Hijos del clan rojo (50 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Le peinó la melena con los dedos, le cogió las zarpitas, tan suaves, y se las acercó a las mejillas, como tantas veces había hecho cuando era pequeña y estaba triste. ¡Qué lástima que fuera tan diminuto y no pudiera darle un abrazo de verdad! Pero de todas formas se lo apretó contra el cuello, debajo de la oreja, y se tumbó en la cama con los ojos llenos de lágrimas, sintiéndose sola, perdida, abandonada, absolutamente absurda. Sus dedos sujetaban firmemente el león por el cuerpo y, de repente, notó una dureza dentro de la barriga del animalillo. «¿Qué se habría tragado el tonto de
Alex
?», pensó con una sonrisa.

Siguió palpando con las yemas de los dedos hasta notar un objeto pequeño, oblongo y duro, como un encendedor, pero más chico y cuadrado.

Se levantó de golpe limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano y fue al cuarto de baño a buscar el neceser donde llevaba unas tijeras de uñas. No iba a tener más remedio que descoser al pobre de Alex para saber si era simplemente uno de esos bichos que llevan dentro un mecanismo que los hace llorar o rugir, o si se trataba más bien de algo que su madre había ocultado en el peluche.

En cuanto empezó a tratar de descoser la costura supo que se trataba de lo segundo: las puntadas eran finas, pero habían sido dadas a mano.

Con dedos temblorosos hurgó en el relleno de Alex y sacó lo que su madre había escondido allí para ella: un lápiz de memoria.

Echó una mirada a su reloj —las ocho y media— y se dio cuenta de que no tendría más remedio que esperar al día siguiente para comprar un
netbook
que le permitiera abrir el lápiz y ver qué era lo que su madre le había entregado. No podía meterse en un cibercafé y abrir una información que debía de ser secreta si se había tomado tantas molestias para hacérsela llegar de manera discreta.

Se quitó el medallón y, con cierto esfuerzo, consiguió pasar el lápiz por la misma cadena. Volvió a ponérselo, lo metió por debajo de la camiseta para que no estuviera a la vista y, llamándose imbécil por no haber comprado antes un portátil, con la cantidad de veces que había pensado hacerlo, cerró la habitación y salió a buscar un sitio para cenar. Luego trataría de encontrar un ciber y le escribiría a Lenny, a ver si entre los dos averiguaban algo sobre los
mails
que supuestamente había enviado Clara.

Haito. Rojo. Villa Lichtenberg. Costa de Amalfi (Italia)

Muy cerca de donde se encontraba Lena, en Villa Lichtenberg, Clara bajaba la escalera de caracol que llevaba al sótano de la antigua torre vigía. A pesar del peso del vientre y de la torpeza de movimientos que solía sentir a la caída del sol, bajaba rápido, movida por la necesidad y el deseo, y su cerebro estaba en punto muerto, como siempre que se acercaba el momento de saciar su sed.

Si alguien hubiera podido ver sus ojos, le habría recorrido un escalofrío. Se habían convertido en dos agujeros muertos, sin expresión, como espejos velados que no reflejaban el espíritu que debía habitarla. Su respiración era rápida y agitada, superficial.

Llegó abajo, empujó con todo su peso la maciza puerta de madera con herrajes negros y entró en una sala de roca, no muy grande, pero suficiente para contener un colchón colocado sobre una amplia tarima que tenía algo de escenario.

Desmadejado sobre el colchón había un muchacho joven, desnudo, con el rostro vuelto hacia la pared.

El doctor Kaltenbrunn estaba guardando una jeringa usada y una botella llena de líquido transparente en el maletín, miró a Clara y, con un gesto de invitación hacia el cuerpo del chico, le ofreció una de sus sonrisas heladas.

—La cena está servida, milady —dijo socarronamente.

—¿Está…? —A Clara le temblaban los labios y sentía como una corriente eléctrica recorriendo su cuerpo.

—¿Muerto? Por supuesto que no. El pequeño Arek tiene derecho a lo mejor que puede ofrecer
haito
. No vamos a servirle carroña. ¿Tienes hambre ya? ¿Quieres que empecemos?

Ella asintió con la cabeza sin apartar la vista del cuerpo del muchacho. No podía evitar verlo como alimento, como la cáscara que contenía lo que más deseaba, lo que necesitaba para sobrevivir y para que sobreviviera su hijo; sin embargo, a veces, durante unos breves segundos que destellaban como relámpagos en su cerebro atontado, también lo veía como un ser humano, como alguien igual a ella, y la repugnancia no la dejaba respirar. Además, entre la niebla de la angustia y el deseo que era peor que una borrachera, tenía la sensación de conocer ese cuerpo que se le ofrecía desnudo en el camastro, como si lo hubiera visto antes.

«Pero todos los cuerpos jóvenes son iguales —se dijo, mientras se acercaba a él, chupándose los labios—, sobre todo cuando están quietos en un colchón, como muertos, como simple carne y sangre destinada a alimentar otra vida.» Eran simples remordimientos.

