Historia de Roma (18 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de Roma
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Aquel
boom
económico, como lo hubiesen llamado los americanos, trastornó la sociedad, haciendo inadecuada la armadura sobre la que se había sostenido hasta entonces. Comenzó a formarse una nueva burguesía de traficantes y contratistas. Surgió lo que hoy se llamaría una
social Ufe
, con salones intelectuales y progresistas. Se debilitó la fe en los dioses y en la democracia, que en los momentos de peligro había tenido que recurrir, para salvar a la patria, a los dictadores y a los «plenos poderes».

La crisis no se produjo en seguida. Pero fue en aquellos años que siguieron a la catástrofe de Cartago cuando se crearon sus premisas.

CAPÍTULO XVI

GRAECIA CAPTA
.

Uno de los primeros cargamentos de botín que, cuando se decidió a hacerle la guerra, Roma trajo de Grecia, fue un grupo de casi mil intelectuales, que se habían distinguido en la resistencia a la Urbe. Entre ellos figuraba Polibio, un apasionado de la Historia, que enseñó a los romanos cómo se escribe. «¿Con qué sistemas políticos —preguntó al llegar— esta ciudad ha logrado en menos de cincuenta y tres años subyugar al Mundo, empresa que nadie hasta ahora había llevado a cabo?»

En realidad, Roma había empleado mucho más de cincuenta y tres años. Mas para el griego Polibio, el «Mundo» era tan sólo Grecia, cuya conquista, en efecto, no había requerido más de medio siglo; si bien no eran en modo alguno las diabluras políticas del Senado y de los generales romanos lo que hizo tan fácil aquel éxito, sino el hecho de que Grecia, antes de ser conquistada, se había destruido ya a sí misma. Su desintegración vino desde dentro, Roma se limitó a recoger los frutos.

Las primeras relaciones que la Urbe tuvo con Grecia se remontan, en efecto, a los tiempos de Pirro, que tomó la iniciativa de establecerlas, desembarcando en Italia en 281 con sus soldados y sus elefantes para defender Tarento y las otras ciudades griegas de la península de la agresión romana. Pero en aquel momento Grecia, como nación, había cesado ya de existir, o, mejor dicho, había abandonado toda esperanza de serlo. Las varias ciudades que la componían pasaban el tiempo peleándose entre sí, y ya no había ninguna que fuese capaz de mantener unidas a las otras en la defensa de los intereses comunes.

La última tentativa de crear una nación griega había procedido del exterior, es decir, de Macedonia, una tierra que los griegos de Atenas, de Corinto, de Tebas, etc., consideraban bárbara y extranjera. En realidad, tenía poco de griego. Las impracticables cadenas de montañas que la encerraban al sur habían cortado el paso a la cultura y a las costumbres, es decir, a la civilización de las metrópolis de la costa, que, por lo demás, era una civilización demasiado ciudadana y mercantil para poderse aclimatar en aquella severa y tosca región de valles cerrados, de rebaños diseminados y de arcaicas y aisladas aldeas. En compensación, la población se había conservado sana, ruda y fuerte. No sabía de Gramática ni de filosofía, creía en sus dioses y obedecía a sus amos. Éstos formaban una aristocracia de grandes terratenientes, cuya única ocupación era la administración de las tierras y cuyos solos esparcimientos eran los torneos y la caza. A Pella, la capital, iban rara vez y a desgana: no sólo porque el viaje era fatigoso, sino también porque en aquel burgo campestre y sin atractivos residía el rey, del cual querían permanecer lo más independientes posible. Tan sólo Filipo y su hijo Alejandro lograron desarmar su desconfianza y unirles para una gran aventura de conquista. Cada uno de ellos aportó al ejército común un contingente propio de fuerzas, de las cuales Filipo fue el general, y todos juntos, bajo el mando único, primero del padre y luego del hijo, ocuparon Grecia, pusieron orden en ella y trataron de coordinar sus fuerzas con las macedonias para la conquista del Mundo.

Fue tan sólo una maravillosa aventura, que no sobrevivió a sus dos protagonistas. Cuando en 323 contando sólo treinta y tres años, y tras haber conducido su ejército de victoria en victoria hasta Egipto y la India a través de Asia Menor, Mesopotamia y Persia, murió Alejandro en Babilonia, su efímero imperio se cayó en pedazos. A sus generales que, reunidos en torno a la cabecera, le preguntaron a quién designaba por heredero, respondió; «Al más fuerte», pero olvidó precisar quién era éste, o tal vez no lo sabía. Por lo que ellos se dividieron la herencia en cinco partes: Antípater tuvo Macedonia y Grecia; Lisímaco, Tracia; Antigono, Asia Menor; Seleuco, Babilonia, y Tolomeo, Egipto. Y, en seguida, naturalmente, se pusieron a hacerse la guerra entre sí.

