Historias de hombres casados (4 page)

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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

BOOK: Historias de hombres casados
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Dejé pasar unos minutos y dije:

—¿Cuánto le debo, señora?

—Doce pesos —contestó Adela.

Saqué el dinero y se lo extendí.

Don Baccio se puso de pie y me quitó el dinero de la mano.

—Cómase un pastelito —me dijo.

—Pruebe un mate —me dijo Adela—. Es de yuyos.

—Para que se pase toda la noche en el baño —me dijo don Baccio.

Y soltó una risa estruendosa junto con una húmeda vía láctea de esquirlas masticadas de pastelito de dulce de batata.

—El señor trabaja para ese diario de la Capital —dijo Rita—. Es amigo del señor Briefa, que estuvo acá también.

—¿Es puto ese muchacho? —me preguntó don Baccio.

—No sé —dije instintivamente, como temeroso de contradecir su duda; pero de inmediato me repuse y agregué—: No. No. Está casado y tiene hijos.

—Pero mire que yo le entregué a la patrona y el hombre nada —me dijo señalando a su propia esposa—. A veces los putos se casan para despistar…

Prorrumpió en una nueva carcajada.

—Sin ir más lejos —siguió—. Mire al marido de la nena… No me la atiende y la deja con el primero que viene.

—¡Papá! —gritó Rita.

Lo dijo furiosa, pero no alcanzaba. La sola palabra «papá» ya era una concesión, una comprobación de que la vida había puesto a esa chica en un parentesco inevitable y que no había forma de repararse de ciertos insultos.

—Para mí, el Nicanor se come la galletita —dijo don Baccio risueño; parecía borracho, pero no había tomado nada más fuerte que el mate.

—¡Sabés lo que haría yo con este pedazo de potra! —dijo refiriéndose a su hija—. Primero la fajaría hasta que quede mansita.

Rita se levantó para irse y yo no supe qué hacer. Tenía miedo de que levantarme fuera una afrenta contra el gigante y, debo confesarlo, contra mi voluntad: deseaba seguir escuchando. Quería que continuara contando qué cosas le haría a su propia hija si fuera su esposa.

—Nos vamos —dijo Rita.

Los pastelitos eran un ejército raleado. Yo me había tomado media docena de mates.

Me puse de pie.

Don Baccio aún agregó:

—Ese Nicanor no sabe tener una mujer. Rebencazos hay que darles, peor que a las vacas. Si mi hijo no hubiera muerto… La puta, qué macho lo hubiera sacado…

Fue al final de la palabra «muerto» cuando Adela gritó.

No sé si fue un «no» o un gemido bruto. Pero las últimas palabras de don Baccio llegaron por inercia; el grito de su mujer hizo impacto.

No era el impacto que yo creía. No lo había detenido ni escarmentado: paró de hablar porque se enfureció. Le molestó que su mujer lo retara con ese grito o reaccionara intempestivamente.

Puso en pie otra vez su inverosímil anatomía, se acercó a Adela, que limpiaba los platos en la pileta, le puso la mano en una de las nalgas y apretó hasta que la mujer gritó de dolor.

—Buenas noches —nos dijo imperativo a Rita y a mí.

Rita comenzó a atravesar la puerta de salida y yo la seguí casi corriendo.

III

A la tercera cuadra, rumbo a lo de sus suegros, Rita lloraba. Ahora, la insufriblemente parca casa de sus suegros me resultaba un palacio. Allí, al menos la gente estaba en silencio. No insultaba, ni profería herejías ni apretaba nalgas hasta que alguno gritara de dolor.

Debemos andar mucho camino para comprender finalmente que la inactividad humana es siempre una bendición; mientras que las acciones son siempre un riesgo.

Pero debí abandonar mis reflexiones para dedicarme a la pobre Rita que ni siquiera estaba deshecha en lágrimas: lloraba queda, contenida, como si su padre aún pudiera escuchar y venir a castigarla.

Era inútil intentar abrazarla: con mucho, mi cabeza quedaría a la altura de sus pechos; como si ella me estuviera consolando a mí.

Aguardé en silencio a su lado, quieto. Traté de erguirme todo lo que pude, mirándola a modo de abrazo y comprensión.

Cuando logró interrumpir el llanto —que al ser contenido duró mucho más de lo habitual— le pregunté:

—¿A qué edad murió tu hermano?

—Al nacer —me respondió, con la misma inmediatez con que me había replicado cuando le pregunté si también ella había visto el ovni.

—Está enterrado en el jardín —agregó, y soltó una nueva andanada de llanto. Esta vez incontenible. Quise palmearle un hombro, pero sin querer le rocé un pecho y me guardé la mano en el bolsillo, incómodo y avergonzado.

No tenía pañuelo y se sorbió los mocos con un ruido estremecedor.

—¿Siempre es así… —iba a decir «tu papá», pero me rebelé y dije—: … este tipo?

—Tenemos muy pocos invitados. Cuando hay algún invitado conocido, sí, es así. Alardea. Alardea hasta de lo que hubiera hecho con su hijo muerto.

