Holocausto (22 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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—Por ejemplo, el coronel Blobel —se le oyó decir mientras todos bebíamos excelente champaña francés. Y añadió—: Tiene proyectos muy ingeniosos para los judíos rusos.

Tras una pausa prosiguió:

—El coronel Ohlendorf es abogado —como usted, Dorf— y un experto en economía. Weinmann es físico.

Klingelhoffer fue cantante de ópera. Y nuestro dechado, el coronel Biberstein,… un ex ministro luterano.

Aquello me causó auténtica impresión. Entretanto, la Prensa extranjera intentaba pintarnos como desalmados y asesinos. ¡Cuánto me gustaría que pudiese verificar la calidad de los oficiales en nuestras filas!

—¡Biberstein! —bromeó Heydrich—. Cuentenos algo sobre la organización que formó usted cuando dejó el pulpito. ¿Cómo se llamaba…?

El coronel Biberstein enrojeció.

—La Hermandad del Amor.

Ohlendorf se rió.

—¿Qué diablos era esa Hermandad del Amor?

Biberstein comprendió que se le estaba gastando una broma pesada, pero lo tomó con deportividad.

Realmente constituimos una fraternidad, un grupo unido por el conocimiento de las arduas tareas que nos esperan.

—Creí necesaria una organización civil y ajena a la Iglesia —como así fue— para estimular el amor humano mediante la fe cristiana.

—¿Y cómo resultó? —inquirió Blobel.

—Mal. Siento decirlo. Y así fue como terminé en la SS. Primero capellán y ahora una nueva especialidad.

—Pero difundiendo el Evangelio, ¿eh, Biberstein? —le azuzó Blobel.

—¡Ah! ¡Aquí no hay necesidad de difundirlo! —repuso el antiguo religioso—. Aquí todos somos conversos de una nueva fe.

Eso hizo soltar una tremenda carcajada a Blobel, e incluso hombres más serios como Ohlendorf y el coronel Artur Nebe sonrieron. Yo no lo encontré tan gracioso, aunque Heydrich no pareciera alterarse.

—Sí, una nueva fe —repetí—. Y nosotros somos los apóstoles.

—¡Escuchen al capitán Dorf! —bramó Blobel—. Si la cosa es cierta, ¿quién será nuestro Pedro?

—Yo seré el incrédulo Tomás declaró Ohlendorf.

—Mientras no tengamos un Judas… —murmuré.

Blobel me miró con malicioso desprecio. Desde luego, estaba bebido. En el buffet había parloteado lo suyo mientras consumía champaña francés, jamón polaco, ensalada de endibias belga y quesos alemanes.

—Sólo falta el caviar ruso —comentó—. Y eso no tardará mucho.

—¿Un Judas? —repitió ahora el coronel Blobel—. ¿En este grupo?

—Tengo la certeza de que no habrá traiciones —declaró Heydrich con tono afable—. El capitán Dorf se ha referido, creo yo, a la necesidad de guardar el secreto.

—¿Y cómo se mantiene en secreto un trabajo semejante? —insistió Blobel.

—Órdenes verbales —repliqué presuroso—. Ninguna referencia al Führer. Cooperación absoluta del Ejército.

El programa de reinstalación debe tener lugar rápidamente, de una forma quirúrgica, sin dejar trazas. Incluso en nuestros coloquios, por no decir nada de los informes escritos, no debemos usar palabras concretas ni describir las operaciones de los Einsatzgruppen.

El coronel Ohlendorf —un hombre con gafas, apuesto, rubio, el modelo perfecto de erudito transformado en oficial—, tamborileo en el borde de su vaso.

—Tal vez no sea tan sencillo —dijo. (No es sólo abogado y economista sino también doctor en Jurisprudencia).

—Nada que sea importante lo es —repliqué. Ohlendorf me miró fijamente. Pareció algo ofendido. Al fin y al cabo, no soy sólo un oficial subalterno, sino también un compañero de profesión.

