El gueto fue establecido junto al río, en una zona baja y malsana donde la malaria era endémica. Al igual que en otros guetos europeos de creación posterior, la falta de trabajo y el hacinamiento condujeron a una miseria que duró siglos. El antisemitismo de los papas, que oficialmente calificaron a los judíos de «deicidas» hasta 1963, condujo a una relativa reacción contraria de la población: de entre las grandes ciudades europeas con una presencia judía significativa, Roma fue y es la menos antisemita. Los romanos cocinaban sin reparos recetas judías (las alcachofas aplanadas y fritas, o la sopa de pescado que en el gueto se elaboraba con las cabezas y espinas despreciadas por los cristianos) y, en su mayoría, mantenían con la población hebrea una relación relativamente normal.
Como prueba de lo mal que sentaba a los romanos la «cárcel» del gueto, en cuanto se proclamó la efímera República romana de 1849 fueron derribados los muros del barrio y se permitió a los judíos que vivieran donde quisieran. Caída la República, el papa Pío IX les obligó volver al gueto. En 1870, con la unificación de Italia bajo la monarquía piamontesa y la desaparición de los Estados Pontificios, los judíos de Roma fueron reconocidos como ciudadanos con plenos derechos.
El gueto estaba por entonces en estado ruinoso y constituía un foco de enfermedades. Para sanearlo fue casi totalmente derribado, pero los nuevos edificios construidos en la zona volvieron a ser ocupados por judíos: su vínculo sentimental con esas calles era muy potente. El gueto, en cualquier caso, dejó de serlo. Hasta el 16 de octubre de 1943, el día en que soldados nazis rodearon el barrio y sacaron por la fuerza a sus habitantes. Más de mil judíos, entre ellos doscientos niños, fueron enviados al campo de exterminio de Auschwitz. Sólo sobrevivieron diecisiete.
El gueto es ahora, como decía, una zona tranquila y apacible. Un lugar umbrío y altamente adecuado para el paseo veraniego. En su extremo norte, en la Piazza Mattei, se encuentra la Fuente de las Tortugas, terminada en 1588. Como otras fuentes famosas (pienso en la de Piccadilly Circus, en Londres), tenía que haber sido otra cosa. Para empezar, tenía que haber lucido unos delfines encima, pero cuando los pusieron se comprobó que la presión del agua resultaba insuficiente y de la boca de los delfines sólo brotaban escupitajos intermitentes. Como resultado, las esculturas de los cetáceos fueron desmontadas e instaladas en otra fuente, primero en Piazza Navona y luego, hasta hoy, delante de la Chiesa Nuova, o Iglesia Nueva, de Corso Vittorio. Otro problema: el agua del acueducto que alimentaba la fuente era demasiado calcárea y arruinaba la fuente, que ahora consta de una minidepuradora. La chapuza definitiva radica en las mismas tortugas: desde que alguien robó una de ellas en 1979, son copias.
Hay pocos paseos tan placenteros como una caminata nocturna por el antiguo gueto romano. Todo el centro de Roma, en especial las zonas más cercanas al río, con las matas silvestres que crecen junto a los muros, la iluminación tenue, la suave atmósfera de pueblo pequeño y adormecido, está hecho para la nocturnidad. Vale la pena salir a caminar de madrugada, cuando la Fontana di Trevi o la armoniosa Piazza Farnese esperan en soledad y los gatos se hacen dueños de las calles.
Ya he dicho que mi gata Enough murió en Roma. Para mitigar la pérdida y para que su compañera Sarriá tuviera compañía, buscamos otro gato con una cola tan vistosa como la de Enough. Por extraños caminos llegamos a casa de Carmen de Andrade, una empleada de Radio Vaticano que criaba gatos noruegos e incorporamos un gato rubio y enorme llamado Bounty. Pero a las pocas semanas Sarriá, que salía a pasear por los tejados de Palazzo Massimo, resbaló y se cayó. Tardamos en encontrarla. Varios vecinos, incluyendo la
principessa
del palacio, se unieron a la operación de búsqueda: Roma, a veces, funciona de una forma muy cordial; en especial si se trata de asuntos gatunos. Sarriá apareció en el patio interior de un restaurante argentino, bastante malherida. La veterinaria consideró que probablemente moriría por hemorragias internas. No recuerdo bien cómo, decidimos encargar a Carmen otro gato noruego. Fue una gata registrada con el nombre de Evita Perón, un nombre que nunca nos atrevimos a utilizar; Lola la llama Maggie y yo la llamo Scimmietta. Al final, Sarriá sobrevivió. Perdió algunos dientes y le cambió la voz, pero sobrevivió. Es decir, la plantilla de gatos ascendió a tres unidades.
