Historia de los griegos (22 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de los griegos
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Olimpia alcanzó su apogeo en el siglo VI antes de Jesucristo, cuando los escritores empezaron a relatar la historia de su país contando los años basándose precisamente en las Olimpíadas, cada una de las cuales era designada con el nombre del vencedor en la competición de carrera sencilla. En 582 fueron inaugurados otros juegos panhelénicos en Delfos, en honor de Apolo y los ístmicos de Corinto en honor de Poseidón. En 576 fueron instituidos también los de Nemea en honor de Zeus. Y Olimpia tuvo que compartir el monopolio deportivo con aquéllos, formando un «período» cuadrienal. Así como hoy los ciclistas tienen como máxima aspiración ganar el mismo año el Giro en Italia y el Tour de Francia, así entonces los atletas aspiraban al título de campeón de las cuatro competiciones de la época.

Pese a ir de consuno con la decadencia general y a dejarse corromper cada vez más por los «sobrecitos» y los «tongos», Olimpia siguió siendo la capital del deporte durante más de mil años, o sea desde el 776 antes de Jesucristo al 426 después de Jesucristo. Fue Teodosio II quien mandó destruir por sus soldados incluso el edificio del estadio, que se había convertido en garito. Y aunque no quedase ya nada de deportivo en Olimpia, la acción fue considerada sacrílega.

Olvidábamos decir una cosa; que entre las varias competiciones que se disputaban en Grecia, no existía el maratón. El cazador Fedípides que, para llevar la noticia de la victoria de Maratón a Atenas corrió veinte millas y dejó la piel en la hazaña, fue el único campeón del mundo que no percibió premios, que no fue ensalzado por la Prensa, que no fue inmortalizado por la estatuaria, y que no dio nombre ni a una Olimpíada ni a ninguna especialidad atlética.

CAPÍTULO XXX

El teatro

El teatro nació en Grecia medio sacro y medio pornográfico. Y es natural, dado su origen, que Aristóteles atribuía a las procesiones que se celebraban por las fiestas de Dionisio, un dios particularmente desvergonzado que exigía a sus fíeles, en vez de cirios y plegarias, símbolos fálicos y ditirambos que celebrasen el sexo. Los primeros actores del teatro griego fueron los practicantes de este culto, que se presentaban disfrazados de sátiros, con un rabo de cabra cosido en las asentaderas y ciertas guarniciones de cuero rojo, cuya descripción el pudor nos prohíbe hacer.

En realidad, lo que a nosotros nos parece obsceno, a los ojos de los griegos aparecía tan sólo como manifestación de religioso respeto hacia las mágicas fuerzas de la fecundación y la procreación, que garantizaban la continuidad de la vida. En aquellas ocasiones se proclamaba una especie de moratoria a la decencia, concediendo a quienquiera que fuese —viejo o joven, varón o hembra—, el derecho de violar sus preceptos. Y por esta razón la comedia griega permaneció siempre maculada de obscenidades. Estas tenían un carácter de ritual y, más que un derecho, representaban un deber para el autor.

No fue en Atenas, sino en las fiestas de Siracusa donde se desarrolló, al principio del siglo VI, la primera representación verdadera, por obra y gracia de un tal Susarión que tuvo el hallazgo de parcelar en diálogos los monólogos de los sátiros, haciendo lo que hoy se llamarían
sketches,
toscos y groseramente alusivos. La innovación gustó y fue adoptada también en la madre patria, donde se formaron «compañías de jira» y las «filodramáticas» estables. El recitado tenía poca parte en aquellos espectáculos: eran, más que nada, mímicos y musicales, y su trama, casi siempre de tema religioso y mitológico, estaba hecha con los pies, en el sentido que se desarrollaba, alusivamente, con ballets.

