Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
—Perdona que te mire así, pero es que me recuerdas a alguien y no consigo saber a quién. ¿Tienes hermanas mayores?
—No. Soy hija única.
—No me hagas caso. Ya me acordaré.
Entraron en una habitación iluminada por el sol de la tarde que ya había emprendido su carrera final hacia el horizonte. Clara, con los ojos abiertos de par en par, casi espantados, las miraba como si no diera crédito a lo que veía.
—Mira quién está aquí, Clara. ¿No es estupendo? Le acabo de enseñar su cuarto.
—No puede quedarse aquí —dijo Clara con una voz que Lena no le conocía, chillona, desagradable, como una uña rascando una pizarra—. Ya ha empezado.
—¿Cómo dices? —Eleonora parecía genuinamente perpleja, además de preocupada. Con el rabillo del ojo dirigió a Lena una mirada que parecía preguntar si ella también se había dado cuenta de que Clara parecía haberse vuelto loca.
—El parto. El tío Gregor me acaba de inyectar algo. Dice que conviene sacar al niño cuanto antes. Me ha prometido buscar a Dominic, pero ya empiezo a notar cosas en la barriga y él no está.
Las dos se dieron cuenta de que estaba a punto de ponerse histérica.
—Voy a buscarlo. —Eleonora se dio la vuelta a toda velocidad y cerró tras de sí. Lena se acercó a su amiga y se acuclilló a su lado, cogiéndole la mano que Clara tenía engarfiada en el brazo del sillón.
—¿Te duele mucho? —preguntó.
Clara negó con la cabeza.
—Aún no. Son sólo calambres muy fuertes, como cuando algo te ha sentado muy mal y sabes que vas a tener una diarrea espantosa. Pero tengo mucho miedo, Lena. Y necesito que venga Dominic.
—Estoy segura de que vendrá en seguida —mintió. No estaba segura de nada, y menos desde que había visto a los dos hermanos besándose en el bar de la plaza de Amalfi. En aquella familia o clan, o lo que fuera, pasaban cosas muy raras, pero sabía que no era el mejor momento para decirle a Clara lo que había visto con sus propios ojos. Ya habría tiempo más tarde si hacía falta. Ahora lo primordial era calmarla, para que pudiera concentrarse en lo que importaba—. No tengas miedo, Clara. Tu madre lo aguantó, la mía también; todas las mujeres son capaces de pasar por esto y superarlo. La naturaleza nos ha hecho para poder soportarlo.
Clara lanzó un gemido extraño, casi un gruñido de fiera y Lena sintió que se le aceleraba el corazón. Habría dado cualquier cosa por que estuviera allí la madre de su amiga y fuera ella la que se encargara de todo.
—¿Cada cuánto tiempo tienes las contracciones? ¿Quieres que lo controlemos con el reloj? —Lena no tenía la menor idea de para qué servía controlar la frecuencia de las contracciones, pero lo había visto en alguna película y le parecía fundamental que Clara tuviera algo en lo que concentrarse.
En ese momento se abrió de nuevo la puerta y entró Dominic con vaqueros rojos y camisa blanca, dirigiéndose directamente al sillón donde Clara le abría los brazos mientras las lágrimas, Lena pensó que de alivio, le corrían por las mejillas.
Él la tomó en brazos con una facilidad innatural y, sin una mirada atrás, empezó a bajar la escalera murmurándole palabras al oído. Lena echó a andar detrás de ellos hasta que llegaron al sótano, donde los esperaba el doctor Kaltenbrunn. Llevaba ropa de quirófano roja, aunque el delantal, la cofia y la mascarilla eran blancas. Con la mirada y un gesto de cabeza indicó a Dominic que no la llevara todavía a la silla paritoria, de modo que la depositó en una cama de hospital y la acomodó sobre una pila de cojines que le permitían estar casi sentada.
—El parto aún no puede estar muy avanzado —dijo el doctor—. Ahí estarás más cómoda hasta que llegue el momento. ¿No quieres ir a cambiarte, Dominic?
A Clara se le desorbitaron los ojos al darse cuenta de que él pensaba marcharse.
—Volverá muy pronto —añadió el doctor—. Tu amiga te acompañará mientras tanto. Tienes que comprender que es un momento glorioso para todo el clan rojo, Clara. Todos quieren estar presentes y todos visten según nuestras tradiciones milenarias.
—¿Y yo?
—Tú eres la parturienta. Debes estar desnuda.
Kaltenbrunn cogió unas tijeras enormes de la mesa del instrumental y se acercó a Clara, que había empezado a aullar como un animal.
—No me obligues a atarte, Clara. Intenta preservar la solemnidad del momento y tu propia dignidad.
—¡Noooo! ¡Nooooo! —La muchacha gritaba sin apartar la vista de la mano que sostenía las tijeras.
En la mente de Lena destelló el recuerdo de Sombra en el hotel de París, cuando le cortó toda la ropa con unas tijeras más pequeñas que las que blandía Kaltenbrunn antes de afeitarle el vello púbico y raparle la cabeza. Era lo peor que le había pasado en la vida.
