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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (28 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Y cuando Taug llegó a una altura de las ramas desde la que le era posible ver el claro sin obstáculos, comprobó que Dango olfateaba algo que tenía bajo su hocico: un cuerpo en el que Taug reconoció instantáneamente la figura inerte de su pequeño Gazán.

Al tiempo que lanzaba un grito tan aterrador, tan bestial que paralizó automáticamente a la sobresaltada hiena, el gigantesco simio se arrojó con todo su peso y volumen sobre Dango, que apenas tuvo tiempo para salir de su sorpresa. Reaccionó soltando un rugido, aplastándose contra el suelo y volviéndose para quedar boca arriba, dispuesto a hundir sus garras en el atacante. Pero su intento iba a tener la misma efectividad que el de un gorrioncillo que se revolviera contra un halcón. Los formidables y nudosos dedos de Taug se cerraron sobre la garganta y el lomo de la hiena, las mandíbulas se clavaron en la sarnosa nuca, quebrantaron las vértebras y, por último, Taug arrojó desdeñosamente a un lado el cadáver de Dango.

Volvió a levantar la voz, emitiendo la llamada del mono macho, para convocar a su compañera, pero siguió sin obtener respuesta. Acto seguido, agachó la cabeza y olfateó el cuerpo de Gazán. En el pecho de aquella fiera salvaje y terrible latía, no obstante, un corazón capaz de sentir y de dejarse conmover, aunque fuese ligeramente, por emociones de amor paternal similares a las que experimentamos nosotros. Aunque no tenemos ninguna prueba real de ello, debemos suponerlo así, puesto que casi lo único que podría explicar la supervivencia del género humano es que el egoísmo y las rivalidades de los machos, en las etapas anteriores o iniciales de la especie, habrían borrado de la faz de la Tierra a los hijos con la misma rapidez con que los traían al mundo, de no haber implantado Dios en sus salvajes pechos el amor paternal que se manifiesta de modo más profundo e intenso en el instinto protector del macho.

En Taug, el instinto protector no era lo único que se había desarrollado extraordinariamente, también contaba el cariño hacia su vástago, porque Taug era un ejemplar cuya inteligencia destacaba entre sus congéneres, una raza de grandes simios de aspecto humano de quienes los indígenas del Gobi hablan en murmullos, pero a los que jamás vio ningún blanco hasta que Tarzán de los Monos llegó a su tribu. Y, caso de verlos, no vivió para contarlo.

Así que Taug experimentó el mismo dolor que pudiera sentir cualquier otro padre ante la pérdida de un hijo. Es posible que a nosotros el pequeño Gazán nos pareciese una criatura fea y espantosa hasta la repulsión, pero para Taug y Teeka era una preciosidad, tan adorable como para cualquier padre pudiera ser su Mary, su Johnnie o su Elizabeth Ann. Era su primogénito, su hijo único y, por si fuera poco, era macho: tres peculiaridades susceptibles de convertir a un retoño de simio en el ojito derecho de su afectuoso padre.

Taug olfateó la inmóvil forma durante unos segundos. Luego acarició y alisó el desgreñado pelaje con el hocico y la lengua. Por último, un desconsolado gemido se escapó de sus labios, pero el dolor se vio inmediatamente sustituido por un abrumador deseo de venganza.

Se incorporó de un salto y lanzó al aire una andanada de «¡Krüeg-ah!», alternados de vez en cuando por el escalofriante y colérico alarido de desafío del mono macho…, de un mono macho enloquecido por el furor y sediento de sangre.

Se oyeron en seguida los gritos de respuesta de los miembros de la tribu, que acudían a su llamada saltando de árbol en árbol. Aquella algarabía era la que oyó Tarzán cuando regresaba de la cabaña. Añadió también su voz al griterío y aumentó la velocidad hasta el punto de que parecía volar a través de las frondas del nivel medio de la arboleda.

Cuando llegó por fin al punto donde estaba la tribu vio que todos se apiñaban alrededor de Taug y de algo que yacía muy quieto en el suelo. Tarzán echó pie a tierra y se abrió paso hasta el centro del grupo. Taug aún seguía rugiendo desafíos, pero al ver a Tarzán cesó en sus voces, se inclinó para recoger a Gazán, lo levantó en brazos y lo acercó al hombre mono para que lo viera. De todos los machos de la tribu, Taug era el único que apreciaba a Tarzán. Además de confiar en él, consideraba que era más sabio e ingenioso que ninguno de ellos. Y a Tarzán recurría en aquella circunstancia, al compañero de juegos de su niñez y juventud y al camarada con el que compartió innumerables combates en la madurez.

Al ver el cuerpo del
balu
en los brazos de Taug, un sordo gruñido brotó de labios de Tarzán, ya que también quería mucho al hijo de Teeka.

—¿Quién ha sido? —preguntó—. ¿Dónde está Teeka?

—No lo sé —respondió Taug—. Lo he encontrado aquí tendido, en el momento en que Dango estaba a punto de devorarlo. Pero Dango no lo ha matado… No hay huellas de colmillos en Gazán.

El hombre mono se acercó y aplicó el oído al pecho del
balu
.

