Historias de hombres casados (10 page)

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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

BOOK: Historias de hombres casados
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—Bienvenida —le digo.

Me mira extrañada.

—¿No te acordás de mí? —le digo—. Javier Mossen, el hermano de Daniel.

—Ah —dice—, Daniel Mossen.

No me reconoció personalmente, pero no me ha echado como a un perro. A partir de ahora, tengo media hora para conseguir llevármela a una cama y una hora más para disfrutarla. Es difícil pero no imposible. El diálogo fluye. ¿Se hospedará en hotel o tendrá casa? Finalmente, la maravillosa respuesta: está sola en la casa.

Ya intuyo la invitación a almorzar, ya intuyo que no almorzaremos. Una nueva erección.

—Te vi más de una vez por el barrio —me dice—. ¿Vos vivís por ahí, no?

—Sí —digo.

—¿Y nunca nos saludamos? —me dice.

—No —digo—. Qué curioso.

Cuando yo la veía esquelética o exageradamente obesa, ni pensaba en saludarla.

—Estuve muy enferma —me dice.

—¿De qué? —le digo, y echando un vistazo admirativo a su cuerpo—: No parece.

Se sonríe y sigue:

—Bulimia y anorexia.

—Ah —exclamo con pena—. Qué macana. Ahora es una epidemia.

—Es una epidemia para las chicas que quieren adelgazar —me dice.

—No puede haber sido tu caso —le digo estúpidamente halagüeño.

—No, no lo fue. Yo me puse mal por una tragedia.

Guardamos silencio. Pero me parece imposible, por más que vulnere mis planes, no preguntar. Después de todo, quizás el sobreponerse a este momento me acerque aun más a lo que busco; así como el haber esquivado los monstruos de la delgadez y la obesidad llevaron por fin a buen puerto a su cuerpo. Pero antes de que pregunte, ella continúa.

—Mi novio se ahogó —dice.

—¿Dónde? —pregunto.

—Acá —responde—. Acá mismo. Vengo todos los años.

—¿Se ahogó, en el mar?

—Se ahogó en el mar —repite—. Acá mismo. Vengo todos los años. Me hace bien. Me siento cerca de él. Estuve muy mal. Muy mal. Cuando me sobrepuse, pude venir tranquila acá. Es como velarlo. Me quedo horas, tranquila, junto a él.

—Junto al mar —digo sin pensarlo.

Como si se hubiera interrumpido en algún momento, retorna entre nosotros dos el bullicio de la playa. Yo sé qué había interrumpido esos ruidos: los fluidos de mi celo que estaban tapándome los oídos. Mi cuerpo se desentiende nuevamente, decepcionado, de las mareas que agita en su interior la batalla sexual. Tampoco me acostaré con este azaroso bocado.

Preparando mi retirada, le digo:

—¿Y no te hace mal estar sola?

—En casa, sí —me dice—. Pero acá en la playa, no.

¿Por qué no sugerirle ir a comer a su casa? ¿Por qué no invitarla a abandonar este velatorio pagano y refocilarnos en las vacías habitaciones de su vivienda? Porque cada ola de mar me trae el fantasma de su novio; y porque no me atrevo a preguntarle si ella estaba en la orilla o no cuando su novio se ahogó. Y porque si no pregunto eso, ya no sé de qué más hablar.

—Bueno —le digo—. Sigo viaje.

Asiente decepcionada y cierra los ojos para enfrentarse nuevamente con el sol.

En el hotel, ni siquiera con ganas de acostarme con mi señora, me encuentro con la ballena, que se aloja allí mismo —por suerte no le clavé mi arpón—, y en el hall está secándole la cabeza a su hijo. Créase o no, mientras le seca la cabeza a su hijo, me echa una mirada codiciosa que definitivamente rechazo.

Nodeó la cabeza

Colaboradores. La palabra suena mal. Suena a colaboracionista. Los colaboracionistas siempre están del mal lado. O del lado del Mal.

Los colaboracionistas son quienes colaboran con un régimen malvado; a quienes colaboran con la Resistencia o los Aliados se los llama de otro modo.

La palabra «colaborador» tiene reminiscencias de la palabra «colaboracionista». Quizá no se me ocurriría esta asociación si no fuera porque soy un colaborador.

¿Qué es un colaborador? Una persona que escribe sobre cualquier cosa en los medios gráficos de comunicación. ¿Sobre cualquier cosa? Sí: sobre el tránsito en la ciudad de Buenos Aires, sobre una exposición ganadera, sobre un libro, sobre una vedette, sobre una guerra o sobre una temporada veraniega. El requisito inicial de un colaborador no es una vasta cultura general, sino una moderada ignorancia sobre cada uno de los temas acerca de los cuales escribe. Hay colaboradores especializados, es cierto; pero si no se convierten en trabajadores fijos de un diario o revista, tarde o temprano confluyen en lo que es el trabajo básico de cualquier colaborador: escribir sobre aquello que no es su especialidad.

