Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
Lo primero que le llamó la atención fueron los tres pasaportes, de distintos colores. Ella no había tenido ocasión de pasar por casa a recoger su pasaporte austríaco, el único que tenía, y ahora se encontraba con que no lo iba a necesitar, a menos que aquellos tres no estuvieran pensados para su uso, lo que sería totalmente absurdo.
Los abrió con cierta aprensión y se quedó de piedra: en los tres estaba su foto, pero con distintos peinados y colores de cabello. Uno era canadiense y estaba a nombre de Blanche White. En ése tenía veintiún años, había nacido en Vancouver y llevaba el pelo corto y de un rubio muy claro, con un corte deportivo. Otro era suizo y la titular era una muchacha también de veintiún años llamada Claire Weiss, de Sankt Gallen, con media melena rojiza con mechas más claras y gafas de un rojo intenso. El tercero era español. Ahí se llamaba Alba Blanco Sandoval, había nacido en Alicante, tenía la misma edad de los otros y llevaba una melena morena y lisa hasta más abajo de los hombros. En éste había también un visado para Tailandia, válido para tres meses más. Se preguntó qué podía significar aquello. ¿Estaba previsto que tuviera que volar a Asia?
Volvió a mirar los pasaportes cada vez más nerviosa. Por fortuna hablaba todas las lenguas necesarias: inglés, francés, alemán y español. Bueno, por fortuna no, claro, sino porque su madre lo había arreglado de manera que no tuviera dificultades, igual que se había empeñado en que aprendiera idiomas desde que tenía uso de razón y que eligiera latín en el instituto.
¿Qué clase de contactos tenía su madre, que le habían permitido hacerse con tres pasaportes falsos? ¿Qué clase de doble vida habría llevado sin haberle dado jamás una pista a ella?
Miró las fotos con detenimiento, sintiéndose al borde de un ataque de histeria. Ni su propio padre la habría reconocido en ninguna de las tres. Tendría que inventarse un mínimo de vida y recuerdos para cada una de las tres personalidades, usando mucho de su propia biografía y procurando que hubiese suficientes puntos coincidentes para no despistarse ella misma. «La mejor mentira es la más cercana a la verdad», oyó en su interior; una frase que su madre le había repetido tantas veces a lo largo de su vida. También era muy propio de su madre que los nombres de las tres personalidades fueran tan similares; así eran más fáciles de recordar. Dejó los documentos falsos encima de la cama y se concentró en el resto: un par de tarjetas de crédito al mismo nombre de los pasaportes; varias llaves de distintos modelos, atadas con gomas de diferentes colores, sin ninguna indicación de qué era lo que abrían, un móvil bastante antiguo que, de momento, dejó apagado como estaba; una larga lista de nombres de personas que no le decían absolutamente nada, escritos en diferentes colores sobre una cartulina verde pálido; la misma lista con los mismos nombres pero esta vez unidos con flechas a los arcanos mayores del Tarot, o eso le pareció; otra lista de lugares, muchos de los cuales conocía porque habían pasado allí unas vacaciones en algún momento de su vida; en ésos, a la derecha, había una cruz, como si alguien hubiera estado marcando los que ya habían sido visitados; una foto de la estatua de una tumba en un cementerio de Innsbruck que siempre le había gustado mucho a su madre y representaba a una mujer llorando con el pelo tapándole la cara; una fotocopia de la página de una revista donde se hablaba de una exposición sobre el hundimiento del
Titanic
y la recuperación de varias joyas que habían permanecido durante casi un siglo en el fondo del océano; la foto de dos personas, un hombre anciano y una mujer de unos cincuenta años, con una línea escrita en tinta negra en la parte de atrás:
«Oncle Joseph et Chri-Chri. 1999»
; una especie de mapa de piratas de lo que parecían varias islas, aunque habrían podido ser cualquier otra cosa, todas ellas sin nombre, salvo una donde se leía simplemente «Él»; un leoncito de peluche que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas porque era el gemelo exacto de
Alex
, el que había perdido hacía más de diez años en unas vacaciones en Túnez y al que había echado de menos desde entonces; y finalmente, varios objetos aparentemente absurdos: un llavero minilinterna con forma de platillo volante y luz azul; un dado fluorescente que en vez de puntos tenía ojos oblicuos, como rostros extraterrestres; un pequeño reloj de arena que tenía en su interior una especie de glóbulos azules que subían en vez de bajar; un pisapapeles de cristal con un laberinto parecido al de la catedral de Chartres; un huevo sorpresa de plástico lleno de cápsulas blancas y negras; un encendedor con forma de pequeña pistola plateada. Nada más.
Si no hubiera sabido que aquello representaba el legado de su madre, que su madre se había preocupado de reunir todos aquellos objetos para ayudarla a desaparecer, habría pensado que eran simplemente los restos de una limpieza, como cuando se vacía una cómoda para arreglar y tirar lo que no vale y, por un descuido, aún quedan cosas en una caja que ha quedado olvidada en un rincón.
