Reno había declarado en la casa de té: «No conozco el resto del universo, ni siquiera de la Tierra. Pero sé que soy la más feliz de las criaturas vivientes».
Entonces llegaron las venusinas.
Lo que ellas dijeron fue que habían sobrevivido a la guerra en su planeta. Que los machos se habían matado entre sí y las habían salvaguardado enviándolas en una nave al espacio. El combustible se les acabó cuando estaban llegando a la Tierra y aterrizaron en Florida.
Las recibieron con hospitalidad y les permitieron vivir en su nave, en la zona despoblada del campo.
Carentes de alimentos y de medios de sustento, se les permitió trabajar. En su mayoría, como domésticas.
Las venusinas eran iguales a las humanas, pero más bellas. Más suaves; su piel olía mejor. Por charlas masculinas se descubrió que los otrora severos floridenses no habían logrado superar la seducción interplanetaria.
Se supo que las venusinas tenían la piel blanquísima y las nalgas bronceadas.
Luego alguien comentó que sus senos eran duros. Alguien más agregó que sus bocas olían bien a toda hora. A poco, descubrieron que cada uno de los floridenses tenía una amante venusina. Todos menos Reno; aunque también en su casa trabajaba una venusina, acompañando a Anahí en su tercer mes de embarazo.
El juez, perdido en una venusina de labios carnosos, otorgó el permiso de bigamia sólo en caso de adquirir una cónyuge venusina.
Las uniones entre humanos y venusinas no daban hijos. Y aunque los órganos venusinos y humanos eran iguales, no lo eran las prácticas sexuales.
Las mujeres floridenses, que nunca habían amado a sus maridos, no sufrieron el cambio. Las venusinas fueron entonces los objetos del sexo puro y los paseos por el pueblo, y las mujeres floridenses se conformaron gozosamente con su función reproductiva, el placer que extraían de esta función, las charlas entre ellas y la crianza de los hijos.
Las sonrisas que paseaban los floridenses, del brazo de sus venusinas por el pueblo, comenzaron a ser cada vez más parecidas a las de Anahí y Reno.
Era evidente, cuando se cruzaban un floridense con su venusina y Reno y Anahí que, por muy embarazada que estuviese Anahí, no era más bella que las venusinas. Tampoco, y esto los floridenses lo sabían, saludando con sus sombreros a la pareja, tampoco, aunque sonara crudo, el embarazo de Anahí podía hacer más feliz a Reno en la intimidad que las venusinas al resto de los floridenses.
Y la sonrisa de Reno, el único hombre de Florida que amaba a su primera esposa, que lo había dado todo por ella y luego de estar a un paso de la muerte la había conseguido, esa sonrisa, comenzó a opacarse.
Yanina, a quien como desagravio se le permitió conocer mundo y hacer su vida a voluntad, había ido y venido de Florida, y en manos de un cirujano plástico del otro lado del mar se transformó en una venusina más. También aprendió, como éstas, los secretos prohibidos del amor. Y su carácter de carcelera, que antaño la había vuelto hosca y árida, aportaba, en su nueva personalidad sexual, un toque de atractiva brutalidad.
Al cuarto mes de embarazo de Anahí, Reno huyó con Yanina.
«Así son los humanos», me decía mi padre —dijo el marciano.
—¿Qué pasó con Anahí? —le pregunté.
—Todo Florida censuró la actitud de Reno. Luego de que nació el niño, Anahí, con la cabeza perdida, comenzó a mantener relaciones incestuosas con su padre. Los floridenses quemaron la casa con la familia adentro. Sólo se salvó la doméstica venusina.
—La búsqueda de la felicidad —dijo pensativo el marciano—. De allí provienen todas vuestras desdichas.
Había pensado muchas veces en qué hacer si aparecía otro hombre en la isla.
Desde el naufragio, hacía ya dos años, no habían encontrado más señales de vida que las de ellos mismos. Remigio y Adriana, marido y mujer al momento en que el barco se hundió, habían logrado sobrevivir contra las intemperancias naturales de la isla y sin el cobijo de la comunidad humana. Solos en la isla desierta, hacían su vida.
Les había bastado una profunda cavidad en una masa de piedra, que contenía el agua de lluvia; la inagotable cantidad de frutos, entre ellos cocos, repletos de líquido, y un perdido rebaño de cabras que supieron cuidar.
El techo de la choza presentaba algunas dificultades: las únicas ramas halladas que impedían el paso del agua se pudrían luego de cinco o seis lluvias. Si bien no chorreaban, heroicamente impermeables, soltaban un desagradable olor a humedad que enturbiaba el aire de la cabaña. Las ramas crecían en un islote al que se llegaba atravesando en balsa el brazo de mar que lo separaba de la isla.
El elemento humano, sin embargo, se limitaba a ellos dos. Ni una huella, ni un vestigio, ni un sonido, ni un olor de otra persona. Tampoco habían divisado barcos en las cercanías o contra el horizonte. Estaban solos, tan solos como un hombre y una mujer unidos en matrimonio pueden estarlo el uno con el otro.
