Historias de Roma (9 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Roma
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Dos detalles eruditos: en Roma no se utiliza como tocino la
pancetta
, sino el
guanciale
, hecho con la carne que rodea la quijada del cerdo; el queso que se emplea es el pecorino local, no el parmesano o imitaciones.

Yo diría que Italia es el país del mundo en el que mejor se come. No abunda en restaurantes exquisitos, pero en casi cualquier parte se come bien, y, en las casas particulares, mejor que bien. Rossend Domènech, corresponsal de
El Periódico de Catalunya
, veteranísimo vecino de Roma y experto en la materia, asegura que la lista de verduras que aparece en la mayoría de los menús de los restaurantes romanos es una muestra de civilización y buen sentido. Igual que el asterisco que indica en la carta cuándo un alimento ha sido congelado.

Las verduras italianas, por cierto, son excelentes. Se trata, probablemente, de una consecuencia de los sistemas de distribución, anticuados y muy fragmentados. En lugar de languidecer en cámaras gigantescas y de moverse de acá para allá, en nombre de las economías de escala y de la eficiencia comercial, las verduras tienden a viajar en poco tiempo desde el huerto al mercado. En cuanto a las alcachofas, alcanzan un nivel sublime en Roma. El
carciofo romanesco
, violáceo y sin espinas, constituye una obra cumbre de la naturaleza. A la romana, rellenas de miga, ajo y perejil y hervidas, estas alcachofas están muy buenas; a la judía, aplanadas y fritas, están aún mejor. También se comen crudas, como las habas. La manera romana de celebrar la primavera es ir al campo para comer habas crudas con pecorino y costillas de cordero
scottadito
(quemadedo), o sea, a la brasa.

La
porchetta
, un plato relativamente brutal (el cerdo se deshuesa, se rellena de hierbas y se cuece más o menos entero), no es romana, sino del interior, del Abruzzo, pero da lo mismo.

Llegamos a la delicada cuestión de la pizza, que en Roma no es gruesa, como en Nápoles, sino de pasta fina y requemada por los bordes. En esto cada cual tiene sus preferencias. La mía es La Montecarlo, un establecimiento más bien destartalado en el callejón Savelli, muy cerca de Corso Vittorio Emanuele.

Quien me llevó por primera vez a La Montecarlo fue Lorenzo Martínez, entonces encargado de deportes en la oficina de Efe. Mábel Galaz (que una vez vino a casa e hizo un cocido a condición de que si un día perpetraba un librito sobre Roma, lo dijera) me habló de él y empezamos a frecuentarnos. Cuando inicié una columna sobre fútbol llamada
Historias del calcio
, Lorenzo, que llevaba quince años en Italia y se había pelado mil veces el culo en los estadios, me ayudó con anécdotas y datos poco conocidos. Lorenzo era también algo así como fundador honorario de La Montecarlo: cuando quisieron disponer de un menú en español, les hizo la traducción.

Carlo, el dueño, es hijo de los propietarios de Baffetto, la famosa pizzeria de la Via del Governo Vecchio. Hablamos de todo un personaje. Romanista, muy interesado en las señoras, partidario del papa Ratzinger («el de antes estaba todo el rato enredando, este de ahora es más serio y sale menos de casa», dice), conoce a todo el mundo. Cuenta la leyenda que cuando Carlo se divorció, su mujer, que hasta entonces se ocupaba de la caja de la pizzeria, le exigió dos cosas: que le montara una cafetería muy cerca (está allí mismo, en la esquina de Savelli con Corso Vittorio Emanuele) y que en La Montecarlo no se sirvieran cafés. Cuenta la leyenda que por eso Carlo no puede servir cafés.

Otro gran personaje es Mario,
er Banana
. Parece brusco, pero al conocerle se descubre a un hombre de alta calidad. Es de la Juve, cierto, nadie es perfecto. Por lo demás, rebosa bondad. Se encarga personalmente de organizar, pasada la hora del almuerzo, una comida gratuita para indigentes. Le recuerdo una noche, con el establecimiento ya cerrado, sirviéndonos limoncello y rememorando jugadas clásicas del fútbol italiano, reproduciendo gambeteos y remates con una pelota de papel, feliz como un niño.

La Montecarlo acabó convirtiéndose para mí en un segundo domicilio. Allí me encontraba con otros corresponsales y con amigos como Ángel Amezketa y Andrea Alunno, allí se reunía diariamente el equipo de periodistas de
El País
que cubrió los funerales de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI, allí me conseguían mesa un viernes por la noche aunque hubiera setenta personas esperando en la calle (no exagero), y allí vuelvo siempre que puedo.

