Historias Robadas (9 page)

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Authors: Enrique J. Vila Torres

BOOK: Historias Robadas
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Allí, sobre la arena, pasó horas perdidas entre sueños de dolor y tristeza. Y allí escribió una única carta destinada a su hijo Julio, su amado y desconocido hijito, con la esperanza de que algún día, quizá cuando el niño fuese ya mayor de edad, pudiese leerla y entender.

Mi amado hijo,

Soy tu padre, César. Tu padre de sangre. El que te lleva en el corazón, y con quien compartes el mismo elixir de vida que corre por mis venas y las de nuestros ancestros.

Estamos en 1949 y hace pocos meses que has nacido, haciéndome el hombre más feliz del mundo. Nunca creí, amado hijo, que pudiese sentir en mi corazón una dicha tan plena, tan luminosa, una alegría tan increíble, como la que noté cuando me dijeron que habías visto la luz.

Te amo. Te adoro. No puedo vivir sin saberte vivir y respirar el mismo aire que yo respiro. El aire que acaricia las tierras fértiles de esta hermosa isla que te ha visto nacer, Puerto Rico.

Y sin embargo, amado hijo, eres también la causa de mi inmenso dolor, que está destrozando mi corazón, y convirtiendo la sangre que circula por mis venas en un fluido denso, negro y envenenado.

¡Pero no eres tú el culpable! Son otras personas, que al no dejarme verte están matándome y haciendo de mi vida un infierno lleno de monstruos, dolor y sufrimiento… No sé si algún día mis ojos podrán mirar a los tuyos, y explicarte todo. Quizá, cuando leas esto, te hayan llegado otras versiones sobre mi vida y mi persona. No lo sé.

Pero sepas lo que sepas, quiero que notes alguna vez, aunque sea a través de estas líneas, el inmenso amor que siento por ti y por tu madre, Elena.

Ahora mismo, el sol se está poniendo tras el inmenso mar que nos rodea, y parece que muere acompañando así mi muerte lenta. Pienso que ahora, en la noche, podré ver reflejados tus ojitos en la luna que compartiremos allá en el negro firmamento, y al menos un lloro, una risa, una tierna palabrita tuya, llegará a mis oídos en la distancia, transportada por la brisa de la noche que tanto me reconforta en su oscuridad.

Hijo, te amo. Te dirán muchas cosas, puede que la mayoría malas. Pero soy tu padre. Y si no puedo verte, si me arrastra la muerte antes de que la vida me otorgue el inmenso placer de abrazarte, de tocarte, de sentirte, quiero que sepas que siempre estaré en ti, que algo de mí llevarás en tus entrañas, y que cuando ese día de mi muerte llegue, me sentiré eterno gracias a que tú seguirás viviendo.

Soy tu padre, tú mi hijo, y por eso, por la sangre que nos une y compartimos, tú eres mi eternidad.

La misma eternidad en la que siempre reinará mi amor por ti, el amor de tu padre, aunque ahora tu vida, y me temo que ya por siempre, será parte de una historia, la nuestra, robada.

Te quiero.

Al acabar de escribir esas líneas, entre sollozos, César se hizo un pequeño corte con una navaja que siempre llevaba encima, y dejó caer unas gotas de su sangre a modo de antefirma.

De esa significativa forma, su líquido vital llegaría a su hijo, aunque dioses, ejércitos o fuerzas incomprensibles se opusieran a ello.

5

Además del inmenso dolor que César sentía en el corazón, y pese a conservar precariamente su integridad física, la situación de los hermanos Barbosa, antes alegre, despreocupada y jovial, era ahora crítica. Tenían que buscar una solución a sus vidas.

Fue una tarde de diciembre de 1949 cuando Augusto, más valiente y resolutivo, encontró una salida, quizá desesperada pero válida.

—El ejército, hermano —se dirigió ceñudo a César—. No hay otra solución al nefasto panorama que se nos presenta.

—¿Qué dices? —estalló el otro, sorprendido—. ¿El ejército? ¿De quién?, ¿de los Estados Unidos? Precisamente el país contra el que nuestros hermanos revolucionarios están luchando… Y además… mi amada y mi hijo están en esta isla. Nunca me iré. Nunca dejaré que mares y tierras me separen de ellos, de lo que más quiero, de mi amor y del fruto de mi sangre…

Augusto rió cínicamente.

—… del fruto de tu incontrolado sexo, hermanito… Elena no era más que una de tantas a las que te tiraste, solo que estás enganchado a sus encantos, precisamente porque te los han prohibido al desterrarla a Yauco, vigilada por los matones de su padre.

—¡Cállate! —contestó enfurecido César—. La amo… Y mi hijo es mi vida… No pasa un minuto sin que piense en él, sin que desee verlo…

—¡Puedo callar, estúpido! —prosiguió con dureza Augusto—, pero sabes que no me equivoco. Estás enganchado a una mujer precisamente porque es un fruto prohibido, pero es algo pasajero. Se te olvidará. Y a tu hijo ya lo verás algún día, si el destino así lo quiere. Oportunidades seguro que vas a tener. Al fin y al cabo, si lo ves dentro de unos años, no podrá reprocharte nada, pues en verdad no puedes verlo porque no te dejan…

Ahora los ojos de César estaban vidriosos de dolor, y las lágrimas que surgían de ellos le escocían casi tanto como la amarga sangre que empezaba a llegar a su corazón roto.

