Holocausto (18 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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Los ojos de Anna permanecieron turbios, apartados del mundo.

—Cuando estés mejor, iré a buscarte. Mamá y yo te llevaremos a casa.

Tampoco obtuvo respuesta de mi hermana. Inga la besó otra vez.

—Doctor… me cuesta mucho creer lo ocurrido —dijo. Y rompió a llorar—. No había una chica tan valiente y vital como ella. Y ahora… —Estos casos suelen ser desconcertantes, señora Weiss.

—¿Cree usted que he obrado bien? Por favor, dígamelo. Quizás ella estuviera mejor con su madre y conmigo. Sin embargo, parece empeorar, se muestra cada día más inerte.

—La muchacha sufre una profunda perturbación, casi autística. Ese peculiar balanceo…, nosotros lo denominamos perseveración. Ciertos síntomas de psicosis profunda. Hace bien en entregarla al cuidado de profesionales.

La palabra entregarla causó un escalofrío momentáneo a Inga.

—Se le informará debidamente sobre sus progresos —declaró el médico—. Y salude de mi parte a su suegra. Una consumada pianista, según creo recordar.

No puede ser un malvado, pensó Inga, ni un hombre capaz de perjudicar a Anna. Cortés, simpático e interesándose incluso por mi madre. Bueno, en definitiva conocía a mi padre desde muchos años atrás.

—Adiós, Anna —se despidió Inga.

Por un instante, Anna levantó los párpados…, como si se hubiese establecido una conexión en su maltrecho cerebro, como si intuyese que una persona querida se alejaba de su vida. Pero los ojos mantuvieron su mirada vaga, la boca siguió desmadejada.

Murmurando algunas palabras reconfortantes, la enfermera la condujo fuera del aposento.

DIARIO DE ERIK DORF.

Varsovia Agosto de 1940.

Hans Frank es gobernador general del territorio polaco que hemos anexionado oficialmente al Reich. Un individuo moreno, nervioso, de labios sensuales; intenta hacerse pasar por duro, pero percibo en él una actitud defensiva, cierta debilidad. Como el escolar intelectual de la clase que intenta intimidar a los valentones con bravatas.

Heydrich me ha enviado a Polonia para comprobar cómo funciona nuestro plan de reinstalación. Estamos moviendo millares y millares de judíos hacia el Este, concentrándolos en ciudades como Lublin y Varsovia.

Frank dio un paso en falso conmigo al llamarme irónicamente «el nuevo chico de Heydrich». Me molestó esa denominación y lo hice constar así.

—No se ofenda, capitán Dorf. Quise decir sus ojos y oídos, por expresarlo de algún modo. Supongo que él le ha destinado a Varsovia para supervisar mi actuación, comprobar cómo administro las nuevas regiones.

—En realidad así es. Primero su reclamación pidiendo otros cuarenta mil funcionarios civiles para gobernar el influjo judío y la fuerza laboral polaca; segundo, su declaración de que usted representa en Polonia una potencia muy superior a la SS.

Los ojos de Frank se entornaron.

—Eso son rumores. Sé lo que me apodan: «el rey vasallo de Polonia». Expoliador, maquinador.

—Vayamos al grano —dije, Percibí al instante que no era un sujeto temible—. Lo de los cuarenta mil funcionarios civiles queda descartado. Dejemos que judíos y polacos administren sus propias comunidades.

Queremos que se destruya la nobleza polaca, la intelectualidad y el clero influyente. Se utilizará la masa popular polaca en los trabajos forzados, y asimismo el ghetto judío.

—Usted es demasiado arrogante para un muchacho de veintiocho años —replicó Frank—. Verdaderamente, debe haber embaucado a Heydrich.

—¿Embaucado?

—Sé que es usted abogado, como yo. El Partido nos aborrece. El Führer quisiera fusilar a todos los abogados que hay en Alemania. Le recuerdan a los judíos. Si me he salvado es porque cooperé con los magnates y les saqué de la cárcel allá por los años veinte, cuando usted era un mero pedo en el viento.

