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Authors: Charles Dickens

Historia de dos ciudades (35 page)

BOOK: Historia de dos ciudades
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—¿Cuántos han guillotinado hoy?

—Cincuenta y dos.

—¡Buen número! Podéis seguir. Buen viaje.

Llegó la noche, y el hombre que estaba desvanecido en el fondo del carruaje empezaba a revivir y a hablar de un modo inteligible. Se figuraba estar aún en compañía de Carton y le preguntaba qué tenía en la mano.

Lucía se volvía, de vez en cuando, al señor Lorry y con angustiada voz le rogaba que viera si eran perseguidos. Pero tras ellos no iban más que las nubes de polvo que levantaba el carruaje.

Capítulo XIV.— Fin de la calceta

Mientras los cincuenta y dos desgraciados esperaban la muerte, la señora Defarge celebraba consejo con La Venganza y con Jaime Tres, acerca de la Revolución y el jurado. La conferencia tenía lugar, no en la taberna, sino en la tienda del aserrador que en un tiempo fue peón caminero. Este no participaba en la conferencia, sino que estaba un poco alejado en espera de que se le dirigiera la palabra.

—No hay duda de que Defarge es un buen republicano —decía Jaime Tres.

—Es verdad. Pero tiene debilidad por ese doctor. A mí, él me importa poco, pero, en cambio, no descansaré hasta el exterminio total de la familia de Evremonde. Hasta que mueran su mujer y su hija —dijo la señora Defarge.

Hubo una pausa y añadió:

—Acerca de este asunto, no me atrevo ya a confiar en mi marido, y como por otra parte no hay tiempo que perder, pues hay peligro de que alguien los ponga sobre aviso, tendré que obrar yo sola. Ven aquí, ciudadano —dijo al aserrador.

Este acudió respetuosamente y la tabernera le dijo:

—Con respecto a las señales que les viste hacer a los presos, espero que no tendrás inconveniente en prestar testimonio.

—Ninguno —contestó el aserrador.— Todos los días venía aquí, a veces sola y otras con la niña. Lo he visto con mis propios ojos.

—Claramente se trata de una conspiración —observó Jaime Tres.

—¿Respondes del Jurado? —le preguntó la señora Defarge.

—Completamente.

—Me gustaría salvar al doctor en obsequio de mi marido...

—Sería perder una cabeza —objetó Jaime Tres.

—También hacía señas —añadió la señora Defarge.— No puedo acusar a ella sin envolver a él en la misma acusación. No, no me es posible salvarlo. Ahora todos tenéis que hacer allí, a las tres de la tarde. Cuando haya terminado, pongamos a cosa de las siete, iremos a San Antonio a acusar a esa gente ante la Sección.

Dichas estas palabras, la señora Defarge llamó a La Venganza y a Jaime Tres para que se acercaran a la puerta y les dijo en voz baja:

—Ahora ella estará en su casa, llorando, en la hora de la muerte de su marido. Sentirá odio hacia sus enemigos y maldecirá la justicia de la República. Yo iré a verla.

La Venganza, entusiasmada, la besó en la mejilla.

—Toma mi labor de calceta —le dijo la tabernera entregándosela— y guárdame mi sitio acostumbrado. Estoy segura de que hoy asistirá más público a la ejecución.

—¿No llegarás después de comenzado el espectáculo?

—No. Estaré allí antes de que empiece.

La señora Defarge se alejó moviendo la mano en señal de despedida y no tardó en perderse de vista.

Entre las muchas mujeres de aquella época que dieron muestras de sus feroces sentimientos, ninguna, tal vez, fue tan terrible, inhumana y feroz como la señora Defarge. No conocía la piedad y nada le importaba dejar viuda a una desgraciada o huérfana a una pobre niña, y si la suerte le hubiese sido adversa y se viera a punto de ser guillotinada, no habría sentido miedo alguno, sino solamente el deseo rabioso de cambiar de lugar con el hombre que fuera causa de su muerte.

Oculta en el pecho y debajo de su grosero traje llevaba una pistola y en el cinto un afilado puñal. Así armada y con la soltura de quien ha pasado la niñez en el campo y está acostumbrada a ir descalza, la señora Defarge siguió su camino hacia la casa del doctor Manette.

Ahora bien; la noche anterior el señor Lorry, al tomar las últimas disposiciones para el viaje, creyó conveniente no cargarlo de más peso que el necesario, y por eso propuso a la señorita Pross y a Jeremías que salieran de París ellos dos solos, en otro carruaje, a las tres de la tarde, y como no tenían que llevar equipaje alguno, podrían alcanzar fácilmente al primer coche.

Ambos aceptaron con el mayor gusto, a fin de facilitar la salida de los demás. Vieron partir el primer carruaje y pasaron diez minutos de ansiedad, temiendo alguna desgracia; luego reanudaron sus preparativos para la marcha, precisamente cuando la señora Defarge se dirigía hacia la casa con las intenciones que ya conocemos.

—Creo —dijo la señorita Pross— que la salida de dos carruajes de esta casa puede dar lugar a sospechas. ¿No os parece, señor Jeremías?

