Historias de amor (12 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

BOOK: Historias de amor
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Es raro: dos veces oí las mismas, o casi las mismas, palabras. La primera ocurrió hace tiempo. Yo colgaba mis cuadros para una exposición titulada
Nueve pintores jóvenes
(mil años pasaron desde entonces), cuando una colega, que todavía machaca por galerías y bienales, murmuró, como quien piensa en voz alta: «Estoy por creer que te gustan más las mujeres que la pintura». Aquel día no acabó sin que llegara usted, traído probablemente por su infalible instinto, y me abriera de par en par la revista: oferta monstruosa, oferta que para cualquier pintor era una bofetada en el rostro y que acepté en el acto (aunque usted la propuso con las palabras: «Lo espero sin apuro. En la vida no se apure, si quiere salirme bueno»). Aliviado, renuncié a pintar mujeres con algo de naturaleza muerta, como las veíamos los pintores, para recrearlas como las quiere el común de los mortales. Tardé bastante en advertir que no sólo me había mudado de una convención a otra, sino que había bajado a un nivel subalterno. Estaba conforme, porque había encontrado mi camino. Ya no trataba de imitar a maestros; era por fin yo, con descanso y con naturalidad. Hay que ser el que uno es; nada amarga tanto como una doble vida. Aunque mis antiguos amigos del grupo Pintura Nueva lo vean como una suerte de corruptor que me apartó del arte, tentándome con dinero y con mujeres, para hundirme en faenas poco menos que tenebrosas, comprendo, si reflexiono, que usted fue un segundo padre para mí. Porque lo tengo por tal, ahora le escribo esta carta.

¡Cuántas mujeres pasaron por el estudio! ¿Ha olvidado a Irene, señor Grinberg? Era alta, pálida, con largas trenzas rubias, y cuando se plantaba de espaldas, para que yo la dibujara, sus pies caían en ángulo admirable. Usted la observaba con fauces de lobo hambriento. ¿Olvidó también a nuestra Antoñita, famosa por aquella desviación de un ojo, que usted llamaba su vértigo particular? Pienso en todas ellas con alguna nostalgia, pero si las recuerdo por separado me juzgo dichoso de que estén lejos.

Invistiendo caracteres de verdadero padre, un día usted me reconvino: «Hay que asentar cabeza. En esta multitud de mujeres ¿quién no se perdería? El Gran Artista trepa, se encarama, descubre en el tropel a la mujer única y por el procedimiento de la repetición pura la impone. Entonces los del gran número nos enamoramos de su modelo y levantamos para usted un pedestal, del que nadie lo bajará al primer cascotazo». Diríase que el mundo se confabuló para que yo pareciera un ejemplo de docilidad. Isaura, que por su vigor de animal joven, desechaba la sola idea del abrigo y siempre andaba acatarrada, cayó enferma. No di con Antoñita ni con Violeta. El teléfono de Saturna funcionaba mal. Yo había perdido la pista de Irene. Preocupado, porque era sábado y el lunes debían entregar los trabajos, crucé enfrente, al parque Chacabuco, a tomar sol. Cuando pasé del parque propiamente dicho al sector que los jubilados llaman el jardín italiano, divisé, a la izquierda, en el extremo de un sendero rojo, rodeado de simétricos canteros de césped, a mi amigo don Braulio, cubierto por el paño negro de su máquina, fotografiando a una señorita rubia y larga, vestida de verde, sentada en un banco de mármol, debajo del arco de un ciprés. Para mis adentros comenté: «Es un cuadro de Gastón Latouche». Mientras me alejaba, la idea de cuadro me llevó a la de modelo y reflexioné que dejaba atrás la solución. Volví sobre mis pasos. Con algo de cocinero que revuelve y prueba, don Braulio manipulaba sus placas. La señorita había desaparecido.

Pregunté:

—¿Quién es? ¿Crees que volverá?

