Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
Recordaba que Max había dicho algo bastante críptico de que Lena había encontrado a una especie de extraño mentor que la estaba entrenando, enseñándole lo que debía saber. ¿Sería ése? ¿Cómo lo había llamado Max? Algo que tenía relación con la oscuridad… ¿Tinieblas? ¿Tenebro? No. No era eso. No sonaba tanto a cómic de superhéroes. Ya se le ocurriría. De momento lo que tenía que intentar era que le permitiera bajar de nuevo al suelo.
—Suélteme —le dijo con el tono más razonable que pudo—, por favor. No voy a intentar nada; no tendría sentido y además yo quiero ir a donde esté Lena. Por favor, déjeme en el suelo.
Medio reclinado en brazos del extraño, como una damisela antigua, lo miraba hacia arriba, como un bebé a su padre, y en la semipenumbra de la noche urbana, sus ojos eran dos escarabajos de cristal negro rayados de naranja por el reflejo de la luz de las farolas, tan vacíos de expresión como dos cuentas de vidrio. Su boca era apenas la insinuación de una raya horizontal en un rostro pálido y ligeramente borroso, como si fuera una foto desenfocada.
Sin decir palabra, se detuvo y lo depositó en el suelo.
—Gracias. —De repente, quizá por el alivio que sentía, recordó el nombre que había usado Max—. ¿Es usted Sombra? —preguntó.
El hombre no hizo nada especial, pero Dani tuvo la sensación de que su pregunta lo había sorprendido. Tardó unos segundos en contestar mientras bajaban la escalera de la estación de metro.
—Para ti no.
—Disculpe. ¿Cómo quiere que lo llame?
—No es necesario usar ningún nombre.
Unos minutos después, frente a frente en el vagón vacío, masajeándose el brazo herido, Daniel tuvo ocasión de observarlo detenidamente mientras el extraño miraba la nada un poco por encima del hombro de Dani. Algo en él hacía que se le erizara el vello de la nuca. Posiblemente la total inexpresividad de su rostro hecho de planos y aristas, sin redondeces, la ausencia de cejas y pestañas, los labios inexistentes, las orejas ligeramente puntiagudas y el cráneo pelado, como una calavera. Llevaba un jersey gris, ligero, de cuello de pico, sobre un torso desnudo de culturista, y pantalones negros de buena calidad con deportivas también negras, sin ninguna marca, lo que a Dani, sin saber por qué, le resultaba inquietante, como si estuviera disfrazado de humano normal pero se le hubiera pasado por alto ese detalle.
Ya a punto de llegar al aeropuerto, el extraño, que hasta entonces había estado de pie frente a él en perfecto silencio, le preguntó:
—¿Llevas identificación personal?
Tardó un instante en comprender que le estaba preguntando si llevaba el carnet de identidad. Asintió con la cabeza.
De repente, sucedió algo todavía más extraño. Mientras lo miraba, el hombre pareció volverse del revés, hacia adentro, como si su rostro y no sólo sus ojos se volvieran hacia el interior, como cuando se le da la vuelta a la manga de un suéter, y por un segundo Dani sintió que se le abría la boca de asombro y sus ojos parpadeaban enloquecidos tratando de encontrar un sentido a lo que estaba viendo.
Luego, tan de prisa que ya no estaba seguro de si había sido una alucinación, el hombre volvía a estar delante de él, tan inexpresivo como siempre, pero su cuerpo de forzudo de circo se había convertido en una especie de columna de oscuridad, de humo negro, de sombra viva coronada por la cabeza calva.
—¿Qué pasa? —preguntó Daniel con la boca seca, consciente de que había sucedido algo importante.
—No hay tiempo para viajar.
Tenía la sensación de que aquel tipo no pensaba explicarle nada y parecía a punto de desaparecer sin más, de un momento a otro, y dejarlo allí en el metro sin saber adónde ir.
—¡Dime qué pasa, maldita sea! ¡Necesito entenderlo!
—Lena necesita a Sombra. Puede estar en peligro.
—¡Llévame contigo! ¡Por favor! No me dejes aquí. Llévame contigo. Puedo ayudar.
El monstruo lo miraba fijamente, como si le clavara dos agujas al rojo hasta el fondo del cerebro.
—Dolerá.
—No importa.
—¿Estás listo?
Daniel tragó saliva y asintió con la cabeza, aunque por dentro estaba a punto de retractarse y decirle a Sombra que había decidido quedarse en Viena y esperar a que Lena pudiera reunirse con él.
—Vamos.
El monstruo abrió la negra columna en la que se había convertido su cuerpo como si fueran dos alas de oscuridad, o un manto de tinieblas, y lo envolvió, atrayéndolo hacia sí. Daniel sintió un millón de pinchazos a la vez, en todos los puntos de su cuerpo, pero lo que al principio había sido sólo una especie de cosquilleo eléctrico casi agradable, pronto empezó a convertirse en una pulsación insostenible, como si algo estuviera rompiendo su estructura vital, desgarrando sus células una por una, destruyéndolo minuciosamente hasta la extinción total. Pero cuando quiso gritar, aullar el dolor que sentía, se encontró con que ya no tenía boca y que también sus ojos habían desaparecido. Luego el dolor le hizo perder el conocimiento y cayó en la más completa oscuridad.
