siempre de la lista de Elegidos.
El hombre que había sido Andrade soltó un gemido de terror. Los recuerdos empezaban a acudir a su mente y comenzó a ser consciente de las consecuencias de sus actos.
—Ahora te llamas Horra y los ángeles atlantes han decidido ofrecerte una disyuntiva. Serviste bien a la Rosa durante casi veinte años, de manera que puedes elegir entre la muerte inmediata y eterna o la esclavitud a ellos mientras te dure la vida; después, si lo has merecido, Aliel te acompañará en el tránsito. No volverás a ver a Israfel.
Sin pretenderlo, se le escapó un sollozo y, una vez roto el silencio, ya no pudo controlarse y siguió llorando hasta que empezó a sentir que se ahogaba. El hombre a sus espaldas continuaba en silencio, pero su presencia era casi tangible.
—¿Servirás? —preguntó, cuando los sollozos empezaron a remitir.
—Serviré.
El hombre dio la vuelta al cuerpo yacente en las losas y lo contempló desde arriba. El antiguo Gran Maestre no podía verle el rostro en la oscuridad; sólo una silueta alta, de hombros anchos. Tenía algo en la mano derecha. Algo que brillaba con una luminosidad rojiza, como el color de las ascuas cuando se ha extinguido la hoguera.
—Llevarás la marca mientras vivas, Horra. Servirás a la Rosa. Confesarás tu traición para que los Elegidos aprendan. Defenderás los Secretos con tu vida y con tu alma o sufrirás tortura hasta el fin de tus días y luego serás arrojado a las tinieblas por toda la eternidad. Y ahora sabes muy bien, porque lo has experimentado en propia carne, que no se trata de símbolos ni de artificios retóricos. Te pregunto de nuevo: ¿servirás?
—Serviré.
El hombre empezó a inclinarse sobre él.
—¿Quién eres? —preguntó entre escalofríos de terror, tratando de retrasar lo que fuera que pensara hacerle.
—Soy el ejecutor de la voluntad de los ángeles atlantes.
Sin más dilación, la figura de sombra se inclinó sobre él y entonces Andrade recordó en un relámpago que era el mismo hombre que lo había reclutado casi veinte años atrás para crear la Rosa de Luz, el que le había dado las instrucciones y había llevado al santuario las cajas de los secretos. El Ejecutor.
Ahora se acordaba de su voz, del aura de peligro y locura que emanaba de él, de su alivio año tras año cuando se limitaba a darle instrucciones por teléfono. El Ejecutor.
La mano que portaba el brillo rojizo se acercó a su rostro y, con un moviento rápido y certero, trazó un camino de fuego desde la sien izquierda, pasando por la nariz, hasta la comisura derecha de la boca. De inmediato, el dolor explotó en su cuerpo haciéndole retorcerse y aullar. Un instante después, otro foco de espantoso dolor se incendió en su talón derecho.
Andrade se mordió los labios sin poder controlarse. Todo el aire que contenían su estómago y sus intestinos vacíos abandonó ruidosamente su cuerpo en un humillante y larguísimo petardeo, bajo la mirada fría del Ejecutor. La vergüenza era tanta como el dolor. La orina caliente derramándose por sus pantalones fue casi un alivio.
—Ahora vendrán tus acólitos y te asistirán, Gran Maestre. Estamos en el mismo templo que te atreviste a profanar. En el futuro, cada vez que te mires al espejo, cada vez que intentes caminar, recordarás tu traición y tu nueva promesa. Espero que no volvamos a vernos.
Antes de que los pasos del Ejecutor se perdieran en las sombras, Andrade se desmayó.
Cuando llegaron al Valle del Tiétar era ya casi de noche a pesar de lo temprano de la hora. Lena suspiró, aliviada, al darse cuenta de que Sombra torcía en un camino rural en lugar de continuar por la carretera que llevaba a las Cuevas del Águila; por un momento se había temido que quisiera ir directamente a su destino sin dejarla descansar ni un momento, pero parecía estar aprendiendo que los simples humanos tenían unas necesidades diferentes de los seres como él. Suponiendo que hubiera más seres como él, que no fuera el único en su especie.
Siguieron trepando por la montaña hasta llegar a una casita oscura, aislada frente a un bosquecillo. Sombra cortó el contacto, bajó, sacó la mochila de Lena y se dirigió a la entrada sin mirar si ella lo seguía o no.