Otro lugar al que acudía con frecuencia era La Polarolla, cerca de Campo dei Fiori. Los camareros aseguran, como todos los camareros de todos los restaurantes de la zona, que fue allí, exactamente allí, donde cayó muerto Julio César. En fin. La Polarolla era el punto de encuentro con el anciano sacerdote Francisco Vives, un histórico del Opus Dei al que acabé apreciando verdaderamente, y con otras personas de la misma institución: Marc Carroggio, Juanma Mora, Manuel Fandila. A mí no se me ocurriría jamás pertenecer al Opus; para empezar, resultaría un poco excéntrico, dado que no soy creyente; y si lo fuera, creo que preferiría una vida religiosa en formato más clásico y menos exigente. Sin embargo, recibí cursos en la opusdeística Universidad de la Santa Cruz, junto a Piazza Navona, en compañía de Irene Hernández Velasco y de María Paz López, de
La Vanguardia
, e hice amigos. Siguen siéndolo.

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Lorenzo y yo íbamos de vez en cuando a cenar a Le Vele, un restaurante de pescado en la Piazza Pio XI. Luego bajábamos a pie por la Via Gregorio VII hasta el río y nuestro barrio, el viejo Campo de Marte. Hacía falta andar, porque Lorenzo es uno de esos tipos de Madrid que celebran las campanadas de medianoche con tres platos y postre. El paseo ayudaba a digerir, pero tenía otra ventaja: la cúpula. Especialmente en las noches húmedas de invierno, cuando la niebla, que en Roma suele ser levísima, casi imperceptible, juega a alterar las perspectivas.

En un momento de la caminata, a mano izquierda, surgía de repente sobre las fachadas la cúpula de San Pedro, inmensa, majestuosa.

La cúpula vista así, por sorpresa, entre edificios vulgares, como se vio durante siglos hasta que Mussolini y Pío XII se cargaron el barrio en 1936 y abrieron la pretenciosa avenida de la Conciliación, regala toda su magia. Entrando desde el lateral, también la columnata semicircular de Bernini, el «abrazo» a la multitud de los creyentes, mantiene el impacto que deseó el artista. En el silencio de la noche, la plaza oval es hermosísima.

La fachada, no, por supuesto. La fachada es fea se mire como se mire, con niebla y oscuridad o a plena luz del sol. Es fea y siniestra, como la historia de la basílica de San Pedro.

Cuesta imaginar cómo fue esta colina en otro tiempo.

Conviene visitar las excavaciones en el subsuelo de la basílica para hacerse una idea. Para eso hace falta reservar plaza, lo que supone enviar correos electrónicos ([email protected]), esperar unas semanas, suplicar ante la impasible burocracia vaticana y confiar en la suerte, o ser amigo de Paloma Gómez Borrero. Lola y yo accedimos gracias a la segunda opción: Paloma, que conoce el Vaticano mejor que la mayoría de los cardenales, nos consiguió un par de entradas. Lo que hay ahí abajo es lo que había debajo de la primera basílica, la de Constantino, y unas cuantas tumbas, entre las cuales destaca una con la inscripción
Petrus est hic
, Pedro está aquí. Es del siglo
I
. Podría ser la tumba del apóstol.

La colina vaticana fue un camposanto y un conjunto de huertos hasta que el emperador Calígula (12-41) construyó un circo en la zona, decorado con un obelisco egipcio que por entonces tenía ya 1.800 años. Ese circo fue muy utilizado por Nerón (37-68) y fue escenario, según la tradición, tan dudosa como cualquier tradición romana, de algunas matanzas de cristianos. Resulta lógico que el apóstol Pedro fuera enterrado en el camposanto contiguo al circo, porque no existían cementerios cristianos, y resulta lógico también que bastantes de sus correligionarios eligieran luego una tumba cercana a la de Pedro. Eso dio a la colina un profundo significado para los seguidores de la nueva religión. En 318, cuando Constantino legalizó el cristianismo y decidió erigir una basílica en honor del apóstol, consideró que la colina vaticana era el lugar más apropiado. Primero, por la tradición petrista. Segundo, porque la zona estaba relativamente apartada del centro, donde vivía la nobleza politeísta. El mismo Constantino era politeísta: se bautizó como cristiano justo antes de morir, cuando el asunto no podía ya acarrearle complicaciones políticas.

La basílica original, la de Constantino, era un típico edificio público romano, con paseos porticados y una plaza central que alojaba un mercado. No obtuvo un éxito inmediato. Compartía protagonismo, desde una posición subalterna, con la primitiva basílica de San Juan de Letrán, o del Laterano, que empezó a construirse unos años antes que la basílica, sigue siendo la catedral de Roma y la sede del obispo, es decir, del papa, y ostenta el título de «Madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad de Roma y de toda la Tierra». Para la comunidad cristiana contaban probablemente más, en los primeros siglos, otras iglesias más antiguas, las que habían frecuentado hasta entonces; de ellas sobrevive, muy reformada, la de Santa María en el Trastevere.

El gran momento de la basílica de San Pedro llegó el día de Navidad del año 800, cuando entre sus paredes el emperador Carlomagno fue coronado
Imperator Augustus
por el papa León III. Aquello supuso la ruptura con Bizancio, la reaparición de los dos imperios, el occidental y el oriental, y el nacimiento de Europa. También supuso un lío para el papa, que poco antes de la coronación imperial fue atacado por unos partidarios de Bizancio que intentaron arrancarle los ojos y la lengua y lo dejaron maltrecho.

