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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (46 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La reconstrucción de Alemania occidental (la RFA desde 1949) giró también en torno a la supremacía incontestable de la democracia cristiana, liderada por el antiguo alcalde de Colonia, Konrad Adenauer. El proceso de desnazificación del país había llegado a todos los rincones de la sociedad alemana, pero tuvo su episodio más señalado en el juicio de Núremberg contra 177 responsables del III Reich, de los cuales 25 fueron condenados a muerte, 20 a cadena perpetua, 97 a diversas penas de prisión y 35 resultaron absueltos. En total, la desnazificación supuso en Alemania la apertura de 3 660 648 expedientes de depuración, de los que 175 152 concluyeron en algún tipo de condena (Gallego, 2001, 464n). Sin embargo, una vez escenificada con toda solemnidad y rigor la condena moral y judicial del nazismo, en las relaciones con la Alemania derrotada se impuso un criterio abiertamente integrador, no sólo para evitar los errores cometidos en el pasado con el diktat de Versalles, reconocido como una de las causas del triunfo del nazismo, sino también por las necesidades estratégicas impuestas por la Guerra Fría, que otorgaba a Alemania un papel clave en la defensa del mundo occidental. Se han comentado ya las circunstancias en que se consumó la división de Alemania en dos Estados y el valor emblemático del bloqueo de Berlín. La institucionalización política y la recuperación económica de Alemania occidental marcharon en paralelo. Frente al complejo funcionamiento de la República de Weimar —sistema electoral proporcional, fragmentación del Parlamento, presidencialismo, inestabilidad gubernamental—, la Constitución de 1949 (la Ley Fundamental de Bonn) estableció un régimen federal y parlamentario que, en la práctica, se tradujo en un sistema de partidos notablemente simplificado, con una democracia cristiana fuerte, que gobernó ininterrumpidamente durante veinte años, un pequeño partido bisagra en el centro (el Partido Liberal) y un Partido Socialdemócrata (SPD) hegemónico en la izquierda, que, tras algunos titubeos iniciales, se orientará hacia un socialismo reformista, europeísta y atlantista a partir de su congreso de Bad Godesberg de 1959. La prohibición en 1952 del neonazi Partido Socialista del Reich y en 1956 del Partido Comunista pretendió cortar de raíz cualquier posible deslizamiento de la población hacia uno u otro extremo fuera del sistema, cosa que el hiperliderazgo del canciller Adenauer, la presencia militar aliada, la dependencia económica de Estados Unidos y, especialmente, los rápidos frutos de la recuperación hacían, en todo caso, poco probable. La tasa media de crecimiento de la economía alemana fue del 7,6% anual durante los años cincuenta y del 5,1% en la década siguiente (Aldcroft, 1989, 200). El milagro alemán, es decir, la marcha arrolladora de su economía —la de más alto crecimiento en Occidente— y la fácil inserción de la RFA en el marco de las democracias occidentales, será uno de los acontecimientos más sorprendentes de la posguerra.

Algo parecido puede decirse de Japón. Su valor estratégico como avanzadilla del bloque occidental se vio incrementado a partir de 1949 con el triunfo del comunismo en China y el estallido posterior de la Guerra de Corea. De ahí el progresivo abandono por Estados Unidos de su actitud punitiva de los primeros años, en los que la administración norteamericana llevó a cabo una profunda depuración de aquellos estamentos que habían dirigido la vida del país en los años anteriores. El emperador perdió su condición sagrada, aunque no el poder; la vieja nobleza fue abolida, se ordenó la disolución de las organizaciones nacionalistas y se sometió a procesos de depuración a 150 000 militares. Veintisiete ex altos cargos del Imperio fueron juzgados en Tokio por crímenes contra la humanidad, entre ellos, el ex primer ministro Tojo, ejecutado en 1948. Superada esta primera fase, se inició la construcción de la democracia bajo la tutela norteamericana, una democracia sui generas, sin verdadera alternancia política y marcada por el alto simbolismo de la figura del emperador como engarce entre el Japón tradicional derrotado en la guerra y el nuevo orden social y político. El diplomático liberal Yoshida Shigeru, primer ministro, con algunas intermitencias, hasta 1954, será el encargado de dirigir, en estrecha colaboración con los ocupantes, la transición del país hacia un régimen constitucional y parlamentario, en el que, tras diversos avatares, el Partido Liberal Demócrata ejercerá un poder casi monopolístico. La promulgación de la Constitución en 1946 y la firma en 1951 del tratado de San Francisco, que devolverá a Japón la plena soberanía, serán los principales hitos del proceso de normalización política del país, que, como en el caso alemán, se verá favorecido por el rápido despegue de su economía. Una conjunción de factores favorables, algunos derivados de su derrota en la Guerra Mundial, como la desmilitarización o la reforma agraria de la posguerra, consiguió hacer de Japón, veinte años después de su capitulación ante los aliados, la tercera potencia económica del mundo.