La vida lejos de la sociedad había desatado en ellos fantasías, y en la intimidad imaginaban qué hubiese ocurrido de haber estado habitada la isla por una tribu de hombres y mujeres semidesnudos, cobrizos, de generosas costumbres sexuales, algo infantiles y amigables con los extraños. Pero, precisamente, sus fantasías se basaban en gente que no existía. Remigio había pensado, mucho menos alegremente, en la posibilidad real de que un tercero apareciera en la isla. Cuando viajaba solo al islote —la travesía le llevaba dos horas y media o tres— construía con tenacidad de inventor, en su magín, la situación remota pero temida.
No lo preocupaba si se trataba de una mujer. Si una nueva mujer aparecía en la isla, pues, ignoraba cuál sería su actitud. Mayormente sería problema de Adriana. ¿Qué hacer con una nueva huésped en el desierto? Lo ignoraba.
La posibilidad, en cambio, de que los aparecidos fueran un hombre y una mujer, intranquilizaba a Remigio. No lograba concertar qué tipo de convivencia establecerían con la nueva pareja, y se le hacía muy claro su principal temor: que el hombre pusiera sus ojos en Adriana.
Cuatro personas en una isla desierta es demasiada y muy poca gente. Con una pareja en frente, podían permitirse el aburrimiento. El continuo agradecimiento a Dios por haberles permitido tenerse el uno al otro —aunque no habían tenido hijos— en aquella isla desierta, podía transformarse en una súplica al diablo para que les permitiera probar algo nuevo.
¿Y si el hombre de la otra pareja dejaba preñada una y otra vez a su mujer, y Adriana le pedía a Remigio que le permitiera intentarlo? ¿Y si Adriana, lejos de las leyes de los hombres, sugería a Remigio, por puro placer y curiosidad, la reunión prohibida con los otros? Remigio no tenía dudas de que ése sería su propio deseo, pero no soportaría escucharlo sugerido por su esposa.
De modo que la aparición de otra pareja lo desconcertaba.
La aparición de un solo hombre, finalmente, le merecía ya una reflexión breve y una decisión firme: lo mataría.
Si a las costas de la isla el mar traía un hombre solo, Remigio lo mataría arrojándole una roca a la cabeza. No tenía dudas al respecto.
Lo había meditado detenidamente en uno y otro viaje al islote, y arribado a la conclusión, en una y otra orilla. El hombre no podría dejar de poner sus ojos en Adriana. Definitivamente, era imposible. ¿Qué podría hacer un hombre solo en la isla junto a ellos, si no intentar, con el tiempo, arrebatarle su lugar, e incluso intentar matarlo? Lo justo era matarlo sin darle posibilidad siquiera de hablar. Como si se tratara de una bestia salvaje que pusiera en peligro sus vidas.
Sabía que Adriana estaría mudamente de acuerdo.
No habría testigos ni jueces. Y Dios comprendería.
Cuando regresaba del islote amarraba la balsa en un árbol y debía atravesar unos dos kilómetros hasta llegar a la choza. En el camino, cruzaba por el estanque de agua de lluvia y subía y bajaba un pequeño acantilado, donde encontraba grandes pedazos de roca. Cualquiera de esas piedras, pensaba cuando pasaba junto a ellas, podía servir para la tarea.
Bastaría con atar fuertemente una de ellas a un palo, y acercarse al hombre con el hacha entre las manos, tras la espalda. O simplemente aguardar a que durmiera, puesto que arribaría a la isla tan agotado como ellos en su llegada, y dormiría el dichoso sueño del náufrago que ha hallado tierra. Entonces, con piedad, Remigio dejaría caer la más grande de las rocas sobre la cabeza del durmiente. Moriría sin saberlo. Seguiría soñando eternamente, feliz de haber hallado tierra.
Parado en el acantilado, desde donde se veía la choza, Remigio comenzaba a reencontrarse con su realidad, con su esposa. Deshacía las escenas de humo que había fraguado en su mente, y recobraba el humo real, el de la hoguera de Adriana esperándolo con alguna sabrosa comida, que se veía desde allí. Mirar a Adriana y a la choza desde el acantilado, cuando aún faltaba una buena caminata, lo reconciliaba con su destino y alejaba los temores.
Pero esa mañana, al llegar al acantilado, cargado de ramas nuevas, vio pasar justo debajo de él un hombre blanco: se dirigía sin dudar hacia la hoguera que humeaba junto a la choza.
Remigio tomó entre sus manos la roca que tantas veces había evaluado, y que lo aguardaba quieta día tras día. Pesada como para matar a un hombre al impactar en su cabeza, no tan pesada como para no poder alzarla y dejarla caer con efectiva puntería. La altura del acantilado era perfecta; la posición, inmejorable, y la cabeza del hombre pasó por el preciso punto sobre el cual caería la roca en línea recta. Bastaba con soltarla para hacer del intruso un cadáver y alejar, paradójicamente, el fantasma. Pero Remigio no la soltó. No pudo soltarla.
«Lo mataré mientras duerma», se dijo. Y sabía que lo haría.