—Conozco todo sobre sus actividades —legales de antaño para el Partido.

—Y sé cómo se identifica usted con Heydrich. Todo cuanto puedo decir es que él contrata ahora escribientes de mejor estilo.

Mi rostro se tornó rojo, sentí cómo me subía la sangre por el cuello, orejas y mejillas. Pero descubrí muy satisfecho que Hans Frank no me inspiraba temor alguno. Verdaderamente, él ha birlado un cargo impresionante, y, sin embargo, es un intruso. He aprendido de Heydrich que la verdad concluyente reside en la fuerza. Si logras ejercer una influencia amenazadora sobre un hombre, dejarle entrever cierto apoyo de autoridades superiores, sugerirle haciendo caso omiso de su rango que no te inspira temor, y si, por añadidura, posees suficiente poder para arruinarle, te apoderarás tarde o temprano de su voluntad.

Desde luego, no pretendo ser una imagen refleja de Heydrich. Él es un general, un auténtico caudillo, y, en cierto modo, Frank tuvo razón al calificarme burlonamente de «escribiente». Pero percibí compasión de sí mismo en aquellos ojos, debilidad en la boca. A decir verdad, Frank me hizo recordar mi propia figura cinco años atrás, antes de que el Partido y la SS me endurecieran el lomo, me enseñaran los manejos del poder.

Dejé mi cartera sobre su mesa y nos miramos fijamente en aquel enorme despacho, decorado con inmensas banderas nacionalsocialistas, rojas, negras y blancas, y gigantescos retratos de Hitler.

Podría haberle acosado bastante más, pero no lo hice. La verdad es que los círculos internos del Partido no confían mucho en Hans Frank. Él está siempre perorando sobre la necesidad de imponer la ley y los procedimientos legales. Y recuerdo demasiado bien la admonición de Heydrich: olvidar por completo los conceptos aprendidos en la Facultad de Derecho. Por otra parte, Frank no tiene parangón como sujeto ambicioso, sanguinario, carente de principios y astuto. Es una pésima mezcolanza. La SS lo sabe e intenta someterle.

—Estoy harto de que se inunde mi territorio con_ tanto judío —se lamentó cuando empecé a leerle el memorándum de Heydrich—. Ustedes se desembarazan de los piojosos kikes, portadores de enfermedades, enviándolos a Polonia, y ¿qué debo hacer yo con ellos? ¡Dios, estábamos mucho mejor cuando la SS los abatía sobre la marcha durante la invasión del año pasado!

—Se puede eliminar todavía a los indeseables. Comunistas. Criminales. Agitadores… Pero, de momento, los judíos son elementos productivos, particularmente en la fabricación de armamentos; por tanto, conviene dejarles tranquilos. ¡Y por amor de Dios, déjeles que administren sus propios ghettos! Se debe emplear tan sólo a nuestros SS para mantener la disciplina, llevar los registros y supervisar el trabajo.

El carácter errático de Frank me impide a veces sostener una conversación coherente con él. Aunque sea abogado, su mente es desordenada. Así pues, comenzó a despotricar contra nuestros «Territorios Judíos Autónomos»… Varsovia, Lublin, Lodz. Los llamó cloacas, vertederos que deberían ser destruidos.

E inesperadamente me condujo hasta la ventana para mostrarme el gigantesco muro que los judíos se veían obligados a levantar alrededor del ghetto varsoviano.

—¡Eso arruinará la economía de Varsovia! —gimió—. Los judíos tienen empleos fundamentales fuera del ghetto. Ahora se les encerrará ahí. ¿Cómo podré mantener en marcha las fábricas del exterior?

Repuse que el muro, aquella masa de ladrillo, cascote, cemento y piedra, se construía por órdenes directas de Himmler.