Inesperadamente, Blobel me cogió del codo para apartarme del grupo. Biberstein siguió soportando bromas acerca de su carrera eclesiástica. Ohlendorf le hizo una pregunta teórica sobre la sanción cristiana para las medidas antiboicheviques.

—He oído hablar de usted, Dorf —dijo Blobel. Percibí cierto tono insidioso en su voz, una voz esponjosa—. El escucha de Heydrich, su espía. Según tengo entendido, usted propinó tal rapapolvo a Hans Fraak que los oídos le están chillando todavía.

Desde mi incorporación al servicio he aprendido mucho, Primero, no amedrentarse nunca, aunque sientas miedo. Blobel es de graduación muy superior a la mía y tiene mucho tiempo de servicio en este terreno, pero yo estoy cerca de Heydrich.

—Le dieron una información errónea, mi coronel —le repuse—. El gobernador Fiank y yo mantuvimos una conversación útil y constructiva.

Cuando su boca flácida se disponía a soltar un exabrupto, Heydrich nos llamó ante el mapa de Rusia.

—Un área inmensa —dijo Heydrich—. Y una tarea todavía mayor. Se exigirá eficiencia y productividad. Se les supervisará. El capitán Dorf, aquí presente, será destinado al frente ruso como representante itinerante de mi oficina.

—¿Para vender qué? —farfulló Blobel—. ¿Acaso exterminio?

Se oyeron algunas risotadas nerviosas. Yo me abstuve.

—Sea cuidadoso con la elección de sus palabras, Blobel —advirtió Heydrich—. Usted informará al capitán Dorf sobre sus acciones y campañas, pero comunicará lo menos posible por escrito.

—Me permito sugerir, señor —añadí— que se excluya aquí el nombre del Führer. El propio Führer no ha hecho circular ninguna orden escrita justamente sobre sus designios—, pero se ha manifestado de una forma explícita ante los generales.

Entonces observé que aquellos coroneles y comandantes, encargados de capitanear los equipos móviles, me miraron con cierta mezcla de respeto, desconfianza y estupor. Algunos habían oído hablar ya del inteligente joven en el despacho de Heydrich, otros me conocían un poco. Todos me estaban calibrando y no parecían muy contentos.

Puedo jurar que oí cómo susurraba Ohlendorf a Blobel:

—Será preciso meterle en cintura.

Heydrich se volvió hacia el mapa de la pared.

—Una vez consumada la invasión —dijo—, tendremos que manejar mil seiscientos kilómetros largos de frente ruso. Desde el Báltico hasta el mar Negro.

—¿Y nuestros grupos sumarán sólo un total de tres mil hombres? —inquirió Blobel.

—Ahí estriba una parte del reto, coronel. Este plan incluye el reclutamiento de milicias locales afines,…, ucranianos, lituanos, bálticos. A todos ellos les complacerá el desplazamiento de los judíos.

Ohlendorf, que era un jurista consumado, movió negativamente la cabeza.

—Permítame decir, mi general, que esas presuntas acciones abarcan bastante más que un mero desplazamiento. El conducir en rebaño a los judíos hasta Varsovia, Lublin o cualquier campo es una cosa.

Esta obra es muy distinta.

—Pero más fácil hasta cierto punto —replicó Heydrich—. No será necesario alimentarlos, ni vestirlos ni prestarles cuidados médicos.

—Cierto. ¡Pero no olvidemos el amontonamiento de cajas de municiones! —exclamó riendo Blobel. Nadie le coreó.

Heydrich pareció simpatizar con Ohlendorf, quien se me parecía mucho: serio, preciso, analítico.

El coronel Ohlendorf ha tocado un punto sensible.

Tengan presente que la clave para nuestras operaciones será la movilidad. Tan pronto como el Ejército asegure tal o cual zona nosotros deberemos hacer acto de presencia, prestos para acorralar bolcheviques, comisarios políticos, judíos, gitanos y otros elementos indeseables. El Ejército cooperará. Ya está aplicando la Orden de Comisario del Führer e incluso mejorándola. Dorf, léales esa orden reciente del Ejército.