Clara se acuclilló en el suelo, junto al chico, y se quedó mirando expectante mientras el doctor Kaltenbrunn colocaba un cuenco de acero inoxidable bajo el brazo del muchacho y, con una lanceta, abría la vena para que fluyese la sangre.

Sin poder evitarlo, Clara lanzó un suspiro de deseo.

—No te prives por mí, querida, disfruta del festín. Estaré ahí mismo, leyendo. Si ves que empieza a coagularse, dímelo y abriré otra vía.

Clara sabía que más adelante, cuando hubiera saciado su primera sed, le preguntaría qué iba a pasar con el chico, si se iba a morir, qué iban a hacer para disimular lo que había sucedido, pero también sabía que de momento no existía nada más que la sangre en su boca, entrando en su cuerpo, extendiéndose por todo su ser, alimentando a su hijo. Lo demás no tenía ninguna importancia, ni siquiera la humillación de tener que beber como un animal, inclinada sobre la herida, bebiendo del cuenco cuando chupar de la vena se hacía agotador o demasiado lento, lamiendo, mordiendo como una alimaña, como un depredador, mientras el doctor Kaltenbrunn, a sus espaldas, se instalaba en el sillón orejero y leía algún artículo científico o un catálogo de una de las subastas de arte a las que acudía con frecuencia para ampliar su ya, según Eleonora, impresionante colección de pintura.

Pasado el primer arrebato en el que todo le daba igual, intentaba no hacer demasiado ruido al sorber, pero el doctor, de todas formas, chasqueaba la lengua de vez en cuando, asqueado por sus maneras.

—¿Tío Gregor? —dijo al cabo de un rato con un hilo de voz.

—¿Querida?

—Apenas fluye ya.

—¿Necesitas más?

«Maldita sea —pensó Clara—. Siempre me hace lo mismo. Claro que necesito más, si no, no se lo habría dicho, pero me obliga a decírselo, a confesar mi necesidad, mi angustia.»

—Por favor.

—Por supuesto.

El hombre se acercó a la tarima, giró el cuerpo del chico como si fuera un pelele de trapo, acomodó el otro brazo sobre el cuenco y abrió una nueva fuente.

—Luego le vendaré los dos brazos. Ahora sáciate y vete en cuanto termines. Él despertará pronto.

Clara se abalanzó sobre la nueva vía y empezó a chupar con todas sus fuerzas. Al cabo de unos minutos, se separó, satisfecha, y se limpió los labios con el paño que el doctor había dejado a su alcance. Luego subiría a su cuarto, tomaría una ducha y saldría a la terraza a charlar con Eleonora y a esperar a Dominic, que llegaba casi a medianoche.

Pasó distraídamente la mirada sobre el cuerpo yacente tratando de no empezar a sentirse culpable como le sucedía casi todas las noches y, de repente, fue como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Se dobló sobre sí misma y habría vomitado la sangre que acababa de ingerir si no hubiera sido porque el doctor la cogió en volandas y la hizo recostarse sobre el mismo colchón que ocupaba el muchacho.

—¿Qué tienes, Clara? ¿Qué es?

Le temblaban los labios y las lágrimas le caían por las mejillas como un manantial.

—¿De dónde lo habéis sacado? —preguntó entre sollozos—. ¿Por qué él?

Kaltenbrunn contestó imperturbable mientras le limpiaba las lágrimas, los restos de sangre, los mocos y el sudor con un paño húmedo que olía a menta.

—Dominic pensó que sería un buen regalo.

—¡¿Dominic?! —chilló ella, casi histérica.

—Le contaste cuánto te hizo sufrir este mocoso cuando aún lo querías. Dominic y yo pensamos que sería una especie de justicia poética el que ahora pague el daño que te hizo contribuyendo a tu bienestar y el de tu hijo.

Clara se sacudía entre sollozos, repitiendo «David, David, David» como una letanía hasta que el doctor se levantó de su lado, fue al maletín y volvió con una jeringa.

—Es por tu bien, Clara, no te conviene excitarte. —Le inyectó un sedante que, casi de inmediato, cortó los sollozos y las lágrimas—. En seguida te llevaré a tu cuarto. Ahora tengo que ocuparme de nuestro invitado. Aún servirá durante un par de días. Relájate y descansa, querida, cierra los ojos. Cuando despiertes, te sentirás mucho mejor.

Amalfi (Italia)

Se acababa de sentar en una pequeña trattoria, dispuesta a pedir un buen plato de spaghetti alle vongole, cuando le llamó la atención un hombre muy atractivo que se había parado a contestar el móvil justo enfrente de la catedral de Amalfi, al pie de la escalera.

Su primer impulso había sido levantarse y echar a correr hacia él, porque por un instante había estado segura de que se trataba de Lenny, que había acudido, como había insinuado en su correo, a ver qué le pasaba a Clara que fuera tan urgente como para pedirle ayuda a un compañero de clase de los que menos conocía.

