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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (19 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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—Es un gato.

Conmocionado entré al hotel, me senté en la silla dentro del cubículo y me dije que la escena era algo demasiado fuerte para mí. Me gustaría poder creer que me desmayé, y no tener que confesar mi primer sueño en horario laboral en estos siete años al frente de la conserjería del turno noche. En mi descargo puedo asegurar que se debió enteramente al agotamiento y no a la desidia ni al aburrimiento. Lo curioso es que el ruido del fuego, que aún crepitaba en algunos pisos, obró como una ronroneante canción de cuna.

Desperté cerca de las cuatro de la mañana. Antes de salir a la calle, disqué nuevamente el teléfono de tía Dora. Nunca es tarde para ella, y sin duda a las cuatro ya está despierta, desayunada y dispuesta a comenzar el día que nunca termina.

Esta vez el timbre de su teléfono sonó tres veces antes de que yo colgara. Oí pasos por la escalera y vi bajar a la embarazada.

Dejé el tubo en su sitio, no quería comentarle a mi tía Dora el incendio en presencia de la señora.

—En su estado —le dije con simpatía—, debería bajar por el ascensor. Son tres pisos.

—Le puedo asegurar que si usted viniera de ese edificio, también preferiría bajar por escalera. En los incendios, los ascensores son trampas mortales.

Asentí en silencio y me prometí nunca más intentar dar consejos a un cliente.

La mujer tomó asiento en uno de los cómodos sillones del hall, con una mano se acarició la panza y sumergió la otra mano en la cartera. La misma mano emergió con un cigarrillo y un encendedor. Se puso el cigarrillo en la boca y lo encendió. Aunque me impresionó vivamente ver fumar a una embarazada, hice caso omiso de todas las sugerencias que pugnaban por subir a mi boca y permanecí en silencio.

—¿Cuántos años hace que trabaja acá? —me preguntó.

Como la que había iniciado el diálogo era ella, no tuve reparos en contestar:

—Siete.

Asintió admirativa, hizo cuentas mentales; y descubrió que mi mirada se centraba, involuntariamente, en su cigarrillo.

—No se preocupe —me dijo—. Después de ver tanto fuego, ¿qué me puede hacer esta pequeña brasa?

Pensé en decir: «A usted, nada. ¿Pero al nene?». Pero quién era yo para hablar. Además, se habían salvado de un incendio mortífero y debían tener nula confianza en las frágiles previsiones humanas. Cuidamos la salud durante la vida entera, y de pronto un accidente nos arrasa como a una hoja; mientras bebedores, fumadores y drogadictos concurren sonrientes y saludables a nuestro funeral.

—Hace más de diez años, antes de que usted viniera a trabajar aquí, este hotel tuvo un papel importante en mi vida.

Me sorprendió. Y aunque cumplí mi juramento de no abrir la boca, todo en mi rostro conspiraba para rogarle que me contara la historia.

Pegó una pitada al cigarrillo y dijo:

—Supongo que a alguien se lo tengo que contar. Ya no importa.

Mis compañeros del turno tarde y mañana me habían hablado de sus repetidas aventuras con huéspedes que se registraban a solas, e incluso —terrible— con mujeres casadas. Tres de cada diez historias que me contaban debían de ser ciertas; y de no haber sido porque la mujer estaba embarazada no hubiese dudado de que por primera vez en siete años yo estaba frente a la propuesta sexual de una pasajera.

—Hasta más o menos mis veinte años, yo viví en diagonal al edificio que hoy se incendió —dijo como si no le importara que la estuviera escuchando—. Vivía en la casa de mis padres, un departamento en un edificio de diez pisos. Usted lo tiene que haber visto, cruzando la esquina, sobre la otra mano, antes de llegar a mitad de cuadra.

—¿En la calle Junín? —dije—. ¿Al lado de la librería?

—Exacto —dijo ella—. Ahora es una librería. —Y agregó con un tono extraño:— Antes era una casa de pastas.

