Holocausto (27 page)

Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
9.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se encendieron las luces. Heydrich se volvió hacia mí y reafirmó (si es que un hombre tan poderoso necesita reafirmar sus creencias íntimas) cuánto urgía purgar a Europa de judíos. Luego me habló sobre cierta conversación mantenida entre un antiguo miembro del Partido y Hitler, allá por 1922.

Según esas anotaciones, Hitler había proclamado que tan pronto como alcanzase el poder ahorcaría a cada judío de Munich y luego en todas las ciudades restantes «hasta que sus cuerpos hediesen». Colgaría sistemáticamente a los judíos hasta que Alemania se viese libre del último.

—Así consta en el archivo, Dorf —dijo el jefe—. Y nosotros estamos haciendo lo que él siempre quiso.

Inquirí otra vez por qué procedíamos con tanta cautela para mantener en secreto nuestro trabajo. Heydrich descartó mi pregunta por improcedente. Pues si Inglaterra estaba aislada y nuestra guerra contra Rusia marchaba tan bien, Churchill haría gestiones probablemente en busca de la paz. Siendo así, ¿para qué hacer saber al mundo la cuestión judía y complicar innecesariamente el asunto?

Esa aclaración me pareció lógica.

RELATO DE RUDI WEISS

Kiev cayó en pocos días.

La gran ciudad ucraniana que, según se suponía resistiría el ataque alemán hasta la muerte, quedó ocupada por los adversarios germanos. El Ejército Rojo se desvaneció, batido en toda la línea, casi sin mandos.

Tan pronto como avisté a las vanguardias alemanas decidí abandonar el centro de refugiados donde nos habían acogido. Antes hube de convencer a Helena. Los cañonazos que oímos en el camino no eran soviéticos… sino la preparación artillera germana como medida preliminar para invadir Ucrania.

Durante algunos días todo fue confusión. Ambos parecíamos rusos misérrimos, haciéndonos pasar por jornaleros agrícolas. El ruso perfecto de Helena nos ayudó a salvar muchos obstáculos. Yo robé pan varias veces… cierta vez de un carromato estacionado ante el inmenso «Hotel Continental», requisado por el Ejército alemán como Cuartel General.

El combate prosiguió en algunos barrios de Kiev. Algunos guerrilleros rusos se rezagaron para colocar minas y trampas explosivas. Grandes sectores de la ciudad quedaron en ruinas.

Entre el fuego de ametralladora y los cadáveres rusos y alemanes en las calles arrastré a Helena hacia la trastienda de un establecimiento derruido donde pudiéramos comer tranquilamente nuestro pan.

Ella empezó a sollozar sin ruido.

—Esto es el fin, Rudi. Estamos acorralados.

—¡No, maldita sea! Cómete tu pan. Imagínate que son tortas de patata.

Había un grifo en la parte trasera de la tienda. Llené mi cubilete de estaño y bebimos.

—Esto es terrible —gimió ella.

—Muéstrate agradecida. He conseguido nuestro almuerzo. Supón que es vino. ¡No admitiré queja alguna!

Espera para eso a que estemos casados.

Ella empezó a reír sin poder contenerse y la hice callar. Fuera, ante el escaparate destrozado de la tienda, percibí movimiento. ¡Tres soldados alemanes con equipo completo de combate! Se detuvieron y miraron expectantes en torno suyo.

—¿Qué ocurre? —susurró Helena.

—Parecen de la SS. Probablemente, tendrán instrucciones para efectuar redadas.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué haremos ahora, Rudi?

—Escondernos. Colócate detrás del mostrador. Si entran cuéntales las mentiras habituales. Somos campesinos. Han cañoneado nuestra casa.

Súbitamente resonó una espantosa explosión, como si toda Kiev se derrumbara. Trozos de cemento y ladrillos llovieron a nuestro alrededor. Fuera, el estropicio fue todavía peor. La calle pareció saltar por los aires con el poder de la onda expansiva. Siguió otra explosión, y una tercera.

Oí la lluvia de cascotes como un eco múltiple y luego un estampido ensordecedor igual que si se hubiese desplomado una manzana entera.