Cuando nos fuimos de Roma, las autoridades competentes nos advirtieron de que era imprescindible conseguir un pasaporte para cada gato. Hubo que ir a una remota oficina con los gatos y pagar 17 euros por cada documento, sin el cual, se nos insistió, no podrían hacer el viaje de vuelta a Barcelona. Evidentemente, nunca nadie en ningún aeropuerto nos pidió pasaportes gatunos. Bastaba con los certificados de vacunación. La cuestión de los pasaportes me pareció, sin embargo, una elegante manera de combinar la filigrana burocrática con la virguería recaudatoria; un ejemplo, en fin, de la administración romana.
Mis veranos saben a conclusión, a cambio. No sé por qué. ¿Por el recuerdo de los cursos escolares? ¿Porque los corresponsales solemos cambiar de puesto aprovechando los sopores del calor? Ni idea. El último verano romano, en cualquier caso, tuvo un intenso sabor a final.
Poco antes, Ángel Amezketa se había puesto enfermo y tuvo que permanecer internado durante semanas en el hospital de San Giovanni, una de esas instituciones viejas y tronadas, siempre a la espera de ser renovadas o demolidas, que perviven en la sanidad romana. Eso cambió algunas de mis rutinas personales. Por no hablar de las de Ángel, que, sin embargo, supera los problemas de salud airosamente, como el dandi vasco-romano que es.
De forma inconsciente al principio, ese verano recuperé algunos de los hábitos del principio, cuando descubría la ciudad. Como el de buscar el frescor y el silencio de las iglesias. O el de refugiarme en mi escondite del Castel Sant'Angelo. No se trataba de ningún escondite, pero a mí me funcionaba como si lo fuera.
El lugar, que empezó a construirse en la época imperial como mausoleo de Adriano, no puede disociarse de la basílica de San Pedro y del Palacio Episcopal, con los que está unido a través del
passetto
. Cuando ejércitos hostiles entraban en Roma, el papa-rey utilizaba el
passetto
(que, hasta donde yo sé, sigue sin poder visitarse; hace años, antes de imaginar siquiera que iba a ser corresponsal en la ciudad, tuve oportunidad de recorrerlo, sucio y abandonado) para alcanzar la seguridad del castillo. El
passetto
, un pasillo elevado y cubierto de casi un kilómetro, viene a constituir la espina dorsal secreta del territorio vaticano. En cuanto al castillo, ahora parece achaparrado, bajito y fácilmente conquistable. Eso, sin embargo, es el efecto de las sucesivas elevaciones de los muros que encierran al Tíber para reducir el riesgo de inundaciones. En sus tiempos, el Castel Sant'Angelo, cuyos muros llegan a tener ocho metros de espesor, era un señor castillo, nunca expugnado.
A primera hora de la mañana, justo cuando se abría el castillo y antes de que los turistas lo invadieran, subía a la cafetería de la última planta, por debajo de la estatua del ángel que, según la leyenda papal, anunció el fin de una de las epidemias de peste, y tomaba un café mirando la ciudad. La visión del río, de los tejados, de las cúpulas, del infame engendro blanco de Piazza Venezia, de las colinas arcillosas con sus pinos y de la luz romana, entre rosada y rojiza, me provocaban una nostalgia inefable. Hay otros lugares que ofrecen un panorama aéreo de la Urbe: el Gianícolo, el Palatino, el Quirinale. Yo prefiero el panorama desde las almenas de Sant'Angelo.
Flotaba sobre ese verano una nubecilla en forma de adiós. No porque mi marcha de Roma tuviera ya fecha; me he largado de unas cuantas ciudades y eso tiende a estimularme. Me gustan las novedades y soy casi inmune a la nostalgia. Tal vez fuera porque suponía que se habían acabado para siempre mis tumbos como corresponsal. Tal vez fuera, en un sentido más genérico, porque intuía que el mismo empleo de los corresponsales empezaba a ser considerado un lujo superfluo en una industria, la periodística, que se encaminaba hacia una crisis económica y existencial.
No crean que la vida de un corresponsal es como la pinto yo en estas historias. Eso es solamente una parte. La otra está hecha de inseguridades, de aprendizajes más o menos arduos, de cambios intempestivos, de urgencias, de renuncias, de distancias. Un corresponsal es un tipo que se despierta por las mañanas con una náusea en el estómago y la convicción de que su despido es inminente. Un corresponsal es un tipo que chapotea perennemente, con el agua al cuello, en un mar desconocido.
En fin. Ya he recordado en alguna parte aquello que dijo Sciascia: Italia es un país sin verdad. Y aquello de que, en Italia, lo hermoso es bueno y lo feo es malo. Los romanos, como casi todos los italianos (evitemos la generalización completa porque siempre hay excepciones), carecen de facilidad para la abstracción: ¿para qué la necesitan, rodeados de tanta belleza? Su sentido estético, en cambio, es agudísimo. Eso les pierde a veces.