Otra vez nos callamos los dos, pero Rita ya no lloraba. ¿Dónde andaría Nicanor? ¿Ya habría llegado a Córdoba? ¿Tendría una amante de baja estatura en la ciudad?

—Cuando vinieron los periodistas estaba contento —siguió Rita refiriéndose a su padre—. Pero cuando dejaron de venir se puso peor de lo que lo he visto nunca. Está enojado. Le gustaba que viniera gente, ser célebre. Ahora está muy enojado.

—Ya veo —dije.

Yo entendía perfectamente a ese cretino. Conocía gente como él. No sabía si volvería a verme, no sabía si volvería a ver a un periodista por el resto de su vida, y no quería dejar nada en el tintero. Quería mostrar cuánto podía.

En las siguientes dos cuadras mantuve un silencio respetuoso y compasivo. Pero cuando faltaba poco para entrar en la casa, pregunté sin darme cuenta:

—¿Alguna vez te tocó?

Rita iba a contestar con facilidad, creyendo que le preguntaba si le había pegado; pero de inmediato entendió la pregunta y dijo concienzuda:

—No. Si no, lo hubiera matado.

Pensé que allí había terminado el diálogo y que por fin liquidaría mis cuentas con aquel chivito que bullía en mi estómago; pero Rita se detuvo unos instantes más en el portal de la casa, sin entrar:

—Quizá debería haberme tocado, para poder matarlo.

IV

Hasta hace muy poco no comprendía los crímenes pasionales ni los domésticos. ¿Por qué una mujer mata al marido que le pega? ¿Por qué no huye de la casa? ¿Por qué un hombre mata a su mujer adúltera? ¿Por qué no busca a otra? Es que para ciertas personas —comprendí casi en ese momento en que intentaba no caerme hacia atrás en la letrina—, matar es más fácil que tomar decisiones. No pueden imaginar el mundo sin aquella persona que los maltrata, o sin aquella persona a la que odian, y sólo pueden estar junto a ellos o matarlos. No conciben otra alternativa. El planeta es una cornisa en la que sólo existe la persona que los maltrata o a la que odian, y más nada. En lugar de arrojarse al precipicio, arrojan al que les hace la vida imposible. No me cabía duda de que Caín había actuado regido por este principio.

Yo corría serios riesgos de ser derrotado por el principio de gravedad. Era la primera vez en veintidós años que hacía mis necesidades de parado. La letrina, un pozo de tierra bajo cuatro palos de madera y un techito de paja, era el baño contiguo al abandonado consultorio de Nicanor, ahora mi habitación.

Antes que caminar bajo la noche con el estómago revuelto y tiritando por la descompostura hasta el baño de la casa, con agua corriente e inodoro, había preferido utilizar la insólita letrina. Concluí como pude y salí subiéndome los pantalones, feliz de abandonar ese sórdido cubículo. Aspiré una bocanada de aire fresco de campo y vomité copiosamente sobre el verde pasto. Un ramillete de arbolitos y arbustos —un discreto jardín— rodeaban el consultorio y ocultaban piadosamente la letrina, a la que regresé tomándome la panza con las dos manos.

El chivito y los yuyos del mate se habían aliado en mi estómago para convocar al Apocalipsis. Ya no me importaba si era una letrina o el baño de un hotel cinco estrellas, me tomé con fuerza de cada uno de los palos de madera y me sostuve de pie, con los pantalones bajos, hasta que mi organismo me dio tregua. Cuando recuperé el mundo externo, aún tenía náuseas; pero ya no me quedaba nada dentro. Tiritaba, pero no tenía frío. Y la noche era cálida. Marché a mi consultorio-cuarto con la intención de dormir.

La cama estaba bien hecha y las sábanas eran suaves. Pero las frazadas eran viejas y apolilladas, y al rozarlas con las manos me provocaban escozor. Al rato descubrí que no las estaba usando y las arrojé a un costado.

Pero sólo con sábanas me cuesta dormir. No me hallaba de suficiente ánimo como para leer un libro. El consultorio, su aura, comenzó a molestarme. Sentía el olor de antiguos conejos, de los gatos; veía perros enfermos y canarios dolientes. Me levanté y salí nuevamente al jardincito, intentando evitar el charco de inmundicia que yo mismo había propiciado.

Encontré un sitio mullido de pasto, en el que la luz de la luna se posaba, suave pero presente. Me tiré, puse las manos detrás de la nuca y observé las estrellas. Ahora que nadie me veía, lejos de los hombres, era feliz.

Me dormí.

Me despertó un susurro entre los pequeños árboles, cerca del charco donde había vomitado.

Me reincorporé asustado. Más que el ruido, me asustó el remanente de don Baccio, que había permanecido rodeándome como un aroma maligno desde que dejé su casa. ¿Quién otro que él podía interrumpir mi sueño bajo las estrellas en esa noche mansa, y con qué otra intención si no matarme?

Decidí enterarme de quién era la persona o el animal que se escondía entre las ramas. Moverme hacia el consultorio-cuarto o dirigirme a la casa, desde aquella posición, era tan riesgoso como tomar directamente el toro por las astas y ver quién era.

