Holocausto (14 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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—Heydrich sabe lo que se pesca —dijo la voz—. Siempre acapara a la mujer más hermosa.

Fruncí el ceño, pero no me volví. Evidentemente, el importuno parecía ignorar que estaba hablando de mi mujer.

—Una auténtica beldad —insistió la voz—. Su marido debería saber que Heydrich fue expulsado de la Armada por comprometer a la esposa de un superior…

Me volví encolerizado.

—Da la casualidad de que esa mujer que baila con él es mi esposa y le agradeceré…

—Cálmate, Erik —replicó el importuno.

Me encontré ante un hombre de gran talla y rostro atezado, que vestía smoking. Cuando me sonrió, no pude evitar una gran carcajada. ¡Cómo me había tomado el pelo! Era Kurt Dorf, mi tío Kurt, a quien no veía desde hacía cuatro o cinco años.

—¡Qué fantástica sorpresa! —exclamé—. No tenía ni idea de que hubieses regresado a Berlín.

El me explicó con su tono pausado que ahora estaba trabajando para el Ejército en Polonia, como constructor de carreteras e ingeniero jefe civil. Pareció impresionado conmigo.

—¡Quién lo hubiera dicho! —dijo Kurt—. El pequeño rapaz de mi hermano Klaus, ahora un oficial de la SS.

¡Y capitán! Mano derecha de Heydrich, según se me ha dicho.

—¡Bah, eso es una exageración! Pero ¿qué haces por aquí?

—Los generales conceptúan estos festejos como un incentivo para hacerme cumplir puntualmente sus programas.

Nos escrutamos uno a otro. Él tiene bastante parecido con mi padre, pero es más alto y coriáceo. Mi padre se estableció para toda su vida como un pobre panadero y fracasó. Por su parte, Kurt fue siempre dinámico, trabajó de firme en empleos que le sirvieron para graduarse como ingeniero civil. Continúa soltero, es un hombre solitario, con pocos amigos.

—Cuánto me gustaría que papá viviera y nos viese reunidos aquí —declaré.

—Se enorgullecería, estoy seguro. —E hizo un gesto hacia Marta—. Y también de Marta. Es muy hermosa, Erik.

—Cada día la quiero más. No es sólo amor, tío Kurt…, sino también respeto y admiración.

—Ella parece haberse ganado también el respeto y la admiración de tu jefe. El hombre no tiene ese aspecto de «Bestia Rubia» que tanto comenta la gente.

Eso me dejó petrificado. Kurt debería moderar su lenguaje; pero siempre había sido un tanto lenguaraz y más bien campechano.

—¿Rubia…? —inquirí.

—Una expresión callejera. Pareces asombrado.

Le miré de hito en hito. Heydrich escoltó a Marta hasta mi. Ella hizo una genuflexión y le dijo cuan honrada se sentía. Él le besó la mano y manifestó que alguna noche deberíamos organizar una visita a la Ópera.

Entonces Marta reconoció al tío Kurt y, echándole ambos brazos al cuello, le dio un beso. Heydrich se quedó mirando.

Yo hice las presentaciones.

—General, es mi tío Kurt Dorf.

Kurt dijo que era un honor conocer personalmente al jefe de la SS y que él había conocido ya a muchos de sus comandantes en Polonia, Heydrich examinó por unos instantes las facciones pétreas de Kurt y el smoking.

Luego dijo:

—Dorf, Kurt, ingeniero especializado en construcción de carreteras. Asignado al general Von Brauchitsch. Tiene a su cargo las carreteras y terminales en territorios ocupados. ¿Correcto?

—Totalmente. Jamás supuse que su oficina estuviese tan bien informada sobre modestos constructores de carreteras.

—Nosotros estamos bien informados sobre todo el mundo.

Heydrich se alejó. La orquesta atacó otra pieza. Marta me sugirió que bailase con la mujer de Eichmann, agregando que no perjudicaría a mi carrera.