El doctor Kürsinger, que seguramente no era el doctor Kürsinger, pero ¿cómo lo iba a llamar, si no?, le había dicho que debía llevar siempre consigo todas aquellas cosas, de modo que volvió a meterlas en la caja, dejando fuera el pasaporte español, que era el que más se le parecía si se alisaba un poco el pelo. Luego tendría que pensar en comprarse pantalones con muchos bolsillos para llevar siempre a mano todos aquellos objetos estúpidos que quizá le fueran necesarios para algo que no podía imaginar. Ya estaba deseando llegar a París para ver si allí hallaba respuesta a todas las preguntas que se le amontonaban dentro.
Apenas si había hecho desaparecer la caja en su mochila cuando sonaron unos golpecitos en la puerta.
—¿Sí?
—Soy el revisor. Necesito su billete y su carnet de identidad, por favor.
Lena abrió cuidadosamente, pensando que si no era quien decía, ella tampoco podría hacer mucho para evitar que entrara si quería hacerlo. Pero al parecer no había mentido; se trataba de un hombre de mediana edad, vestido con uniforme azul oscuro.
—Le devolveré su documento mañana temprano, cuando le traiga el desayuno. ¿Habla usted alemán?
—Sí. —Le parecía increíble que alguien le preguntara si hablaba su lengua materna, pero recordó de repente que el pasaporte que le acababa de dar decía que era española. Decidió hablar poco para que no se le notara que estaba fingiendo.
—¿Le parece bien a las siete? La llegada es a las ocho.
—Está bien, gracias.
—¿Café, té o chocolate?
—¿Cómo dice?
—El desayuno. ¿Qué prefiere beber?
—¡Ah! Café, por favor.
—Que duerma bien. Si necesita algo, aquí tiene usted el timbre. Vendré en seguida. Buenas noches.
Lena cerró con pestillo y se apoyó contra la puerta con un suspiro de alivio al verse sola de nuevo. Estaba agotada y a la vez estaba tan nerviosa que no se creía capaz de dormirse, además de que se acababa de dar cuenta de que no había comido nada en absoluto desde el desayuno. El hambre la golpeó como si le hubieran dado una puñalada, se dobló sobre sí misma y estuvo a punto de perder el conocimiento, así que se dejó deslizar hasta quedar sentada en el suelo del compartimento, mareada como cuando unas horas antes se había apoyado en el pecho de Lenny en el Uni Café. ¿Cómo era posible que sólo hiciera unas horas de eso?
Ahora él estaría en su cama, pensando quizá en ella, en que se verían al cabo de unos días al volver al instituto, rodeado de sus libros y su música y sus cosas familiares, en la misma casa que sus padres, protegido y seguro, imaginando que saldrían juntos por Navidad, haciendo planes, o quizá escribiéndole un
e-mail
para decirle por carta lo que no se había atrevido a decir de palabra.
¿Y Dani? Se acordó de que era precisamente así como lo había conocido, en el autobús, en pleno ataque de hambre y de otra cosa… de aquella visión horrible, que ahora ya no conseguía recordar con precisión. ¿Dónde estaría Dani en ese momento? Durmiendo en el cuartel, en las afueras de Viena, en el mismo cuarto que otros diez o veinte chicos; ella no había estado nunca en un cuartel, no tenía ni idea de cómo dormían, salvo lo que había visto en las películas. A lo mejor no podía dormirse y estaba también pensando en ella, tratando de comprender lo que había querido decirle en su último SMS. Eso le daba un par de días de tranquilidad. Tanto Daniel como Lenny sabían que estaría fuera unos días y no se preocuparían de momento si no daba señales de vida, pero ¿qué iba a hacer después? ¿Podría ponerse en contacto con ellos y explicarles que había tenido que huir y no sabía por qué ni cuándo volvería? ¿Y a Dani, qué le iba a decir? ¿Que había besado a Lenny, a pesar de que estaba saliendo con él? Tonterías. Tampoco había por qué contarlo todo. Lo más difícil era saber qué podía decirles y cuándo. O cortar por completo el contacto, aunque lo pasaran fatal sin saber qué había sido de ella. Pero en ese caso, irían a preguntarle a su padre, o al director del instituto, que también era su tutor, o incluso podrían ir a la policía, y entonces empezarían a buscarla por toda Europa. Aunque ella era mayor de edad y si había decidido desaparecer, tenía derecho.
«Ya lo pensaré mañana», se dijo a sí misma recordando una frase de
Lo que el viento se llevó
que siempre les había encantado a ella y a su madre. Se puso lentamente en pie, hasta sentir que podía volver a sostenerse sobre las piernas, cogió la mochila con todo lo que tenía en el mundo y, tratando de darse ánimos, se fue a buscar el vagón restaurante dispuesta a regalarse una cena gigante. Dinero, al menos, no le faltaba.