»A los quince años —siguió la mujer—, una tarde, al regresar de la escuela secundaria, mi madre me dijo que mi padre nos había abandonado.

»La noticia no era del todo sorprendente: mi madre era corpulenta y mandona; y mi padre era un delgado y tierno playboy. Yo lo adoraba. Comprendí a mi padre con una rapidez inusitada en una adolescente que encontraba deshecho el matrimonio que la había dado a luz. Pero desde siempre había sabido que mi padre tarde o temprano tendría que aburrirse de aquella mujer buena para amasar y para gritar, pero casi completamente incapaz de divertirse.

—Qué difícil es encontrar la pareja ideal —dije sin poder mantener cerrada mi bocaza—. Fíjese, a ese respecto, yo permanezco solo.

—Más fácil que encontrar la pareja ideal —dijo la señora— es casarse con la persona exactamente incompatible.

—Es cierto —dije, asombrado de coincidir inmediatamente con su observación—. En el hotel se ve a menudo.

Y callé avergonzado porque, después de todo, también ella había llegado aquí con su marido, y yo, en mi rol privilegiado de observador, le estaba revelando las intimidades de otros matrimonios.

—No se preocupe —me sonrió—. Amo a mi marido. Y él me ama. Supimos elegirnos.

—¿Y cómo fue que se eligieron sus padres?

—Mi madre debió haber sido muy bonita en su juventud —dijo—. A mi padre le gustaban las mujeres corpulentas, de caderas grandes. En la época y en la clase social de mi padre, los casamientos se realizaban por conveniencia y arreglo. Debió resultarle divertido sorprender a sus relaciones al casarse con una mujer sólo porque le gustaba físicamente. Aparte, por motivos que nunca voy a descubrir, y nadie puede descubrirlos, creo que mi padre la deseó sexualmente siempre. Que estaba realmente apasionado con el cuerpo de su esposa.

Enrojecí.

—«Tu padre ha decidido irse», me dijo mi madre en voz baja. Y cerrando los ojos y agachando la cabeza, comenzó a llorar.

—¿Qué pasó, mamá? —le pregunté—. ¿Se pelearon? ¿Dejó una carta, algo?

—Está en el hotel Luxor —respondió mi madre a sólo una de mis preguntas—. Pero no volverá.

Pegué un respingo. El hotel Luxor era precisamente este hotel.

—Por supuesto —continuó la señora—, dejé a mi madre y salí corriendo para el hotel, para hablar con mi padre. Eran sólo dos cuadras, mi madre no intentó detenerme.

Llegué al hotel llorando y pregunté al conserje por mi padre.

—El señor se hospeda acá, efectivamente —me dijo el conserje luego de mirar el registro—. Pero en este momento no se encuentra.

—¿Y sabe cuándo regresa? —le pregunté.

—Me ha dicho que muy tarde —dijo el conserje.

—¿Dijo alguna hora?

—No, ninguna precisa. Si usted quiere dejarme un recado, se lo daré ni bien llegue.

—Dígale que estuvo la hija —y comencé a llorar—. Que por favor me llame, que necesito mucho verlo.

—Descuide, señorita. Se lo digo ni bien llegue —me respondió el conserje.

Y, avergonzada por haber revelado mis sentimientos frente a un extraño, regresé corriendo a casa.

Al llegar, me lancé a los brazos de mi madre. Ella, en un inusual despliegue de dulzura, me consoló e intentó convencerme de que entre las dos nos arreglaríamos bien.

No podía imaginar cómo sería el hogar sin mi padre: la perspectiva de vivir a solas con mi madre, con su insulsa presencia, con su incapacidad de reír, me resultaba desoladora.

Por la noche, como mi padre no había llamado, regresé al hotel.

—¿Ha llegado ya el señor…? —pregunté por el apellido de mi padre al conserje nocturno; no era aquel con quien yo había hablado por la mañana.

—Pemítame que me fije —me dijo el hombre—. ¿De parte de quién?

—De la hija.

El conserje llamó por el teléfono interno, habló unas palabras (me alegré, pues mi padre estaba), y colgó con el rostro inexpresivo.