Di unos pasos cautelosos, me detuve, aguardé reacciones y avancé unos pasos más.

—Date vuelta —me dijo la voz de Rita.

Escuché con tanta nitidez su voz, y me produjo tanto alivio, que no atendí a su pedido y seguí buscándola con la vista.

—¡Date vuelta! —repitió.

Obedecí. Escuché el sonido de la ropa al ser arreglada y nuevamente su voz.

—Ya está —me dijo.

Y giré para verla. Había olvidado que era tan alta.

—No funciona el agua corriente del baño —me dijo—. Vine a orinar al jardín.

Me reí. «Vine a orinar al jardín» podía ser el título de la autobiografía de una condesa.

—Me envenenaron —dije.

—Es una costumbre de mi padre —dijo Rita—. Una sola vez tomé ese mate, hace más de veinte años. A él no le hace nada.

Caminé hacia el centro del jardín, procurando alejarla de mi vergüenza, pero ella pasó junto al estropicio como si no lo viera.

Era gente de campo.

Pronto estuvimos sentados en medio de la noche, bajo el cielo, lejos de todo mal olor o pesar.

Le pregunté sus opiniones sobre mi ciudad, Buenos Aires. Le conté lo que significaba para mí vivir allí y escuché cómo se vivía en Velario.

—No te debe haber sido difícil elegir marido —dije—. Por la estatura.

Rita sonrió incómoda y pareció que no iba a contestar. Pero finalmente dijo:

—Sí. Somos los dos únicos altos del pueblo.

—Y tu papá —agregué inopinadamente.

Ahora sí, no contestó.

Miramos en silencio las estrellas durante un largo rato.

—¿Qué puede haber venido a hacer un ovni a este sitio dejado de la mano de Dios?

—Nadie lo sabe. Puede que hayan aterrizado en busca de agua, o de muestras del suelo. O sólo para ver de cerca el paisaje.

—Creyendo que no había nadie.

—¿Y hay alguien en este pueblo realmente? —preguntó Rita.

Sentí la excitación que me había invadido cuando puso en duda, de aquel modo indirecto, la existencia del aterrizaje del ovni.

—Hay gente —dije—. Igual que en todos lados. Somos horribles en todas partes del planeta. Si vivieras en mi consorcio, y conocieras a la viuda que grita, al portero que roba y al viejo que le pega a su hermana, también te preguntarías si existe alguien en ese edificio, en plena Capital Federal.

—Ya sé —me dijo.

Sus palabras se tiñeron de la rara intimidad generada entre dos personas que hablan sin motivo a una hora inexacta de la noche.

Entramos en ese territorio atemporal en el que no se distingue el silencio de las palabras; un hombre y una mujer que desconocen las denominaciones de su relación y se mantienen juntos, mansos e indefinidos, como si una lógica espacial los mantuviera cómodamente en vilo. Hablamos sin sentido y perdimos el temor a decir estupideces o a no saber qué decir.

—Mañana a la tarde me voy —dije finalmente—. Lo que voy a decirte tiene tanto sentido como si no te lo dijera: no nos vamos a ver nunca más.

Hice un silencio y no me pidió que no siguiera.

—Cuando subimos la montaña, me parecías una montaña más…

—¡Qué horrible! —exclamó.

—No, no —intenté recuperar—. Me encantan las montañas. Quiero decir que te quería escalar a vos. Me parecías una fuerza de la naturaleza. Y ahora te transformaste en mujer. No vamos a tener otra noche como ésta: ¿vamos al consultorio?

Después, me dijo que nunca había estado con otro hombre. Tampoco había tenido tantas oportunidades. Primero me sentí halagado por ser el único; luego descubrí que yo no importaba. Ella necesitaba uno distinto de su marido, aunque fuera una sola vez, para paladear una sensación que le había sido vedada desde siempre: una experiencia que para ella resultaba mucho más intensa que el adulterio, y que yo ni siquiera sospechaba.

V

Nicanor llegó aquel mismo mediodía, cansado y mal dormido. Rita había tenido tiempo de sobra para bañarse —incluso aquel cuerpo interminable—, y mis escasas experiencias extramatrimoniales me habían entrenado en la prudencia respecto al cuerpo de los otros. Los fornicadores sin vínculos sentimentales no deben dejar marcas. Pero quizá sólo el dinero es capaz de impedir la formación de un vínculo sentimental entre dos fornicadores. Ni Rita me había dado dinero a mí ni yo a ella: destellábamos los rayos delatores de los adúlteros. Me alegró la cara desfigurada por el sueño de Nicanor y su aspecto desordenado: no tendría la atención ni la energía necesarias como para reparar en los detalles invisibles.

Fue a dormir a la cama matrimonial y Rita me llevó a comer a lo de sus padres. Esa misma noche yo me iba.

En el camino, le sugerí que eludiéramos el almuerzo y lo hiciésemos una vez más en algún lado. Me contestó que con una vez le bastaba, y que no habría forma decente de explicarle a Nicanor por qué no habíamos comido en lo de sus padres.

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