—¿Quién vive aquí? —preguntó ella.
—Tú. Es una casa de alquiler, para turistas que hacen senderismo. Sombra piensa que aquí llamas menos la atención y estás mejor que en un hotel.
—Si sabes cocinar, sí.
Como esperaba, Sombra no se inmutó ni contestó al comentario.
La casa era sencilla, pero acogedora; estaba limpia y en la despensa y la nevera había unas cuantas provisiones básicas. También se habían molestado en encender la calefacción y, aunque no hacía calor, al menos no había que estar con el anorak puesto en la sala de estar. Suponía que la temperatura iría mejorando a lo largo del día y por la noche ya no le daría horror la idea de desnudarse y meterse en la cama.
—¿Necesitas dormir?
—Sí, claro, pero aún no; son apenas las cinco de la tarde. Lo que pasa es que estoy cansada y no creo que pueda seguir trabajando por el momento.
—Puedes aprovechar el tiempo de todas formas.
—¿Haciendo qué? —preguntó, suspicaz. Sombra no parecía darse cuenta de que una no podía estar siempre trabajando y aprendiendo.
—Practicando tu humanidad, como deseas. Haz algo que estabilice tu comportamiento humano.
—¿Como qué? —Le estaba empezando a parecer un diálogo surrealista.
—Sombra ignora qué debe hacer un humano para seguir siéndolo.
—Seguro que llevas siglos tratando con humanos; deberías saber algo. ¿Cuánto tiempo hace que te dedicas a esto?
—Unos veinte mil años de vuestra cuenta.
Extrañamente, lo que más gracia le hizo a Lena de la respuesta no fue la cifra incomprensible que Sombra acababa de nombrar, sino que no hubiera contestado con precisión perfecta, que hubiera sido capaz de decir «unos veinte mil años» como si dos o tres mil años arriba o abajo no tuvieran importancia y, más curioso todavía, como si empezara a ser capaz de usar una cierta
fuzzy logic
.
—¿Y has notado cambios en los humanos desde entonces?
—Algunos, pero más de expresión que de base.
Hablar con Sombra, incluso cuando estaba dispuesto a contestar, era francamente agotador porque no parecía ser capaz de contar nada sin que hubiese una pregunta concreta a la que responder.
—¿Cuándo fue la última vez que trabajaste con alguien como lo estás haciendo conmigo?
—Hace algo más de dos mil años.
—Y ¿aprendió todo lo que querías enseñarle?
—No todo. Malinterpretó ciertas cosas cruciales y lo mataron, o más bien
karah
lo dejó morir. A ti no te pasará.
Lena sintió un escalofrío. Confiaba en Sombra y estaba absolutamente segura de que la protegería, pero no resultaba agradable saber que dos mil años atrás las cosas habían acabado así para otro alumno del mismo maestro. Miró hacia la chimenea, apagada, y al montón de troncos de madera cortados a tamaño regular.
—¿Sabes hacer fuego, Sombra?
—Sí.
—Por favor. Eso me ayudaría a mantener mi humanidad.
El maestro empezó a preparar un fuego en la chimenea mientras Lena, tumbada enfrente, en el sofá con una manta, le daba vueltas a lo que acababa de decirle.
—¿Me cuentas la historia de tu último alumno, Sombra?
—Ahora no es el momento.
—¿No me puedes decir tampoco para qué estamos haciendo todo esto, por qué yo, qué se supone que va a pasar cuando haya aprendido todo lo que me enseñas?
—No. Aún no. Sombra aprende de los errores. La última vez hubo demasiados errores por exceso de información.
Los troncos del hogar empezaron a ser lamidos por unas llamas rojas y amarillas, bellísimas.
—Gracias, Sombra. Creo que era justo lo que necesitaba para volver a sentirme humana.
—¿Esto ayuda también?
El olor la asaltó de pronto y, por un segundo, la transportó a su primera infancia, a unos días que pasó con sus padres en una cabaña de troncos a finales de otoño. Ella debía de ser muy pequeña, pero recordaba con toda claridad el calor del fuego, las pieles de oveja que cubrían el maltrecho sofá, su padre y su madre abrazados mirando las llamas y abrazándola a ella, acurrucada entre los dos, el olor de los buñuelos de azúcar recién hechos y el chocolate caliente. El mismo aroma que llegaba ahora de la mesita lateral, donde sobre un plato de florecillas rosa había tres buñuelos aún humeantes y una taza de cholocate.