—No está muerto —diagnosticó—, y es posible que no muera.

Se abrió paso entre la multitud de simios congregados allí y dio una vuelta en torno al grupo, mientras examinaba el terreno centímetro a centímetro. Se detuvo de pronto, acercó la nariz al suelo y olfateó la tierra. A continuación se puso en pie y lanzó un extraño grito. Taug y el resto de la tribu se apelotonaron en torno suyo, porque aquel sonido les dijo que el cazador había encontrado el rastro de su presa.

—Un macho forastero ha merodeado por aquí —explicó Tarzán—. Él fue quien dejó a Gazán en este estado. También fue él quien se llevó a Teeka.

Taug y el resto de miembros de la tribu empezaron a rugir y a soltar amenazas, pero sin pasar de ahí. Si aquel mono desconocido se hubiese encontrado a la vista, lo habrían destrozado, pero a ninguno se le ocurrió emprender la persecución.

—Si los centinelas que debían estar apostados en tres puntos de vigilancia alrededor de la tribu hubiesen cumplido con su obligación, esto no habría pasado —acusó Tarzán—. Os volverán a ocurrir estas cosas una y otra vez mientras no coloquéis machos que tengan los ojos bien abiertos para descubrir a los enemigos que se acerquen. La selva está llena de enemigos y, a pesar de que lo sabéis perfectamente, dejáis que vuestras hembras y vuestros hijos anden buscando comida por donde les venga en gana, solos y sin protección. Tarzán se va ahora; se marcha a buscar a Teeka, a rescatarla y traerla de nuevo a la tribu.

La idea sedujo a los demás machos.

—Iremos todos contigo —se brindaron, a coro.

—No —se opuso Tarzán—, nada de eso. No podemos llevar a las hembras y a los balus en una expedición de caza y de combate. Tenéis que quedaros para defenderlos, so pena de correr el riesgo de perderlos a todos.

Los simios se rascaron la cabeza. La sensatez de las palabras de Tarzán empezó a calar en su cerebro y a imponerse sobre aquella nueva idea que tanto los había entusiasmado de entrada: la idea de perseguir a un enemigo que los habían ultrajado, acosarle, arrebatarle la presa y aplicarle un castigo ejemplar. Siglos de atávica costumbre había estampado de forma indeleble en su carácter el instinto de conservación a escala de comunidad. Ignoraban por qué no se les ocurrió perseguir y castigar al agresor que los había agraviado… No podían saber que ello era debido a que ese instinto de conservación comunal los impulsaba a mantenerse unidos en compacto rebaño, de forma que los grandes machos, mediante el peso de su fortaleza y ferocidad combinadas, pudieran proteger mejor a la tribu frente al enemigo. La idea de separarse para plantar batalla a un adversario aún no se les había ocurrido, resultaba demasiado ajena a sus costumbres, demasiado contraria a los intereses de la comunidad. Para Tarzán, en cambio, fue el primer pensamiento que acudió a su mente. El más lógico y natural.

Sus sentidos le informaban de que el ataque contra Teeka y Gazán era obra de un solo macho. Y un solo contrincante no requería la acción de la tribu en peso para aplicarle el castigo que merecía. Dos machos que se movieran con rapidez lo alcanzarían en seguida y rescatarían con prontitud a Teeka.

En el pasado, a nadie se le hubiera pasado por el magín marchar en busca de una hembra de las que, de vez en cuando, alguien despojaba a la tribu. Si Numa, Sabor, Sheeta o algún macho vagabundo de otra tribu se tropezaba casualmente con alguna doncella o matrona cuando nadie mirase, allí acababa todo…, la hembra había desaparecido y punto. El atribulado esposo, si la víctima tenía pareja, se pasaba un par de días gruñendo y deambulando sin rumbo y luego, si tenía fuerzas suficientes para imponerse, tomaba nueva compañera en la tribu o, si no, vagaba por la selva a ver si tenía suerte y se le presentaba la oportunidad de apoderarse de alguna hembra de otra comunidad.

Hasta entonces, Tarzán de los Monos había aprobado esta práctica, por la sencilla razón de que las hembras robadas le tenían sin cuidado; pero Teeka fue su primer amor y el
balu
de Teeka tenía en su corazón el mismo lugar que hubiese podido ocupar un hijo propio. En el pasado, sólo una vez experimentó Tarzán el deseo de acosar y vengarse de un enemigo. Ocurrió varios años antes, cuando Kulonga, el hijo de Mbonga, el jefe, mató a Kala. Entonces, en solitario, Tarzán siguió la pista al criminal y vengó el asesinato. Ahora, aunque en menor medida, le impulsaba el mismo apasionado sentimiento.

Se volvió hacia Taug.

—Deja a Gazán al cuidado de Mumga —dijo—. Es vieja, tiene rotos los colmillos y tampoco es buena; pero puede cuidar de Gazán hasta que volvamos con Teeka. Y si Gazán ha muerto cuando volvamos —se dirigió a Mumga—, te mataré también a ti.

—¿A dónde vamos? —preguntó Taug.