Se disculpó diciéndose que no era fácil matar y que sin duda sería más sencillo teniendo a su disposición el cuerpo del hombre dormido. No tan inquieto por su indecisión, le siguió el rastro cautelosamente.
Para llegar a la choza, se extendía un prolijo camino de arena, en parte natural y, en las cercanías, adornado por Remigio y Adriana con rocas a los costados. Junto al camino natural y al construido, se alzaba una exuberante vegetación. Un tinglado verde de árboles y plantas gruesas y sudorosas, que subía como un telón inextricable hasta pocos metros del mar.
Remigio caminó por entre ese laberinto, rodeado por ruidos desconocidos y picado por todo tipo de insectos, persiguiendo oculto al hombre.
El sujeto no parecía agotado, marchaba completamente desnudo y con cierta tranquilidad. Aunque fieramente quemado por el sol, no cabían dudas de que se trataba de un hombre blanco. Llevaba barba de días y el pelo largo y sucio.
Un estremecimiento recorrió a Remigio y se encontró orinando involuntariamente contra el tronco delgado de un árbol: el hombre estaba a pasos de la cabaña. Ahora sólo bastaba recibirlo como un huésped, permitirle dormir y matarlo.
Lo que vio, sin embargo, modificó para siempre sus expectativas: Adriana salió a recibirlo, echó dos vistazos furtivos a uno y otro lado, le hizo una caricia obscena, lo llamó por su nombre; lo besó larga y dulcemente.
Durante años, Juan había estado enamorado de María. Con la férrea oposición de don Zenón, el padre de María, el romance prosperó. María no pasaba un minuto sola: o estaba con su padre, o estaba con Juan.
Don Zenón no lo quería a Juan de yerno: por la precaria situación económica del muchacho y porque, siendo viudo, no quería pasar el resto de su vida sin una mujer al lado. No tenía la seguridad de que, si dejaba a su hija abandonar el hogar, alguna vez conseguiría otra compañía femenina.
Juan y María se entregaban al ardiente solaz de lo prohibido en los sitios más solitarios de Junín, que es de por sí un lugar solitario.
Quiso el cuervo de la desgracia que don Zenón buscara un lugar igualmente desolado para autocomplacerse. Le gustaba masturbarse frente al páramo, rodeado por caranchos o teros, soltando a los gritos obscenidades que asustaban a los pájaros. Y tuvo que encontrarse con su hija y su malquerido amante. En don Zenón se conjugaron el odio y la vergüenza. Ciego de rabia, sacó el rebenque que colgaba de su cintura y, sin guardar siquiera sus partes pudendas, comenzó a atizar a su hija y a Juan con menos precisión que furia. A Juan le alcanzaba la espalda; y a su hija, el rostro. Cuando vio que había dañado un ojo de María, se detuvo azorado.
—¿Qué hice? —gritó, lleno de pavor por sí mismo.
Los tres quedaron en silencio. Zenón se cubrió finalmente. Los dos jóvenes permanecían desnudos.
Gritó un tero y don Zenón dijo:
—Obré como un animal. Sigo pensando que vuestro amor es un desatino. Pero mi actuación me obliga a retractarme. Me he comportado tan mal que me doy por derrotado. Pueden casarse. Incluso les pagaré la luna de miel.
Aun en el medio del olvidado Junín, los miles de cabezas de vacas y de chanchos que poseía Zenón lo hacían un hombre rico.
Les regaló una estadía en una cabaña, también perdida en un páramo, en el Sur, entre las montañas blancas de Tehuel-Tehuel.
Llegaron en avión hasta los bordes de la cordillera. Los esperaba un chofer. Los llevó hasta las cuencas de un lago (una lengua azul majestuosa en un tazón de montañas nevadas), que en invierno, les dijo, se congelaba. Desde allí, un vapor que parecía avanzar a medida que quemaba hielo los dejó en la cabaña. Era una construcción de madera recién cortada. Olía a árboles jóvenes. Los amantes se dejaron caer uno en brazos del otro, y ni siquiera escucharon despedirse al barquero. En la cabaña lo tenían todo: alimento, alcohol y cigarrillos. Garrafas de gas y un sistema electrógeno. Televisión y un teléfono celular.
De haber sido normalmente bello, el paisaje habría sido un tercero en discordia. Un escollo en la intimidad de la pareja. Algo más que admirar y no sólo sus cuerpos. Pero era tan sereno, tan blanco y vacío, que los dejaba solos en la inmensidad.
Antes de darse el uno al otro, salieron. Corrieron por la nieve. Un médano blanco, tan espumoso que parecía tibio, invitaba a treparlo. A esquiarlo con los pies. Ambos subieron. Se dejaron caer desde arriba. María se deslizó riendo. Juan la siguió. Cuando tocó el suelo, sintió una molestia en la muñeca. Sin dejar de reír, se miró. Era un grillete.
De entre el médano de nieve, vestido con un extraño traje de amianto y una escafandra de buzo, con su respectivo tubo de oxígeno, salió don Zenón.