—Tiene que volver. Si no vuelve ¿me como las fotografías? No, mi amigo, eso no se hace.

Después de explicarle la situación, dije a don Braulio:

—Necesito cuanto antes un modelo. Tal vez tú podrás hablar a la señorita.

—Déjalo por mi cuenta —respondió.

—Que vaya a tratar a casa. ¿Recuerdas el número?

—No importa el número. Es la casa que parece un mascarón de proa:

Aunque mi casa, que forma esquina, no parece un mascarón de proa, sino una proa, comprendí que don Braulio la identificaba; según el estado de ánimo, la veo como una proa avanzando triunfalmente sobre el verde del parque o como un agudo vértice que gravita sobre mi corazón con la sombra y el peso de muros, donde alguna que otra ventana, muy breve, se entreabre sórdidamente.

Calentaba el agua para el mate, cuando sonó la campanilla. Abrí la puerta: Emilia, la mujer única, por la que usted clamaba y ahora protesta, entró en mi casa.

—El fotógrafo me habló —dijo—. Nunca trabajé de modelo, pero vengo resuelta a todo.

Echó a reír, porque estaba en uno de sus días alegres y tontos. Creo que me enamoré inmediatamente, aunque no es imposible que en verdad el proceso llevara una semana.

Con desagrado reflexioné: «Como nunca trabajó de modelo, no sabe lo que va a cobrar; tendré que decírselo; le parecerá poco».

Para que no sospechara que yo era idiota —hacía rato que estaba callado— justifiqué mi silencio:

—Estoy pensando en algo que después arreglaremos.

—¿En qué? —preguntó.

—Ya arreglaremos —repetí.

Insistió:

—Quiero saberlo ahora. No me pida que espere. Yo nunca espero. Odio la incertidumbre.

La curiosidad le iluminaba el rostro y le oscurecía la inteligencia, Emilia era prodigiosamente joven.

—Bueno: pensaba que deberíamos convenir cuánto le pagaré.

Como si me dijera: «Esperaba algo más interesante que esa miseria» exclamó:

—Ah.

Aquella tarde tomamos mate y trabajamos. Mi señor Grinberg ¿le comunico los dos axiomas de mi conducta? Helos aquí: lo primero va primero y que cada cual se conozca. Si no dibujo a Emilia, acaso no dibuje. Yo con Emilia estoy contento; lo demás viene después. Permítame que alce un poco la voz, como si usted fuera sordo, para aclarar que lo demás incluye todo lo demás. Desde luego, mi situación con Emilia no es tan estable como yo la desearía (ni como ella la desearía: «La mujer quiere estabilidad» es una frase que siempre repite). Me consuelo, o trato de consolarme, con la reflexión de que la vida misma, comparable a una cambiante luz que pasa por nosotros, también es precaria. Estas ideas me traen el recuerdo de la gente de la casa de al lado, cuando yo era chico. En cuanto apretaba el verano, cargados de valijas, precedidos de camiones de Villalonga, cargados de baúles, partían a Mar del Plata, a instalarse por la temporada, pero usted, contando los bultos, calculaba que no volverían hasta quién sabe cuándo; pues mire, aunque entonces el tiempo fluía con pasmosa lentitud, antes de que usted se acostumbrara a la noción de que habían partido, los tenía de vuelta, con las valijas, con los baúles, con Villalonga. Como predica en el parque un inglés de cuello de celuloide y traje negro, sobre arena movediza levantamos un tabernáculo.