Salvo escasas excepciones, los colaboradores mueren colaboradores. Quizá se destaquen en otros rubros, en otros ámbitos; pero en el periodismo gráfico nunca superan su marca de identidad.

Como en los amores homosexuales, la vejez en los colaboradores es patética.

Ver entrar en la redacción a un anciano con una hojita bajo el brazo, dirigiéndose a un joven jefe de suplementos —quien le ha hecho la gauchada de permitirle aún publicar unas líneas—, es un espectáculo demoledor para un joven colaborador como yo.

—No, Ingonio, necesito el diskette —dirá el joven jefe de suplementos.

—Es que yo no uso computadora —responde Ingonio.

—Pedísela prestada a tu nieto —responde el joven jefe, para regocijo de toda su mesa de redactores fijos. Los redactores fijos son más que jóvenes y relucen.

No saben más que los colaboradores, incluso, mucho menos. Ni siquiera saben escribir como los colaboradores. En su caso, a menudo la ignorancia sobre un abanico de temas alcanza profundidades inusitadas. Pero han nacido del lado bueno. Han tenido suerte genética. En la repartija de destinos, les ha tocado el gozoso. Son cosas que pasan. Dios no es injusto: en un mundo entero de hombres felices no cabría la literatura.

De vez en cuando, un colaborador alcanza una inesperada cuota de reconocimiento. Recibe un premio periodístico o su foto aparece en la página central de un matutino, acompañando una nota con su firma en la tipografía más grande. Durante unos días, el colaborador sospecha que su destino ha cambiado de mano. En breve, lo llamarán jefes de redacción y directores de diarios: todos lo querrán en sus filas. Finalmente, podrá sentarse en una silla, contar con una máquina y un horario regular. Los compañeros lo llamarán por el nombre de pila y su apellido figurará en uno de los números del conmutador telefónico.

Pero las semanas transcurren y ningún trabajo les es ofrecido. Sí, más de uno ha leído su nota y visto su foto. Dos o tres lo han felicitado.

«Un hombre como vos me gustaría tener en mi plantel», le ha dicho el secretario de redacción del segundo matutino nacional. Pero todos saben que es un colaborador. El mes siguiente, igual a todos los días posteriores a su gran foto con su gran nota, continuará publicando sus notitas sobre cualquier cosa, recorriendo redacciones; esperando que acaben otras conversaciones para ofrecer discretamente sus servicios.

El peor enemigo del colaborador es su ilusión de que puede ser algo más. Y sin embargo, cada tanto sucede. Son excepciones contadísimas, casi tantas como muertos regresan de la muerte. Y habitualmente, como ocurre también con los redivivos, el éxito es impreciso.

De la historia que voy a narrar, no sé si el protagonista triunfó como colaborador, si su triunfo pertenece a otra esfera laboral o si realmente triunfó. No lo sé. Pero creo que es una historia interesante de todos modos.

No vayan a creer que el oficio de colaborador es tortuoso. Patético no significa sufriente. El patetismo requiere de un grado de autoconciencia propio de las personas al menos medianamente lúcidas. Un colaborador no es un minero ni un galeote, no tiene la espalda marcada por el látigo del amo. Por el contrario, es uno de los oficios más libres de la Tierra. Se puede trabajar en calzoncillos, junto a la esposa, en un barco o en un bar de mala muerte. Ningún jefe lo es más que circunstancialmente. Si alguien grita o maltrata de algún modo a un colaborador, éste no tiene más que incrementar sus colaboraciones en otro medio y abandonar el hostil; incluso puede iniciarle un juicio legal que redunde en jugosos dividendos.

Ninguna de sus obligaciones es terminante: como Bartlebly, siempre puede preferir no hacerlo. Tal vez por eso ciertas mañanas agradezco ser un colaborador. Me gusta saber que, aunque seré un viejo patético con una hojita bajo el brazo (o con un diskette ya inútil), no habrá nadie más que Dios sobre mi cabeza.

Pero nada compensa: cada cual es infeliz con su propio destino; excepto las personas felices, que lo son con cualquiera.

Aquel mediodía me encontré en un restorán de comidas rápidas con otro colaborador, una década más viejo que yo. Aunque los años pasan, los colaboradores no envejecen, hasta que son viejos. Mi colega, llamémoslo Broder, aún no era viejo, de modo que estaba igual a como era diez años atrás. Llevaba un bigote canoso y pelo largo de otras épocas. Estaba resfriado.

Era un colaborador clásico: había escrito sobre todas las cosas vivas y muertas, en todos los medios gráficos habidos y por haber.

Como yo, había trabajado en una veintena de revistas que ya habían cerrado, en una decena de diarios que ya no existían, y tenía el pie puesto en al menos tres medios cuya próxima caída era evidente. Por algún extraño motivo, este espantoso derrotero no nos frustraba: nos sentíamos sobrevivientes, los medios caían y nosotros permanecíamos.

Me pedí una pizza y me arrepentí al primer bocado. Tenía cebolla.