El fin de la Segunda Guerra Mundial alteró también profundamente la política interior de los antiguos aliados occidentales. Si la derrota del nazismo en la guerra contribuyó a reforzar y ampliar la democracia mediante la generalización del sufragio femenino y la construcción del Estado de bienestar, la Guerra Fría tuvo a veces un efecto restrictivo sobre las libertades, sin olvidar que algunos de estos países —Francia, Gran Bretaña, Holanda y Bélgica— se verían inmersos en procesos descolonizadores con graves repercusiones en la metrópoli. En Francia, desde el comienzo de la Liberación en 1944 hasta la salida de los comunistas del gobierno tres años después, la política nacional estuvo presidida por la depuración del colaboracionismo —su principal exponente fue el general Pétain, cuya condena a muerte se conmutó por cadena perpetua—, el problema colonial y la constitución de un nuevo régimen político, pues nadie se planteaba la posibilidad de volver a la desprestigiado III República.

No menos evidente resultaba el papel político que estaba reservado al general Charles de Gaulle como máxima personificación de la resistencia contra el nazismo. Sin embargo, las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente celebradas en octubre de 1945, además de corroborar el enorme apoyo popular a los comunistas, que con cinco millones de votos fueron la fuerza más votada, dibujaron un mapa político en el que el liderazgo personal de De Gaulle parecía tener difícil cabida, a pesar de que la nueva Asamblea empezó por nombrarle presidente del gobierno provisional. La creación de la Seguridad Social, la política de nacionalizaciones y el protagonismo de los sindicatos indican la existencia de un consenso social amplio, dentro de un cierto escoramiento a la izquierda, en la política francesa de la inmediata posguerra. Pero muy pronto se haría patente la división insalvable de las fuerzas políticas con mayor peso, así como la profunda sima abierta entre socialistas y comunistas. El enrarecimiento del clima político y la tendencia del nuevo régimen hacia un legislativo fuerte, en detrimento del poder ejecutivo, llevarán a De Gaulle a presentar su dimisión en enero de 1946. El nuevo partido gaullista, el RPF, creado en 1947, se colocará inmediatamente en contra de la IV República (1946-1958), cuya inestabilidad crónica —mayor aún que la de la III República— representaba la antítesis del modelo político defendido por De Gaulle y su partido. La IV República conseguirá, pese a todo, consolidar la democracia, cerrar las heridas abiertas por la guerra, impulsar la puesta en marcha de la Comunidad Económica Europea y dirigir con éxito la reconstrucción económica siguiendo una política marcadamente intervencionista y dotada de un fuerte contenido social. Todo ello sin dejar de rendir el consabido tributo a la lógica de la Guerra Fría: expulsión de los comunistas del gobierno francés en 1947 —no volverían a formar parte de un gabinete hasta 1981— e ingreso de Francia en la OTAN en 1949. El régimen surgido tras la Liberación no podrá sobrevivir, sin embargo, al problema de la descolonización. La IV República, herida de muerte por la derrota francesa en Indochina (1954), llegará a su fin en la fase álgida de la guerra de Argelia (1958). Ésa será la hora de De Gaulle.

La victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial tuvo, pues, consecuencias contradictorias e inesperadas para aquellos líderes que encarnaron la resistencia nacional frente al adversario. Mientras el general De Gaulle se vio muy pronto apartado de la política activa, Winston Churchill y su partido perdían estrepitosamente las elecciones generales de julio de 1945, que otorgaron por primera vez la mayoría absoluta a los laboristas. Nada expresa mejor el estupor del ex premier ante su derrota que su discurso de despedida en la Cámara de los Comunes, recogido en una filmación sonora que muestra a un Churchill tartamudeante e incongruente, en el que resulta difícil reconocer al gran orador que había enardecido a los ingleses en los duros tiempos de la Batalla de Inglaterra. Se abría así un período crucial en la historia del Reino Unido (1945-195 l), durante el cual el laborismo pudo llevar a cabo su programa de reformas sociales —el ya comentado Informe Beveridge— y gestionar el delicado problema colonial de forma más pragmática y expeditivo que otros gobiernos europeos. Podría decirse, pues, que el balance de esos difíciles seis años de gobierno hizo honor al eslogan, mezcla de ambición y realismo, con el que los laboristas habían concurrido a las elecciones de 1945: «Let us face the future» («Enfrentémonos al futuro»).