Cuando el hombre estaba a punto de explotar otra vez, manifesté firmemente:

—El aislamiento de los judíos es más importante que la economía. Usted deberá encontrar los suficientes recursos para hacer funcionar la industria y el comercio sin utilizar a los judíos si fuera necesario.

Él paseó arriba y abajo por el grandioso despacho haciendo sonar sus tacones sobre el suelo encerado. El hombre vive bien, se ve ya cual un caballero teutónico, un barón medieval servido por ejércitos de esclavos polacos.

Después de dejarle disparatar durante unos minutos, le repetí la orden:

—Muro en el ghetto.

Llegados a este punto, me apuntó con el índice, me llamó recadero y gritó que sabía muy bien cuál era el maldito significado del muro.

—Ilústreme, Herr Frank.

—¡Qué puñetas! ¡Sabe también lo que queremos significar yo, usted y todo el mundo desde Hitler para abajo!

Los judíos deberán desaparecer.

Le sugerí que me informara con mayor exactitud. Su rostro quedó a una pulgada del mío. Rostro maloliente, ojos relampagueantes.

—¡Desaparecer! ¿Qué diablos significa una Europa libre de judíos, Dorf? ¿A dónde los enviaremos? ¿A la Luna?

Esta vez no le hostigué. Se estaba acercando a la verdad concluyente bastante más de lo que me gustaría reconocer o, por lo menos, expresar,…, incluso para un rey vasallo de Polonia.

—¡Tal vez tenga más estómago que usted! —bramo Frank—. ¡Tal vez no ande de puntillas como Heydrich!

Sea como fuere, no hace mucho dije a mis hombres que el fusilar o envenenar a tres millones y medio de judíos en Polonia podría representar un ingente problema, pero que, tarde o temprano, sería preciso adoptar medidas para su aniquilamiento.

—Sé que lo hizo. Y desobedeció las órdenes.

—¡A la mierda las órdenes!

Eso me sobresaltó. Pues nosotros usamos palabras codificadas con tanta frecuencia, damos tantos rodeos para llegar a las soluciones finales, nos hacemos mutuamente tantas sugerencias sin deletrearlas, que las palabras crudas de Frank me desequilibraron. Para recuperarme, pensé en algo que me había enseñado Eichmann: cuando dudes, obedece. El genocidio no es una perspectiva agradable. Pero ¿y si no fuera asesinato auténtico, sino sólo una medida preventiva, una profilaxis contra la contaminación? Guardé para mí esos raciocinios.

Tales sutilezas serían improcedentes con un Hans Frank.

Ahora el hombre —esparrancado en su gran sillón o trono tallado— lamentó verse obligado a hacer nuestro sucio trabajo, una idea sobremanera ingrata. Dijo que cuando llegase ese momento «nos frotaría las narices en esa porquería».

No pude resistir la tentación de azuzarle preguntándole sobre su puñetera jactancia… y su extraña insistencia en «la justicia y los métodos legales». Como un paciente maestro le recordé algunas citas de Heydrich. Las arcaicas nociones de justicia han dado fin en el Tercer Reich. Nosotros, el brazo armado de la Policía, determinamos lo que es justo o injusto.

—El rostro es el de Dorf —dijo él—, pero la voz es la de Heydrich.

Le dejé creer que tomaba tales palabras como un cumplido. Bebimos coñac y él intentó mostrarse conciliador.

Le metí algún miedo en el cuerpo. Él debería mantener la boca cerrada respecto a ciertas cosas como «aniquilamiento» y muro del ghetto; debería ceder el trabajo a los judíos, es decir, el cacheo de su propia gente y la negociación de acuerdos para recibir a otros centenares de miles.

Él mostró su conformidad con un gruñido y me invitó a recorrer el ghetto en su coche oficial.

El ghetto varsoviano es un barrio deprimente e inmundo, lo cual demuestra que los judíos son incapaces de mantener ordenada su propia casa. Las calles están llenas de escombros, sembradas de basura. Ante mi estupefacción, vi dos cadáveres tendidos en el bordillo, totalmente olvidados.

