Historias desaforadas (7 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

BOOK: Historias desaforadas
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La frase que había soñado se cumplió. A la noche, antes de apagar la luz, lo visitaba la enfermera. Le preguntaba si necesitaba algo, miraba que no faltara agua fresca en el termo, le arreglaba un poco la cama. En ese arreglo, la tercera noche, Viviana entretuvo las manos bajo las mantas y él llegó a decirse «¿No estará por?»… Un instante después la tenía encima, besándolo tan continuamente que apenas lo dejaba respirar. Tales afanes le llevaron más de una hora, y después le costó avenirse a que Viviana partiera. Quedó enamorado: una situación en que no se veía desde tiempo atrás.

Se durmió. Al otro día despertó en un estado de ánimo inmejorable y, casi en el acto, se puso a recordar. Sus primeros pensamientos fueron un cómputo asombroso. «Es claro», se dijo. «Nunca tuve una mujer que me atraiga como ésta». Sin restar méritos a la tucumana, con un dejo de incredulidad y mucha esperanza, reflexionó que no era descabellado suponer que el tratamiento estuviera actuando. No bien se abandonó a la alegría, que expresó con las palabras «Lo logré», se preguntó si lo habrían rejuvenecido para el sexo, únicamente. Tal vez no se trataba de otra cosa. «Tanta importancia dan a la vida sexual que la confunden con la vida», se dijo. «¿Qué quiere?», le preguntaría Sepúlveda, «¿que lo rejuvenezca a usted también?». Saltó de la cama, se miró en el espejo. Estaba igual a siempre, con esos manojos de pelo muerto, los ojos tristes, la palidez, la expresión estúpida y ansiosa.

AUGE TEMPORARIO

Viviana, que se mudó al departamento de Olinden, seguía de secretaria del médico, pero ya no trabajaba en la clínica. La reemplazaban dos enfermeras, una diurna y otra nocturna. Eso sí, porque Sepúlveda la consideraba insustituible, no faltó nunca a la operación de los pacientes que entraban ni al examen final de los que salían.

Fueron felices por largos años. Los celos de Olinden empezaron probablemente la noche en que Viviana, hablando de quién sabe qué, dijo que él era inteligente «pero, claro, no tanto como Sepúlveda»: palabras que le helaron el alma. Con el tiempo se sobrepuso y, echando todo a la broma, comentó con un amigo: «Tuve un arranque de soberbia diabólica. Sentí que no toleraba la suposición de que mi inteligencia fuera inferior a otra».

Recayó en los celos. Desde luego, nunca una mujer le importó como Viviana. Los celos resultaron un animalito astuto, rastreador de revelaciones ingratas. A él lo llevaron rápidamente a la certidumbre de que Viviana y Sepúlveda eran amantes y, poco después, a una sospecha más dolorosa: ¿no consistiría el examen final de los internados en algo demasiado parecido a su inolvidable tercera noche? Por eso Viviana volvía siempre tarde, cansada, apurada por comer unos bocados de lo que hubiera, y beber agua, y echarse a dormir. Olinden se preguntaba cómo Sepúlveda, si la quería, toleraba… «No lo tolera. Lo exige. Al fin y al cabo, nada le importa como el tratamiento y necesita verificar la eficacia».

Aquella noche la esperaba sin intención de pedirle explicaciones, pero al rato se encontró eligiendo palabras recriminatorias. Reaccionó, comprendió (la quería tanto) que habría algún modo de convencerla, porque lo respaldaban los buenos sentimientos y la verdad. Oyó el doble giro de la llave en la cerradura, vio cómo la puerta se abría y aparecía Viviana, pálida y ojerosa. «¡Viene directamente de la cama!», se dijo. Si en ese momento callaba, se portaría como un hipócrita. Con gritos roncos y destemplados empezó un interrogatorio. La muchacha no negó nada.