El carácter litúrgico de aquel teatro, que en realidad era una especie de «oratorio», lo atestiguaba la estatua de Dionisio que se colocaba en el palco de honor y a quien antes de comenzar, se le ofrecía una cabra en sacrificio. El local donde se desarrollaba el espectáculo era, o bien el templo mismo, u otro que, para la ocasión, disfrutaba de absoluta inmunidad; por lo que cualquier delito que se cometiera en él era considerado sacrilegio y castigado con la muerte. Casi con seguridad, al menos al principio, la trama tenía por protagonista al mismo dios, cuyas gestas pretendía ensalzar. Luego se consintió tomar a préstamo de la mitología otros héroes, con predilección por los más infortunados. Había una pizca de magia en todo esto. Los griegos entendían, al representar las más luctuosas vicisitudes, suplicar a Dionisio que se las ahorrase a ellos. Tal vez la tragedia griega nació como una especie de sublime y poético conjuro.

Durante todo el siglo VI el espectáculo siguió siendo coral y confiado no a la voz de los actores, sino a las piernas y a la mímica de los danzantes. Fue uno de éstos, Tespis de Icaria, pequeña ciudad de la provincia de Megara, quien, sintiéndose tal vez más capaz que los otros, inventó el «personaje», separándose del coro y oponiéndose a éste, es decir, dando pie al elemento fundamental del drama: el «conflicto». La innovación causó escándalo y fue particularmente deplorada por Solón, que la hizo condenar por inmoral, acusación que desde entonces no ha cesado de resonar contra todo innovador y que, como se ve, tiene un blasón antiquísimo. Tespis tuvo que huir de Atenas, donde había plantado sus tiendas, pero regresó con Pisístrato, que era un dictador, sí, pero menos reaccionario y santurrón que su democrático primo y predecesor; y de éste recibió, en vez de condena, un premio literario. Todo esto ocurría tan sólo cincuenta años antes del
debut
de Esquilo. Lo que nos demuestra con qué ímpetu los griegos, en hechos de teatro, pasaron de la Edad Media al Renacimiento, y con qué rapidez quemaron en él su genio.

Según lo que nos ha contado Suida, hubo también un incidente que aceleró ese proceso. En el año 500 antes de Jesucristo, mientras se representaba una obra de Pratina en un local rudimentario, se derrumbó una galería de madera causando heridas a algunos espectadores y provocando el pánico entre todos los demás. La gente, que había empezado a encontrarle gusto a aquel pasatiempo, dijo que ya era hora de alojarlo de manera más digna y más segura. Así nació el primer teatro, dedicado naturalmente a Dionisio, en un espolón de la Acrópolis. Pero no es el que hoy en día se muestra a los turistas, restauración del siglo IV con sucesivas añadiduras del segundo y del tercero después de Jesucristo. Pero también era de piedra y fue tomado como modelo por todas las demás ciudades griegas, incluidas Siracusa y Taormina.

Los arquitectos que lo construyeron debían de tener el sentido panorámico y levantaron la gradería semicircular capaz para mil quinientos espectadores, frente al Himeto y al mar. De techo, naturalmente, refulgía el cielo, que en Atenas es maravillosamente terso y bajo. Los asientos no tenían respaldo, excepto los reservados a los sacerdotes de Dionisio, justo frente al proscenio que se llamaba
orquesta
porque servía al cuerpo de baile para sus danzas corales. Detrás estaba la
escena
propiamente dicha, de madera y desmontable para poderla adaptar con facilidad. Los griegos no eran muy exigentes en materia de dirección ni de decoración; un Visconti o un Strehler no hubiese llegado nunca a dictador entre ellos. Se contentaban con un interior de templo o de palacio someramente esbozado, y tuvieron que aguardar a Agatarco de Samos para tener telones de fondo en perspectiva que diesen la sensación de la distancia. Practicaron, sin embargo, aunque fuese toscamente, la técnica de la «disolución» empujando hacia delante, desde el fondo, cuando la intriga lo exigía, una plataforma de madera con ruedas que mostraba, en alusivo
tableau vivant,
lo que se suponía haber ocurrido fuera del escenario. Todos los episodios de violencia, por ejemplo, siendo prohibidos por la ley, eran resumidos así. Más tarde Eurípides inventó, o tal vez solamente perfeccionó, la «máquina», una grúa con la que, cuando el enredo parecía haber llegado a un punto muerto, el dios o el héroe que constituía el protagonista caía del cielo y resolvía el embrollo a fuerza de un milagro.