—Nuestra situación es desesperada —continuó el mayor de los mellizos—. Esta maldita revolución y tu maldito bastardo nos han dejado sin una gira. Nuestros amigos nos dan la espalda. Se nos acaba el poco dinero que teníamos ahorrado, y nuestros padres y hermanos no están en situación de ayudarnos.

»Además, insensato, sabes que las mafias locales dominadas por ese cerdo de Emilio van a cortarte el cuello a la mínima oportunidad, a meterte en un saco lleno de piedras y a tirarte desde una barca en alta mar… La venganza por hacerle un hijo a su adorada Elena te está rondando. Sabes que no va a parar hasta arruinarnos la carrera. Va a matarte. Y como yo soy tu estúpido hermano mayor, y siempre estoy a tu lado protegiéndote, acabaré siendo alimento de los peces por tu culpa.

»Y hermanito —concluyó Augusto ahora con un tono paternal—, te quiero y me quiero demasiado para que eso pase, idiota.

César estaba abatido. Su hermano, como casi siempre, tenía razón.

El ejército. Servir a la potencia colonizadora, los Estados Unidos, de la que ahora algunos compatriotas estaban intentando separarse de una vez por todas. Absurdo, pero quizá la única salida para su angustiosa situación. Y ciertamente, para seguir así como se encontraba ahora su ánimo, prefería servir en el ejército, lejos de todo, envuelto en una recia y dura vida militar, que sin duda le ayudaría a olvidar de algún modo la angustia que le corroía por estar separado de su amada Elena y de su hijito Julio, el bastardo de los Salazar.

Y también quizá, solo el destino lo sabía, una bala piadosa perdida en el fragor de alguna batalla acabaría de forma fulminante con su dolor, y transportaría su alma a paraísos lejanos en los que ni el amor ni la distancia hicieran sufrir a su entristecido corazón.

6

Tomada la drástica decisión, el 2 de enero de 1950 los hermanos Barbosa se alistaron como voluntarios en el 65.º Regimiento de Infantería del Ejército de los Estados Unidos de América.

Como ya se dijo, la isla de Puerto Rico estaba sacudida por un intento revolucionario que ansiaba independizarse definitivamente del Imperio estadounidense, pero en aquellos momentos y a todos los efectos el país seguía teniendo un estatus colonial con la potencia norteamericana, en su calidad de Estado Libre Asociado, situación que en definitiva, y tras el fracaso de la citada revuelta, es la que se ha mantenido hasta nuestros días.

El 65.º Regimiento de Infantería al que se alistaron César y Augusto se creó en 1899 como el primer batallón de tropas puertorriqueñas creado por los Estados Unidos de América, y acabó incorporándose a su ejército como tropas coloniales, encargadas en principio de la defensa de la isla. Con el paso del tiempo, los bravos soldados de Puerto Rico no solo actuaron en el Caribe, sino que participaron en la segunda guerra mundial, interviniendo en acciones en Córcega, el norte de África e Italia, y tras la derrota de los nazis, regresaron a su isla de origen en el lejano y cálido Caribe.

El regimiento, pues, pese a no haber destacado en batallas de importancia, era célebre entre todos los habitantes de la nación centroamericana, y el orgullo patrio de los militares nativos. Por esa razón los hermanos Barbosa, al incorporarse al mismo, sintieron cierto cosquilleo emotivo en su interior, y supieron que al menos, al cambiar tan radicalmente sus vidas, iban a servir a la patria de una forma bien diferente de lo que habían hecho hasta el momento: su vida relajada, cómoda y de holgazanes, repleta de fiestas, sexo y placeres, iba a convertirse en un infierno duro pero lleno de honor.

7

Transcurría el mes de agosto de 1950, cuando se inició uno de los episodios más duros de la vida de los hermanos Barbosa.

Tras atravesar embarcados el canal de Panamá, César y Augusto se dirigieron con sus compañeros del 65.º Regimiento de Infantería hacia tierras asiáticas, donde el ejército de Corea del Norte, ayudado por tropas chinas, había invadido el territorio de Corea del Sur.

Los
borinqueneers
—pues por tal nombre se conocía al regimiento de los Barbosa, en honor a la tribu borinqueña, de indios puertorriqueños— desembarcaron en Pusán, Corea del Sur, el 23 de septiembre de 1950.

Entre finales de 1950 y comienzos de 1951, los
boriqueneers
destacaron en dos importantes acciones bélicas en Corea del Sur, participando activamente en evitar un potencial desastre de las fuerzas democráticas frente a los comunistas.