Me acerqué a mi cartera y busqué el documento al que se había referido el jefe.

—Instrucciones generales para tratar con los líderes políticos y otros según la orden del Führer fechada en marzo de 1941. Quedan sujetas a nuestra jurisdicción once categorías de personas en la Unión Soviética.

—¡Jurisdicción! —rugió Blobel, quien estaba ya completamente borracho—. ¡Un foso y una ametralladora!

Todos hicimos oídos sordos. Continué leyendo:

—Tales categorías comprenden elementos criminales, gitanos, funcionarios del Partido soviético, estafadores, agitadores, comunistas y todos los judíos sin excepción.

—¿Es una lista del Ejército? —inquirió Biberstein—. ¿No de la SS?

—Claro está —dijo Heydrich—. Ellos le han tomado la palabra al Führer. Desde luego, la jurisdicción sobre esos grupos será sólo nuestra. Pero ello les da una idea de que Keitel y los demás desean sinceramente colaborar.

—Tengo curiosidad por saber si habrá excepciones —observó Ohlendorf.

—¿Excepciones? —preguntó asombrado Heydrich.

—Sí. Personas útiles para nosotros…, obreros…, colaboracionistas… Heydrich asintió.

—Por descontado. Emplearemos a ciertos elementos antibolcheviques, sin duda los ucranianos. Los propios rusos —quienes sean apolíticos— serán utilizados para trabajos forzados, pues es lo único que saben hacer.

Biberstein entrecruzó los dedos.

—Y… ¿en el caso de los judíos? ¿Contiene algunas excepciones la orden del Führer?

—Ninguna —repuso Heydrich.

Blobel soltó un sonoro eructo.

—Eso está suficientemente claro. Pensé que ahí estribaba el objeto de esta reunión.

—Que nadie tenga la menor duda sobre ello —declaró Heydrich—. Europa debe verse libre de judíos cualesquiera sean los medios para alcanzar tal fin.

—¿Debemos suponer que esa orden proviene de…? —Ohlendorf dejó la pregunta en el aire.

Heydrich me miró.

—Dorf, rebusque ese archivo insondable de excelentes memorias y saque la nota concerniente a la conversación del Führer con el embajador italiano.

Hurgué en mi cartera y encontré el documento mencionado.

—Sí —dije—. Hace pocos años el embajador de Mussolini adujo que al Duce le preocupaba mucho nuestra campaña antisemítica. Temía que ello ofendiera a la Prensa extranjera y así sucesivamente.

—Típico italiano observó Ohlendorf.

Esta vez todos reímos.

—El Führer informó al enviado que dentro de quinientos años se honraría a Adolf Hitler, aunque sólo fuera por una cosa: el haber barrido a los judíos de la faz de la Tierra.

RELATO DE RUDI WEISS

Helena y yo encontramos nuestro camino hacia Rusia… no sé si para bien o para mal. Fue hacia junio de 1941.

En el extremo occidental de Ucrania, allá donde convergen Checoslovaquia, Hungría y la Unión Soviética, pocas semanas antes había robado un mapa en una estación ferroviaria, ambos atravesamos tranquilamente una alambrada espinosa y nos entregamos a un soldado ruso, un joven labriego que vestía uniforme gris y deforme.

Empezó por arrebatarme el fusil que le había quitado al soldado húngaro varios meses antes y nos condujo marcialmente a un campamento del Ejército Rojo.

La despreocupación e indiferencia de los soviéticos me dejaron atónito. Por toda Checoslovaquia habíamos visto los movimientos de tropas, tanques y camiones que se dirigían hacia el Este. ¿Con qué designio?

