Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
Y sin embargo él la quería, la mimaba, le decía que estaba preciosa y que muy pronto empezaría a mejorar, a comienzos del verano. Apenas podía ya soportar la espera, apenas conseguía fingir ya, disimular para que él no lo supiera, aunque el doctor le había asegurado que él lo sabía, que él la comprendería, la ayudaría incluso. Pero ella no quería tener que confesárselo, arriesgarse a ver en sus ojos una chispa de desprecio, de vergüenza. Se moriría si él la abandonaba.
Quizá ahora Lena podría ayudarla. La había encontrado, había acudido, era su amiga, la ayudaría, estaba segura.
Se quedó rígida de pronto al comprender: por eso el doctor le había permitido visitarla. Para que ayudara. Para que la ayudara de un modo que le daba ganas de gritar de desesperación. Por eso le había dicho «si es tan buena amiga como dice…» sin terminar la frase.
No. No lo haría. Eso nunca. No podía hacerle eso a Lena después de tantos años de amistad, después de todo lo que habían hecho la una por la otra, primero cuando murió la madre de Lena, luego cuando los padres de Clara se separaron de un día para otro y él desapareció, abandonándolas, y cuando el padre de Lena se lió con una imbécil veinte años más joven, y cuando la madre de Clara se perdió en su trabajo y casi dejó de existir para su hija.
Siempre se habían tenido la una a la otra hasta el octubre pasado, el momento en que Clara conoció a Dominic y lo dejó todo por él, incluso a Lena.
Ahora podría volver a ser así, si Lena quería. Ahora podrían volver a ser amigas.
A punto ya de ponerse el vestido rosa, se dio cuenta de que para Lena aquello parecería un disfraz, de modo que volvió al armario, buscó los
leggings
vaqueros y una blusa blanca tipo túnica, se puso pendientes largos y bajó a reunirse con su amiga con el corazón cantando de alegría, igual que diez meses atrás, diez meses en los que cabía toda una vida, cuando se saltaron las dos primeras clases de la mañana para que Clara pudiera contarle a su amiga cómo había conocido a Dominic.
Nils guardó los prismáticos en su funda, se puso las gafas de sol, se ajustó la gorra de manera que el sol poniente dejara de deslumbrarlo y perdió la vista en el horizonte del mar. Un turista más, especialmente interesado en las aves marinas que volaban junto al acantilado.
Llevaba ya un buen rato observando el perímetro de Villa Lichtenberg, pero si tenían guardias los tenían muy bien ocultos y no había podido descubrirlos. ¿Era remotamente posible que se sintieran tan seguros que ni siquiera se hubieran preocupado de quién pudiera entrar? Claro, cámaras había por todas partes y era de suponer que todo estuviera lleno de sensores de movimiento e incluso sensores térmicos en las habitaciones centrales de la casa, pero por fuera nada indicaba que no fuera uno más entre los chalets millonarios de la zona.
Era un conjunto realmente curioso: varios edificios modernos, de una o dos plantas, casi de cristal, unidos por puentecillos y pasarelas, rodeando a diferentes alturas un núcleo antiguo, constituido por una especie de pequeño castillo medieval, de pura piedra, con torreón almenado. El clan rojo tenía mejor gusto del que él habría creído y, sobre todo, un excelente arquitecto.
Esperaría a la caída de la noche y trataría de darse una vuelta por el jardín, a ver de qué se enteraba. Al fin y al cabo, incluso si lo descubrían, lo más que harían sería ponerlo en la calle. Ya habían pasado los tiempos en los que
karah
mataba a los suyos; eran muy pocos para eliminarse entre sí y él sólo quería un poco de información, cosa comprensible para cualquier clan.
Sólo llevaba en la costa amalfitana unas cuantas horas, por lo que todavía no había tenido ocasión de ver quién estaba en la casa, pero, si seguía observando por los alrededores, antes o después iría viendo llegar a la gente del clan y eso le indicaría con bastante exactitud el momento del nacimiento de la criatura. Se trataba de algo tan poco frecuente que todos los miembros de un clan hacían lo imposible por estar presentes cuando nacía uno de ellos.
Él mismo, al ser el miembro más joven del clan negro, nunca había asistido al nacimiento de nadie de los suyos y habría estado dispuesto a recorrer medio mundo a pie para no perdérselo.
Cambió de posición cumpliendo con su papel de turista ornitólogo y, por la carretera, se cruzó con un tipo flaco y con gafas que también llevaba unos prismáticos colgados del cuello y que, curiosamente, le sonaba de algo.
Ésa era una de las maldiciones de la longevidad: había tantos rostros grabados en la memoria que cada vez costaba más reconocer a la gente.
Intercambiaron un saludo con la cabeza y Nils eligió otro lugar, volvió a sacar los prismáticos y los enfocó de nuevo hacia la casa. En una de las terrazas, de espaldas a él, Eleonora estaba hablando con alguien por teléfono. Su enorme melena roja brillaba como la aureola de una santa diabólica.