—¡No, doctor! —Se interpuso entre el hombre y su amiga—. Déjeme a mí. Yo la desnudaré. Por favor. Tranquila, Clara, ayúdame y será más fácil. A ver, primero la blusa… así… muy bien… Venga, es mejor así, hace mucho calor, estás sudando…
Prenda a prenda, fue quitándole la ropa hasta que quedó desnuda, gimiendo, con la cabeza vuelta hacia la pared del fondo.
—¿No puede ponerse un camisón de clínica? —preguntó Lena.
—No. Tiene que estar desnuda. Es así.
Pasó más de media hora en la que nadie dijo palabra, el silencio sólo roto por los gritos contenidos de Clara que iban aumentando de frecuencia y algún gruñido ocasional.
—¿No puede darle algún sedante, doctor?
El doctor Kaltenbrunn la miró con absoluto desprecio.
—Las hembras del clan rojo deben parir con naturalidad, con alegría, con el orgullo de traer al mundo a un nuevo miembro.
—Clara no es una hembra del clan rojo.
Extrañamente, el médico sonrió.
—Justamente. Ése es el problema. Para ser
haito
eres bastante lista.
—Es que quizá no sea
haito
. O no sólo, ¿verdad, niña? —dijo una voz aguda y rasposa a sus espaldas.
Lena se quedó mirando al ser que acababa de hablar en aquella sala, mezcla de quirófano, salón y habitación de hospital. También él era una mezcla de varias cosas: no sabía si era hombre o mujer, ni se notaba si era joven o viejo. Lo único que estaba claro era que estaba loco y que era peligroso, muy peligroso.
El pelo, corto y de color marfil, salvo las puntas intensamente rojas, se le disparaba en todas direcciones, como si acabara de recibir un choque eléctrico. Unas gafas de sol, pequeñas y de espejo, impedían que se le vieran los ojos. Iba vestido casi como un cardenal, como un príncipe de la Iglesia del siglo
XVII
o
XVIII
, con unas ropas magníficas, ampulosas, en diferentes tonos de fucsia y carmesí, con adornos blancos y dorados. Sobre el pecho, en lugar de una cruz, refulgía un medallón con
La trama de diamantes
, el mismo que ella llevaba debajo de la camiseta y el mismo símbolo tatuado en el cráneo, y que los demás, por fortuna, no podían ver.
Se quitó las gafas unos segundos para mirar a Lena fijamente, con la cabeza inclinada hacia la izquierda, como considerando qué hacer con ella. Tenía los ojos pintados de oscuro y una lengua fina, rosada y rápida como la de un reptil con la que se humedecía los labios estrechos y violentamente rojos. En la mano derecha llevaba un corto bastón de oro, como un cetro.
—¿Qué quieres decir, Shane? —preguntó Kaltenbrunn.
—Nada, nada. Cosas mías. A propósito, acaba de llegar la gente de la nueva empresa de seguridad. Los he dejado con el mayordomo para que les enseñe la casa. —Se acercó a la cama donde Clara se retorcía tanto de dolor como de miedo, le apartó una rodilla con el bastón, se agachó y miró entre sus piernas—. ¡Ah, el origen de la vida! ¡El sumo misterio! —Se volvió hacia el médico—. ¿Falta mucho?
Kaltenbrunn se encogió de hombros.
—No es que dude de tus habilidades, Gregor, pero ¿no deberías tener una matrona, un equipo médico, por si acaso?
—Están en la sala de aquí al lado, esterilizados y listos, por si llegaran a ser necesarios. Si no, esta sala está insonorizada; se les pagará y se les despedirá cuando todo acabe. El jefe del equipo es un familiar nuestro.
La extraña figura hizo una reverencia irónica.
—Me inclino ante tu previsión,
medicus
. Y tú, niña, ¿eres consciente del honor que representa poder presenciar el nacimiento de un miembro del clan rojo después de trescientos dieciocho años?
Sin saber exactamente por qué, en lugar de contestar, Lena hizo una genuflexión e inclinó la cabeza, lo que pareció complacer sobremanera al Shane.
—Pero no puedes asistir al nacimiento vestida de ese modo. —Lena, que no sabía siquiera cómo iba vestida, se miró y se encontró bastante normal: los pantalones caqui de los mil bolsillos, una camiseta ya no muy blanca de manga corta, y deportivas—. Rojo, negro, blanco, azul —recitó el Shane como si fuera un conjuro—. Ésos son los únicos colores. Elige un color.
—Blanco —contestó antes incluso de pensarlo.
—¿Estás segura? —La pregunta llevaba una intención que Lena no conseguía descifrar por completo. Estaba claro que aquel individuo sabía algo más que los otros sobre ella, pero no tenía manera de saber qué ni de qué modo podía haberlo averiguado. ¿Era siquiera imaginable que su propia madre lo hubiera informado de algo antes de morir? Le vino a la mente lo que le decía ella a veces —«mi niña blanca y negra»—, las instrucciones para volver a casa, las canciones misteriosas que la habían acompañado toda su vida. Decidió probar porque, si aquel ser al que llamaban el Shane no sabía nada, daba igual la respuesta. Y si sabía, estaría esperando eso y quizá más adelante le contara cosas que necesitaba saber. Por si era una prueba, contestó:
—O negro. Pero preferiría blanco.