Al otro día, cuando él estaba por salir, Viviana le preguntó si no la quería más. Como ella había sido muy franca, Olinden escrupulosamente dijo lo que sentía.

—Sigo queriéndote.

—¿Vas a perdonarme alguna vez?

—Creo que sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Nunca será como antes. Te veo de otro modo.

EN EL CLUB

Hacia la noche, cuando volvió al departamento, sin poner atención notó algo raro. Se dispuso a esperarla. Era tarde, no llegaba. De pronto hizo el descubrimiento. El orden lo había sorprendido: tal vez hubiera demasiado. Abrió el placard. Faltaba la ropa de Viviana.

Extrañaba a la muchacha. Como sujetado a algo ajeno a su voluntad no la buscó ni la llamó. A lo largo de días, meses, años, que se fueron, según él «en un descuido», aprendió idiomas; fue sucesivamente periodista, profesor en institutos particulares, traductor; practicó persos deportes, en persos clubes; conoció a muchas mujeres, que no le gustaron demasiado. Se decía: «Quién me manda», sin entender que lo guiaba el impulso de una inmadurez por cierto anacrónica.

En su ya largo camino, Olinden llegó a una región por la que anduvo tiempo atrás y que había olvidado: el estrecho mundo de los viejos. Volvieron los achaques, las cavilaciones, los temores, pero reaccionó: «¿Por qué tanta agitación? Lo veo a Sepúlveda y chau». Con persistencia de viejo maniático, recaía en la ansiedad. «¿Le pregunté al doctor si cuando llegara la hora podríamos repetir el tratamiento? ¿Tuve alguna atención con él? ¿Alguna vez pregunté cómo estaba? ¿Le mandé un regalo, siquiera una felicitación, de Año Nuevo? Nada. Soy un idiota. Por los malditos celos me porté como una mala persona». Resignado a oír reproches justificados, se largó a la calle Paraguay. Como en una pesadilla, miraba los números 1955 y 1959 y buscaba en vano el 1957; los otros dos, correspondían a diferentes entradas de un mismo edificio, que no era el del consultorio.

Por lo visto, nadie ahí ni en el barrio conocía al doctor Sepúlveda. Se largó a un club que por entonces frecuentaba y allá consultó persas guías, inclusive una de médicos. En ninguna figuraba Sepúlveda. Por último, cuando ya desesperaba, un inpiduo que parecía más viejo que él, recordó:

—¿Sepúlveda? ¿No era un charlatán, como el que hacía llover en Villa Luro?

—Era médico.

—Lo que estoy diciendo. El médico de las curas milagrosas. Murió hace rato.

Ninguna otra información consiguió de ese viejo ni de las demás personas interrogadas. Todo parecía indicar que Sepúlveda había muerto y que nadie se acordaba de él. La investigación que emprendió para dar con Viviana resultó más corta y acaso más desalentadora.

«Esta vez hay que resignarse» pensó. Como quien se despide, visitó lugares de la ciudad, que le habían dejado buenos recuerdos. Una tarde entró en el Jardín Zoológico. Desde la infancia, no lo recorría. Pasó por el pabellón de los osos, por el de las fieras y se encontró frente a una jaulita, con un animal horrible, más feo y ordinario que un chancho, probablemente más feroz que el jabalí.

—¡Estaba seguro de encontrarlo acá! —No le hablaba el animal, como creyó en un primer momento, sino el diablo del baile de máscaras. Lo reconoció en el acto, aunque vestía un traje marrón, raído, en lugar de su disfraz de diablo. «Está idéntico», se dijo. «No le ha pasado un día». El diablo seguía hablando:

—¿O no se acuerda de nuestro arreglo? No vaya a salir con que no firmó nada. A mí usted no se me escapa, mi buen señor. Espero que lo haya pasado bien, porque le llegó la hora del viajecito a mis pagos. Así es, mi buen señor: digan lo que digan, el infierno existe. Ya verá.