En Atenas, la «temporada dramática» queda limitada al carnaval de Dionisio, no perteneciendo a la iniciativa privada. Ya unos meses antes del «estreno», los autores han presentado sus manuscritos al Gobierno, que ha seleccionado los que mejores le han parecido. Ahora hay que elegir al
corego,
que representa a la vez el financiador, el empresario y el director del espectáculo. Cada una de las diez tribus en que está dividida la ciudadanía ha designado al que le parece más adecuado por sus facultades y su buen gusto. Cada uno de los autores quisiera tener a Nicias, el financiero democristiano de ideas beatas, pero de bolsa pródiga, que en un drama exige varias avemarías, pero que está dispuesto a compensarlas con ballets fastuosos y rico vestuario.

El corego se llama así porque no vayáis a creer que, después de Tespis, haya desaparecido el coro. Éste ha tenido que aceptar la competencia del personaje, pero, sin embargo, es todavía el elemento más importante del espectáculo y está compuesto por quince individuos, entre cantores y danzantes, todos ellos varones, que precisamente son instruidos por el corego y para los cuales el propio autor compone la música. El único instrumento es la flauta, que sólo sirve para subrayar las palabras que se pronuncian, imitando su tono. La tentativa llevada a cabo por Timoteo de Mileto de dar a la música una mayor participación, confiándola a una lira de once cuerdas, no tuvo seguidores y por poco le cuesta la piel al autor. El público ateniense quería saber cuál era «el hecho». Y esto favoreció la afirmación de grandes actores que a menudo no eran más que redomados bribones y que, lejos de ser socialmente descalificados como en Roma, gozaban de varios privilegios: exención del servicio militar, por ejemplo, y libre tránsito a través de las líneas durante las guerras. Estos actores se llamaban
hipócritas,
pero la palabra no significaba lo que significa en nuestra lengua, sino «replicadores», porque daban la réplica al coro. Y estaban organizados en una agrupación panhelénica de «artistas dionisíacos», que llenaban las crónicas con sus escándalos.

Según Luciano, sus caracterizaciones eran monstruosas y su recitado estentóreo, pero ello se comprende pensando en las condiciones acústicas y de visibilidad de aquellos enormes teatros al aire libre, que no permitían mímica y entonación matizados. Había que recurrir a máscaras caricaturescas y a elevaciones físicas obtenidas con tacones altísimos y cráneos superpuestos. Sólo cuando Aristófanes, con
Las nubes,
puso en escena a Sócrates, el intérprete no tuvo necesidad de caricatura alguna. Sócrates era ya, de por sí, una caricatura.

Pero el espectáculo verdadero es el público, muy semejante al japonés del
kabuki.
La entrada es de pago, pero quien no tiene los dos
óbolos
para el billete lo recibe gratis del Gobierno. Por lo tanto, acuden a familias enteras, a dinastías, a manadas. En el umbral, los sexos se separan y las cortesanas disponen de un recinto aparte. El espectáculo dura un día entero desde el alba al ocaso; y en escena se suceden cinco obras: tres tragedias, habitualmente, una comedia satírica y un monólogo. Por lo tanto hay que afrontar esta especie de olimpíada con las subsistencias a cuestas: comida, bebida, cojines, dados y palabras cruzadas. Es una platea líquida, quejicosa y peleona, donde se come, se trinca, se cambia de sitio para hacer visitas y se manifiesta libremente todo lo que se piensa. Estallan aplausos, crepitan pateos, vuelan higos, tomates y hasta piedras. Esquines fue casi lapidado; Esquilo se libró con dificultad de ser linchado por la multitud que sospechaba de él haber revelado en su obra un misterio eleusino; un compositor se jactó de haberse construido la casa con los ladrillos que habían arrojado contra él y cuando Frínico presentó
La caída de Mileto,
los atenienses quedaron tan afectados que el Gobierno le sacudió una multa de cien dracmas por «crueldad mental». Los intérpretes de personajes malos o desagradables arriesgaban de vez en cuando el pellejo: en tanto que los personajes simpáticos eran ovacionados y acogidos al grito de «¡Aquí están los nuestros!»

