Homicidio (35 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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Lena Lucas yace sobre su espalda, en un charco de sangre coagulada que ha empapado la moqueta beis en un amplio círculo. Tiene los ojos cerrados y los labios entreabiertos y está desnuda, excepto por unas braguitas blancas. El charco de sangre apunta a que pueda tener heridas en la espalda, aunque Garvey repara en la sangre seca que hay alrededor de la oreja izquierda, que podría constituir la herida de entrada del disparo. Alrededor del cuello y la mandíbula, hay pequeños cortes superficiales, en ciertos casos apenas rasguños.

La cabeza apunta al norte, los pies, al sur, y el cuerpo está junto a una cama doble en la estrecha habitación de atrás. En el suelo, al lado de la puerta del dormitorio, se encuentra la ropa de la víctima. Garvey se fija en que las prendas están dispuestas en una pequeña pila, como si se hubiera desnudado de pie, dejando la ropa en un montoncito a sus pies. Concluye que Lena Lucas no tuvo ningún problema en quitarse la ropa delante de su asesino. Y si se hubiera desnudado antes de la llegada de este, aparentemente había abierto la puerta de su casa sin siquiera cubrirse.

La habitación, igual que el resto del apartamento, está casi intacta. Sólo parece que han registrado un armario ropero, porque ambas puertas están abiertas de par en par y en el suelo han arrojado un puñado de prendas y bolsos. En un rincón del dormitorio hay una bolsa de arroz, desgarrada y con el contenido desparramado en el suelo. Al lado del arroz, un montoncito de polvo blanco, probablemente cocaína, y un montón de cápsulas de gelatina vacías. Garvey suma dos y dos: el arroz conserva la humedad, y a menudo la cocaína viaja empaquetada en él para evitar que el polvo cristalice.

El inspector examina la cabecera de la cama, de madera. Cerca del extremo más próximo a la cabeza de la víctima hay una serie de arañazos verticales y recientes, consistentes con las sacudidas hacia abajo de un canto afilado. También ve salpicaduras de sangre en ese borde de la sábana, y en el suelo, cerca de la cama, hay un cuchillo de cocina con el filo roto.

Teoría: la mujer estaba echada en la cama, con la cabeza al norte, cuando empezó el ataque con el cuchillo. El asesino la apuñaló directamente desde arriba, y sus movimientos con el cuchillo causaron las marcas en la cabecera de la cama. Bien a consecuencia de la fuerza del ataque, o bien a causa de sus propios esfuerzos por escapar, la víctima cayó a un lado de la cama, y al suelo.

Junto a la cabeza de la muerta hay una almohada y una funda ennegrecidas por lo que parecen restos de pólvora. Pero no es hasta que llega el equipo de forenses, que mueven el cuerpo, cuando Garvey encuentra la pequeña e irregular protuberancia de metal gris, rodeada por el halo de sangre sobre la moqueta, allí donde la cabeza de la víctima fue a caer. El golpe de gracia llegó cuando esta ya había caído al suelo, y envolvieron el arma con la almohada para ahogar el ruido del disparo.

La propia bala es extraña: Garvey la observa detenidamente. Es de calibre medio, probablemente del 32 o del 38, pero rara de cojones, tipo semi
wadcutter
, sin ojiva, algo que él jamás ha visto antes. El proyectil está casi intacto, y no parece haber esquirlas o rotura. Valdrá para comparaciones en balística. Garvey introduce el casquillo en un sobre de pruebas y se lo entrega a Wilson. En la cocina, el cajón que contiene los cuchillos y la cubertería está parcialmente abierto. Aparte de eso, no hay ninguna señal de desorden fuera de la habitación, ni en el salón ni en el baño.

Garvey ordena a los técnicos de laboratorio que se concentren en buscar huellas latentes en la habitación trasera, así como en la puerta de entrada y también en la de la habitación. El técnico espolvorea la encimera de la cocina y el cajón abierto, y luego la pila del fregadero y del lavabo, por si el asesino tocó algo al lavarse las manos. Cuando el polvo revela la presencia de una huella válida, el técnico presiona un trozo de celofán para recogerla, y lo pega contra una tarjeta blanca de 3 por 5. La colección de tarjetitas aumenta a medida que el técnico se desplaza de la habitación hasta la cocina. Después de terminar con las encimeras, hace un gesto en dirección al final del pasillo.

—¿Quieres que hagamos algo con la de delante?

—No creo. Parece que no entró.

—No me importa…

—No, déjalo —dice Garvey—. Si fue alguien con acceso al apartamento, las huellas tampoco nos dirán nada.

En su fuero interno, el inspector clasifica las pruebas que tienen que ir a la central: la bala. El cuchillo. El montón de ropa. La droga. Las cápsulas de gelatina. Un bolso pequeño, ahora cubierto de polvo para la detección de huellas, y que probablemente transportó la cocaína el arroz y las cápsulas. La almohada y la funda, ambas manchadas con residuos de pólvora. Las sábanas, cuidadosamente dobladas para conservar fibras, cabellos o cualquier otra sustancia susceptible de ser analizada. Y, por supuesto, las fotografías de las estancias, de la escena del crimen, de la cama y la cabecera estropeada, de cada una de las pruebas encontradas en su localización original.