—¡Sombra! ¿Cómo has hecho esto?
En el momento en que lo había perdido de vista, había desaparecido. Le contestó sólo la voz familiar en su mente.
Todo está compuesto de un número finito de materiales. No hay más que combinar y reagrupar. Aprenderás, Lena
.
¿Dónde estás? ¿Qué haces?
Lo mismo que tú. Preservar lo que hace que Sombra sea Sombra. Disfruta tu humanidad. Luego duerme. Mañana seguirás trabajando
.
Lena sonrió, alargó la mano, cogió un buñuelo y le dio un mordisco gigante. Para haber sido hecho por un monstruo estaba buenísimo, como los de su madre.
Cuando, a la mañana siguiente, salió al exterior, todo se había vuelto blanco. Una delgada capa de nieve cubría el paisaje, los pinos, las encinas del jardín, el césped y la casa, y, como cuando era pequeña, sintió una alegría repentina por la belleza que se desplegaba a su alrededor. Luego recordó que ahora la nieve ya no significaba hacer planes para la noche, para salir con los amigos a montar en trineo y a tomar un vino caliente después, y el pensamiento de cuánto había perdido la entristeció de repente, de modo que volvió adentro, desayunó abundantemente mientras oía las noticias en la radio, extrañándose de que el mundo siguiera allí, y empezó a prepararse mentalmente para otro día de trabajo agotador.
Oyó el motor del coche, supuso que Sombra la estaba esperando fuera y salió abrochándose el anorak.
Efectivamente, su maestro estaba al volante, tan oscuro y helado como siempre. Por un segundo pensó que sería estupendo empezar el día con un abrazo y dos besos, o un saludo normal y una sonrisa; luego se imaginó a Sombra sonriendo y fue como si le hubieran frotado la piel desnuda con un guante de alambre de espino.
—¿Qué programa tenemos hoy? —preguntó mientras bajaban la carretera, curva tras curva, hasta el valle.
—Hoy empieza todo.
Lena se quedó mirándolo fijamente, pero Sombra no dijo más y ella, sin saber bien por qué, decidió no insistir. Era mejor no saberlo. Una ola de miedo le pasó por encima, con la fuerza de un puñetazo en el estómago, dejándola débil y temblorosa.
¿No era ya bastante con todo lo que le había pasado? ¿Qué era lo que iba a empezar ese día? No quería que empezara nada, no quería que le sucedieran más cosas. Sólo quería que la dejaran en paz, tener los problemas normales de una chica normal, estudiar, preocuparse de si conseguiría un trabajo, pelearse con el novio… No quería ser capaz de hacer cosas extraordinarias que la alejaban de los demás, de sí misma, de su vida anterior.
—¿No podemos parar, Sombra? —preguntó al cabo de un rato, cuando ya habían cruzado varios pueblos y acababan de tomar la desviación que los llevaría a las cuevas.
—¿Aquí? ¿Te sientes mal?
Ella lanzó una carcajada estridente, sin humor.
—No. En general. Parar… lo que sea que se está poniendo en marcha, lo que va a empezar hoy.
—No.
Ella se abrazó a sí misma y perdió la vista en los campos nevados que los rodeaban. La carretera estaba desierta.
—Además —continuó Sombra, sobresaltándola—, tú no quieres detenerte. Tienes miedo a lo desconocido, como todos los seres vivos, tienes miedo a perder tu identidad, tu integridad física, tu salud y tu cordura; pero también tienes curiosidad, y estás orgullosa de lo que has conseguido y quieres respuestas a muchas preguntas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque Sombra conoce tu mente. Ha estado allí. Es un bello lugar.
—¿Mi mente? ¿Has estado hurgando en mi mente?
—En el pasado Sombra necesitó entrar en tu mente para confirmar ciertos datos. Ahora no lo hace sin tu consentimiento. Del mismo modo que tú pediste entrar en la mente de Sombra.
—Aquella… aquella especie de catedral extraña ¿era tu mente?
—Una imagen para que tú pudieras comprender.