El tío Kurt fue con Marta al bar. Bebieron champaña. Lo que siguió fue una conversación singular y bastante perturbadora para ella. Kurt, quien no era precisamente muy diplomático, dijo en voz más bien baja que Heydrich no le parecía ni mucho menos lo que le llamaban ciertas personas: el «joven y diabólico dios de la muerte» en el Partido.

Marta se escandalizó. ¿Quién se atrevía a decir semejante cosa? ¡Claro, los usuales enemigos políticos! Marta participó a mi tío que Heydrich nos inspiraba verdadera adoración, pues personificaba idealmente a la Alemania del futuro…, intrépido y sensitivo, noble e inteligente, Kurt intentó disculparse aludiendo a su calidad de ingeniero: él no era político, sino un sencillo constructor de carreteras. Esto explicaba su permanencia al margen de toda política de partido. Después abordó otro tema. Felicitó a Marta por su belleza, por su emprendedor marido y encantadora familia.

—Fue muy sencillo —repuso mi mujer—. Nos entregamos en cuerpo y alma a la nueva Alemania.

—Así veo.

—Podrías mostrar un poco más de entusiasmo —le recriminó Marta.

—¡Ah, yo soy también parte de ello! El Régimen ha hecho un buen trabajo, lo sé. La gente vuelve al trabajo… aunque mayormente sean empleos de guerra. No hay huelgas.

La moneda se mantiene estable. Y tan pronto como Francia e Inglaterra soliciten la paz… el futuro será nuestro.

—Entonces, tú y Erik opináis lo mismo. La única diferencia es que él viste uniforme y tú no.

—¡Ah, querida Marta! ¡Qué fascinante es tu simplificación de las cosas! No obstante, quizá tengas razón.

Entonces él le pidió un baile disculpándose por su edad y su entumecimiento de tanto pasear arriba y abajo por las pésimas carreteras polacas. Ella se lo concedió encantada. Fue una velada maravillosa…, encontrarme de nuevo con Kurt, y Marta, causando tan buena impresión al jefe. Verdaderamente, nada se interponía en nuestro camino.

RELATO DE RUDI WEISS.

Como ya he mencionado, mi padre y mi tío Moses eran miembros de uno de los primeros consejos judíos organizados en Varsovia allá por diciembre de 1939.

Mucho se ha escrito sobre ellos… bueno, malo e imparcial. ¿Qué podían hacer? Estaban inermes, sin armas ni amigos. A los polacos les encantaba que la ira nazi se descargara sobre los judíos; no percibían que el ajuste de cuentas llegaría también algún día para ellos… y entonces serían esclavos del Nuevo Orden.

Así pues, mi padre y mi tío servían al Consejo, procuraban hacer la vida más soportable para centenares de millares, apiñados ahora en Varsovia. Lo mismo cabía decir de Lublin, Krakov, Vilna y otras ciudades polacas. Nosotros conocíamos ya su significado…, un paso adelante hacia la solución final de Hitler.

Los trenes llegaban casi a diario, con vagones de ganado repletos de judíos pobres, famélicos y despavoridos.

Mucha gente moría en el camino. Los niños se asfixiaban. Los pasajeros nadaban en sus propios excrementos.

No había agua; sólo el paquete de alimentos que se les permitía llevar consigo. Y siempre las porras y los látigos de sus celadores. Éstos no eran sólo alemanes, sino también muchos polacos que se alistaban como fuerzas auxiliares en la SS.

Asimismo, se mentía a esos judíos, y ellos creerían tales falsedades durante muchos años por venir. Nueva colonización. Vuestra propia comunidad. Vuestras propias ciudades. Lejos de los polacos… Un hombre que ha vivido las amargas experiencias de semejante transporte recuerda la comparecencia de mi padre y mi tío Moses cuando llegó su tren en un día invernal. Había tres cuerpos yertos a bordo, y dos, niños pequeños habían muerto de asfixia.