—Vamos a rescatar a Teeka —contestó Tarzán— y a matar al macho que la secuestró. ¡En marcha!

Volvió a localizar el rastro del mono forastero, evidente para sus avezados sentidos, y ni siquiera volvió la cabeza para comprobar si Taug iba tras él. Éste depositó el cuerpo de Gazán en los brazos de Mumga.

—Si muere, Tarzán te matará —advirtió el simio antes de partir. Y emprendió la marcha en pos de la figura de piel bronceada que se alejaba ya a paso ligero por la senda de la jungla.

Tarzán era, con mucha ventaja, el mejor rastreador de la tribu de Kerchak; ningún macho podía competir con él, porque a la agudeza de sus sentidos sumaba la inteligencia de un cerebro superior al de cualquiera de ellos. Su capacidad de discernimiento le indicaba el camino natural que tomaría la presa, de forma que lo único que necesitaba para mantenerse en la pista que seguía era observar las señales más evidentes. Aquel día, las huellas de Toog estaban tan claras para él como pudieran estarlo los caracteres de una página impresa para cualquiera de nosotros.

El gigantesco y velloso Taug seguía de cerca a la ágil figura del hombre mono. No intercambiaban palabra. Se movían tan silenciosamente como dos sombras que se desplazaran entre la minada de sombras del bosque. El olfato de Tarzán, su nariz aristocrática, estaba tan alerta como la vista y el oído. El rastro era reciente y ahora que habían dejado atrás el fuerte efluvio a simio que despedía la tribu, Tartán no tenía dificultad alguna para seguir la pista de Toog y Teeka sólo con el olfato. El olor familiar de Teeka, que Tarzán y Taug tan bien conocían, les comunicaba que seguían en el buen camino. Y el olor de Toog no tardó en resultarles tan familiar como el de la hembra.

Avanzaban rápidamente y, de pronto, densos nubarrones ocultaron el sol. Tarzán aceleró el paso. Casi volaba por el sendero de jungla y, en los tramos que Toog cubrió por la enramada de los árboles, lo seguía con la agilidad de una ardilla por la zigzagueante y ondulante ruta de las frondosas ramas, saltando de árbol en árbol como Toog lo había hecho poco antes que él, pero con mayor celeridad porque no tenía la desventaja de llevar la carga que llevaba Toog.

Tarzán comprendió que estaba a punto de dar alcance a su presa, dado que el olor que emanaba del rastro se acentuaba por momentos, cuando el cárdeno resplandor de un relámpago surcó los aires y el ensordecedor rugido de un trueno repercutió a través del cielo y de la jungla e hizo estremecer la tierra. Luego llegó la lluvia, no como lo hace en las zonas templadas, sino en forma de impresionante alud de agua, de diluvio que, en vez de gotas, desencadena metros cúbicos de liquido elemento sobre los combados gigantes de la selva y las aterrorizadas criaturas que buscan refugio bajo sus ramas.

Y la lluvia hizo lo que Tarzán se temía: borrar de la faz de la tierra el rastro de la presa. El agua cayó torrencialmente durante media hora… Luego, de pronto, el sol volvió a brillar y engalanó la jungla con millones de fulgurantes joyas. Pero el hombre mono, normalmente atento a las cambiantes maravillas de la selva, no se fijó en aquella exposición de alhajas. En lo único que pensaba era en que el rastro de Teeka y su secuestrador se había perdido.

Incluso entre las ramas de los árboles hay rutas bien señaladas, lo mismo que en la superficie del suelo. Pero en los árboles se bifurcan y entrecruzan con mayor frecuencia, ya que es una vía mucho más abierta que la de la superficie, por lo general revestida de densa maleza. Después de que escampara, Tarzán y Taug continuaron la persecución por una de aquellas rutas bien señaladas, puesto que al hombre mono le constaba que era el camino más lógico entre los que podía tomar el secuestrador. Pero al llegar a la primera bifurcación se encontraron perdidos. Hicieron un alto y Tarzán empezó a examinar cada rama y cada hoja que el simio fugitivo pudiese haber tocado.

Olfateó el tronco del árbol y su perspicaz mirada se esforzó en descubrir en la corteza algún indicio o señal susceptible de indicarle la dirección que había seguido el secuestrador. Era una labor lenta y, mientras se entregaba a ella, Tarzán tenía plena conciencia de que, durante todo aquel espacio de tiempo, el macho de la tribu ajena se iba alejando constantemente de ellos, iba ganándoles preciosos minutos que seguramente le servirían para ponerse a salvo antes de que lo alcanzasen.

Primero estudió uno de los ramales de la bifurcación y después el otro. Aplicó a su examen todos sus prodigiosos conocimientos de la ciencia de la selva. Pero la decepción coronó una y otra vez sus esfuerzos, porque el diluvio que se acababa de abatir sobre la selva había bañado a fondo todos los puntos expuestos a la precipitación acuosa. Tarzán y Taug buscaron durante media hora, hasta que por fín, en el dorso de una hoja, el agudo olfato de Tarzán captó el olor de Toog, ya que aquella hoja había rozado uno de los peludos hombros del gigantesco simio cuando pasó por la fronda.

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