Historia de Roma (15 page)

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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historico

BOOK: Historia de Roma
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Cuando Roma, bajo los reyes, había sido dueña de Etruria y, por tanto, también de su flota, estuvo varias veces en contacto con Cartago, contactos que probablemente no siempre fueron de los más corteses. En aquellos tiempos la «guerra en corso» era corriente y no comprometía más que a los capitanes y a las tripulaciones que la hacían. Una nave abordaba a otra, aun de compatriotas, la despojaba, echaba al mar los marineros, y ahí terminaba todo.

Después, Roma desapareció como potencia mediterránea. No quedaban frente a frente más que los griegos de la Magna Grecia y los fenicios de Cartago: unos al este y otros al oeste de Sicilia, cuyas costas se habían repartido; las orientales eran griegas y las occidentales cartaginesas. Se miraban entre sí de reojo y vivían en perpetuo estado de «guerra fría», con episodios de guerra caliente, seguidos por armisticios y «distensiones». Unos y otros estaban convencidos de que tarde o temprano tendrían que llegar a un ajuste de cuentas, pero no se imaginaban que éste acabaría en beneficio de un tercero.

Nadie puede decir con certeza si Roma sabía lo que se hacía y si midió las consecuencias de su gesto cuando decidió aceptar las ofertas de los mamertinos.

Eran éstos una banda de mercenarios, enrolados en todas partes de Italia por Agatocles da Siracusa para combatir a los cartagineses. En el momento de licenciarse, en 289, en vez de regresar a sus casas, donde acaso les aguardaba una orden de detención, formaron una banda, asaltaron Mesina, la saquearon, exterminaron su población y se establecieron como dueños, arrogándose aquel bufo y presuntuoso nombre de «mamertinos» que quería decir nada menos que «hijos de Marte».

Durante una veintena de años las hicieron de todos los colores. Cruzaban el estrecho para incendiar y destruir las poblaciones de la costa calabresa de enfrente. Habían causado molestias a Pirro, habían causado molestias a los romanos. Y ahora, a fines del 270, se encontraban sitiados por Hierón, que quería acabar con ellos de una vez para siempre.

Para sustraerse al castigo que sin duda hubiera sido ejemplar, los mamertinos pidieron ayuda a los cartagineses, quienes mandaron un ejército y ocuparon la ciudad. Visto que la regla «un clavo saca otro clavo» había funcionado, los mamertinos pensaron aplicarla una vez más y poco después llamaron a los romanos para que acudiesen a liberarles de los «libertadores» cartagineses. Corría el año 264, Y habían transcurrido dos siglos y medio desde que Roma y Cartago concluyeran aquel solemne pacto de alianza que, en fin de cuentas, funcionaba bien y que había sido confirmado veinte años antes, cuando Cartago acudió en ayuda de Roma en su lucha contra Pirro.

Pero Sicilia, donde querían poner pie, era para los romanos el Eldorado. Los que habían estado allí no hacían sino alabar sus riquezas y bellezas. La invitación de los mamertinos era de las que cuesta rehusar.

Tal vez, sin embargo, habría sido declinada, si los senadores hubiesen tenido la libertad de decidir por sí mismos: sabían adónde había de conducirles aquella intervención. Pero, ya entonces, ciertas elecciones tenían que estar reservadas a la Asamblea Centuriada, en la cual predominaban las clases burguesas-industríales y mercantiles que en las guerras habían mojado siempre el pan y que, precisamente por eso, eran nacionalistas y patrioteras a ultranza. Quien nada tenía esperaba obtener algo, acaso una granja en alguna nueva colonia; quien poseía esperaba multiplicario. Y es difícil poner objeciones contra quien habla, o dice hablar, en nombre de la patria y de los Destinos Infalibles.