Dejemos a esos «diádocos», como fueron llamados los cinco sucesores, con sus disputas, que después redundaron todas en definitiva ventaja de Roma. Y limitémonos a las que en seguida estallaron en el interior del reino de Antípater, que debía mantener unidas Macedonia y Grecia. Si esta unión se hubiese llevado a cabo, Roma habría encontrado un hueso duro de roer. Mas los griegos no la querían y lo hicieron todo para sabotearla. Cuando Alejandro murió, cuenta Plutarco, el pueblo ateniense, que no había sacado más que beneficios de él, desfiló por las calles cantando himnos de victoria «como si hubiesen sido ellos los que abatieron al tirano». Demóstenes, que había sido el adalid de la «resistencia», una resistencia tan sólo de palabras, tuvo su momento de gloria e incitó a sus conciudadanos a organizar un ejército para resistir a Antípater. El ejército fue organizado y, naturalmente, derrotado por el nuevo rey macedonio. El cual, ignorante como era, no tenía las debilidades de Alejandro por la civilizadísima Atenas y la trató como solía tratar a sus soldados cuando le desobedecían.

Cuando también murió Antípater dejó el trono a su hijo Casandro. Atenas se rebeló de pronto. Y de nuevo fue derrotada y castigada. Durante decenios se fue adelante a fuerza de revueltas y de represiones. Después, Demetrio Poliorcetes (que quiere decir «conquistador de ciudades»), hijo de Antígono, vino de Asia Menor a echar a los macedonios de Grecia. En Atenas le acogieron como a un triunfador y le pusieron un piso en el Partenón, que él llenó de prostitutas y de efebos. Luego, se cansó de aquellos ocios, se proclamó rey de Macedonia y como tal, abolió la independencia ateniense que él mismo había restaurado, entregando otra vez la ciudad a una guarnición macedonia.

De este régimen de anarquía, que duró un siglo y que estuvo complicado con una aterradora invasión de galos, Grecia salió políticamente acabada. Sobre la estela de su flota mercante y por las espadas de Filipo, de Alejandro y de sus diádocos, su civilización había penetrado por doquier, desde el Epiro al Asia Menor, a Palestina, a Egipto, a Persia y hasta la India; y por doquier las clases dirigentes e intelectuales eran griegas o grecizantes. Su Filosofía, su escultura, su literatura, su ciencia, trasplantadas en aquellos países de conquista, creaban en ellos una cultura nueva. Pero, políticamente, Grecia había muerto y así debía seguir durante dos mil años.

Cuando Roma, una vez librada de Cartago, volvió los ojos hacia Grecia, no vio más que una Vía Láctea de pequeños estados en continuas reyertas unos con otros. Polibio no tenía razón alguna para maravillarse delpoco tiempo que Roma empleó para conquistarlos. En realidad, podía haber empleado mucho menos.

Todo empezó por culpa de Filipo V, rey de Macedonia. Este Estado, desangrado por Alejandro, no era ya el de antes. Pero era todavía el más sólido de Grecia, cuyas ciudades estaban divididas en dos Ligas, la Aquea y la Etolia, que sólo hacían la paz para unirse contra él.

En 216, Filipo, al tener conocimiento de que Aníbal había aplastado a los romanos en Cannas, firmó un pacto de alianza con él y pidió a los griegos que le ayudasen a destruir Roma, que podía volverse peligrosa para todos. Fue convocada una conferencia en Naupactos, donde el delegado de los etolios, Agelao, hablando en nombre de todos los presentes, incitó a Filipo a ponerse al frente de todos los griegos en aquella cruzada. Sólo que, inmediatamente después, en Atenas y en las demás ciudades comenzó a circular la voz de que Aníbal daría manos libres al macedonio sobre ellas a cambio de la ayuda recibida por él. De golpe, renacieron las desconfianzas momentáneamente amortiguadas y la Liga Etolia mandó mensajeros a Roma para pedir ayuda contra Filipo. El cual, para hacer frente a Grecia, hubo de renunciar á Italia y establecer también un pacto con Roma, poniendo fin así, aun antes de haberla comenzado, a aquella primera guerra macedonia.

Después de Zama, Pérgamo, Egipto y Rodas pidieron ayuda a la Urbe contra Filipo que las incomodaba. La Urbe, que tenía buena memoria y recordaba la tentativa del rey macedonio cuando lo de Cannas, mandó un ejército a las órdenes de Tito Quinto Fiaminino, que en Cinoscéfalos, en 197, los aplastó. La ruta de Grecia quedaba abierta.

Pero Flaminino era un tipo extraño. De familia patricia, había estudiado en Tarento, donde aprendió el griego, y era un enamorado de la civilización helénica. Además, tenía ideas «progresistas». No mató a Filipo, sino que le repuso en el trono a pesar de las protestas de sus aliados griegos, los cuales pretendían haber sido ellos los que derrotaron a Germania. Después, con ocasión de los grandes Juegos ístmicos, que reunían en Corinto a los delegados de toda Grecia, proclamó que todos sus pueblos y ciudades eran libres, no sujetos ya ni a guarniciones ni a tributos, y que podían gobernarse con sus propias leyes. Los auditores, que se esperaban una sustitución del yugo macedonio por el romano, se quedaron pasmados.

Y Plutarco cuenta que después estallaron en tal gritería de entusiasmo, que una bandada de cuervos que volaba sobre sus cabezas se desplomó al suelo, muerta. Si Plutarco nos ha contado también todas sus otras historias con igual escrúpulo de la verdad, hay motivo para estar contentos.