—Dice… —me dijo vacilante—. Dice… que no quiere verla.

—¿Le dijo que soy la hija? —pregunté sin poder creerlo.

—Fue lo primero que dije —me respondió con seguridad.

—Bueno, voy a subir yo —dije.

—Lo lamento, señorita. Pero tendrá que esperar a que su padre salga del hotel. No puedo permitirle pasar si el pasajero no accede a ser visitado.

—Soy la hija —insistí al borde del llanto.

Vi en la cara del hombre una mueca de desconfianza.

—Señorita —insistió el conserje—. No tengo modo de comprobar el parentesco entre ustedes. E ignoro el conflicto que puedan estar viviendo. Pero la situación es clara: un pasajero formalmente registrado en este hotel no desea recibir una visita. Tampoco es el fin del mundo: bastaría con que usted aguarde a que el que usted dice que es su padre salga del hotel.

Humillada, dolorida, y furiosa, regresé caminando a casa. Por suerte, mi madre no estaba. Yo no pude pegar un ojo. Al día siguiente, cuando estuvo lo suficientemente claro, me dirigí nuevamente hacia aquí, a este hotel.

Estaba el conserje matutino, con quien había hablado la primera vez. Eran cerca de las ocho de la mañana.

Ni bien me vio, en el rostro del conserje se dibujó una expresión de pena.

—Su padre se ha ido—, me dijo antes de que pudiera preguntar. Sin reparar en vergüenzas, apoyé mis brazos sobre ese mismo mostrador, dejé caer mi cabeza, y lloré. Cuando pude, me reincorporé.

—¿Dejó alguna carta, algo?

El conserje negó con un movimiento de cabeza, silencioso y dolorido. Cuando me estaba yendo hacia la puerta, me llamó:

—Señorita —me dijo.

Me detuve, esperanzada.

El conserje salió lentamente de su rectángulo y caminó hacia mí con pasos solemnes.

—Sólo quería decirle que a veces los hombres no poseemos el suficiente valor para afrontar ciertas situaciones. Eso no significa que las cosas que perdemos por culpa de nuestra cobardía no nos importen…

Lo miré como esperando un dato. Esperaba que no me hubiese detenido sólo para soltarme esa sarta de amables cursilerías.

—Me dijo el conserje nocturno —dijo entonces— que su padre lloró toda la noche. Calcule usted que para que se lo escuche desde aquí, un hombre tiene que estar realmente desesperado.

Continué mirándolo en silencio.

—Pensé que para usted sería importante saberlo —me dijo respetuosamente.

Y como no tenía más que decirme, simplemente me fui.

—¿Y hace cuántos años fue esto? —pregunté.

—¿Esa charla? Quince años. No haga cuentas, no puede haberlo conocido. Lo echaron ese mismo año.

Acepté la información y la mujer encendió un nuevo cigarrillo. Ojalá bajara el marido para impedirle fumar. ¿Pero qué podía hacer yo sino oficiar como mudo escucha de su historia? ¿Qué, sino acompañar cortés y amablemente a una huésped que acababa de atravesar un trance desagradable y necesitaba hablar?

—Tuve que aceptar el silencio y la ausencia de mi padre. Ni una carta, ni un llamado. Leí que estas historias ya habían ocurrido: gente que de pronto desaparecía, hombres que tenían familias en otros países; hombres que desaparecían y eran encontrados como mujeres. Asesinos que habían ocultado su identidad durante décadas y huían cuando por casualidad eran descubiertos. Perseguidos que se escondían bajo una identidad falsa, y también debían huir cuando ésta se rasgaba. ¿En cuál de estas categorías estaba mi padre? Entendía que hubiese dejado a mi madre… ¿pero por qué me había dejado a mí?

Es cierto que mi padre tenía el carácter encantador propio de los estafadores. Frente a la vida lineal y transparente de mi tosca madre, mi padre parecía un baúl de historias ocultas. Era difícil de comprender el motivo por el cual había elegido a mi madre como compañera de vida, e imposible saber el motivo por el que la había abandonado.

