—¿Un panadero? —repetí estúpidamente.
—Ya le explicaré. La madre de Angélica era la pobre Margarita, usted sabe, paralítica en los últimos años, tonta siempre, sin más conducta que una oveja. ¿Hace cuánto hubiera muerto, si no fuera por su Angélica, tan buena hija, tan abnegada, el báculo para cualquier necesidad? ¡Le daba de comer en la boca, note bien mis palabras, como a un pichón! De inanición hubiera muerto la pobre Margarita, sobre quien corren cuentos de una sordidez que pone los pelos de punta. ¡De mi boca no los oirá! Diré, en cambio, en su honor, cuatro palabras verdaderas: adoraba a su hija. Con el hombre de la casa, el padrastro de esta chica Angélica, entra el plato fuerte, el ogro de nuestro cuento, señor mío. Por todos conocido por Papy o el Negro Cafetón, tratábase de un paraguayo corpudo, oscuro como si en el infierno lo hubieran chamuscado, de una violencia y de una vivacidad admirables, que no dejaba títere con cabeza. Amén de regentear no sé qué
stud
de mujeres —no me pida aclaración, porque yo, de deportes, no pesco— el terrible padrastro surcaba los siete mares del orbe como fogonero a bordo del Río Diamante. La chica restañaba las heridas y secaba las lágrimas cuando el Negro Cafetón partía en el buque, pero el retorno era en fecha cierta. No sólo por las tundas lo aguardaba con pavor: bajo amenazas de malos tratos quería casarla con Luis Chico, pelele que el fogonero manejaba con mano de hierro.
Créame, el Papy era poderoso. Trifulcas tuvo miles, enemigos le sobraban, pues el crápula avivaba con agua fuerte su natural pendenciero. Engolosinada con tales antecedentes, la autoridad política lo apadrinaba y el negrote se abría paso en el sindicato local. ¿Cómo contrariar tamaño bravucón? Si descubría el idilio de los chicos, desollaba vivo a Ricardo, y ante la vista y paciencia de la pobre madre, postrada en el lecho, era muy capaz de vejar a la niña el infame.
—¿Quién es Ricardo? —le pregunté.
—Un panadero, ya se sabe, el amor de Angélica. Mozo gallardo, era un gusto el verlo con la canasta repleta, cumpliendo como un reloj el reparto alrededor de la plaza; no dejaba a nadie sin pan, no digamos a los Varela, buenos pagadores, pero tampoco a la comisaría, que nunca pagó un cobre, aunque reclamaban tortitas de azúcar quemada para el mate, ni al sin piernas Américo, cliente de cuatro felipes. Desde luego, no lo llevarían por delante. Ricardo era un panaderito de lealtad y de coraje probados (repito palabras pronunciadas bajo este mismo techo, en los esperanzados días de aquel septiembre, por sus compañeros de conjuración), pero ¿quién detiene con los puños a una locomotora? Y si enfrentaba con armas al paraguayo ¿en qué pararía el asunto? Angélica le recordaba: «Queremos casarnos, no separarnos. Te quiero conmigo, no entre rejas ni bajo tierra».
Antes de partir la última vez en el Río Diamante, el padrastro declaró: «A mi vuelta será tu boda». Puede usted imaginar cómo cayó el anuncio a los pobres chicos. Ricardo la esperaba todas las tardes y, cuando Angélica salía del taller, tomados del brazo, gravemente se encaminaban al centro de la plaza, a uno de los cuatro bancos que miran a San Martín. Por más que debatían el intríngulis, vea usted, no adelantaban. Poco faltaba para la fecha fatal: el padrastro regresaría en la noche del primero de octubre. No encontraban escapatoria, sólo una seguridad en el alma: día a día se querían más entrañablemente y de cualquier modo evitarían el matrimonio de ella con Luis Chico, pues tenían ahorros para comprar un revólver, si no preferían suicidarse con veneno.
La vida corre por tantas rueditas, que este idilio, rayano a su final trágico, no era el único suceso importante que ocupaba a los muchachos por aquel entonces. Como le dije, Ricardo intervenía en la conjuración contra la dictadura. Nadie sospechaba que el repartidor, con los panes de su canasta, repartía puntualmente partes y órdenes entre los confabulados. El comando local trabajaba oculto en la quinta de los Varela; los jefes reunidos allí eran notorios opositores del gobierno, conocidos por la policía, y para evitar detenciones que hubieran comprometido la suerte del golpe, en la etapa final ni asomaban la cabeza al jardín.
Había que mandar órdenes a los oficiales de enlace y por su lado éstos debían informar de las novedades a la quinta, amén de transmitirle despachos del comando, de Buenos Aires. Como los teléfonos no eran de fiar, el panadero anduvo atareado; pero luego vino una calma —los períodos de gran actividad, con el levantamiento anunciado para una o más fechas, inopinadamente seguidos de calmas, en las que todo parecía olvidado, eran el régimen habitual de aquellos tiempos de congoja— y aunque en la quinta de los Varela se mantenían reunidos los jefes, el mismo Ricardo perdió la esperanza en la revolución.