Hizo una inspiración profunda y apartó la mirada para perderla en el azul del mar. Eleonora era una mujer bellísima y, si él no tuviera grabada a fuego esa repugnancia innata a relacionarse con una
karah
de otro clan, habría pensado inmediatamente en ella como pareja, desde la primera vez que la vio. Pero un clánida sabe perfectamente cuál es su deber y en su caso, llegado el momento, la única posibilidad viable era Alix, bellísima también, pero tan distinta a Eleonora como el día y la noche. Lamentablemente, aunque habían pasado mucho tiempo sin verse, Alix y él se conocían desde siempre y él nunca había conseguido encontrarla atractiva, a pesar de su belleza.
Él, por mucho que le avergonzara la idea, por quien se sentía atraído sin poder evitarlo era por Lena.
Pero Lena era
haito
, y eso convertía el simple pensamiento en una perversión. Una perversión que no conseguía erradicar de su mente.
A pesar de todo, le gustaría volver a verla. ¿Acudiría al reclamo de Clara? Un par de meses atrás, él había hecho todo lo posible para redactar los dos
mails
que ella habría recibido ya, de modo que sintiera la obligación, casi la necesidad, de acudir a ayudar a su amiga, pero no podía estar seguro de que los hubiera leído ni de que estuviera dispuesta a emprender el viaje para averiguar qué quería decir Clara con aquello de que se estaba convirtiendo en vampira. Ni siquiera podía estar seguro de que le resultara físicamente posible viajar a Italia. Nadie sabía dónde estaba y había pasado ya mucho tiempo.
Nils llevaba varias semanas confiando en que su anónimo informador, el conclánida a quien había visto por primera y última vez en la conversación nocturna del cementerio de Mühlau, volviera a ponerse en contacto con él y le dijera algo más sobre Lena. En aquella ocasión se había limitado a insinuarle que ella iba a jugar un papel importante en el desarrollo de los acontecimientos y que le convenía asegurarse su amistad. No había querido decirle más, pero había bastado para que él empezara a interesarse por ella, y a partir de cuando se habían visto en el Uni Café y la había besado, ese interés había cambiado de signo. Tenía que confesarse a sí mismo que cuando pensaba en Lena no lo hacía sólo por cuestiones relacionadas con los intereses de su clan.
Era la primera vez en su vida que una
haito
le resultaba atractiva y, aunque a veces se despreciaba por ello, en otras ocasiones pensaba que podía tratarse de una evolución natural para garantizar la supervivencia. Si los hombres del clan rojo se habían habituado a perpetuarse a través de la reproducción ocasional con ciertas elegidas entre las hembras
haito
, ¿por qué lo mismo sería impensable para un clánida negro? Y sin embargo… sin embargo, hasta ese momento siempre había sido así, los suyos siempre habían considerado deshonrosa y perversa la idea de mezclar su sangre con
haito
. No le gustaba la idea de decirle a Imre que había decidido unirse a alguien que no era
karah
. Pero al fin y al cabo no valía la pena darle vueltas. No iba a suceder.
Siguió observando por los prismáticos. Eleonora seguía hablando por teléfono, caminaba de aquí para allá gesticulando con la mano derecha en la que sostenía un cigarrillo y no conseguía verle la cara porque estaba todo el rato mirando al mar o, como mucho, de perfil. Llevaba una fina túnica roja que, a contraluz como estaba, dejaba ver su curvilínea silueta como en los créditos de una película de James Bond.
Unos momentos después, justo cuando acababa de colgar y estaba apagando el cigarrillo, Dominic salió también a la terraza, se reunió con Eleonora y, juntos, bajaron la escalera en dirección al jardín delantero, dieron la vuelta a una esquina y desaparecieron de su vista. Si también Gregor andaba por allí, lo que sería lógico, considerando su profesión médica, ya no faltaban muchos. Se preguntó si aparecería el Shane. Se rumoreaba que estaba cada vez más loco y que había estado por Shanghai a principios de otoño, pero no se habían encontrado, y él hacía mucho que no lo había visto. Tanto como a la gente del clan blanco, a los que prácticamente ni recordaba. No debían de quedar muchos y seguramente seguirían entre los hielos investigando o escondiéndose o lo que fuera que hubiesen decidido hacer. Desde la desaparición o la muerte de Ennis, unos cincuenta años atrás, parecía que todos ellos, los pocos que quedaban, habían perdido por completo el entusiasmo por la vida.
Se dio la vuelta de golpe, sacudido por una idea imprecisa.
El tipo aquel de las gafas y los prismáticos con el que se había cruzado hacía apenas un cuarto de hora, ¿no tenía alguna relación con el clan blanco? Se quedó mirando sin ver, tratando de recordar. No. Seguramente no. Debía de ser alguien a quien había visto recientemente, quizá al llegar al pueblo, y ahora su mente no conseguía ubicarlo. Pero ya lo lograría; no se quedaría tranquilo hasta que lo hiciera.
Lena se paseaba impaciente arriba y abajo por una sala enorme, de piedra, que hacía las veces de vestíbulo, salón y sala de armas del torreón central de aquel sofisticado complejo que, según la placa de la verja de entrada, era Villa Lichtenberg.