—Mendigos o vagabundos sin hogar —aclaró Frank—. Quizá retrasados mentales. Pues los judíos, tan famosos por sus estrechos lazos Familiares, su interés caritativo acerca de los hermanos pobres, están desintegrándose como comunidad.

Se expresó con aversión no contenida. Y, sin embargo, debo reconocer que en aquel sórdido escenario, pervivía una vitalidad sorprendente. Vendedores ambulantes arrastrando carros de mano pregonaban su mercancía por las calles. Muchos carreteros conducían sus vehículos por las pedregosas calzadas. Los ancianos se encaminaban hacia las sinagogas conversando animadamente y agitando las manos. Pasan mujeres empujando cochecitos de niño. Los almacenes, aunque sombríos y mal aprovisionados, parecían hacer buen negocio. Contra mi buen saber y entender llegué a la conclusión de que cierta fuerza vital alentaba a esta gente. Quizá sea ésta la causa de su peligrosidad.

—Estos malditos locos prosiguen su vida como si nada hubiese ocurrido —comentó en tono despreciativo Frank—. Pero ya aprenderán.

Entonces ocurrió un curioso incidente.

Cuando el coche oficial doblaba una esquina y, por breves instantes le interceptaba el paso un carretón cargado de maderos, vi a un hombre más bien alto, vestido de oscuro y cubierto con un maltrecho hongo negro, que cruzaba la calle ante nosotros. Llevaba un maletín semejante al de un médico.

Por un momento, pensé que era el doctor Weiss, quien había tratado a mi familia y más tarde a Marta. Le había visto por última vez dos años atrás, cuando vino a pedirme ayuda para su hijo.

El hombre no se percató de mi presencia. Le acompañaba otro individuo, con ropas más modestas, y ambos charlaban muy agitados. Les vi entrar en un edificio cuyo rótulo decía Judenrat —Consejo Judío de Varsovia—, y luego los perdí de vista.

Asombrosa coincidencia… si aquel hombre fuera, efectivamente, el doctor Weiss. Desde luego, entre nosotros no existe relación alguna. Él no significa ya nada para mí. Es parte del pasado. Un hombre decente, según me parecía recordar, pero bastante ingenuo y con una esposa muy terca que se negaba a abandonar Alemania cuando pudiera haberlo hecho fácilmente.

Le pregunté a Frank si conocía al hombre del maletín. Él se encogió de hombros.

—Yo no sigo el rastro de cada kike en Varsovia. A juzgar por su estrafalario sombrero, debe de ser un miembro del Consejo. ¡Maldita pandilla de vagos! Como no procuren organizarse mejor, prepararemos algunos fusilamientos para espabilarlos. Escuche, Dorf, en las pequeñas ciudades yo he cumplido sobradamente mi deber haciendo fusilar a miembros de Consejos cuando arrastraban los pies. Ahí estriba todo ¿no? ¡Fuera con los antiguos conceptos de justicia! Tan sólo la horca y el fusil, ¿verdad?

Me abstuve de responder. Durante un buen rato me fue imposible borrar la imagen de aquel hombre alto.

Probablemente, no sería el doctor Weiss. Y si era, ¿qué me importaba? No parecía estar sufriendo sin motivo.

RELATO DE RUDI WEISS

Unos cuantos judíos sobrevivieron a los horrores de Varsovia. Algunos residen aquí, en Israel, y entre ellos, concretamente, una mujer que vive cerca del Kibbutz Agam, una tal Eva Lubin, quien conocía a mi padre y al tío Moses. Por entonces, luchaba en la Resistencia, y participó en asambleas del Consejo cuando éste no había perdido aún toda fiabilidad entre los judíos para ser remplazado por las unidades combatientes. Eva me refirió gran parte de lo sucedido.

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