Por extraño que parezca, Olinden no había vuelto a pensar en el diablo y en su pacto. Para defenderse dijo:

—Yo a usted no le debo nada.

—Sus palabras prueban lo contrario.

—¿Se puede saber por qué?

—Recuerdo, patente, lo que me dijo en aquel magnífico salón de baile: que si yo creía que iba a convertirlo en un hombre malo, me equivocaba. Sus palabras prueban que, por lo menos, lo convertí en un ingrato. Vengo a cobrar.

—No tengo nada que pagarle. A mí me rejuveneció el doctor Sepúlveda.

—¿El famoso embaucador? Usted me explicará: si no era un pobre charlatán, ¿por qué murió? ¿Por qué no echó mano de ese tratamiento que a usted le dio tan buen resultado?

—Habrá muerto en un accidente.

—Da la casualidad que murió de viejo. Diablo y todo, soy más honesto que muchos. Reconozco mi deuda con usted.

—No me diga —contestó Olinden, con fingida indiferencia.

—Se lo digo. Y más: la voy a pagar. ¿Recuerda que me preguntó para qué quería yo su alma? Tenía razón. No me sirve para nada. Se la devuelvo. Eso sí, firmamos un nuevo contrato.

—No lo dé por aceptado.

—Lo doy. Punto uno: el que manda soy yo. Punto dos: el que gana es usted.

—¿Qué gano?

—Otros cincuenta años de vida, que le doy en este acto, contra un testamento firmado ante escribano público, por el que usted me deja sus dos departamentos, el de la renta y el de su domicilio.

—¿Y vivo de las traducciones? ¿Quiere que pase hambre? Guárdese los cincuenta años.

—Realmente lo convertí en uno de nosotros. Usted es un miserable. No tiene sentido de la equidad. Le propongo un trueque generoso. Yo pago ahora, usted dentro de cincuenta años. Le exijo testamento firmado, porque no creo en su palabra. Dentro de cincuenta años, esos bienes que tanto le preocupan, no le servirán de nada, porque desde ya le digo que no voy a renovar su vida. Soy diablo y puedo ser malo.

—¿Para qué quiere los departamentos?

—Al igual que los dioses de otras iglesias, quiero ser propietario aquí abajo. Como su pago no es al contado, exijo testamento ante un escribano, que yo elegiré entre muchas personas de mi confianza. Deberé sortear dificultades. Aunque soy conocido, cuando me presente a reclamar la herencia, quién le dice que no quieran pagarme. Soy astuto: los voy a embromar. Antes de fin de semana recibirá, mediante un solo golpe de teléfono, nombre y dirección del escribano y el del pseudo-beneficiario, que será —agregó, con una risita seca— beneficiaria.

La casualidad, que nos empeñamos en excluir de la historia del mundo y que está, como Dios, en todas partes, quiso que su gira de visitas incluyera el club Regatas de Avellaneda, una isla del Riachuelo, donde en la segunda juventud había jugado al tenis. Ahí se encontró con Anselmi, que estaba jugando un single de la Liga Interclubs, por la 4.ªB de Regatas de Avellaneda, contra Deportes Racionales. Desde el otro lado del alambre tejido que rodeaba la cancha, Anselmi le gritó:

—Es el último set. No te vayas.

Para que participara en el té de los equipos, lo hicieron pasar por capitán de la 4a. B de Regatas. Anselmi lo sentó a su lado y le preguntó qué hacía en el viejo club.

—Estoy diciendo adiós a unos cuantos lugares. Por si acaso, nomás.

—¡Qué malsano! Una vez te di la dirección de un médico. Pudiste comprobar que no era broma.

—Es verdad, pero murió.

—Desgraciadamente. Yo pensaba en otra persona, que tal vez puede hacer algo por vos. Un nuevo plazo no vendría mal, ¿no te parece?

—Desde luego.

—¿Conociste a Viviana, la enfermera?

—Es claro.