Aunque nos cegaba el polvo, pude ver que delante de la tienda los tres soldados se levantaban del arroyo apretándose los cintos y señalaban hacia el cercano «Hotel Continental» de cuya panadería yo había robado el pan para nuestro almuerzo.

Estalló gran griterío en la calle, mucho desconcierto. Llegaron corriendo más tropas. Un motorista cubierto de barro frenó allí mismo. Pude oír lo que gritaba a los otros.

—¡El «Hotel Continental»! ¡Esos puñeteros rusos lo han volado! ¡Hay muertos y heridos por todo el lugar!

Justamente cuando hablaba, estallaron otras dos detonaciones estruendosas, y todos ellos corrieron para buscar refugio en la pared de nuestra tienda. A uno le cayó encima una viga y quedó apresado dentro del recinto en donde nos acuclillábamos nosotros tras el maltrecho mostrador.

Sus camaradas quisieron ayudarle pero el motorista les ordenó salir.

—¡Atended a la seguridad de esta zona! ¡Arrestad a todo russky que caiga en vuestras manos! ¡Disparad si esos bastardos escapan! ¡Dios, ahí va otra!

—¿Y qué hacemos de Helms? —preguntó uno de los soldados.

—Parece muerto. ¡Por Cristo, salgamos de aquí!

Fuera aullaron sirenas. Pasaron camiones traqueteando. Las detonaciones parecieron haber cesado, pero dejando una estela de retumbos sordos como si la tierra misma temblase.

¡Helms! Lo creí imposible. Un apellido bastante común. Sin embargo, apenas desaparecieron los alemanes de la calle, repté hasta la fachada del establecimiento y miré al hombre atrapado por el grueso madero.

Contemplé estupefacto aquel rostro rubicundo, familiar. ¡Era Hans Helms! Yo sabia que había servido varios años en el Ejército, pero no que estuviese en una unidad de la SS. Contemplé estupefacto la calavera simbólica y las angulosas líneas en el Cuello de su guerrera.

—Estoy herido… —gimió—. Quíteme ese peso de encima.

—No te creo, hijo de puta —repliqué.

Aparentemente, él no me había reconocido todavía.

—Helena —dije—, cuando yo levante la viga, tira de él.

Apoyé el hombro contra la viga y, recurriendo a todas mis energías, la levanté. Ella le arrastró con suma delicadeza… demasiada para mi gusto.

—Coge su fusil —indiqué a la chica.

Helena obedeció.

Le quité el casco. Vi una brecha en su cabeza y sangre cubriéndole los ojos. Miré fijamente aquellos ojos y pronuncié su nombre:

—Hans Helms.

Él aguzó la mirada y parpadeó como quien despierta de un sueño.

—Weiss. Rudi Weiss. ¡Por la gloria de Cristo…! ¿Qué haces aquí…? ¿Cómo has…?

Le agarré por el cuello de la guerrera y le sacudí.

—Eso no te importa, bastardo. Además, nunca me agradaste.

—Tranquilízate. Me obligaron a ingresar en esta unidad. Yo era un soldado raso de Infantería. Me convirtieron con sus artimañas en un «Cuervo Negro».

—¡Especie de mierda! ¡Embustero!

Helena se quedó perpleja.

—¿Le conoces?

—Un familiar —declaré.

—No fue culpa mía, Rudi —jadeó él—. Jamás tuve nada contra vosotros. ¡Por Dios, dame de beber!

Helena cogió su casco y fue a llenarlo en el grifo de la trastienda. Cuando volvió, Hans bebió con ansiedad.

Sus heridas parecieron relativamente leves, salvo algunas magulladuras. Movió las piernas, y sus manos cogieron con firmeza el casco. Así pues, me apoderé del fusil.

—Escucha, Helms. He estado vagando durante tres años gracias a bastardos como tú —dije—. Ahora cuéntame todo cuanto sepas sobre mi familia. ¿Has visto siquiera a tu hermana?

—Hace seis meses. En Berlín.

—¿Te dijo algo acerca de mis padres? ¿Y Karl? ¿Y mi hermana?