La Asamblea Centuriada decidió aceptar la oferta y encomendó la ejecución de la empresa al cónsul Apio Claudio. En la primavera de 264, tras algunas tentativas infructuosas, una pequeña escuadra romana a las órdenes del tribuno Cayo Claudio, logró cruzar el estrecho y entró por sorpresa, con la ayuda de los mamertinos, en Mesina, donde hizo prisionero al general cartaginés Annón, dándole a elegir: la cárcel, o la retirada de sus hombres de la ciudad.

Annón debía de ser un hombre acomodaticio. Pocos meses antes había devuelto a Apio Claudio unas trirremes romanas que a causa de una tempestad naufragaron en las costas sicilianas, como queriéndole decir: «¡Cuidado, no hagáis tonterías!» Ahora, frente a aquella amenazadora alternativa, no vaciló, y a la cabeza de su pequeño ejército volvió a casa, donde, como recompensa, le crucificaron. Cartago no estaba evidentemente dispuesta en absoluto a tragar aquello, y, en efecto, en seguida puso en campaña otro Annón al frente de otro ejército. El nuevo general desembarcó en Sicilia y como primera medida se propuso llegar a un acuerdo con los griegos. En seguida se entendió con los de Agrigento e inmediatamente después, en Selinonte, recibió una embajada de Hierón de Siracusa que aceptaba una alianza con él. Estaba claro que los griegos preferían el viejo enemigo al nuevo.

Apio Claudio, que contaba con la secular discordia grecofenicia, se encontró cogido por sorpresa con el grueso de su ejército todavía en Calabria. Y entonces recurrió a la astucia. Hizo cundir la noticia de que la situación le obligaba a regresar a Roma para recibir órdenes y, en efecto, mandó algunas embarcaciones a navegar rumbo al Norte. Tranquilizados, los cartagineses disminuyeron la vigilancia en el estrecho.

Y Apio lo aprovechó para desembarcar sus fuerzas, veinte mil hombres, un poco más al sur de Mesina, a la vista del campamento siracusano, que asaltó.

Hierón salió de apuros bastante bien. Pero la aparición imprevista de aquel ejército le hizo sospechar una traición por parte de Annón, a quien dejó plantado, para volver rápidamente a Siracusa. Aislados así los cartagineses, Apio se les echó en seguida encima, mas esta vez sin triunfar en la empresa. Entonces, dejando un destacamento para rodear Mesina, corrió detrás del otro enemigo por considerarlo más débil. Pero Hierón era un buen capitán e infligió una severa derrota a los romanos. Apio salvó, el pellejo de milagro y hubo de darse cuenta de que la empresa era menos fácil de lo que se había pensado en Roma. Por lo que, dejando parte de sus fuerzas vigilando a Annón, volvió a la Urbe para informar y pedir refuerzos.

Los refuerzos se los dio, sobre todo, la diplomacia que reanudó las relaciones con Hierón, atrayéndoselo nuevamente al campo romano. Era un buen golpe. Pero después de Siracusa, había que conseguir también Agrigento y ahí la diplomacia nada podía porque en Agrigento había una guarnición cartaginesa. Los romanos la sitiaron y al cabo de siete meses obligaron a los ocupantes a intentar una salida desesperada por el hambre, y los derrotaron.

Los cartagineses pusieron inmediatamente un segundo ejército en campaña y se lo confiaron a Amílcar (que no tiene nada que ver con su homónimo, padre de Aníbal). Éste comprendió que con los romanos, por tierra, no había nada que hacer y se puso a atacar con la escuadra todas sus plazas fuertes marítimas, alcanzando una victoria tras otra.

Aquí fue donde se vio lo que Roma era. No tenis naves ni marinos. En pocos meses, gracias al esfuerzo común de todos los ciudadanos, botó ciento veinte unidades. Amílcar, que poseía ciento tres, fue a su encuentro sin tomar siquiera las habituales medida» de prudencia. Y se encontró frente a los «cuervos», extraños artilugios que, izados a proa de las naves romanas, impedían maniobrar a las enemigas. Perdió un tercio de sus fuerzas y huyó.