Ambos intentaron dar una grata acogida a los recién llegados. Lowy colaboró con mi padre para la asignación de alojamientos, cosa nada fácil, pues cada habitación estaba ocupada por ocho o nueve judíos. Las instalaciones sanitarias estaban inservibles. Los techos tenían goteras. No había combustible para calentar los edificios. Cada día se veía más mendigos por las calles.

Una mujer que viajaba en aquel tren se negó a entregar su hijo muerto. Un rabino tuvo que recurrir a sus mejores argumentos para convencerla: era preciso enterrarlo decentemente, devolverlo a la tierra.

Aunque mi padre aborreciese su trabajo en el Consejo se veía obligado a seguir allí. Él prefería trabajar en el «Hospital Judío», aun cuando se hallara atestado, tuviese falta de personal y fuese miserable. Pero, habiendo sostenido una violenta discusión con cierto médico militar alemán, se le había suspendido temporalmente. El doctor germano había tratado a los pacientes de tifus con un medicamento llamado ulirón sin conseguir curarlos; más bien los mataba entre terribles dolores. Entonces mi padre protestó arguyendo con el alemán.

Éstos profirieron amenazas contra él, tales como apaleamiento y encarcelamiento, pero mi padre no quiso retractarse. Durante algún tiempo se suspendió el uso del ulirón. (Posteriormente, se hicieron experimentos mucho más demoníacos con los judíos; nosotros fuimos sus conejillos de Indias, sus animales de laboratorio). Pero, por el momento, mi padre vio cómo se le restringía el horario en el hospital, su primer amor, la medicina.

Cuando regresaban de esperar el tren aquel día glacial con los trémulos recién llegados desde Polonia Occidental, mi padre dijo al tío Moses que detestaba esa tarea de decidir quién debería ocupar tal o cual casa, cuántos alimentos deberían distribuirse, y así sucesivamente.

—El pueblo te respeta, Josef —dijo Moses.

—¿De verdad?

—¡Ah, sí! Tanto como yo desde que éramos niños aquí y hacíamos viajes gratuitos en esos mismos trenes. Tú eras el hermano aventajado y yo, el zopenco, Aún recuerdo aquel día en que ganaste el premio de química….

¡Cuánto se enorgulleció papá!

Mi padre sonrió.

—Sí. Y aquel director no me permitió recibirlo en el paraninfo porque, según declaró, yo era de creencias hebreas.

—Justo. Y yo se lo robé de su despacho. Un diploma y cincuenta zloty. ¿Cómo tendría el valor de hacerlo?

Creo que ésa fue mi última hazaña en esta vida.

—¡Dios, qué memoria tienes!

Ambos hermanos entraron en el ghetto. Por entonces, no se había levantado todavía el muro y así pasaron tranquilamente de la llamada zona aria al antiguo barrio judío.

—¡Y aquella farmacia decadente! —prosiguió Moses—

Así se me premió por no ser tan inteligente como tú.

Mi padre le cogió del brazo.

—Te hice daño. Sin la menor intención. Entonces sólo había dinero para que yo asistiera a la Universidad.

—No, no… —El hijo mimado. ¿Y cuántas veces te visité o escribí? Hago cabalas. Tal vez en el subconsciente me avergonzara que mi familia fuesen unos judíos polacos pobres.

—¡Ni hablar! Tú eras un hombre atareado. Tenías tu carrera, esposa e hijos.

Mi padre se detuvo. En torno suyo pululaban las eternas víctimas, hambrientas y apaleadas…, los judíos de la Euro pa Oriental.

—Lo siento, Moses.

—Las disculpas sobran. Aquí estamos juntos otra vez en una especie de miseria fraternal. Hagamos cuanto podamos por esta gente.

Era la víspera de Año Nuevo, 1939, cuando se celebró una reunión en el apartamento de los Helms. Karl no había sido excarcelado de Buchenwald, pero Hans, el hermano de Inga, había vuelto a casa desde el frente polaco. Y Muller, metido con uniforme de sargento de la SS, estaba presente.