Él titubeó. Le planté el cañón en la garganta.

—¡Habla, so mierda!

—Tu madre y tu padre están bien, según dijo Inga. Ambos se hallan en Polonia. Varsovia… creo. Allí no les va mal. Los judíos se han quedado con todo un barrio. Inga recibe noticias de ellos.

Me pregunté si estaría mintiendo. No tuve ni idea. Pero incluso las mentiras eran mejores que la falta de información.

—¿Y Karl?

—Está en Buchenwald. Se encuentra bien. Inga le ha ayudado a conseguir un trabajo cómodo.

Entregué el arma a Helena y le sacudí otra vez.

—¡Ah, hijo de perra! ¡Creo que te volaré aquí mismo la cabeza! ¡Dime la verdad! No me importará ver otro nazi muerto. Así caerás por el Führer.

Él empezó con las súplicas.

—¡Por Dios, Weiss! ¿Qué te he hecho yo? No tengo nada contra ti. Hemos jugado juntos al fútbol centenares de veces…

Pensé en los judíos horrorizados, desarmados e indefensos que habían sido asesinados por tipos de su calaña y deseé matarle allí mismo; pero no pude.

—¿Qué hay de Anna?

Helms dio un respingo intentando apartarse de mí.

—Ha muerto. Enfermó. Neumonía… no lo sé exactamente.

Le aferré la garganta. Sus manos crispadas me agarraron las mangas.

—¡Dios, yo no tuve nada que ver con eso! Nadie le hizo daño. Sencillamente cayó enferma… y murió. No sé nada más.

Negó que sus padres la hubiesen delatado. Alegó que él estaba ya en Rusia por aquellas fechas. Mi furor contuvo el llanto. Estuve a punto de aniquilarle para hacerle pagar todos los crímenes cometidos contra mi familia y todos los demás ultrajes que había presenciado.

Y entonces me fue imposible contener las lágrimas. Lloré a moco tendido, sin avergonzarme.

—¡Ella tenía dieciséis años, Helena! —exclamé entre sollozos—. Estos bastardos tienen algo que ver con ello, estoy seguro.

—¡Oh, Rudi, cuánto lo siento! La querías mucho, ¿verdad?

Miré la cabeza ensangrentada de Helms. Vi el terror en sus ojos. Estos hijos de puta no son inmunes al miedo…, deberían aprender lo que significa morir sin poder defenderse.

—Pásame su fusil —pedí.

—¡No, Rudi!

—Voy a volarle los sesos.

—¡Dame una oportunidad, Rudi! —rogó Hans—. Nosotros acogimos a tu madre y tu hermana. Nos expusimos.

—Porque os lo suplicó Inga.

—¿Y qué? Lo hicimos, ¿no? Mira… tu padre y tu madre están bien. Karl está bien…

Tú mataste a Anna.

—No la toqué siquiera.

—Ese uniforme te hace tan culpable como el que lo hizo. Estás mintiendo, Helms, lo sé bien. Algo raro sucedió allí. Dímelo.

—Te juro que no lo sé.

Desde luego, él sabía que la habían violado de forma infame, pero tal vez no supiera nada sobre su asesinato en Hadamar.

Por último, entre los ruegos de Helena y las explosiones conmoviendo otra vez cielos y tierra, decidí dejarle marchar. No me había llegado aún el momento de matar a un hombre indefenso. Todavía no.

—Ayúdame a salir de aquí. Estoy herido. Llévame hasta un puesto de socorro.

—Quizá me parezca preferible enterrarte vivo. Tal como hacéis vosotros con los viejos judíos. Arrojar escombros sobre ellos cuando están alentando todavía.

—Yo no he hecho nunca nada semejante. Escucha. Puedo facilitarte salvoconductos. Aquí, en Kiev, no hay seguridad para los judíos, créeme. Me ocuparé de que os dejen tranquilos.

Helena escrutó el rostro rubicundo, francote, cubierto de sangre reseca.

—Rudi, creo que debemos concederle crédito.

Ella era una mujer de naturaleza afable… demasiado confiada…, le hice caso. No tardé ni dos segundos en seguir su consejo. Quizá Helms fuera diferente. Le conocía desde mucho tiempo atrás. Y, además, era el hermano de Inga.