Cuando Clara entró en el despacho del doctor Kaltenbrunn, después del reconocimiento que le había hecho, ya vestida con ropa de calle y sabiendo que todo estaba bien, que el bebé se desarrollaba con normalidad y que no había nada malo en su estado de salud, se encontró con Dominic, que le tendía la mano con una sonrisa resplandeciente, con su madre, que la abrazó fuerte y, con un brazo por los hombros, la acompañó a un sillón, con los ojos helados del doctor Kaltenbrunn —tío Gregor, como lo llamaba Dominic— y con la mujer más esplendorosa que había visto en su vida y que la miraba sonriente, como esperando a que terminara de acomodarse para que se la presentaran.
Era una mujer joven, pero no una chica; sobre los treinta años, supuso. Alta, delgada pero llena de curvas, con unos ojos de un verde tan intenso que parecían falsos, rodeados de largas pestañas maquilladas, y una melena enorme y roja que rodeaba su cara fina y pálida como una aura, como si el pelo tuviera vida propia y sólo se hubiera quedado quieto por propia voluntad. Todo en ella irradiaba seguridad, fuerza, belleza. ¿Qué podía hacer allí aquella mujer? No era posible que se tratara de su matrona, la que la acompañaría durante el parto; era demasiado guapa, demasiado impresionante y fuera de lo común. Y no iba vestida como una profesional de la sanidad. Llevaba pantalones de cuero negro, una blusa blanca con volantes en el escote y una chaqueta de punto abierta, de un rojo vivo. De una fina cadena colgaba una gruesa piedra roja, lisa y pulida, como una gran gota de sangre.
Dominic se colocó al lado de la mujer, la abrazó por los hombros, causándole una punzada de celos, y la acercó hasta el sillón donde ella se había dejado caer.
—Mira, Clara, ésta es Eleonora. Ha venido a conocerte.
Clara alzó la vista hacia Dominic, sin comprender de qué le hablaba, dolida por la familiaridad y el cariño que percibía entre ellos.
—Es mi hermana mayor, ¿recuerdas que te he hablado de ella? Acaba de volver de Dubai, donde estaba preparando nuestra boda.
Eleonora la abrazó estrechamente, como si la conociera desde siempre.
—¡Qué ganas tenía de conocerte, Clara! ¡Dominic me ha hablado tanto de ti! Por teléfono, claro. —Se echó a reír; una risa clara y cantarina—. Últimamente nos vemos poco, la verdad. ¡Y pronto habrá un bebé en la familia! No puedes imaginarte la ilusión que me hace. Dime, tío Gregor, ¿cómo está el pequeño?
—Bien, preciosa, extraordinariamente bien. No podríamos soñar nada mejor.
Durante unos minutos, Eleonora contó lo largo que se le había hecho el viaje y los problemas que estaban teniendo con el nuevo hotel que debería haber estado listo para las fiestas de Navidad y quizá no lo estuviera.
—Pero en realidad no importa —terminó—, porque al final la boda será aquí, ¿no?
Clara y su madre se miraron y desviaron la vista hacia Eleonora, perplejas. Dominic intervino, después de un instante de duda en el que él y el doctor intercambiaron una mirada.
—Ellas aún no lo sabían, Nora. No he tenido tiempo de decírselo.
—¡Oh! Perdón. Lo siento mucho, de verdad.
—Un viaje tan largo, con tantos cambios de presión no resulta aconsejable en tu estado, Clara —dijo el doctor Kaltenbrunn, con su voz grave y serena—. Lo mejor es que lo hagáis en verano, después del parto. Comprendo que estés decepcionada, pero tienes que pensar en el bebé.
—¿Y la boda? —preguntó Clara, odiándose por la estúpida voz que le había salido, una voz quejicosa, boba, de niña mimada, que no era la suya.
Dominic se acuclilló delante de ella y le cogió las manos.
—La haremos aquí. En el mejor hotel del lago. Y después, en verano, iremos a China, o a Tailandia, adonde tú prefieras.
—Es que una boda en Suiza, en diciembre… —dijo Brigitte, hablando por su hija.
—Será la boda más bonita que hayáis visto. Os lo prometo. ¿Tú qué dices, Clara?
Ella tragó saliva, intentando ocultar las lágrimas que ya le asomaban sin poderlas contener.
—Lo que tú quieras, Dominic.
—A mí también me habría gustado que fuera en Dubai, pero la salud del bebé y la tuya son lo primero. Y me parece fundamental que nos casemos cuanto antes. Uno nunca sabe lo que puede pasar y lo más importante ea que tú estés protegida y que el niño lleve el nombre de su padre, ¿no crees?
Ella asintió con la cabeza.
—Igual que tú, Clara. Para mí es muy importante que seas cuanto antes Clara von Lichtenberg.
Con el rabillo del ojo comprobó, con profunda satisfacción, que tanto Eleonora como el tío Gregor asentían muy serios; Clara temía no ser aceptada por la familia de Dominic, que pensaran que no era bastante para un clan tan aristocrático como el de ellos.
—¿De acuerdo, entonces?