Pero cuando ya había echado la silla hacia atrás, se dio cuenta de que era totalmente imposible que fuera Lenny. Aquel hombre, aparte de llevar el pelo mucho más corto, era por lo menos diez años mayor. Sin embargo, el parecido era tan grande que no podía quitarle la vista de encima.

Iba vestido con vaqueros y una camiseta gris donde se veía el dibujo de un oso de espaldas, un par de ardillas poniendo cara de ser muy peligrosas y la inscripción D
ON’T MESS WITH US
. A pesar de que la luz ya estaba muy cerca del azul de la noche, llevaba las gafas de sol puestas. Se movía con la misma elasticidad que Lenny y estaba segura de que, si sonreía, tendría la misma sonrisa traviesa. Pero no era él. Y ella no podía acercarse a un perfecto desconocido y preguntarle si era familia de un tal Lennart Schwarz, además de que, aunque dijera que sí, tampoco le iba a servir de nada; de modo que cuando llegó el camarero desvió la vista, pidió la pasta y una copa de vino blanco y, cuando volvió a mirar la escalera, el extraño había desaparecido.

Sacudió la cabeza como para aclararse las ideas. Era evidente que tenía tantas ganas de estar con alguien conocido, de hablar con un amigo, de contar todo lo que le estaba pasando, que ya casi tenía alucinaciones y veía cosas que no estaban.

Antes de salir de Madrid había tratado de llamar a Dani varias veces, pero debía de tener el móvil desconectado porque saltaba de inmediato el buzón de voz. No le había dejado ningún mensaje porque no sabía quién podría escucharlo y porque ella tampoco tenía muy claro adónde iba o dónde estaría localizable. Quizá al volver al hotel se animase a intentarlo de nuevo y entonces le dejaría el número del hotel y le pediría que acudiera a reunirse con ella.

Aunque, como le pasaba de vez en cuando, en ese momento, a pesar de su soledad y de la necesidad que tenía de hablar con alguien de confianza, la existencia de Daniel le parecía algo tan lejano que ni siquiera tenía muy claro si se había limitado a inventarlo, si no sería algo así como un amigo invisible, aumentado en su intensidad y en sus cualidades por el simple deseo de cariño y compañía.

En el poco tiempo que había pasado en la provincia de Ávila con plena conciencia, antes de ir a la cueva, Lena le había pedido a Sombra que la dejara ir a ver a Dani o que permitiera que él se les uniera allí o en Italia, pero nunca había logrado ni siquiera una respuesta.

Luego se había «despertado» de nuevo en el aeropuerto de Madrid, el maestro había desaparecido sin explicaciones y, aunque eso le había permitido llegar a Italia, el tiempo pasado sin Dani había vuelto a distanciarla de la persona real. No le quedaba más que el recuerdo, la imaginación, los sueños… y eso no era bastante.

Pensó fugazmente, mientras le sonreía al camarero para darle las gracias por los espaguetis que, si Sombra volvía a enviarle a un profesional, lo aceptaría agradecida. Un segundo después se percató de que aquel chico que había contratado Sombra para ella llevaba semanas muerto y se le borró la sonrisa. Empezó a comer mecánicamente, con la vista fija en el plato y la mente concentrada en borrar la imagen de aquel chaval aplastado por la vagoneta llena de cascotes, pero apenas conseguía apartarla y le acudía la otra, la del tipo del rifle despatarrado en el banco del Retiro con su propio corazón metido en la boca.

Tomó un sorbo de vino y se quedó mirando la pasta, planteándose si seguir comiendo o pagar y marcharse. Por fortuna lo que había pedido no era carne, así que se obligó a disfrutar del sabor a mar de las almejas mientras intentaba pensar en cosas más alegres o, si no más alegres, menos horribles: si Dani podría ir allí y cuánto tardaría, dónde se habría metido su padre, si podría alguna vez volver a París a aprender más cosas de su clan, si algún día recuperaría su vida o si la habría perdido para siempre, y si Lenny se acordaría aún de ella. Cuál sería la tarea para la que Sombra la estaba entrenando y que nunca le había explicado. Ése era el tema central y, sin embargo, cada vez que se lo planteaba, algo en su interior lo apartaba, como si no tuviera importancia. ¿Era posible que Sombra, igual que le había borrado los recuerdos de lo sucedido en la cueva, le hubiera hecho algo para que no se obsesionara con la pregunta crucial? Tendría que preguntárselo cuando volviera a verlo.

—Los milagros existen —dijo la voz de Lenny a su lado.

Levantó la cabeza, asustada, temiendo estar sufriendo también alucinaciones acústicas, y se encontró con los ojos risueños de su compañero de clase.

—¿Puedo sentarme?

Tenía la sensación de que si intentaba hablar no le saldría más que un gruñido ronco y se limitó a sonreír, asintiendo con la cabeza.

Lenny llevaba vaqueros negros, una camiseta blanca lisa y un
hoody
gris, abierto. Se había cortado bastante el pelo, pero el flequillo seguía cayéndole sobre los ojos y él seguía apartándoselo con un movimiento de cabeza cada vez que le molestaba demasiado.

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