Mi vida es calma y ordenada. Por la mañana trabajo en apuntes de la víspera o dibujo de memoria, hasta que llega Tomasa, la sirvienta. Entonces, con la red debajo del brazo, me corro a la panadería, al mercado, al almacén y ¿usted lo creerá? no sin agrado elijo las compras, alterno saludos y comentarios con los conocidos, casi diría con los amigos, que encuentro ritualmente, a la misma hora, en los mismos lugares. A mi vuelta, la casa está limpia, Tomasa prepara la comida, yo sigo dibujando. Después del almuerzo cruzo al parque, a tomar sol, y departo con jubilados, cuyo aspecto deprime a Emilia. Entrando a conversar, la gente vale por lo que dice, de modo que yo, aunque pintor, paso por alto la traza cuando es atinada la reflexión, o cuando es útil, como la que ayer sometió don Arturo, el de los ojos como huevos al plato reventados, que, según colijo, trabajó en calidad de vareador en algún
stud
platense, pese a que se proclame ex ascensorista del Palacio Barolo. «Tú, carbonilla en mano» me dijo don Arturo «suda que te suda para arrancar el parecido a la personita que retratas y te juego la cabeza que mientras tanto, lo más oronda, la fulana copia al dedillo tus gestos, palabras, amén de opiniones: cosa de nunca acabar. La mujer hay que ver cómo copia».

A las cinco en punto vuelvo a casa, a esperar a Emilia, que llega con retardo. Mi dicha dura tres horas (otros tienen menos). Antes de las nueve parte Emilia y por separado acometemos un largo trayecto que preveo con temor y que luego, muchas veces, deploro: revolución de veintiuna horas, en que Emilia recorre un mundo hostil. Todo lo sé, porque ella es perfectamente sincera.

Emilia no va a su casa, a las nueve, sino al club. Créame, señor Grinberg, no sé cómo una muchacha de vivo y delicado discernimiento tolera a esa gente; porque mi indulgencia —habría que decir mi caridad— es menor, no la acompaño y sufro lo que sufro. A esta altura de nuestra relación, concurrir al club me resulta virtualmente imposible. Sin embargo, al principio, la misma Emilia me pedía que la acompañara. Yo me negaba, para demostrar mi superioridad. Es claro que si ahora yo apareciera una noche por los salones del club me volvería tan odioso como cualquier espía. Emilia va, porque a alguna parte hay que ir, pero le aseguro que no tiene afinidad con los consocios que allá encuentra: gente sin interés, ni un solo artista, la humanidad que abunda. No puedo pedirle que se quede en su casa, porque su casa la deprime. ¿A quién no deprimiría el estrépito de esa infinita reyerta de los padres y la compañía del hermano, de espíritu comercial, y de la hermana, la profesora, que no perdona al prójimo la propia fealdad y decencia? Tampoco puedo, sin provocar toda suerte de sinsabores, retenerla en casa. Emilia me previene: «Yo no quiero ser pasto de las fieras. No quiero estar en boca de nadie». Por mi parte, le encuentro razón.

Usted preguntará por qué no me casé con ella. Quien mira de afuera no entiende de vacilaciones y con rápida lógica dispara su desdeñosa conclusión. El matrimonio con Irene, con Antoñita o con Violeta no hubiera tenido sentido; cuando por fin llegó Emilia, yo me había hecho a la vida de soltero; estaba dispuesto a querer y a sufrir, pero no a cambiar de costumbres. Después, por amor propio u otra causa, Emilia no quiso que nos casáramos.

Para entender a Emilia debe uno conocer el aspecto de su carácter que me trajo más amarguras. Me refiero a la puerilidad. Recordaré como hecho ilustrativo, que el invierno pasado, cuando le mandaron de Tucumán a los dos sobrinos, Norma, de cinco años, y Robertito, de siete, mi amiga continuamente imitaba a la niña, remedaba sus monerías y su modo de hablar. Una tarde, mientras tomábamos mate, me propuso que jugáramos a ser Norma y Robertito, tomando la leche. No frunza la trompa, señor Grinberg. Por amor llega el hombre a cualquier oprobio.