Clara estaba inquieta. Eleonora acababa de marcharse a ver a unos amigos, prometiendo no volver tarde, ya que sabía que a ella no le gustaba quedarse sola con el tío Gregor, pero como Dominic pensaba aparecer sobre las doce de la noche, no tendría que aburrirse mucho tiempo.
La visita de Lena la había puesto muy nerviosa y, si por un lado se alegraba enormemente de haber recuperado a su amiga y de tenerla cerca ahora que pronto llegaría el momento de dar a luz, por otro casi habría preferido seguir sola y que Lena no la hubiera visto en ese estado. Era demasiado inteligente, no resultaba nada fácil ocultarle cosas y, si empezaba a entrar con frecuencia en la casa, muy pronto se daría cuenta de lo que pasaba. Y eso era algo que no pensaba permitir, de modo que al día siguiente tendría que pedirle que se marchara y que no volviera a visitarla hasta que hubiese nacido el bebé porque, según el doctor, después del parto su necesidad de sangre desaparecería de golpe y para siempre.
Ése era su máximo deseo: volver a ser normal, no convertirse todas las noches en una fiera sin sentimientos, no necesitar aquella droga que la transformaba en un animal.
Lena había mencionado la sangre esa misma tarde. ¿Cómo era posible que supiera nada del asunto? Le daba una vergüenza abrumadora, pero si Lena sabía y podía hablar con ella sin necesidad de explicárselo todo, sería un alivio maravilloso. Quizá pudiera aceptarlo y ayudarla a sentirse humana a pesar de todo.
Pero ¿cómo iba a hablarle de David, de lo que acababa de hacerle a David hacía apenas media hora? Le daba espanto imaginar la expresión horrorizada de Lena, su mirada de desprecio. ¿Y si llamaba a la policía? No. No podía permitirlo. Habría sido mejor que no hubiese ido allí.
Se abrazó fuerte a sí misma, se envolvió bien en el chal de cachemir que se había puesto sobre el vestido rosa que le había regalado Dominic y bajó hasta la última terraza, la que más cerca estaba del mar, a menos de veinte metros de las olas que rompían entre espumas en la oscuridad de abajo. Si se lanzaba al agua, lo más probable era que no sobreviviera a la caída sobre las rocas. Entonces se habría acabado todo: el miedo, la angustia, la vergüenza, el vago terror de no saber qué iba a ser de ella, de su vida futura como madre de un niño sobre el que no podría decidir porque era hijo del clan rojo y eso estaba por encima de todo.
Con el rabillo del ojo detectó un movimiento a su izquierda, se volvió abiertamente y el guardia que se ocultaba en la oscuridad le hizo una seña de reconocimiento. Siempre vigilada. Siempre protegida, decían ellos. Protegida, ¿de qué? ¿De quién? Nadie se había molestado en explicarle realmente por qué era tan importante traer al mundo un niño más, ese niño en concreto. La primera y última noticia sobre la cuestión había sido lo que le había contado Dominic justo antes de marcharse de la clínica de Suiza: que Arek era una especie de Mesías, todos los clanes estaban esperando su nacimiento y era un honor inmenso haber sido elegida para ser su madre.
Ella, sin embargo, no lo sentía como un honor, sino como una carga terrorífica que le quitaba la libertad y la alegría de vivir. Se preguntó por primera vez en su vida si la Virgen María se habría sentido así también: atrapada, utilizada, sin escapatoria.
Seguramente.
Al menos ella no se había tenido que casar con un viejo; ella tenía a Dominic, que pronto llegaría y le regalaría su deslumbrante sonrisa y le llevaría bombones o algún detalle simpático que habría comprado durante el viaje y le habría hecho pensar en ella.
Y después del parto, cuando volviera a ser normal, podrían empezar una vida maravillosa, juntos, recorriendo el mundo.
Volvió lentamente hacia la casa, sin saber muy bien en qué emplear las casi tres horas que faltaban para que llegara Dominic. En la habitación del tío Gregor brillaba una luz tenue; lo más probable era que se hubiera tumbado a oír música con los auriculares, como solía hacer cuando le dejaba claro que no podía ser molestado más que en circunstancias de extrema urgencia. Él también debía de estar harto de encontrarse encerrado allí, con una muchacha a la que despreciaba y odiaba a partes iguales pero que tenía que soportar porque era la que iba a hacer posible la existencia de Arek.
«¡Qué nombre más horrible!», pensó. Ella siempre había querido llamar Noah a su hijo, pero Dominic no había querido ni hablar del asunto. Cuando salía con David, en los primeros tiempos, cuando eran felices y bromeaban pensando en un futuro común, los dos estaban de acuerdo en llamar Noah a su primer hijo. Y ahora…
Sintió un calambre en el estómago y se dobló sobre sí misma, con la mano derecha agarrada a la baranda y la izquierda sujetándose el vientre.