Las noticias vuelan en un barrio como ese, y la familia de la muerta —su madre, su hermano, el tío y las hijas— aparecen en el apartamento de la calle Gilmore aún antes de que los asistentes del equipo forense puedan meter el cuerpo en la camioneta negra. Garvey envía a la familia a la central en coches patrulla; allí, otros inspectores se ocuparán de tomarles declaración, recopilar los antecedentes disponibles y elaborar un informe sobre ellos.

Dos horas más tarde, algunos de los familiares vuelven a la escena del crimen. Garvey casi ha terminado ahí; al bajar las escaleras, se encuentra a la hija más joven de la muerta, apoyada contra el coche patrulla. Es delgaducha, fibrosa, aún no ha cumplido los veintitrés años, pero tiene la cabeza en su sitio y no tiene un pelo de tonta. Un inspector de homicidios siempre sabe cuál es el miembro de la familia que será capaz de conservar la calma, escuchar, contestar correctamente a las preguntas, hacer frente a las desagradables gestiones de un asesinato cuando todos los demás están gimiendo, desgarrados por el dolor, o discutiendo por quién se queda la licuadora de la víctima. Garvey ya había hablado con Jackie Lucas antes de mandar a la familia a la central, y esa breve conversación le indicó al inspector que la joven era el contacto más espabilado de la familia.

—Hola, Jackie —dice Garvey, haciéndole un gesto para que le siga, hacia la acera, a una respetable distancia de la gente que se acumula frente a la entrada del bloque.

Jackie sigue al inspector, y ambos se alejan unos metros más.

Empiezan con lo de siempre: el novio de la muerta, sus costumbres y sus vicios. Garvey ya tiene datos de la víctima, la gente con la que se relacionaba y demás detalles, fruto de las declaraciones de los otros miembros de la familia. También tiene en mente los detalles de la escena del crimen: el asesino que no forzó la puerta, el arroz y las cápsulas de gelatina, el montón de ropa… Todo ayuda. Al formularle las primeras preguntas, Garvey roza ligeramente el codo de la joven, como si quisiera dejar claro que entre ellos dos sólo vale la verdad.

—El novio de tu madre, ese tal Frazier, vendía drogas…

Jackie Lucas vacila.

—Tu madre también traficaba para Frazier?

—Yo no…

—Escucha, a nadie le importa eso ahora. Sólo necesito saberlo para descubrir al asesino de tu madre.

—Sólo guardaba la droga —admite—. No vendía, al menos no que yo sepa.

—¿Ella consumía?

—Marihuana, de vez en cuando.

—¿Cocaína?

—Creo que no. Que yo sepa.

—¿Y Frazier?

—Él sí.

—¿Crees que Frazier pudo haber matado a tu madre?

Jackie Lucas hace una pausa y reflexiona. Lentamente, sacude la cabeza.

—No creo que lo hiciera —dice—. Siempre la trató bien, ya sabe, nunca le pegaba ni nada de eso.

—Jackie, tengo que hacerte una pregunta… La hija guarda silencio.

—Tu madre era…¿Se veía con muchos hombres?

—No.

—¿Tenía muchos novios?

—Sólo Frazier.

—¿Sólo Frazier?

—Sólo él —insiste la joven—. Antes había tenido otro novio, pero desde hacía tiempo sólo estaba con Frazier.

Garvey asiente y piensa durante un momento. Jackie rompe el silencio.

—Los policías de la central nos han dicho que no hablemos con Frazier, por si se fuga.

El inspector sonríe.

—Si se fuga, entonces sabremos quién lo hizo.

La joven absorbe la lógica.

—No creo que sea el hombre que busca —dice finalmente.

Garvey intenta otro enfoque.

—¿Subía mucha gente al apartamento? Quiero decir que si tu madre tuviera sola, ¿dejaría subir a alguien más, aparte de Frazier?

—Sólo a un chico que se llama Vincent —dice ella— y que trabaja Para Frazier. Solía subir a por las drogas.

Garvey baja la voz.

—¿Y tú crees que tonteaba con ese tal Vincent?

—No, y no creo que Vincent subiera sin que Frazier también estuviera en el apartamento. La verdad es que no creo que lo dejara subir —dice, cambiando de opinión.

—¿Sabes cuál es el nombre completo de Vincent?

—Me parece que Booker.

—Jackie—dice Garvey, centrándose en un último detalle—, en tu declaración has dicho que Frazier guardaba una pistola en el dormitorio.

La hija asiente.

—Ella tenía una del 25, y a veces Frazier una del 38.

—No las hemos encontrado.

—En el armarito, las guarda ahí —dice la hija—. Al fondo del estante.

—Oye, si te dejo subir y buscar las pistolas, ¿crees que podrías encontrarlas?

Jackie asiente, y le sigue.

—¿Está muy mal? —pregunta de camino al apartamento.