Cuando en Cartago lo supieron se quedaron atónitos, convencidos como estaban de poder dar lecciones a todos en el mar. En Roma se enorgullecieron y decidieron llevar la guerra, a través del Mediterráneo, hasta el corazón del enemigo. A la primera escuadra se sumó otra: en total, trescientos treinta bajeles con ciento cincuenta mil hombres, a las órdenes del cónsul Atilio Régulo. Contra ella, Cartago puso en pie de guerra otra de fuerzas iguales, a las órdenes de Amílcar. El encuentro tuvo lugar
en
el litoral de Marsala. Los romanos pagaron su incierta victoria con veinticuatro naves, y los cartagineses su derrota, con treinta. Pero Régulo pudo desembarcar en África, en cabo Bon.

Ahora le tocaba a Cartago demostrar lo que era.

Y lo demostró. Tuvo algunos titubeos ante los primeros éxitos de los romanos que, con la ayuda de Tos númidas sublevados, habían llegado a treinta kilómetros de su ciudad. Y mandaron una embajada para pedir la paz. Régulo impuso por cuenta propia condiciones inaceptables. Y entonces los cartagineses se dispusieron al duelo mortal. Perdida la confianza en sus generales, confiaron el mando a un griego de Esparta, que equivale a decir lo que hoy un alemán de Prusia: Xantipo. Éste reorganizó con métodos expeditivos y «fusilamientos» sumarios el Ejército, aportando los nuevos criterios sobre el empleo de la caballería y de los elefantes que Aníbal había de aprovechar después admirablemente.

La batalla decisiva tuvo lugar cerca de Túnez. Del ejército romano sólo se salvaron dos mil hombres que se encerraron en cabo Bon. Régulo fue hecho prisionero. Era el año 255 antes de Jesucristo.

Roma necesitó cinco años para rehacerse, material y moralmente, de aquel desastre, que había vuelto a llevar la guerra a Sicilia. En aquel lustro, las vicisitudes fueron alternas, pero en general favorables a los cartagineses. Hasta que un día, su general Asdrúbal, en una tentativa para recuperar Palermo, fue derrotado, dejando veinte mil hombres en el campo. Cartago, cansada y pensando que también el adversario lo estaría, liberó de la prisión a Régulo y le mandó a Roma con sus embajadores para fomentar allí proposiciones de paz. De haber sido rechazadas, él se comprometía bajo palabra a volver. El Senado le invitó a expresar su parecer ante los plenipotenciarios enemigos. Régulo sostuvo que era preciso continuar la guerra. Y cuando fue aceptado su parecer, reemprendió el camino de Cartago a pesar de las súplicas de su mujer. Le torturaron a muerte impidiéndole dormir. Sus hijos, en Roma, cogieron dos prisioneros cartagineses de alto rango y les mantuvieron despiertos hasta que a su vez, murieron. Eran las costumbres de la época.

Reanudóse la guerra, mas esta vez apareció, por parte cartaginesa, un nuevo protagonista; Amílcar Barca, padre de Aníbal, comandante supremo del Ejército y de la Armada. Fue el inventor de lo que ahora se llama
comandos
y comenzó a lanzarlos, con efectos devastadores, hasta en las costas de la península, dando a los romanos la impresión de que se avecinaba un desembarco.

El Senado, aterrado, no quería arriesgar otra flota contra él. Las levas militares habían llegado al límite y las cajas del Tesoro estaban vacías. Entonces, los ciudadanos más ricos construyeron de su propio peculio una armada de doscientas naves y las pusieron a disposición del cónsul Lutado Catulo, que bloqueó los puertos de Drepano y Lilibeo. Los cartagineses mandaron por su parte otra, de cuatrocientas unidades, cargada de refuerzos, armas y municiones. Si conseguían desembarcar, ello sería el fin para los romanos en Sicilia. Contra las órdenes del Senado, que le prohibían iniciativas marítimas, Catulo, aunque gravemente herido, mandó atacar a su escuadra. Las naves cartaginesas, entorpecidas por la carga que llevaban, no lograban maniobrar y ciento veinte de ellas fueron hundidas, en tanto que las otras ponían de nuevo rumbo a Cartago. Amílcar quedóse cortado de la madre patria y tras tantos éxitos no le restaba más que la rendición.