Durante varios meses, Helena y yo habíamos permanecido ocultos; algunos granjeros eslovacos nos ofrecían alimento y cama en un pajar a cambio de trabajo en el campo. Algunos días, el cielo se cubría con una película de polvo amarillento levantado por el interminable desfile de unidades mecanizadas. Los eslovacos se portaban decentemente con nosotros. Las aldeas estaban tan tenebrosas que los SS jamás se molestaban en enviar patrullas de inspección.

Pero ahora estábamos en Rusia, plantados ante un capitán de Infantería del Ejército Rojo, quien, calzando botas de piel blanda, había tomado asiento sobre una mesa de campaña y nos escrutaba con desaprobación e indiferencia.

—¿Dónde cogisteis ese fusil? —preguntó a Helena. Vio que era de fabricación italiana, un arma con cerrojo antiguo.

—Lo robé —contesté.

Helena, quien hablaba un ruso excelente, me aconsejó cerrar la boca; ella llevaría la conversación. No sé qué le diría al oficial ruso, pero el hombre pareció poco impresionado. Ella se volvió desolada hacia mí.

—La historia de siempre —declaró—. Dice que ellos no tienen ningún problema con los alemanes. ¿Acaso no sabemos que Stalin e Hitler han suscrito un tratado y son buenos amigos?

—Cuéntale lo de los tanques y camiones germanos. Helena lo hizo. Él pareció todavía menos interesado. Se levantó; un tipo desgarbado, de rostro apoplético, con uniforme desaliñado y sucio. Nos llegó el aroma de estofado desde una cocina de campaña. Ellos creyeron a pies juntillas que los alemanes no se proponían hacerles daño. Helena habló un poco más…, coqueteó, mintió, le tocó el brazo. Dijo que nosotros éramos checos temerosos de los germanos. Él quiso saber el porqué.

—¡Oh, nosotros éramos buenos militantes del Partido! —mintió ella—. Sí, habíamos asistido a la Academia Marx-Lenin (no existía semejante institución) en Praga, y se había puesto precio a nuestras cabezas.

Percibí que el capitán hacía una seña disimulada al soldado que nos había traído y decía:

—Zhidn.

Yo conocía el significado…, judíos, kikes, yids.

—Sí, camarada oficial —contestó Helena—. Somos judíos, pero también marxistas, y nos entusiasma la pacífica Unión Soviética, así como su maravilloso pueblo.

Siguió una breve polémica —un oficial joven metió baza y exigió nuestra devolución a través de la frontera—, pero, finalmente, el apoplético capitán de Helena nos permitió permanecer allí, pero no en su campamento.

—Nosotros no tener lucha con alemanes —farfulló el oficial joven.

—La tendrán —repuse encolerizado—. Díselo otra vez, Helena.

Ella lo hizo.

—¡Bah! Simples maniobras militares —replicó el oficial.

El capitán mostró una indiferencia absoluta. Lo que menos les interesaba a los alemanes era una guerra en dos frentes. El hombre dio una pequeña lección a Helena sobre política exterior. Inglaterra se rendiría, y entonces Rusia y Alemania se repartirían el mundo.

—Por favor, camarada capitán, permítanos permanecer aquí —suplicó Helena—. Mi padre fue un fundador del Partido comunista en Praga. (Una mentira flagrante, pero ella se quedó tan fresca; su padre había sido sionista durante años).

—Besa a ese bastardo si no hay más remedio —la acucié.

Helena le echó los brazos al cuello y le besó en la mejilla. Aunque tuviera un cutis áspero, tostado por el sol, seguía siendo una muchacha hermosa, vivaz. Era irresistible… tanto para los checos como para los oficiales del Ejército Rojo.

Por último, el capitán decidió enviarnos a la gran ciudad ucraniana de Kiev. Allí había un centro de refugiados o algo parecido donde se nos inscribiría —o quizás encarcelaría— e interrogaría y se nos daría trabajo, si probábamos nuestra lealtad a la URSS. Aquello pareció enormemente confuso e incierto. Inferí de todo cuanto me contó Helena que el oficial deseaba desembarazarse de nosotros, pues así tendría menos papeleo.

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