Una tarde, sentados allá en el banco, mirando vagamente hacia el embarcadero y el río, en una brusca iluminación los jóvenes habrán entrevisto el plan. Lo cierto es que hablaron con el patrón de la
Liebre
, un lanchero que pasó montones de fugitivos a la otra banda. Tenía fama de espía del gobierno, mas por aquella época nadie dudaba de que sus pasajeros llegaran a destino, o como se diga. Francamente, sin connivencia con los mandones, el hombre no hubiera cumplido por largo tiempo el tráfico salvador. Lo más probable es que comprara la impunidad, pagando parte de lo que cobraba; no olvidemos que por encima de las peores pasiones el espíritu comercial cuidaba del último detalle en tiempos de la dictadura. El patrón de la
Liebre
convino con Angélica y Ricardo que los cruzaría al Uruguay en la noche del primero de octubre.
Todo lo habían previsto nuestros enamorados. Margarita sólo pasaría un rato desamparada, pues el Negro Cafetón, aunque inferior a Angélica en fineza de atención y demás miramientos, no la dejaría morir de hambre ni de sed. Una ternura extraña profesaba el crápula por su compañera, simple reliquia de un ayer de loqueos. Generosamente los jóvenes cargaron con el riesgo del plan. «Sería más que mala suerte» habrán pensado «que el padrastro llegue antes de nuestra partida; que llegue y nos busque inmediatamente; que nos busque y empiece por el embarcadero».
El plan estaba preparado, pero en un rato el azar lo echó por tierra. El 27 de septiembre, en un encuentro casual, el patrón de la
Liebre
informó a Ricardo de que no podría cruzarlos a la otra Banda, porque iba a pintar la lancha, para dejarla nuevita. Con el ánimo por el suelo, el muchacho concluyó el reparto de la tarde en la jabonería de Veyga. Éste, uno de los oficiales de enlace de la conjuración, les dijo que habían adelantado la fecha; que de Buenos Aires llegaron órdenes de estar listos para ganar la calle en cualquier momento; que en el primer reparto del otro día alertara a los caballeros reunidos en la quinta, pero que no los visitara fuera de las horas habituales, para no llamar la atención de la comisaría, que sin duda vigilaba, ya sobre aviso; que viera al sin piernas Américo, para que en su repertorio repitiera, de tanto en tanto, la
Marcha de San Lorenzo
: musiquita que significaba, en la clave de los conspiradores, peligro y acción inminente.
El hecho es que Ricardo no encontró en su puesto al sin piernas. Como siempre, a la salida del taller esperó a Angélica. Yo los vi: se encaminaron con lentitud los pobres chicos al banco de sus coloquios. Eran patriotas, de modo que la inminencia de la rebelión —esté seguro, señor— los alegró; pero abandonar el proyecto de fuga, encarar otra vez al padrastro, ahora sin más escapatoria que un suicidio doble ¡en qué tribulaciones los habrá sumido! Un arrebato, un impulso momentáneo de la esperanza o de la desesperación, vaya a saber, los llevó al borde del agua. Ahí, junto a la escalera, encontraron al patrón de la
Liebre
. Recriminó con aspereza Angélica, Ricardo rogó y el hombre por fin los confundió con la propuesta de cruzarlos al Uruguay inmediatamente. Era entonces o nunca, pues a la otra mañana pondrían en dique seco a la lancha y antes de que navegara de nuevo, habría llegado el temido padrastro. Los jóvenes pidieron un instante para hablar entre ellos. Caminaron en dirección al banco y muy pronto se detuvieron. ¿Qué no daría usted, señor, por conocer las palabras cambiadas por la heroica pareja? Acaso no las conocerá nadie. En cuanto a la resolución fue evidente. Yo puedo hablar, pues ventilándome en este mismo balcón fui testigo de las consecuencias afrontadas por los chicos. ¡Las culpas que cargaron sobre la espalda!
A la tarde del otro día, los vigilantes rodearon la quinta de los Varela. La cara en alto, los conjurados pasaron entre dos hileras de facinerosos con uniforme, rumbo a la comisaría. El sin piernas Américo no incluyó en el repertorio la
Marcha de San Lorenzo
; pero por orden del comisario, que en la calesita destacó un hombre armado de máuser, a todas horas con música nos atronó. A la madrugada hubo una interrupción. No imagine que nos alivió la tregua. Fue algo horrible, porque oímos entonces los aullidos de los desventurados a quienes en la comisaría torturaban. ¡La mejor gente de la zona! Al pobre sin piernas también lo torturaron un rato, porque sospecharon que la interrupción fue adrede, para que nos enteráramos de lo que estaba ocurriendo. Aquí no acaban las calamidades. En la mañana del primero de octubre cruzó esta calle un entierro. ¡Tan debilitada estaba Margarita que le faltó aguante y, sin amparo, en pocos días murió de hambre y de sed! Me aseguraron que el fogonero, cuando llegó, gimió como un pobre negro sobre la tumba de su mujer y juró destripar con las manos a los chiquilines, aunque tuviera que buscarlos en la vecina orilla: amenazas de borracho, que valen como de quien vienen.