—¿El qué?

—La habitación…

—Ah —cae Garvey—. Bueno, ella ya no está… Pero hay un poco de sangre.

El inspector conduce a la chica hasta el dormitorio. Jackie mira brevemente la mancha rojiza, y luego se dirige al armario de metal y saca la pistola del calibre 25 del fondo de la estantería de arriba.

—La otra no está.

De otro cajón saca un paquetito con más de mil doscientos dólares en efectivo, el dinero que su madre había cobrado de una compañía de seguros hacía poco.

—¿Frazier sabía que ella guardaba este dinero?

—Sí.

—¿Y sabía dónde estaba?

—Sí.

Garvey vuelve a asentir y reflexiona. En ese momento, un agente uniformado sube la escalera y se presenta en el apartamento, en busca del inspector.

—¿Qué pasa? —pregunta Garvey.

—Los demás familiares quieren subir.

Garvey mira al técnico y pregunta:

—¿Lo tienes todo?

—Sí, ya estoy recogiendo.

—Adelante —le dice Garvey al agente. Este baja y abre la puerta de entrada del bloque. Al poco rato entran media docena de personas, incluidas la madre y la hija mayor, y se desparraman por el apartamento, Creando un caos inmediato.

Los familiares más mayores pasan revista a los electrodomésticos que hay en la cocina, a la televisión en color, a los altavoces del equipo jurásica. En sitios como la calle Gilmore, la familia reclama las posesiones de una víctima al instante. Es un imperativo inmediatamente posterior a la retirada del cadáver. No es tanto por codicia como por la absoluta certeza de que, tan pronto como se corra la voz, una retahíla de artistas del robo se presentará para agenciarse con las riquezas terrenales del fiambre, siempre y cuando puedan introducirse en el lugar del crimen después de que la policía se haya ido y antes de que la familia tenga tiempo para pensar en esos detalles. El dolor vendrá después; esta noche, la madre de Lena Lucas no tiene ninguna intención de dejar que los lobos arrasen con la televisión multicanal con altavoces estereofónicos.

Los demás familiares despliegan una curiosidad morbosa. Un primo señala hacia el charquito de sangre coagulada en la moqueta del dormitorio.

—¿Es sangre de Lena?

Un agente uniformado asiente, y el primo se vuelve hacia la hija mayor de la víctima.

—La sangre de Lena —repite. No ha sido buena idea. Porque ahora la hermana menor de Jackie ha empezado a retorcerse y a gemir hasta vomitar los pulmones, y se abalanza sobre la mancha roja, con los brazos extendidos y las palmas abiertas.

—¡MAMÁ, VEO A MI MAMÁ!

La cría frota las manos en el charco, como si quisiera cosechar tanta humedad como pueda. Garvey contempla la escena mientras el primo bocazas y otro familiar agarran a la hija y la apartan de la sangre.

—¡MAMÁ, NO TE VAYAS…!

La chica se incorpora, con los antebrazos en el aire, las manos teñidas de sangre. Garvey detecta el peligro inminente de una factura de tintorería del copón, da un paso atrás y se retira hacia la puerta.

—Bueno, Jackie —dice—. Gracias, cariño. Tienes mi número de teléfono, ¿no?

Jackie Lucas asiente, y se gira para calmar a su hermana. Cuando los chillidos suben de tono hasta hacerse insoportables, Garvey huye, siguiendo los pasos del técnico de laboratorio y arrastrándose hacia el frío interior del Cavalier. Ha pasado menos de cuatro horas vaciando la escena del crimen.

Antes de regresar a la unidad de homicidios, Garvey conduce unos doce bloques hacia el norte para echar una mano en una muerte sospechosa. La llamada de aviso saltó unas tres horas después del asesinato de la calle Gilmor. Un poco antes, Garvey ha llamado a la oficina y Dave Brown le ha dicho que el segundo crimen podría estar relacionado con el de la calle Gilmor. Garvey llega a una casa adosada de la avenida Lafayette y sube al segundo piso. Allí, Rick James y Dave Brown ya están trabajando en el caso de un hombre de cincuenta años, asesinado.

Como Lena Lucas, la víctima de la avenida Lafayette ha muerto causa de un disparo en la nuca y varias puñaladas, esta vez en el pecho. Igual que Lena Lucas, hay una almohada al lado de la cabeza del cadáver, con residuos de pólvora. Además, la cara del tipo también está arañada y marcada por una serie de pequeños cortes, más de veinte. Lleva muerto un buen rato. La familia encontró el cadáver; entraron por la puerta trasera, que estaba abierta. Tampoco aquí había señales de que se forzara la entrada, pero esta vez sí habían registrado a fondo la habitación de la víctima.

Los dos casos quedan inequívocamente conectados cuando Garvey descubre que el muerto es Purnell Hampton Booker, padre de un tal Vincent Booker, el mismo tipo emprendedor que trabaja para Robert Frazier, el que vende drogas y se acuesta con Lena Lucas. De pie en el dormitorio del finado, Garvey sabe que el mismo asesino acabó con ambas vidas.

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