La victoria final sobre el Eje y Japón y el comienzo de la Guerra Fría fortalecieron la imagen de Truman ante la opinión pública norteamericana, como demuestra su triunfo, contra todo pronóstico, en las presidenciales de 1948. Fue, probablemente, la mayor sorpresa electoral de la historia de Estados Unidos. No sólo se equivocaron las encuestas preelectorales, sino que algún periódico tuvo que cambiar sobre la marcha el titular del día siguiente a los comicios, en el que se anunciaba ya la derrota de Truman. El propio candidato republicano, Thomas Dewey, convencido de su victoria, se había tomado una semana de vacaciones en plena campaña electoral, mientras el presidente recorría el país de costa a costa en un último y agotador esfuerzo que, finalmente, le valió el triunfo. De todas formas, los resultados en las elecciones al Congreso celebradas en 1946, que habían otorgado la mayoría absoluta a los republicanos por primera vez desde 1928, indicaban una tendencia de fondo en la sociedad norteamericana hacia posiciones más conservadoras, tendencia favorecida, sin duda, por el nuevo clima internacional, por la definitiva superación de la crisis económica de los años treinta y por la desaparición de Roosevelt y, con él, del espíritu progresista de toda una época. De ahí la sorpresa por el triunfo de su sucesor en las presidenciales de 1948. Un año después se produjo un amago de recesión, traducido en una notable subida del paro, pero que se conjuró en seguida gracias a una redacción de impuestos y al aumento del gasto público provocado por la guerra de Corea. La figura de Truman combina, en este sentido, cierto continuismo, por ejemplo, en la política social (Fair Deal) y en la integración de la población negra, en línea con la política de su predecesor, con una política exterior presidida por la confrontación con la Unión Soviética —doctrina de la contención—, que tuvo un inmediato reflejo en la política interior. Ya se han analizado los principales episodios de esta primera etapa de la Guerra Fría: Plan.

Marshall, bloqueo de Berlín, creación de la OTAN, guerra de Corea… Queda por ver su impacto en la sociedad norteamericana de la época y en la respuesta de algunas instituciones ante el supuesto peligro comunista.

Aunque la famosa caza de brujas se desarrolló principalmente entre 1950 v 1954, la persecución a los elementos sospechosos de connivencia con el comunismo se había iniciado coincidiendo con el comienzo de la Guerra Fría. En octubre de 1947, el recién creado Comité de Actividades Antiamericanas ponía en marcha una investigación sobre la infiltración comunista en Hollywood. Poco después, era el propio presidente Truman quien ordenaba que se investigara la lealtad de los funcionarios federales para proceder, en su caso, a la expulsión de los elementos «desleales y subversivos». El principio de sospecha general hacia posibles traidores y espías sería muy pronto imparable. En 1949 fueron condenados once miembros del Partido Comunista de Estados Unidos, y un año después un alto cargo del Departamento de Estado, Alger Hiss, que tuvo un papel destacado en la administración Roosevelt —como otras víctimas de la caza de brujas— y al que se puede ver junto al fallecido presidente en las fotos y reportajes de la Conferencia de Yalta. El cerco en torno a los supuestos simpatizantes comunistas se fue ampliando para dar cabida a intelectuales de izquierdas y miembros del ala más liberal del Partido Demócrata.

Los sucesos de 1949-1950 —primera prueba nuclear de la URSS, triunfo del comunismo en China y guerra de Corea— llevaron la sospecha y la persecución hasta el paroxismo, sobre todo después de la denuncia por parte del senador Joseph McCarthy de la existencia de una red comunista en el Departamento de Estado norteamericano, compuesta por más de doscientos agentes y espías. La creación en 1950 de un subcomité del Senado presidido por el propio McCarthy para la depuración de responsabilidades de militantes y simpatizantes comunistas y el proceso y posterior ejecución, en 1953, del matrimonio Rosenberg, acusado de facilitar a la URSS información sobre la bomba atómica, constituyen los dos máximos exponentes del clima de persecución inquisitorial que se apoderó de Estados Unidos durante el macartismo, un fenómeno que recibe su nombre del senador McCarthy como presidente, entre 1950 y 1954, de la citada subcomisión. El veto de Truman a dos polémicas iniciativas legales aprobadas por el Congreso —International Security Act e Inmigration and National Act— expresaba el deseo del presidente de poner coto a una espiral represiva, rayana en muchos casos en la inconstitucionalidad, cuyo alcance no había sabido prever él mismo cuando alentó las primeras investigaciones. La pujante industria cinematográfica, principal escaparate del American way of life que estaba conquistando el mundo y, al mismo tiempo, cauce de expresión de los mejores artistas y creadores del país, se vio severamente castigada por la acción de McCarthy y del Comité de Actividades Antiamericanas, sin olvidar el decisivo papel del FBI en la caza de brujas, a la que contribuyó suministrando informes reservados plagados de insinuaciones e insidias. Una ley aprobada en 1950, Internal Security Act, ampliaría a tal efecto las competencias del FBI, cuyo director, Edgar Hoover, se consagró a partir de entonces y hasta su muerte en activo en 1972 como uno de los poderes fácticos más temidos del país. Muchos guionistas, directores e intérpretes perdieron sus puestos de trabajo, víctimas del sistema de delación en cadena creado por el macartismo, o tuvieron que firmar sus obras con pseudónimo. De todos aquellos que fueron llamados a declarar por el Comité, sólo diecinueve se negaron a hacerlo y diez de ellos fueron juzgados y encarcelados. En cuanto a los procesos de depuración de los funcionarios federales entre 1947 y 1953, 26 000 fueron objeto de investigación y, de ellos, 16 000 fueron declarados inocentes, 7000 obligados a dimitir y 739 destituidos (Kaspi, 1998, 422).

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