Pero donde asoma el carácter de los griegos es en la modalidad del concurso. Siendo desconocidos los derechos de autor, éste recibe en pago un premio que para las tres tragedias es una cabra y para la comedia una cesta de higos. Ello asignado por diez jueces, elegidos entre los espectadores. Cada uno de ellos, al final de cada obra, escribe su juicio sobre una tablilla y las tablillas se van recogiendo en una urna. Después, el arconte saca cinco al azar y lee el resultado. Así no se logra saber cuáles son, de los diez jueces, los cinco que han asignado los premios. ¡Se fiaban unos de otros, los atenienses! Casi tanto como los italianos de hoy.

Platón escribió más tarde que, a pesar de quedar así sustraídos a los «guateques» de los autores, aquellos jueces no lo estaban en absoluto a la sugestión del éxito y a la intimidación del público. Y deploró esta corruptora «teatrocracia», dispensadora de sobrecitos, que había recompensado con una cabra la
Oresttada y
con un cesto de higos
Las nubes.
Le parecía un escándalo.

CAPÍTULO XXXI

Los «tres grandes» de la tragedia

«Aquí yace Esquilo, de cuyas proezas son testigos los bosques de Maratón y los persas de largos cabellos, que las conocieron bien.»

Este es el epitafio que el propio Esquilo dictó para su tumba poco antes de morir. Evidentemente, él no atribuía mucha importancia a sus méritos de dramaturgo y prefirió subrayar los que había alcanzado en el campo de batalla como soldado, como si solamente estos últimos pudiesen cualificarlo a la gratitud y a la admiración de la posteridad.

En efecto, Esquilo aun antes que un incomparable artista fue un ciudadano ejemplar. Y el prima: premio lo ganó no en la escena sino en la guerra, donde con sus dos hermanos realizó tales actos de heroísmo, que el Gobierno encargó a un pintor que lo celebrase en un cuadro. En el teatro había debutado nueve años antes, en 499 antes de Jesucristo, cuando él tenía veintiséis; y en seguida se impuso a la atención del público y crítica. Pero cuando la guerra contra Darío llamó a las puertas de Atenas, trocó la pluma por la espada y no regresó más que tras haber sido alcanzada la victoria y ultimada la desmovilización. Nadie mejor que él, que había participado en aquello, podía sentir la orgullosa exultación de la posguerra y hacerse el intérprete de ella. Para festejar el triunfo sobre los persas, el Estado financió espectáculos dionisíacos nunca vistos, y todo permite creer que Esquilo debió de tomar parte también en su organización. En 484 ganó el primer premio. Cuatro años después, los persas volvieron con Jerjes a intentar el desquite. Esquilo, de cuarenta y cinco años y poeta laureado, podía haberse sustraído a la llamada. En cambio, volvió a tirar lejos la pluma para empañar la espada y combatió con el entusiasmo de un hombre de veinte años en Artemisium, en Salamina y en Platea. En 479 reanudó su actividad de dramaturgo y, regularmente, año tras año, ganó el primer premio hasta 468, cuando hubo de cedérselo a un jovenzuelo de veintiséis años, un tal Sófocles. Se rehízo al año siguiente. Mas volvió a ser batido en los sucesivos, hasta 458, cuando obtuvo el triunfo con la
Orestíada.
Sin embargo, en adelante le sucedió ser desposeído por Sófocles, y acaso por esto emigró a Siracusa donde ya había estado y donde Gerón le tributó grandes honores. Allí murió a los setenta y dos años por culpa, decía la gente, de un águila que, vagando por el cielo con una tortuga entre las garras, la dejó caer sobre la calva cabeza del poeta tomándola por una piedra. Atenas quiso oír las tragedias que había compuesto en Sicilia y volvió a darle, una vez muerto, el primer premio.

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