¡Pobre David! ¿Cómo había podido hacerle una cosa así? Él le había hecho mucho daño, sí, la había abandonado dos veces, le había mentido, engañado incluso, pero nadie se merecía una cosa así. ¿Dónde lo tendrían encerrado? ¿Qué estaría pensando ahora, mirándose los brazos vendados, sintiéndose débil, mareado, muerto de miedo? Si consiguiera saber dónde lo tenían, podría intentar ayudarlo a escapar, o al menos visitarlo, llevarle algo que necesitara.
Se sentó en el balancín de la terraza del salón, junto a la piscina, y la voz imaginada del doctor Kaltenbrunn empezó a sonar en su cabeza: «¡
Qué generosidad la tuya, Clara! ¡Qué humana te vuelves cuando has saciado tu hambre! Ahora estarías dispuesta a ayudar a escapar a ese mamarracho al que odiabas cuando aún no conocías a Dominic, pero… ¿y mañana? ¿Qué piensas hacer mañana cuando vuelva el hambre y el deseo y no lo tengas ahí, dispuesto para ti, entregado, lleno de sangre dulce? ¿Te daría menos lástima si no lo conocieras? Por supuesto. La muchacha de servicio que desapareció la semana pasada no te causó tantos remordimientos, ¿verdad? Era sólo una inmigrante desconocida…»
.
Sentía auténtico asco de sí misma, pero sabía que esos pensamientos eran muy ciertos y que no sólo era lo que el doctor habría dicho. Algo en ella estaba también de acuerdo. Lo primero era su hijo. Y su propia supervivencia. Lo demás era secundario. La ley de la naturaleza es que unos mueran para que otros vivan; unos comen y otros son devorados, el más fuerte se impone al débil. Debe ser así.
Estaban ya a punto de cruzar la carretera para acercarse a la puerta principal de Villa Lichtenberg cuando vieron llegar un Rolls Royce negro, se abrió la cancela de hierro forjado, el coche aparcó en la explanada de delante de la casa y un chófer de uniforme bajó a abrir la puerta a los dos pasajeros: un hombre trajeado y una mujer de mediana edad vestida con un traje de chaqueta de color burdeos.
Ambos echaron una mirada a su alrededor y, antes de que pudieran descubrirlos, Lenny se abalanzó sobre Lena y ambos cayeron sobre la hierba de la cuneta, ocultos por su coche.
Desde el suelo vieron cómo un instante después se abría la puerta y los dos visitantes eran recibidos por un hombre alto y delgado vestido de gris.
—El doctor Frankenstein —susurró Lena.
—¡Venga ya! —susurró él.
—Así es como lo llamo yo. Ellos lo llaman tío Gregor y es el ginecólogo que se ocupa de Clara. Te juro que da escalofríos.
Estaban los dos tumbados boca abajo sobre la hierba rala, con la nariz a unos centímetros de la grava que cubría el aparcamiento del mirador sobre el mar; Lenny seguía con el brazo sobre los hombros de Lena y los dos eran muy conscientes del calor del cuerpo del otro.
Cuando los recién llegados desaparecieron en el interior de la casa, Lena se separó de Lenny y se sentó, mirando hacia la enorme extensión oscura que era el mar. Él se acomodó a su lado y le pasó el brazo por los hombros, sin hablar, dejando que ella se acostumbrara y se acomodara contra él.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Lena al cabo de un minuto, sin retirar la cabeza del hombro del chico. Llevaba tanto tiempo deseando que alguien la abrazara que no quería separarse de él, aunque algo le decía que estaba cometiendo un error.
Lenny inclinó la cabeza, buscó sus labios y la besó con suavidad, como tratando de darle tiempo para adaptarse. Ella respondió al beso, pero antes de que pudiera convertirse en algo más intenso, se apartó de él y sacudió la melena como si algo le hormigueara por dentro.
—No, Lenny. No es momento. Ahora no.
—¿Por qué no? ¿No será, sencillamente, que no quieres?
Ella se puso de pie, impaciente.
—No sé si quiero o no quiero. No me parece buen momento, eso es todo. Tenemos otras cosas en que pensar. Hay que buscar un plan alternativo para ver a Clara.
—¿Por qué? —Ahora Lenny, de repente, ya no parecía un chico enamorado intentando conseguir una respuesta positiva de la chica que le gustaba. Se había vuelto a convertir en una persona seria, con un propósito concreto, y eso lo hacía parecer más viejo.
—Porque no podemos pasarnos ahora de visita, cuando acaban de llegar esos dos.
—¿Por qué no?
—¿Eres imbécil?
En lugar de ofenderse, Lenny contestó con mucha calma.
—Imagina que en lugar de haber llegado aquí hace diez minutos, hubiéramos llegado ahora. No sabríamos que los Lichtenberg tienen visita y, por tanto, tocaríamos el timbre y seguiríamos con nuestro plan, ¿no crees?
Lena tuvo que conceder que, visto así, parecía razonable.
—Si tocamos y nos dicen que no están para visitas de amigos de Clara, nos vamos y en paz. Ya volveremos mañana.