Iñigo Domínguez me llamó una mañana para proponerme una excursión a Piazza Venezia, el corazón de las tinieblas circulatorias en una ciudad de tráfico abrumador. ¿Conocen a Iñigo Domínguez? Es un periodista espléndido y, al menos hasta la fecha, escribe en la edición digital de
El Correo
uno de los blogs más originales y divertidos que conozco. Explica Italia ayudándose con fragmentos de cine italiano. Extraordinario, de verdad.
Si existe un epicentro del caos automovilístico, está en Piazza Venezia. En el flanco oeste para ser más exactos (el flanco en el que se alza el balconcito de Palazzo Venezia que utilizaba Mussolini para echar discursos a las masas), donde el tráfico que llega de Via Nazionale y Via del Corso confluye con el de la propia plaza (abierta a dieciséis calles) y con centenares de peatones. Ni siquiera hay semáforo, resultaría inútil. Lo que hay, sobre una peana, es un guardia urbano con su casco blanco, sus entorchados y su pito.
Alberto Sordi protagonizó en 1960 una película,
Il vigile
, en la que encarnaba a un urbano novato al que destinaban a ese lugar crítico. El pobre
vigile
Sordi intentaba ser justo e incorruptible, lo que en Roma suele conducir al fracaso.
Esa tarde, me contó Iñigo, se jubilaba Mario Buffone, un popular guardia urbano que llevaba muchos años en la peana de Piazza Venezia. Y allí nos fuimos, para que Buffone nos contara su historia. El hombre había de tener carácter: no podía ser fácil imponer la autoridad municipal en un punto tan conflictivo y con un apellido que significa «payaso».
Buffone fue esa tarde el centro de la atención local. Pasó por su peana hasta el alcalde, Walter Veltroni. El guardia, intensamente bronceado, con el uniforme impecable y una discreta insignia de la Roma en la solapa, sonriente y a la vez emocionado, exhibía un aire de donjuán elegante, a lo Vittorio de Sica. Entre silbido y silbido, protegido por la complicidad de los conductores que le saludaban y, por una vez, parecían no llevar prisa, nos explicó que llevaba treinta y dos años viviendo entre el caos de la plaza. «El caos no me importa», dijo. Bien, no dijo «no me importa», sino
«me ne frego»
, una expresión que eleva la indiferencia a una categoría casi mística.
Habló de los políticos, futbolistas, actores y otros personajes famosos a los que había ordenado parar o incluso multado; habló de que su hijo quería seguir sus pasos en la Guardia Urbana y de que en Roma nunca cambia nada; habló del colapso espantoso que se formó el día de 1978 en que el cadáver de Aldo Moro apareció a pocos pasos de allí; habló del día en que se detuvo ante la peana el coche del papa y él y Juan Pablo II se cruzaron «una mirada de complicidad». Habló de muchas cosas. Su historia era interesante.
Pero, ay, a él no debió parecerle lo bastante interesante. Buffone no logró resistirse y empezó a contar cómo le enseñó a Alberto Sordi los movimientos necesarios para dirigir correctamente el tráfico: «Albé, le decía yo, ponte así, no, no, no hagas eso, más firme, mirada al frente, y Albé acabó haciéndolo muy bien».
En 1960, cuando Sordi rodó
Il vigile
, Mario Buffone tenía doce años. Esas lecciones no podían haber existido.
De vuelta a casa, un vistazo a la hemeroteca digital reveló un relato algo más verosímil. El 25 de febrero de 2003, el día en que murió el gran Albertone Sordi, con Roma en duelo y centenares de miles de personas encaminándose a la capilla ardiente, un periodista de
Il Messaggero
se acercó a la peana de Piazza Venezia para recabar la opinión de Buffone,
il vigile
. Buffone, con lágrimas en los ojos, comentó que había conocido a Sordi sólo tres años antes. El actor se había detenido para saludarle y, desde entonces, no había dejado de dedicarle una frase cada vez que circulaba en coche por la plaza, camino de Piazza del Popolo para su café ritual.
«Mario, me fai passá?»
, gritaba Sordi con la ventanilla abierta. Y Mario le hacía pasar.
Qué más da. A Mario, su historia le parecía más bonita con las lecciones a Sordi. El
Corriere della Sera
era de la misma opinión. Su información sobre la jubilación de Mario Buffone llevó este título:
«Saluto in piazza al vigile di Alberto Sordi»
. Al fin y al cabo, ¿qué es la verdad? No los hechos, sino la verdad. ¿Qué es? Un concepto relativo, como la libertad o la felicidad. Una cosa, la verdad, sin la cual Roma lleva muchos siglos viviendo bastante bien. Por decirlo a la manera romana,
in bellezza
.