Cuando Emilia se pone a denigrar a sus amigos del club, tiemblo. Aunque no la contradigo, insiste, por ejemplo, en que Nogueira, un individuo que desconozco totalmente, es de lo más grosero: la apretó mientras bailaban; con el pretexto de la falta de aire la sacó al balcón, donde la besó, y por último le prometió que la llamaría por teléfono «para combinar algo». Con despecho comento: «¡Cómo lo habrás provocado!». Mi conjetura la ofende, pero al verme contrariado y pálido se enternece, pregunta si no hace mal en contarme todo. A los pocos días, cuando anuncian otro baile en el club, le pido que no vuelva a ocurrir un episodio como el de Nogueira.

—No debí contarte eso —exclama—. Además ¡hace tanto tiempo! Me parece que yo era otra. No te quería como ahora. Ahora sería incapaz de hacer una cosa así.

Con su ingenuidad no fingida, Emilia me confunde. Si no agradezco el amor que en el momento la embarga, soy ingrato; si desconfío, soy insensible, quiebro nuestra milagrosa comprensión. Estas actitudes, tan espontáneas en ella, no revelan un fondo turbio y malvado, sino (lo que no es nuevo para mí) un temperamento estrictamente femenino. Procuro, pues, olvidar la serie lamentable que incluye a Viera, a Centrone, a Pasta (un actorzuelo), a Ramponi, a Grates, a un peruano, a un armenio y a otros pocos.

Repentinamente la pesadilla ha concluido. Emilia, por milagro, cambió. De medio año a esta parte, no me trae noticias de infortunadas aventuras nocturnas con los amigos que encuentra en el club. Yo he sido muy feliz. Yo estaba acostumbrado a prever, con el corazón oprimido, los inevitables episodios, fielmente confesados al otro día, que lograban siempre el perdón, porque de verdad no eran muy serios, ni de efecto perturbador en nuestro modo de vivir, sino que tenían el carácter de penosas debilidades, detestadas por la misma Emilia, de caídas atribuibles a la confusión del alcohol o simplemente una puerilidad extrema, agravada de buena fe. Y ahora ¿comprende usted lo que significa de pronto descubrir y luego confirmar que acabó la pesadilla muchas veces renovada?

Como le dije, últimamente fui muy feliz. La otra noche, nomás, yo pensaba que no estaba acostumbrado a que la realidad, el mundo o Emilia me trataran tan bien, que lo natural sería descubrir, primero, alguna grieta y luego, por la grieta, una verdad espantosa; que en contra de cada uno de los antecedentes de mi experiencia, día a día se corroboraba el carácter auténtico de mi increíble fortuna. No fue bastante que cesaran las infidelidades en el club; oí, de labios de Emilia, las palabras:

—Voy a quedarme, esta noche, hasta más tarde. De todas maneras, los que comenten no van a quitarnos las locuras que hagamos y los que no comenten no van a devolvernos las que dejemos de hacer.

Para tomar una resolución tan opuesta a sus convicciones de toda la vida, mucho debía quererme Emilia. Yo reflexioné que mientras una mujer lo quiera, el hombre no tiene por qué envidiar a nadie.

Amanecía cuando la dejé en la puerta de su casa. Durante el camino de vuelta, recité versos y, de golpe, con la exaltación de quien descubre, o sueña que descubre, algún portento, entendí que en la dureza de las baldosas, a mis pies, y en la irrealidad de la luz que envolvía la calle, había un símbolo de la inescrutable fortuna de los hombres. No sólo la tienes a Emilia, me dije, como quien enumera trofeos; también eres inteligente. Sí, mi señor Grinberg, yo conocí horas de triunfo.

Al otro día, por teléfono, Emilia me explicó que para «aplacar las fieras» no me visitaría esa tarde. Desde entonces alternamos días en que se queda hasta la madrugada, con días de ausencia total.

Con un poco de cordura —si yo me atuviera a los hechos y no cavilara— sería feliz. En definitiva ¿cuál es el cambio? Ciertamente hay días en que no la veo, pero hay otros en que la veo doce horas, en lugar de las tres de antes; por semana, antes la veía veintiuna horas y actualmente, por lo menos, treinta y seis.

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