—Opino como vos, señorita.

—Me parece que sería acertado dar la orden de que el coche vaya a esperarnos a alguna distancia de la casa. ¿No sería mejor?

El señor Roedor lo creía.

—Pues en tal caso, hacedme el favor de ir a dar la orden. ¿Dónde me esperaréis?.

Al señor Roedor no se le ocurrió en aquel momento más que la Prisión del Temple, pero dándose cuenta de que estaba muy lejos, se calló.

—Junto a la puerta de la catedral —dijo la señorita Pross después de breve reflexión.

—Perfectamente. Pero no me atrevo a dejaros sola, pues nadie sabe lo que puede ocurrir.

—Es verdad, pero no temáis nada por mí. Esperadme junto a la catedral, a las tres en punto, y tened la seguridad de que eso será mejor que salir los dos de aquí. Además, señor Roedor, no os preocupéis por mí, sino por las vidas queridas de los que nos preceden y que pueden depender de lo que nosotros hagamos.

Estas palabras decidieron al señor Roedor, quien, después de hacer un ademán de despedida, salió para cambiar la orden que tenía el carruaje, dejando sola a la señorita Pross.

Esta, satisfecha de la precaución tomada, miró el reloj viendo que eran las dos y veinte minutos. No tenía tiempo que perder para estar dispuesta a la hora indicada.

Asustada al verse sola en la casa, tomó una jofaina llena de agua para lavarse los ojos, en los que había aún huellas de lágrimas, y al levantar el rostro para mirar a su alrededor, retrocedió y dio un grito viendo que una persona estaba en la habitación.

La señora Defarge la miró fríamente y preguntó:

—¿Dónde está la mujer de Evremonde?

La señorita Pross se dio inmediata cuenta de que las puertas de las vecinas habitaciones estaban abiertas y por ello se podría colegir la fuga de los habitantes de la casa, de manera que su primer pensamiento fue cerrarlas. Había cuatro en la estancia y fue cerrándolas todas, situándose luego ante la puerta de la habitación que había sido de Lucía.

Se quedó mirándola la señora Defarge, pero eso no asustó a la señorita Pross, que fijó sus ojos en aquélla valientemente.

—Por tu aspecto, cualquiera te tomaría por la mujer del diablo —dijo,— pero no por eso, te tengo miedo. Soy inglesa.

Se miraron mutuamente y la señora Defarge comprendió que se encontraba ante una mujer decidida y peligrosa. Sabía que era amiga incondicional de la familia, y la señorita Pross no ignoraba tampoco que aquella mujer era la enemiga de los que amaba.

—Antes de ir allá —dijo la señora Defarge señalando hacia el lugar en que se hallaba la Guillotina,— he querido saludarla. Deseo verla.

—Sé que tus intenciones son malas —replicó, en inglés la señorita Pross— y puedes estar segura de que me opondré a cuanto intentes.

Cada una hablaba en su propia lengua, sin entender a la otra, pero se observaban con la mayor atención para adivinarse mutuamente las intenciones

—¿No has oído que quiero verla? ¡Haces mal en ocultarla! ¡Imbécil! —añadió la tabernera.— ¿No me contestas? ¡Te digo que quiero verla!

—No sé lo que me dices —contestó la otra,— pero daría cuanto tengo por saber si sospechas la verdad. Y como sé que cuanto más tiempo te retenga aquí, mejor podrán salvarse los que amo, te aseguro que te voy a arrancar los pelos si te atreves a tocarme siquiera.

La señora Defarge, en vista de que la inglesa no la comprendía, llamó a gritos al doctor y a Lucía. Tal vez el silencio que siguió o la expresión del rostro de la inglesa le dio a entender que aquéllos se habían marchado, porque apresuradamente abrió las tres puertas que la inglesa no guardaba.

—No hay nadie —dijo— y todo está en desorden. ¿Tampoco hay nadie en esa habitación? —añadió señalando la que se hallaba a espaldas de la señorita Pross.

—Déjame ver.

—¡Nunca!

—Si se han marchado será fácil hacerles volver —dijo la señora Defarge para sí.

—Como ignoras si están en este cuarto, no sabes qué hacer y no te permitiré que lo veas. Además, no te marcharás mientras pueda impedirlo.

—No estoy acostumbrada a detenerme por obstáculos tan débiles como tú, y voy a destrozarte si no te apartas de esta puerta.

—Estamos en lo alto de una casa solitaria y nadie puede oírnos. Vas a quedarte aquí, porque cada minuto que pase tiene incalculable valor para mí, palomita.

La señora Defarge se dirigió hacia la puerta, pero la señorita Pross la cogió estrechamente por la cintura y en vano la tabernera luchó para soltarse. En vista de que no lo conseguía, empezó a arañar el rostro de su antagonista, pero la inglesa bajó la cabeza y siguió agarrada a ella con más tenacidad que una persona que se ahoga.

