Homicidio (65 page)

Read Homicidio Online

Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
7.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Imagina a Garvey y Worden fumando juntos frente a un apartamento de un segundo piso de Lanvale, donde un anciano alcohólico yace muerto en el suelo con la botella vacía y el cuello roto. Lo más probable es que estuviera vivo cuando se cayó y luego sin querer lo matara su esposa, que estaba tan borracha como él y le partió el cuello al empujar con fuerza la puerta para entrar en la habitación.

—¿Quieres que sea un asesinato? —dice Worden con su tono serio, inspeccionando y luego encendiendo su puro.

—No nos iría mal para las estadísticas —bromea Garvey con el mismo cinismo.

—Entonces lo convertimos en un asesinato. ¿Qué se yo? Sólo soy un chico blanco y tonto de Hampden.

—Es de los que se resuelven solos…

—No creo que ella sea lo bastante fuerte como para matarlo.

—¡Qué diablos! —dice Garvey, como si agarrara una trucha—. Devolvamos este al río.

O a Jay Landsman representando otra de sus actuaciones del club de la comedia en la parte baja del parque Wyman, donde la anciana ocupante de un edificio alto habitado por ancianos se ha tirado de cabeza desde un balcón del piso veinte. Por lo que parece, la mujer se mantuvo bastante entera hasta que rebotó en un rellano del segundo piso, donde se quedaron su torso y su cabeza mientras sus piernas y trasero seguían hasta la planta baja.

—Ha caído en dos trozos —le dice Landsman al uniforme en la escena—, así que lo mejor será que escribas dos informes separados.

—¿Señor?

—No importa.

—Un tipo del sexto piso dice que estaba mirando por la ventana y la vio caer —dice el patrullero, repasando sus notas.

—¿Ah, sí? —dice Landsman—. ¿Y dijo algo ella?

—Vaya, no. Quiero decir que no lo sé, no lo pregunté.

—Bueno —dice Landsman—, pero ¿has encontrado ya el saltador?

—¿Saltador? —repite el uniforme, inquieto.

—El saltador —dice Landsman con seguridad—. Creo que resulta obvio que esta mujer en algún momento rebotó mal.

Será culpa del calor, porque ¿qué más puede explicar la montaña rusa que fue aquel turno de medianoche en agosto, cuando Harry Edgerton respondió a la llamada de un uniforme novato del Suroeste por una muerte, escuchó durante uno o dos minutos y luego le dijo al chico que no tenía tiempo de visitar la escena?

—Mira, estamos muy liados ahora mismo —dice, sosteniendo el teléfono con el hombro—. ¿Por qué no echas el cuerpo en la parte de atrás de tu coche y nos lo traes para que podamos echarle un vistazo?

—Está bien —dice el chaval, y cuelga.

—Oh, mierda —dice Edgerton, buscando a toda velocidad el número del operador del distrito Suroeste en una guía telefónica—. ¡Este se lo ha tragado de verdad!

Fue una noche infernal, con un asesinato, dos apuñalamientos, y un tiroteo con implicación policial. Pero dos noches más tarde, los inspectores de McLarney tientan de nuevo la suerte. Mientras esperan la primera llamada de la noche, Worden, James y Dave Brown se reúnen en el escritorio que hay en la sala de café, concentrando sus poderes psíquicos en las extensiones de los teléfonos, intentando convocar la existencia de algo que no sea otro homicidio en el gueto, de algo que les traiga infinitas horas extra.

—Siento algo.

—Calla. Y concéntrate.

—Lo estoy sintiendo.

—Sí, ya viene.

—Uno muy grande.

—Uno doble —dice Dave Brown.

—No, triple —añade James.

—Uno de los más duros de roer…

—En un lugar muy turístico de la ciudad…

—¡En Fort McHenry!

—¡En el Estadio Memorial!

—No —dice Brown, mentando la gran veta madre— ¡en el pabellón del puerto!

—¡A la hora de comer! —añade Woren.

—Oooh —dice Rick James—. Una vaca lechera.

La locura.