En una hora, debía ver a una muy bonita jefa de redacción (la revista cerró al siguiente número). Era una mujer de ojos almendrados, sin edad y muy bella, que me había pedido una nota sobre el amor en el siglo XX para su revista de modas. La nota había salido publicada y ese día debía pasar por la redacción a retirar un ejemplar. Pensaba hablarle, intentar indirectamente una muy improbable y futura tensión sexual, y suplicarle con sutileza que me encargara una nueva nota. El olor a cebolla no colaboraría, por usar un verbo pertinente, con ninguno de mis dos anhelos.

Hernán Broder estaba resfriado. Me contaba sus problemas. Lo habían invitado a un Congreso para Periodistas en Lisboa,
Medios, Entretenimientos y Vida Cotidiana
: pero ninguno de los catorce medios —diarios, revistas y radios— en los que trabajaba estaba dispuesto a pagarle el pasaje.

«Si viajo, me pago el pasaje y la estadía con notas. Pero no es negocio.»

Nunca nada es negocio para un colaborador. Todo es sobrevivir.

Como yo, Broder estaba casado y tenía hijos. ¿Qué les diría cuando le preguntaban de qué trabajaba? «Papi es colaborador.»

Al menos, mi hijo aún era lo suficientemente pequeño y no hacía preguntas inoportunas. Quizás, antes de que creciera, yo lograra convertirme en zapatero o carnicero; algún oficio que figurara en el diccionario.

Seguramente, Broder le decía a su hija adolescente y a su hijo prepúber que era periodista. Pero no era cierto. Era colaborador.

Cierta vez, a la salida de un bar, un policía con ganas de molestar me había requerido mi documento de identidad. Hacía frío, el policía debía montar guardia en la esquina y yo estaba muy bien acompañado. Ella era muy joven, con un cabello llamativamente rubio y se pegaba a mí, con sus pechos galopantes, como si la protegiera. El policía sabía que, por un inexplicable sortilegio, sólo un hombre feliz entraba en aquel pedazo de noche, y no era él. Miró mi documento con desprecio y me preguntó de qué trabajaba.

—Periodista —le dije.

—¿Tiene un carnet? —me preguntó.

Le extendí el carnet del sindicato. Era un rectángulo de plástico celeste, con mi foto, fechas y el mote: colaborador.

El policía miró el carnet con resignación: se le acababan las coartadas para retenerme; yo estaba lo suficientemente documentado como para que él tuviera problemas si se le ocurría molestarme porque sí.

—Pero usted no es periodista —dijo antes de soltar la presa, reintegrándome el carnet y el documento.

Agregó con desprecio:

—Usted es «colaborador» —no sabía lo que significaba, pero lo dijo como si se refiriera al personal de limpieza—. Nada que ver con periodista.

La chica que me acompañaba se rió una cuadra larga de la ignorancia de aquel policía. Había visto un par de notas publicadas y, tan joven y tan rubia, creía estar en compañía de un hombre de letras.

Pero la sentencia del policía quedó resonando en mí durante toda aquella noche de amor, invadiendo mi felicidad y recordándome que mi carnet estaba surcado por la palabra «colaborador». Recordé aquel episodio, del cual ya habían pasado seis años y un matrimonio, frente a Broder, mientras imaginaba qué les respondería a sus hijos cuando le preguntaban de qué trabajaba.

—¿Sabés que Mizovich se salvó? —me dijo mordisqueando un trozo ridículamente pequeño de su gigantesco sándwich.

¿De qué se había salvado Mizovich? ¿Acaso padecía alguna enfermedad mortal que yo ignoraba? ¿Pendía sobre su cabeza una invisible condena? No. Mizovich, quería significar Broder, se había salvado de su destino de colaborador.

Conocí a Mizovich muchos años antes de reencontrármelo en el gremio. En mi cosmogonía interna, yo sentía que le llevaba una decena de años; los mismos que me llevaba a mí Broder. Pero en el mundo real, no le llevaba más de seis. Ocurría que Mizovich era un muchachuelo siempre excitado, siempre alegre, siempre emprendedor. Su injustificado optimismo, en contraste con mi frustración endémica, lo ponían a él del lado de los que siempre comienzan y a mí del lado de los que terminan antes de tiempo. Diez años, me parecía, era una cifra que señalaba con precisión cuánto nos separaba al uno del otro.

Cuando él aún no sabía que alguna vez escribiría una línea y que más tarde llegaría a «salvarse», y yo recién comenzaba, nos encontramos de casualidad. En un country, donde sus padres tenían una casa y yo estaba de visita invitado por un amigo.

Aunque en aquel entonces —él, dieciséis o quince años, yo, veintiuno—, cinco años nos separaban mucho más que hoy —yo ya era un adulto; él, apenas un adolescente—, Ezequiel Mizovich era lo suficientemente avispado como para participar del entorno de los muchachos más grandes del country. No recuerdo por qué mi amigo me llevó a su casa, pero terminamos en su cuarto. Me recuerdo hojeando una revista pornográfica, mientras Ezequiel le mostraba a mi amigo la vía láctea en una por entonces muy novedosa computadora.

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