Lutacio Catulo no quiso repetir la experiencia de Régulo y en seguida acogió la propuesta concediendo a Amílcar el honor de las armas y la retirada con sos hombres, remitiendo a la competencia del Senado las demás condiciones.

En Roma, algunos reprocharon a Catulo tanta indulgencia y propusieron reemprender las hostilidades hasta lo que hoy se llamaría la «rendición incondicional» del enemigo. Mas las «rendiciones incondicionales» son casi siempre pretextos groseros y el Senado hizo muy bien en rechazar la idea. Exigió a los cartagineses el abandono de Sicilia, la restitución sin rescate de los prisioneros y el pago de tres mil doscientos talentos en diez años. Eran condiciones razonables, y Cartago se apresuró a aceptarlas.

Así, tras casi un cuarto de siglo de lucha, acabó la primera guerra púnica, que duró desde el 265 al 241 antes de Jesucristo.

Pero todos sabían, tanto en Roma como en Cartago, que aquella paz era solamente un armisticio.

CAPÍTULO XIV

ANÍBAL

Ambos contendientes salieron maltrechos de aquel cuarto de siglo de lucha, pero las consecuencias fueron más graves para Cartago que para Roma. No sólo tuvo que ceder toda Sicilia, comprometerse al pago de una crecida indemnización y aceptar la competencia del comercio romano en todo el Mediterráneo, sino que cayó en la anarquía, por el desencadenamiento de los conflictos internos.

Su Gobierno se negó a pagar los «atrasos» a los mercenarios que habían servido bajo las banderas de Amílcar. Éstos se sublevaron bajo la guía de Magón —un cabo que se las sabía todas—, encontraron en seguida apoyo en los pueblos sometidos y especialmente en los libios, que se insurreccionaron, y formaron un ejército bajo el mando de Espendio, que era un esclavo napolitano, Y todos juntos pusieron sitio a la ciudad.

Los ricos mercaderes de Cartago se echaron a temblar y solicitaron de Amílcar que les librase de aquella amenaza. Amílcar vaciló: le disgustaba combatir contra sus antiguos soldados. Mas cuando éstos hubieron cortado las manos y despedazado las piernas a su colega Cesco y enterrado vivos a setecientos cartagineses, se decidió a actuar. Llamó a las armas a todos los jóvenes que halló dentro de los muros de la ciudad asediada y les sometió a un duro y sintético adiestramiento militar. Atacó con diez mil hombres al enemigo, que contaba con cincuenta mil, rompió su asedio, lo alcanzó en un angosto valle, cuyas dos salidas obstruyó, y se puso a aguardar su muerte por hambre.

Aquéllos se comieron primeramente los caballos; luego, los prisioneros y después los esclavos. Y, finalmente, desesperados, mandaron a Espendio en demanda de paz. Por toda respuesta, Amílcar le hizo crucificar. Los mercenarios intentaron una salida y fueron degollados. Magón, hecho prisionero, fue matado a lentos zurriagazos.
Fue
—dice Polibio—
la más sangrienta y despiadada guerra de la Historia
. Duró más e tres años. Y cuando terminó, Cartago supo que Roma había ocupado también Cerdeña. Protestó, y Roma, sabiendo en qué condiciones se hallaba el adversario, respondió con una declaración de guerra. Para evitarla, Cartago aceptó la pérdida de Cerdeña, añadió la de Córcega y se resignó a pagar otros mil doscientos talentos. Es decir, que para evitar la guerra aceptó, sin más, la derrota. Mas esa vez no protestó.

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