—Ya estás desconfiando —comentó Anselmi, tal vez por la manera en que Olinden lo miraba.

—No desconfío. Hacía mucho que no oía hablar de Viviana.

—Una persona espléndida.

Pensó que alguna vez fue tan celoso que una frase como ésa lo hubiera enconado. Ahora tenía ganas de dar las gracias.

—¿La ves?

—En la comida anual, en que nos reunimos algunos pacientes de Sepúlveda, que nos autotitulamos Los Sobrevivientes. Vivimos como agentes secretos, que deben disimular quiénes son. Nuestro gran descanso es hablar con entera libertad, una vez al año.

—Quién sabe si puedo esperar hasta esa comida.

—¿Por qué vas a esperar? Cuando te vea, te doy la dirección de Viviana. Acaban de nombrarme secretario y tengo en casa la lista de socios, con sus direcciones. En pago de este segundo favor, te vas a asociar al Club de Sobrevivientes. La cuota es tu cubierto en la comida anual. En la próxima, vas a ser el más joven.

—Viviana, cuando la conocí, no estudiaba medicina.

—Ahora estudia, pero en su favor hay algo más: Sepúlveda la tuvo al lado cada vez que operó y, llegado el momento, se hizo operar por ella. Es verdad que mientras lo operaba, él daba indicaciones. Muerto Sepúlveda, operó sola, a muchos de nosotros. La segunda operación, evidentemente.

EL HÉROE Y LA HEROÍNA

Se encontraron en la montañita de la plaza Roma, paraje que alguna vez tuvo encanto, a pesar de la proximidad movida y bulliciosa de la avenida Leandro Alem. Conversaron. Viviana, tan linda y joven como siempre, le dijo que trabajaba por ahí cerca, en los escritorios de alguna empresa. Olinden le refirió las dos entrevistas con el diablo.

—Nunca me contaste la del salón de baile.

—Porque no creía que fuera el diablo.

—Tenías razón, y yo tengo, por mi parte, una corazonada. Apostaría a que tu diablo es Poldnay.

—Nunca oí ese nombre.

Viviana esbozó una descripción del sujeto, seguida de estas palabras, que la resumían:

—Parece el villano de una vieja película. El comisario de algún pueblito de América latina.

—Estoy por creer que es el mismo.

—Tuvo un salón de baile en Rivadavia al 7000.

—Es el mismo. La primera vez me habló ahí. Me dejó medio convencido cuando levantó un brazo y paró la orquesta.

—Fue siempre aficionado a las bromas. Anselmi lo conoce. Iban al mismo colegio y después lo frecuentó bastante. Me dijo que era un personaje notable por la puntería para elegir negocios turbios, que le salían mal.

—¿Recordás el nombre del colegio?

—No. Cuando Anselmi lo nombra, dice «el Instituto del profesor Basile».

—¿Lo ves mucho?

—Somos amigos, pero no lo veo fuera de nuestras comidas anuales. Anselmi llevó a Poldnay al consultorio y Sepúlveda le hizo el tratamiento. —Después de una pausa, agregó:

—Qué suerte que te devolvió el alma. Es mejor no venderla, aunque no exista el diablo.

Olinden pensó: «Ya que estoy en la idea de hacer testamento, le voy a dejar todo a Viviana».

—El tal Poldnay ¿es de ese grupo de amigos bromistas que tuvo Anselmi?

—El jefe, el bastonero —contestó Viviana—. Lo que no entiendo es cómo creíste que semejante cachafaz era un ser sobrenatural.

—Sepúlveda muerto, vos inencontrable, tenía que agarrarme de algo. Un desesperado cree en cualquier cosa.

—Es verdad, en cualquier cosa.

Olinden argumentó:

—Para creer en Sepúlveda, también se necesitaba un poco de fe.

—De nuevo no entiendo —dijo Viviana, muy seria.

—Parece increíble que en esta época un médico devuelva la juventud a la gente y nadie lo conozca.

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