Había llegado hacía unas horas al aeropuerto de Nápoles y luego un taxi que le había costado una fortuna la había depositado a la puerta de la mansión. Alquilar un coche le habría salido más barato, pero aún no tenía ni la edad mínima para hacerlo ni los años de práctica requeridos, de manera que no habría tenido más remedio que tomar el taxi y confiar en poder quedarse en la casa a dormir. Al fin y al cabo, si Clara la había llamado, estaría dispuesta a ofrecerle una cama.
Comprendía que estuviera aterrorizada, como daba a entender su
mail
. El tipo que la había recibido daba escalofríos, era como relacionarse con un escalpelo: metálico, frío, afiladísimo, sin sentimientos. Doctor Kaltenbrunn, había dicho. Tendría que mirar la lista de los clánidas y ver si aparecía, pero habría apostado cualquier cosa a que sí. Debía de ser algo así como el doctor Frankenstein de la familia.
Aún no había conseguido interiorizar que habían pasado más de tres meses desde su último recuerdo: Sombra en la cueva alzándose sobre ella como una columna de tinieblas vivas, diciéndole que olvidaría lo que había aprendido, aunque quedaría grabado en su interior para activarse cuando fuera necesario.
Su siguiente recuerdo era del aeropuerto de Madrid, donde había tomado un avión a Frankfurt y de ahí a Nápoles, vestida casi de verano, con la mochila entre las piernas. Sin embargo, y a ella misma le resultaba incomprensible, no tenía miedo, no le importaba que aquellos tres meses hubieran desaparecido de su memoria. Sombra le había prometido avisar a su padre y a Dani y eso era lo único que contaba porque, para ella, era como si se hubiera ido a dormir la noche anterior y se acabara de despertar. Los mensajes de Clara pidiendo ayuda estaban frescos en su mente y, para su propia sensación, si no miraba un calendario, era como si nada más recibirlos se hubiera puesto en camino hacia Italia.
Sin embargo, para Clara habrían pasado tres largos meses de silencio por su parte; tres meses en los que se habría sentido abandonada por su mejor amiga, traicionada, castigada por lo que ella le había hecho en Innsbruck, cuando decidió que habían dejado de ser amigas, se subió en el coche de Dominic y la dejó allí, tirada frente al instituto.
Y dos segundos después la llamó el falso notario.
Se rodeó el cuerpo con los brazos y, por un instante, sintió la imperiosa necesidad de desaparecer, de marcharse de allí sin ver a Clara, sin mezclarse en los asuntos de otro clan; el primero con el que iba a entrar en contacto, ya que el suyo, el blanco, no parecía tener ningún interés en comunicarse con ella.
Pensó con un escalofrío qué le habría enseñado Sombra durante todo ese tiempo, cuánto camino habría recorrido hacia la transformación que ya había empezado a manifestarse en Rabat. Ella no se sentía diferente. Ni más adulta, ni más madura ni más sabia. Eso era lo peor: que no tenía la sensación de haber aprendido nada de particular y, sin embargo, sabía que tenía que ser así. Sombra no mentía. Por tanto, era seguro que ella tenía ahora conocimientos y habilidades de los que no era consciente, y tenía miedo de que se manifestaran de golpe sin que pudiera controlarlos.
Por una de las puertas del fondo entró una sirvienta uniformada llevando una bandeja con una jarra en la que tintineaba el hielo, y dos vasos de cristal fino. La dejó en una enorme mesa de café de mármol blanco, frente a la chimenea apagada.
—¿Una limonada? —preguntó con los ojos bajos—. La señorita bajará en seguida. ¿Puedo prepararle algo de comer? ¿Unos sándwiches, canapés, una ensalada?
—No, gracias, aún no —se apresuró a contestar—. Ahora, cuando baje Clara, lo que a ella le apetezca.
—La señorita Clara apenas come ya. Todo le sienta mal. Pero falta poco para que nazca el niño y entonces se recuperará.
Lena la miró, sorprendida.
—Según mis cálculos, apenas está de seis meses, seis y medio como mucho. El niño debería nacer en julio.
—Perdone, señorita, puedo estar confundida.
Resultaba profundamente desagradable que aquella mujer se empeñara en no mirarla a los ojos, pero no había nada que hacer. Hizo una pequeña reverencia y se marchó por donde había llegado.
En ese momento sonaron pasos por la escalera y Lena se volvió, dispuesta a salir corriendo a abrazar a su amiga sin importarle todo lo que las había separado desde hacía tantos meses, pero al ver a Clara se quedó clavada donde estaba sin saber qué hacer. La chica que bajaba la escalera lentamente, agarrada a la baranda de madera noble, casi no se parecía a su amiga de toda la vida, y no se trataba sólo del vientre que parecía ocupar todo su cuerpo. Era evidente que se había lavado el pelo y había hecho lo posible por disimular su horrible aspecto y ponerse guapa, con la túnica blanca y los pendientes largos, pero daban ganas de llorar ver su extrema delgadez, sus ojeras moradas, la melena que le caía lacia y sin vida, como una peluca de mala calidad, la piel tensada sobre los pómulos de momia, pero sobre todo los ojos: espantados, redondos, aterrorizados aunque estaba haciendo lo posible por parecer alegre y natural.