Sin duda, los hermanos Barbosa se estaban ganando entre sudor, sangre y pólvora el perdón por los muchos excesos y pecados de su disoluta vida anterior a esa experiencia militar tan dura.

Fue en medio de esos episodios sangrientos donde la fuerza que unió a los hermanos se hizo dura como el acero. Donde, entre las balas silbantes de los chinos y coreanos, entre la sangre derramada por sus compatriotas, y los gritos de dolor y sufrimiento paridos por esa batalla brutal en Pusán, el espíritu de los hasta ahora indolentes hermanos se forjó como el titanio, indestructible.

Y fue allí, en el fragor de la batalla en las lejanas tierras orientales, defendiendo a su patria codo con codo y compartiendo un sufrimiento que nunca pensó que sería capaz de aguantar, donde César decidió recuperar la historia robada de su hijo Julio, costase lo que costase.

Tras acabar el conflicto coreano, el 65.º Regimiento de Infantería recibió la orden de regresar a Puerto Rico. Habían sido meses de lucha brutal y heroica. Aún en Corea, César y Augusto fueron ascendidos de grado por sus méritos, y condecorados en reconocimiento a su extraordinario sacrificio en las batallas en las que participaron, junto al resto de sus valientes compañeros
borinqueneers
.

Los hermanos habían batallado con valentía. Sentían que habían cumplido con su misión, y desde luego los sinsabores pasados les habían hecho desear y coincidir en un propósito común. Iban a rehacer sus vidas desde cero. Habían estado demasiado cerca de las granadas y de las balas enemigas, para no darse cuenta de que tenían una existencia maravillosa por delante, de que aún eran jóvenes y tenían potencial, para disfrutar como lo hicieron en su día en Puerto Rico, antes del fatal romance de César con la joven Elena Salazar.

Debían hacer tábula rasa, empezar en otro país, y de nuevo ser felices.

Lo único que quedaría de su pasado era el recuerdo del amor prohibido, y un hijo, el bastardo robado Julio, al que algún día César se juró que encontraría y a ser posible leería en persona la emotiva carta escrita hacía ya tanto tiempo a orillas del mar Caribe.

8

Por aquel entonces, en 1952, en España ejercía el poder el dictador Francisco Franco. Las relaciones diplomáticas con los países democráticos estaban congeladas. Sin embargo, por intereses geoestratégicos y políticos, ya se levantaban muchas voces de algunos estrategas y tecnócratas, sobre todo en los Estados Unidos, que apoyaban la necesidad de empezar a abrir contactos con el dictador, por la estabilidad política que parecía imperar en España, y por su conveniencia estratégica.

Así, al comienzo de la década de los años cincuenta del siglo
XX
, se organizaron algunas misiones militares de carácter secreto y tuvieron lugar los primeros contactos no oficiales con el estamento de defensa español.

Estos primeros contactos se disimularon enviando pequeñas delegaciones de perfil técnico, disfrazadas de asesores o instructores de inteligencia, o logísticos, que se fueron destinando a diferentes acuartelamientos españoles a modo de avanzadilla diplomática, para comprobar sobre el terreno la posibilidad real de colaborar sin tapujos con el régimen dictatorial franquista. Dichos contactos previos, de los que nunca se supo nada oficialmente, culminaron con la visita al general Franco que realizó en 1956 el secretario de Estado para Asuntos Exteriores de los Estados Unidos, John Foster Dulles. Tres años más tarde, en 1959, el presidente de los Estados Unidos Dwight Eisenhower realiza otra visita al Generalísimo para fortalecer las relaciones diplomáticas entre ambos países, que tenían en común una férrea oposición al comunismo.

El hecho es que entre esas primeras misiones secretas previas a la visita de Foster Dulles y compuestas de personal militar para disimular la auténtica labor diplomática de miembros del gobierno estadounidense, se reclutaron entre los suboficiales y oficiales del ejército estadounidense a miembros hispanos que dominasen obviamente el idioma español, y estuviesen más familiarizados con las costumbres latinas, para facilitar un entendimiento con los españoles con los que tendrían que convivir.

Cuando César y Augusto fueron informados de la creación de estos cuerpos especiales y de carácter voluntario, no dudaron ni un solo instante en aprovechar la ocasión para, sin salir del ejército que les garantizaba un sustento, recalar en otro país donde iniciar su nueva vida.

No podían volver a Puerto Rico, donde sin duda aún los esperaba la sed de venganza de Emilio Salazar, y qué mejor lugar que España, un país donde las costumbres y el idioma no iban a ser problema para ellos.

Así pues, en enero de 1954, César y Augusto llegaron a Lanzarote, en las islas Canarias, en misión extraoficial como instructores militares voluntarios, y fueron destinados a la base militar española de la isla, como asesores especializados en artillería pesada. Allí, meros observadores y educadores técnicos militares americanos, se instalaron e integraron perfectamente con la población local, mientras servían de tapadera con el resto de compañeros que los acompañaron, para las actividades diplomáticas ocultas y encaminadas a allanar el posterior establecimiento de relaciones políticas entre los Estados Unidos y la España fascista.

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