—Sea. ¿Habéis oído?
Las dos mujeres que acababan de llegar asintieron con la cabeza y una de ellas se dio la vuelta y se marchó de nuevo. La otra, una dama muy hermosa de cabello negro con tocado de plumas rojo oscuro con diamantes y rubíes, vestida de seda escarlata como para un baile en el palacio de Sissi, se la quedó mirando fijamente.
—Tiene razón Eleonora —murmuró—. A mí también me recuerdas a alguien.
En los siguientes minutos fueron entrando en la sala los miembros restantes del clan rojo, que Lena no conocía, todos ataviados como para un baile de máscaras temático: Barroco sangriento. Un hombre macizo, de mediana edad, parecía una versión carmesí de Enrique VIII de Inglaterra. Eleonora estaba deslumbrante con un traje de brocado rojo oscuro bordado en oro, de amplia falda y corsé apretado, con un cierto toque entre gótico y victoriano; Dominic casi irreconocible en una levita de color burdeos con chaleco granate y negro y una camisa de un tono apenas rosado de cuello de lazo, con gemelos de rubí, como un caballero de la época romántica.
No era realmente un carnaval temático; fijándose, uno se daba cuenta de que todos llevaban ropas de diseño antiguo, pero cada uno de una época distinta, y todos, en lugar de parecer disfrazados, daban la sensación de estar vestidos cómodamente, del modo que más agradable le resultaba a cada uno de ellos. Sedas, brocados, terciopelos, joyas de oro y rubíes… todo absolutamente incongruente con el quirófano en el que se encontraban, con sus superficies metálicas y sus telas blancas y verdes.
Clara, tensa, sudada y silenciosa, gritaba de vez en cuando sin que nadie le hiciera el menor caso. Lena la tenía cogida de la mano y, cada vez que su amiga sufría una contracción, temía que le rompiera un dedo. No parecía que los demás oyeran sus quejidos ni que les preocupara lo que le estaba sucediendo. Se limitaban a ir poniendo velas y candelabros por todas partes como en una película de terror.
Al cabo de unos momentos volvió la mujer a la que el Shane había enviado a buscar ropa para ella con un vestido blanco sobre el brazo. Desde la puerta la llamó con un gesto y no tuvo más remedio que soltarse de la mano de Clara y, prometiéndole volver de inmediato, salió del quirófano.
En silencio, la mujer de terciopelo rojo le tendió unas ropas y le abrió la puerta de un cuarto de baño contiguo: un sencillo vestido blanco de satén, casi como un traje de novia de inspiración medieval, con mangas de hada. Una greca negra de hipogrifos y dragones adornaba el escote, los bajos del vestido y el dobladillo de las mangas. El espejo le devolvía su imagen, como la de una dama del unicornio, una
Lady of Shalott
moderna; pero ella no pensaba limitarse a ver el mundo a través de su reflejo.
Dobló cuidadosamente su ropa pensando que no le gustaba la idea de dejar allí todo lo que contenían los diferentes bolsillos de su pantalón y al final sacó el lápiz de memoria y se lo metió en el lateral izquierdo del sujetador; en el derecho llevaba ya el medallón de diamantes falsos que no se había quitado desde que
oncle
Joseph y Chrystelle se lo habían entregado en París.
Cuando volvió al paritorio, Clara había sido trasladada a la silla. Sus piernas abiertas y su pubis afeitado permitían ver con claridad la dilatación de la vagina por la que ya se adivinaba la cabecita del bebé.
Los clánidas habían encendido las velas, que estaban por todas partes, y contemplaban en silencio, como hipnotizados, el desarrollo del nacimiento. Eleonora se había colocado detrás de la parturienta, sentada en una silla alta, y sus piernas, también abiertas, flanqueaban la cabeza de la muchacha que gemía, gruñía y aullaba con cada contracción. Ahora eran tan frecuentes que casi no tenía tiempo para recuperarse de una a otra y apenas parecía oír o comprender las indicaciones que el médico le daba.
Además de extraño, había algo teatral, truculento, en la postura de Eleonora, como si se tratara de un acto simbólico que Lena no conseguía descifrar.
Dominic, a la izquierda de Clara, le daba la mano fuertemente mientras, sin que ella lo notara, daba la otra mano a Eleonora.
Lena se mordía los labios sin comprender qué estaba pasando, pero le parecía no sólo una traición, sino un mal gusto espantoso lo que estaba haciendo Dominic, que miraba alternativamente a su mujer y a su hermana como si las dos tuvieran la misma importancia, como si no fuera su mujer la que estaba sufriendo aquellos espantosos dolores para dar a luz al hijo de los dos. Clara, sin embargo, sólo tenía ojos para Dominic.
Había refrigeración en la sala, pero las velas y la respiración de los presentes, junto con las pesadas vestiduras, hacían que todos estuvieran sudorosos.