Ahora yo le encomiendo, señor mío, que medite un instante sobre el punto sublime de esta narración. Usted, que leyó tanto ¿encontró una historia de amor más perfecta? Vea con la imaginación a esos dos jóvenes, unos niños todavía, no lejos de la estatua del prócer, resolviendo entre ellos un dilema que abruma el corazón. En un platillo de la balanza está la vida de una madre adorada, la lealtad o el perjurio a la patria y a los correligionarios; en el otro, el amor de sus corazones. Mi Ricardo y mi Angélica no vacilaron.
Haciendo torres sobre tierna arena
.
Como si no bastaran las promesas del más allá, queremos perdurar en nuestra tierra, tan vilipendiada y tan querida. Casi todo el mundo comparte el afán por sobrevivir en obras, en hijos, de cualquier modo. Sin duda nos mueve un instinto y en ese punto al menos igualamos en inteligencia a dos insectos, la hormiga y la abeja, y a un roedor, el castor o
castor fiber
. Si reflexionáramos un minuto acerca de la inmortalidad deparada por libros, obras de arte, inventos, función pública, saborearíamos la amargura de quien se dejó atrapar en una estafa. Yo anhelo la inmortalidad de mi conciencia y no soy tan vanidoso para contentarme con sobrevivir en media docena de volúmenes alineados en un anaquel; pero desde luego me aferro con uñas y dientes a esa inmortalidad de la media docena, mi robusto bastión contra los embates del tiempo, y no es menos verdad que me hago cruces, metafóricamente hablando, ante quienes día a día se afanan en trabajos que día a día se desvanecen. ¿Cómo entender a tanto artista, cuyos productos afrontan pruebas que barrerían con los cuadros del Museo de Arte Moderno, por no decir nada de muchos libritos de los poetas? Hablo de peluqueros de señoras y grandes
chefs
, del todo indiferentes a la rápida ruina de sus elucubraciones, llámelas complicados peinados o sabias tortas.
En cuanto a los referidos tomitos, descuento que me asegurarán un nicho —vivienda poco alegre, pero ¿qué tiene de alegre la posteridad?— en la historia de la literatura argentina. Acaso no figure entre los exaltados ni entre los ínfimos; me conformo con un lugar secundario: en mi opinión, el más decoroso. Mi nombre es desconocido por la muchedumbre, erudita en los bandos del
foot-ball
y en la genealogía de los caballos. Cuando digo que soy novelista, brillan los ojos del fortuito interlocutor que me propone el asiento del vagón o la mesa del casino o del banquete, pero cuando, a su pregunta, doy mi nombre, la sonrisa momentánea se turba, hasta que una nueva esperanza la reanima: «¿Firma con seudónimo?». «No, no firmo con seudónimo». Tal vez el interlocutor no recuerde al novelista, pero sí las novelas. Con abnegación las enumero, aunque esa mueca en el ingenuo rostro desilusionado excluye toda duda: nunca oyó tales títulos.
Mi yerro, como escritor, fue probablemente el de contar ficciones, a la postre mentiras; las mentiras, quién lo ignora, llevan adentro un germen de muerte. Ahora contaré un suceso verdadero.
Hasta hoy me abstuve de aprovechar literariamente estos hechos, por consideración a las personas comprometidas; pero en nuestro país el olvido corre más ligero que la historia, de manera que uno puede publicar un episodio ocurrido diez años atrás, perfectamente seguro de no incomodar a los vivos ni empañar la memoria de los muertos. No hay memoria que empañar, porque nadie recuerda nada.
Lucharon siempre en mi ánimo la íntima holgazanería y la voluntad de dejar obra. Aquel año la holgazanería fue demasiado lejos, aprovechó demasiado cuanto pretexto le ofreció la vida en Buenos Aires. Como yo tenía entre manos un buen argumento —generalmente, creo tener entre manos un buen argumento— resolví salvarlo, escribirlo, aunque para ello debiera abandonar la ciudad y los compromisos, rusticar quién sabe dónde.
—Aproveche para visitar el país —dictaminó la mujer del portero.
Como desconfía de mi patriotismo —es tucumana y más de un 9 de julio me sorprendió sin escarapela— no me atreví a explicarle que mi propósito no era turístico ni patriótico, sino literario.
En el fuero interno determiné ignorar el consejo y partir a Mar del Plata. Con espuma en la cara, frente al espejo de la peluquería, hablé del proyecto.
—Francamente —comenzó el peluquero, con su habitual displicencia— usted no abusa de la imaginación.
—El novelista —repliqué— debe ejercer la imaginación en la obra, pero en la vida, ¡por favor!, déjenos elegir cualquier expediente fácil. Le digo más: conviene Mar del Plata porque es pan comido; no andaré alelado, buscando puntos de interés, ni me distraeré de la novela.
Por si ello fuera poco, estábamos en abril, cuando las últimas tandas de veraneantes han vuelto a sus reductos y cuando son más hermosas las tardes. ¿No es abril el mes de los ingleses, de los que saben?