Mi madre y Anna compartían todavía el viejo estudio de la puerta contigua. Desde luego, ellas no asistirían.

Mi madre tenía su orgullo de siempre. Y Anna, aun siendo huésped en el viejo hogar de Inga (y Karl), no disimulaba su resentimiento por la actitud de los Helms hacia ella.

Aunque los Ejércitos alemanes hubiesen triunfado en Polonia y los franceses e ingleses pareciesen rehuir la lucha encastillados en sus casamatas de la línea Maginot, se impuso una economía de guerra. Singularmente, los germanos no parecieron sufrir sus consecuencias. Se dedicaron a expoliar de un modo sistemático a Polonia y Checoslovaquia. Así pues, compensaron su escasez tomando alimentos de los países ocupados.

Pero la vida se hizo insoportable para los judíos. Se les ordenó llevar la estrella amarilla. Los judíos fueron blancos fáciles en las calles. Mi madre, demasiado orgullosa para someterse, se convirtió en una reclusa.

Anna se aventuró algunas veces a hacer visitas, por lo general a este o aquel amigo lo bastante infortunado para quedar en el olvido. No pudieron ir al cine o teatro, ni utilizar los transportes públicos, ni hacer compras en los almacenes cristianos. Inga les procuraba todavía algunos alimentos…, una insípida dieta de fécula, algo de carne y sucedáneo de café. Inga se empleó como secretaria en una fábrica. Hasta entonces había encontrado dificultades para encontrar trabajo, pues la rechazaban tan pronto como se sabía que su marido era judío y estaba encarcelado.

Pero aquélla era una hora de celebración para los Helms. Polonia, desaparecida. Los Aliados, temblando de miedo. Hans Helms, completamente ebrio y muy parlanchín, explicó, jactancioso, cómo habían atravesado Polonia sus tanques y cañones del 88.

Muller rió entre dientes.

—La han cortado como un cuchillo caliente la mantequilla, ¿eh, Hans? Habéis dado buena cuenta de los polacos. —Vació su jarra de cerveza y echó una ojeada a Inga—. Yo soy demasiado viejo para combatir. Me he de conformar con ser un maldito celador: Buchenwald.

Inga, quien había estado silenciosa y mustia durante casi toda la velada, se incorporó con viveza.

—¿Buchenwald? ¿Has visto a mi marido?

—¿Está allí?

—Tú mismo dijiste que lo enviarían probablemente allí.

—¿Lo dije?

Ella le suplicó su ayuda y Muller jugó al ratón y al gato. Prometió averiguar si Karl figuraba en las listas del campo. Ella debería comprender que el lugar era inmenso, pero Muller, siempre servicial, lo intentaría. Una vez le tocó la rodilla y ella respingó. Él intentó convencerla de que Buchenwald no representaba el peor destino para los judíos. ¡Su hermano Hans podría contarle historias de lo que les hacían en Polonia!

Borracho, pero sabiendo bien lo que se decía, Muller habló de cosas mucho peores para el porvenir. ¿Por qué habían ido a la guerra Francia e Inglaterra? Para proteger a los banqueros judíos, por supuesto. El padre de Inga le hizo coro. Le repugnó la idea de tener escondidas a dos judías en el apartamento contiguo… fueran parientes políticos o no.

Inga se enfureció, les dijo a gritos que le costaba reconocerlos como familia suya. Cuando Hans la acusó de ser una amante kike y haber deshonrado a todos, ella le lanzó una jarra de cerveza al rostro. Muller y Hans se retorcieron de risa. Inga abandonó corriendo la habitación y pasó aquella noche con mi madre y mi hermana.

Entretanto éstas se encontraban virtualmente prisioneras en el estudio. Había sido confiscada la reducida cuenta bancaria de mi madre, si bien ella había conseguido esconder algún dinero en el forro de su abrigo.

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