La tabernera quiso llevar la mano al cinto para coger el puñal, pero no le fue posible llegar allí, pues lo impedía uno de los brazos de la inglesa, y en vista de ello buscó en su pecho. Inmediatamente se dio cuenta la señorita Pross, y viendo lo que la tabernera sacaba, le dio un golpe, surgió un fogonazo, se oyó una detonación tremenda y, de pronto, se vio sola y rodeada de humo.

Todo eso ocurrió en un segundo. Se disipó el humo, llevado por una corriente de aire, como el alma de aquella terrible mujer, cuyo cuerpo yacía en el suelo sin vida.

De momento la señorita Pross, asustada, se disponía a salir a la escalera para pedir socorro, pero, pensándolo mejor, retrocedió e hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Tomó su gorro y otras cosas que debía llevarse y luego cerró la puerta de la casa y se llevó la llave, Hecho esto se sentó en la escalera para recobrar el aliento y para llorar, y ya más calmada se apresuró a alejarse.

Por suerte llevaba un velo que le cubría el rostro y también por suerte para ella, era tan fea que no la desfiguraban los arañazos recibidos. Al pasar por el puente tiró la llave al río y pudo llegar a la catedral unos momentos antes de la hora señalada. Mientras esperaba empezó a temblar, temiendo que hubiesen pescado la llave con una red, que con ella hubiesen abierto la puerta del piso, descubriendo el cadáver que allí quedara.

Entonces la prenderían en la Barrera y la mandarían a la cárcel, acusada de asesinato. Cuando estaba más atemorizada por estas negras ideas, apareció el señor Roedor y la acompañó hasta el coche.

—¿Cómo es que no hay ruido alguno en la calle? —le preguntó.

—Hay el mismo ruido de siempre —replicó el señor Roedor mirándola sorprendido.

—No os oigo. ¿Qué decís? —exclamó la señorita Pross.

En vano Jeremías le repitió sus palabras, pues la señorita Pross no lo oyó y en vista de ello se resolvió a hablarle por señas.

—¿No hay ruido en las calles? —preguntó nuevamente la señorita Pross.

Jeremías movió afirmativamente la cabeza.

—Pues no lo oigo…

—¿Se ha quedado sorda en una hora? —se preguntó el señor Roedor extrañado.— ¿Qué le habrá sucedido?

—Sentí —dijo ella— un estampido tremendo. Esto fue lo último que oí.

—Pues si no oye el ruido de esas horribles carretas —se dijo el señor Roedor— opino que no volverá a oír nada más en este mundo.

Y en efecto, la señorita Pross se quedó sorda para siempre.

Capítulo XV.— Los pasos se apagan para siempre

A lo largo de las calles de París daban tumbos las carretas de la muerte. Seis de ellas llevaban la provisión de vino del día a la Guillotina. Las seis carretas parecían gigantescos arados que abrieran enormes surcos entre la gente que se apartaba a ambos lados para dejarles paso. Y tan acostumbrados estaban todos a semejante espectáculo, que era frecuente ver personas que no suspendían sus ocupaciones al paso de aquella triste comitiva.

Entre los que montan las carretas, en aquel último viaje, algunos observan las cosas que los rodean con mirada impasible, otros con el mayor interés. Algunos, sentados y con la cabeza entre las manos, parecen desesperados, y otros dirigen a la multitud miradas semejantes a las que han visto en teatros y en cuadros. Varios tienen los ojos cerrados y reflexionan o tratan de coordinar sus ideas. Solamente uno, de mísero aspecto, está tan trastornado por el terror, que va cantando y hasta trata de bailar. Pero nadie, con sus miradas o con sus gestos, apela a la compasión del pueblo.

Preceden a las carretas algunos guardias a caballo, y la gente les dirige preguntas que ellos contestan de la misma manera: señalando a la tercera carreta y a un hombre que, con la espalda apoyada en la parte posterior de la carreta y la cabeza inclinada, habla con una muchacha sentada en un lado que le coge la mano. Parece no importarle nada de lo que le rodea, pues sigue hablando con la jovencita. A veces se oyen algunos gritos contra él, pero en tales casos se limita a levantar la cabeza y a sonreír.

Ante una iglesia, esperando la llegada de las carretas, está el espía. Mira al primer vehículo y ve que no está. Mira al segundo y tampoco. Entonces se pregunta: “¿Me habrá engañado?”, cuando al mirar a la tercera se tranquiliza.

—¿Quién es Evremonde? —le pregunta un hombre que está a su lado.

—Ese que va en la parte posterior de la tercera carreta.

—¿Ese a quien la muchacha le coge la mano?

—Sí.

—¡Muera Evremonde! —grita el hombre.— ¡A la Guillotina los aristócratas!

—¡Calla! —le dice tímidamente el espía.— Va a pagar sus culpas de una vez. Déjale morir en paz.

El hombre no le hace ningún caso y sigue gritando. Evremonde lo oye y al volverse vio al espía, lo mira atentamente y pasa de largo. A las tres en punto llegaban las carretas al lugar de la ejecución. La gente rodeaba el siniestro aparato, en torno del cual, y sentadas en primera fila, como si estuvieran en el teatro, había numerosas mujeres ocupadas en hacer calceta. Una de ellas era La Venganza, que miraba a todos lados en busca de su amiga.

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