Ni mi madre ni yo dimos aviso a la policía, de modo que no lo buscaron. Si mi padre no había querido hablarme por su voluntad, yo no quería que la policía lo obligara. No quería representar para él el mismo peso que había representado mi madre. En el fondo de mi alma, yo odiaba a mi madre. Estaba convencida de que ella era la causante de que mi padre nos hubiese dejado. Y la culpable, también, de que mi padre no se atreviera a aparecer siquiera para hablarme, temeroso de que el peso de mi madre cayera como una piedra sobre él. Había huido de mi madre, pensaba yo, como de un peligro al que no se quiere volver a enfrentar.

Pasaron dos o tres meses. Los dueños de la casa de pastas, que eran amigos de mi madre, nos hacían visitas de consuelo. Traían consigo al hijo, un chico tímido de mi edad, que siempre había tenido cara de asustado y casi no se animaba a hablarme. La mujer nos traía alguna exquisitez preparada con sus propias manos, y don Nicola, un gordo petiso de abundante bigote, me contaba chistes subidos de tono, como si ésa fuese la terapia para alejar mi pena.

A los cinco meses, la policía vino sin que la llamáramos. Habían encontrado el cadáver de mi padre. Se había suicidado, luego de dejar una nota, en una casa en el Tigre. Con un balazo en la sien.

Un silencio se hizo entre los dos. Un silencio entre el recuadro de madera lustrada de la consejería y el esponjoso sillón del hall. Nuestros rostros mantenían la compostura: el mío, porque un conserje debe escuchar con recato. El de ella, porque era una narradora desapasionada. Nos separaba un pequeño pasillo cubierto por una gastada alfombra roja.

—La carta de mi padre decía que un año atrás se había enterado de que padecía de esquizofrenia. Había sido encontrado dos veces, en distintos lugares, delirando, contando historias absurdas. En ambas ocasiones, debieron controlarlo desconocidos: en un caso, cuando intentaba trompearse con el dueño de un local textil, del que mi padre aseguraba ser propietario. En el otro, al salir de la casa de una amante (mi padre lo confesaba en la carta sin subterfugios), había intentado golpear al portero porque pensaba que lo miraba mal. Luego de varios meses de sufrimiento, ocultado celosamente a su familia, y de huir para no provocar más daños, habiéndose tratado médicamente sin resultados, había llegado a esta terrible conclusión. Esperaba que lo perdonásemos.

Puede imaginarse la impresión. Pero espero no parecerle cruel si le digo que mi mayor dolor no se debió a su muerte. Después de todo, la muerte es algo que tarde o temprano nos ocurrirá a todos. Y ahora, ya no le tengo miedo, en absoluto. Tampoco usted debería temerle. Es más rara y menos mala de lo que podemos imaginar. Lo que me dolió, lo que me destrozó, fue que mi padre no hiciera una referencia directa a mí en la carta. Entendía que estuviese tan enfermo mentalmente como para no atreverse a mirarme a la cara (me costaba mucho creerlo, pero podía llegar a entenderlo: recordaba que el conserje me había contado que la desesperación de mi padre se escuchaba desde la planta baja), pero no podía aceptar que se hubiese despedido del mundo sin saludarme. Ni siquiera por escrito. Si no hubiese visto con mis propios ojos la carta escrita con la inconfundible caligrafía de mi padre, no hubiese aceptado en silencio ese último mensaje. Mi amor por mi padre no había sido unilateral: yo no era una niña y sabía cuándo un adulto se divertía y disfrutaba con una compañía. Y mi padre me quería y no ocultaba la alegría que le provocaba pasar el tiempo conmigo. Jugábamos, charlábamos y veíamos películas. Yo no podía entender que habiendo tenido la suficiente lucidez y presencia de ánimo como para escribir aquella carta enumerando todos los motivos que lo llevaban al suicidio, no le restase un dejo de piedad para dedicarme unas palabras. Pero era la letra de mi padre y era su mano la que había empuñado el revólver.

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