Los escépticos de Atenas y de las demás ciudades no tuvieron tiempo de poner en duda las honradas intenciones de Flaminino, porque éste las puso en práctica inmediatamente retirando su ejército de Grecia. Mas después de haberlo despedido como «salvador y liberador» se pararon en pelillos por el hecho de que se llevó consigo un conspicuo botín de guerra en forma de obras de arte, y porque hubiese emancipado algunas ciudades de la Liga Etolia, donde estaban de mala gana. Y llamaron a Antíoco, último heredero de Seleuco, rey de Babilonia, para que les «reliberase». No se sabe a «reliberarles» de qué, visto que Flaminino les había dejado libérrimos.

Pérgamo y Lampsaco que, siendo más vecinas de Antíoco le conocían mejor, y sabían, por tanto, lo que se podía esperar de él, pidieron ayuda a Roma. Y el Senado, que no había creído jamás en el experimento liberal y progresista de Flaminino, mandó otro ejército a las órdenes del héroe de Zama. Con pocos hombres, éste atacó a Antíoco, en Magnesia, lo descalabró, a pesar de los sabios consejos estratégicos que le había dado Aníbal, su huésped, y aseguró a Roma casi toda la costa mediterránea de Asia Menor. Luego se dirigió hacia el Norte, derrotó a los galos que todavía vivaqueaban en aquellos parajes, y volvió a Roma sin tocar las ciudades griegas.

Durante algunos años, Roma insistió en sus relaciones con ellas, en esa política de tolerancia y respeto, muy similar a la que los Estados Unidos han practicado en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Intervenía en sus asuntos internos sólo si era solicitada, y procuraba apuntalar el orden constituido. Por esto recogía las antipatías de todos los descontentos, que la acusaban de reaccionaria.

De este estado de ánimo de las «masas» creyó poder aprovecharse Perseo de Macedonia quien, habiendo sucedido a Filipo en 179, las llamó a unirse para una guerra santa contra la Urbe. Había casado con la hija del heredero de Antíoco, Seleuco, que se alió con él y arrastró consigo también a Iliria y al Epiro. Estos últimos Estados fueron los únicos que prácticamente prestaron auxilio, cuando un tercer ejército romano, mandado por Emilio Paulo, hijo del cónsul caído en Cannas, desbarató en Pidna, en 168, a Perseo, al que trasladaron encadenado a Roma para adornar el carro del vencedor.

Entre otras cosas, cayó en manos de Emilio Paulo el archivo secreto del vencido, donde se encontraron los documentos relativos a la conjura con las pruebas de las diversas responsabilidades. Como castigo, setenta ciudades macedonias fueron arrasadas y el Epiro y la Iliria devastadas; Rodas, que había conspirado sin tomar parte activa en la guerra, quedó privada de sus posesiones en Asia Menor y mil simpatizantes griegos de Perseo, entre ellos Polibio, conducidos como rehenes a Roma.

Era ya la señal de que el Senado, abandonadas las ilusiones de Flaminino y de los demás filohelenos de la Urbe, entre ellos los mismos Escipiones, había vencido el complejo de inferioridad hacia Grecia y de que estaba volviendo a sus tradicionales sistemas de trato a los vencidos. Mas tampoco esta vez los turbulentos griegos quisieron comprender. Al cabo de pocos años subieron al poder en las diversas ciudades nuevas clases proletarias, para las cuales socialismo y nacionalismo eran una misma cosa. La Liga Aquea fue reconstituida y, cuando supo que Roma estaba empeñada en la tercera guerra contra Cartago, llamó a toda Grecia para la liberación.

Mas ahora, Roma podía llevar a cabo tranquilamente una guerra en dos frentes. Mientras Escipión Emiliano embarcaba para África el cónsul Mumio cayó sobre Corinto, que era una de las ciudades más pendencieras. La sitió, la conquistó, mató a todos sus hombres, redujo a esclavitud a las mujeres y, embarcando todo lo transportable a Roma, la entregó a las llamas. Grecia y Macedonia quedaron unidas en una sola «provincia» bajo un gobernador romano, a excepción de Atenas y de Esparta, a las que se les reconoció cierta autonomía.

Grecia había encontrado por fin su paz; la paz del cementerio.

La tercera y última guerra púnica fue querida por Catón
el Censor
y provocada por Masinisa. Ninguno de los dos estaba destinado a ver el fin de ella.

Masinisa fue uno de los más extraños personajes de la Antigüedad. Vivió hasta los noventa años, tuvo el último hijo a los ochenta y seis, y a los ochenta y ocho galopaba todavía al frente de sus tropas. Después de Zama, había recuperado el trono de Numidia y, dado que Cartago se había comprometido con Roma a no hacer más guerras, no se cansaba de hostigarla con incursiones y rapiñas. Cartago protestaba, y Roma la hacía callar. Mas cuando hubo pagado la última de las cincuenta indemnizaciones que debía anualmente a la Urbe, se rebeló ante aquellos abusos y atacó a Masinisa.

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