Roma era entonces un lugar bastante inhóspito, sobre todo para los papas. La única actividad económica de la ciudad era la derivada del poder religioso, es decir, político-religioso, y los papas se comportaban como jefes de banda en permanente lucha con otras bandas por el control del negocio. La caída definitiva de Jerusalén en manos musulmanas, en 1244, hizo de Roma el centro indiscutible de la cristiandad. Lo cual empeoró las cosas en el
Caput mundi
, un villorrio violento y malsano, periódicamente azotado por la peste y con una malaria endémica.

Para acabar de complicar las cosas, en 1294 llegó al trono papal Benedetto Caetani, un cardenal muy emprendedor. Sucedía al pobre Pietro Angeleri, un ermitaño al que nombraron papa porque las familias cardenalicias y los reyes europeos no lograban ponerse de acuerdo y tuvieron que conformarse, para ganar tiempo, con un fraile supuestamente manejable. Angeleri tomó el nombre de Celestino V y duró menos de un año: el hombre dimitió, espantado por la corrupción y las componendas diplomáticas que exigía el cargo. El cardenal Caetani compró los votos necesarios y, ya como Bonifacio VIII, mandó encarcelar en una mazmorra a Celestino V, que murió al poco tiempo.

Bonifacio fue el último papa medieval, el último convencido de que con unas cuantas bulas (y publicó bastantes, dirigidas todas ellas a consolidar su poder) podía ser rey del mundo. Para realzar su prestigio y, de paso, ganar un dineral, hizo de 1300 el primer Año Santo: todo el que peregrinara a las basílicas de San Pedro y San Pablo Extramuros durante ese año obtenía una indulgencia plenaria. Se calcula que unos 200.000 peregrinos acudieron a Roma, convirtiéndola en el primer fenómeno de turismo masivo. Roma también se convirtió en la primera ciudad con reglas de tráfico. Para evitar tumultos y accidentes masivos como los registrados en los meses iniciales de 1300, se pintó una línea medianera en las calles; los carros tenían que pasar por un lado y los peatones, por el otro.

Fue como el canto del cisne. Los papas medievales llevaban siglos viviendo fuera de Roma. Se instalaban en Viterbo, en Orvieto, en Perugia o en cualquier parte, menos en Roma, que se reservaba solamente para las coronaciones y otras ceremonias inevitables. La llegada del turismo y el fin de la Edad Media, con la consiguiente reducción del poder papal, supusieron para el Vaticano una larga decadencia. En 1305, y hasta 1367, la monarquía francesa trasladó a Aviñón la sede del papado. En Roma sólo quedaron, viviendo en perfecta simbiosis, peregrinos, mesoneros y bandidos: una alegoría de la industria turística de ayer, hoy y siempre.

La propia basílica de San Pedro empezó a venirse abajo. El terreno, cercano al río, era pantanoso y los cimientos se hundían año tras año. Sucesivas obras de apuntalamiento no bastaron para impedir la progresiva ruina del edificio.

Hasta el Renacimiento, la época en que todo era posible.

Giuliano della Rovere (1443-1513) asumió el papado como Julio II. Tenía sesenta años, tres hijas, numerosos nietos y fama de bisexual; también tenía un carácter considerable. Expulsó de Roma a los Borgia, sus enemigos ancestrales, se alió simultáneamente con los Colonna y los Orsini (las dos familias más ferozmente rivales de Roma; yo, personalmente, estoy con los Orsini por razones que no vienen a cuento) y decidió reconstruir la capital del mundo. Empezando por la basílica.

La basílica nueva, la que vemos hoy, fue como una maldición. Atrajo sobre Roma y sobre la cristiandad todo tipo de desgracias.

Para empezar, ¿se imaginan lo que debió ser la demolición del templo más representativo del cristianismo? Hizo falta una extraordinaria campaña de propaganda para convencer a los fieles de que aquello no era un sacrilegio, sino el comienzo de una edad dorada. Una muestra de esa propaganda se encuentra en el palacio de la Cancillería, junto a Campo dei Fiori. Giorgio Vasari, un pintor mediocre que pasó a la historia por su libro
Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos, desde Cimabue hasta nuestros tiempos
(una colección de cotilleos y datos dudosos publicada en 1542.), fue uno de los encargados de decorar algunas estancias de la Cancillería. En una ocasión visité el edificio en compañía de monseñor José Manuel del Río, miembro de la Comisión Pontificia para los Bienes Culturales de la Iglesia. Del Río me hizo notar una de las pinturas de Vasari, en la que el papa aparece vestido de rabino judío en las obras de la basílica: «Se quería indicar —explicó— que la basílica renacentista era como un nuevo templo de Jerusalén, el símbolo de una nueva era».

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