Le ayudamos a levantarse entre ambos, le puse el casco y le colgué el fusil del hombro. Los tres juntos salimosa la calle repleta de escombros.

A nuestra izquierda vimos una escuadra de alemanes, y más allá algunos camiones y carromatos tirados por caballos.

Helena y yo, con los brazos de Helms sobre nuestros hombros, caminamos hacia la escuadra. Un sargento nos salió al encuentro. Le oí decir a sus hombres volviendo la cabeza:

—¡Por Cristo, han volado media Kiev!

—Estoy herido —le dijo Helms.

—¿Quién es usted?

—Cabo Helms, de la XXII División SS. El sargento nos señaló con la cabeza. —¿Y quiénes son ellos?

Helena se dispuso a hablar pero enmudeció.

—Judíos —declaró Helms—. Intentaron matarme.

—No —repliqué—. Somos campesinos ucranianos. Díselo, Helena.

—Judíos… kikes —insistió Helms.

—¡Asqueroso y embustero bastardo! —le increpé vociferante—. Te salvamos la vida, nos jugamos el cuello por ti y ahora…

Dos soldados se adelantaron y sentaron a Hans en un montón de escombros. Un sanitario le desinfectó la herida y le vendó utilizando un botiquín de primera urgencia.

El sargento nos miró con indiferencia como si fuésemos sacos de patatas.

—¡Vosotros dos a ese camión! ¡Allí! —E indicó con el pulgar los camiones y carromatos adonde estaban subiendo paisanos rusos.

—¿Por qué? —pregunté.

El hombre me cruzó la cara con su pistola.

—¡Cierra el pico, kike! Se te traslada para tu propio bien.

¡En marcha! Helena se estremeció. Yo me restañé la sangre. Y ambos caminamos calle abajo hacia los camiones.

—¿Qué nos sucederá ahora, Rudi? —murmuró ella.

—No lo sé. Sólo quiero vivir el tiempo suficiente para ajustar cuentas con ese bastardo de Helms.

Cuando nos encaramábamos al último camión, resonó otra explosión estremecedora. Una mina colocada casi en el lugar donde estaban Helms y los otros alemanes. Miré hacia atrás y comprobé que nunca me sería posible saciar mi ansia de venganza: Hans Helms había volado en pedazos junto con el sanitario.

DIARIO DE ERIK DORF.

Kiev Setiembre de 1941.

El «Hotel Continental», Cuartel General del Ejército, es una masa de escombros. Han muerto doscientos oficiales superiores y tropa como mínimo.

Por fortuna, Blobel ha instalado su puesto de mando en otra parte dé la ciudad. Al Ejército no le interesa tenernos demasiado cerca. Por lo general, se convive con el Waffen SS, arma combatiente. Pero, aunque los oficiales del Ejercito no nos pongan trabas (incluso nos ayudan a menudo), prefieren mantener cierta distancia con el personal de los Einsatzgruppen. Y esto nos ha favorecido en esta ocasión.

Horrenda mortandad y destrucción en el centro de Kiev. Al parecer, los ingenieros rusos minaron grandes distritos del casco urbano, particularmente el hotel, y cuando se retiraban colocaron cargas con espoleta retardada. ¿Quién hubiera creído tan ingeniosos a esos primitivos eslavos?

Blobel está fuera de sus casillas, ladra órdenes por los teléfonos e intenta obtener información. Heydrich le hará pagar caro esto. Al fin y al cabo, el fusilar judíos no es nuestra única función. También se espera de nosotros que eliminemos saboteadores, criminales, comisarios políticos y demás elementos perturbadores.

Other books

The Girl Behind the Mask by Stella Knightley
A Memory Away by Lewis, Taylor
Venus Envy by Rita Mae Brown
Long Time Running by Foster, Hannah
Skinner's Ordeal by Quintin Jardine
Pieces of You by Mary Campisi
Dog House by Carol Prisant
Significant Others by Baron, Marilyn
LovewithaChanceofZombies by Delphine Dryden