O imagina a Landsman y Pellegrini una semana después en el hotel Pennington en Curtis Bay, donde los tanques de almacenaje de la refinería se elevan sobre un maltratado vecindario de clase trabajadora en las estribaciones sur del puerto.

—Tercer piso —dice el recepcionista—, a la derecha.

El muerto tiene rigor mortis e ictericia. Estaba obviamente enfermo, y a sus pies hay una botella vacía de Mad Dog y una caja también vacía de donuts en la mesa. En última instancia, morir en el hotel Pennington es una triste redundancia.

Aun así un uniforme del distrito Sur, un agente nuevo en la calle, vigila la escena con esmero.

—Necesito que me digas la verdad sobre una cosa —le dice Landsman.

—¿Señor?

—Tú te comiste esos donuts, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Los donuts, te los acabaste tú, ¿verdad?

—No, señor.

—¿Estás seguro? —pregunta Landsman con tono totalmente serio—. Quizá te comiste sólo uno, ¿verdad?

—No, señor. Cuando llegué, ya no quedaba ninguno.

—Está bien, pues, buen trabajo —dice Landsman, volviéndose ara marcharse—. ¿Qué te parece, Tom? ¡Un policía al que no le gustan los donuts!

Más que ninguna otra estación, el verano tiene sus propios horrores. Considera, por ejemplo, a Dunnigan y Requer en un turno de día conn treinta y ocho grados a la sombra y un anciano entre los objetos acumulados en un apartamento en un sótano de la calle Eutaw. Un caso de descomposición con ganas que se cocinó allí durante siete o más días hasta que a alguien le molestó el olor y vio que había unos cuantos miles de moscas en el interior de una ventana.

—Si tenéis tabaco, fumad —dice el ayudante del forense, encendiendo él mismo un puro—. Si os parece que ahora huele mal, esperad a que tengamos que darle la vuelta.

—Se te va a reventar.

—Qué va —dice el ayudante—. Estoy hecho un artista.

Requer se ríe, y luego se ríe todavía más cuando los ayudantes intentan volver el hinchado fiambre y les explota como si fuera un melón maduro, con la piel resbalándole desde la caja torácica.

—Me cago en la hostia —dice el ayudante, dejando caer las piernas del muerto y volviéndose para contener las arcadas—. Me cago en la hostia y en mi puto trabajo.

—No es una bonita visión, colega —gruñe Requer, pegando una calada profunda a su cigarro y mirando aquella masa rodante de gusanos—. Se le mueve la cara, arroz frito con cerdo. Ya sabéis a qué me refiero.

—Este es uno de los peores que me ha tocado jamás —dice el ayudante, recuperando el aliento—. Por la cantidad de moscas, diría que lleva aquí por lo menos cinco o seis días.

—Una semana —dice Requer, cerrando su libreta.

Fuera, en el aparcamiento, un agente del distrito Central, el primer uniforme en llegar al apartamento, se ha apartado para comer sentado encima del capó de su coche patrulla, con un radiocasete sobre la guantera atronando con el mismo ritmo veraniego.

«
Hacen falta dos para que algo funcione
…»

—¿Cómo coño puedes comer después de esta llamada? —pregunta Dunnigan, genuinamente asombrado.

—Es que hoy es de rosbif —dice el policía, mostrando la segunda mitad del bocadillo con orgullo—. Además, sólo puedo comer una vez durante el turno.

En verano hace falta un listado de resultados para que la alineación no se desequilibre. Pon a Constantine y Keller en Pigtown, a resolver un asesinato en un bar donde el sospechoso resulta ser un chaval que fue declarado inocente del robo y asesinato de una anciana maestra hace cuatro años. Pon a Waltemeyer y a Worden en un club de
reggae
cerca de las vías del metro en el noroeste, con un jamaicano muerto y una docena de casquillos de nueve milímetros en la entrada y en el interior otros setenta jamaicanos que juran por el propio Yah que no viero nada, tío. Pon a Dunnigan en Perkins Homes para un cuerpo que ha aparecido en un armario; Pellegrini en el Central para un cuerpo en las alcantarillas; Childs y Sydnor en el distrito Este para un esqueleto de mujer bajo el porche de una casa adosada, un esqueleto que tres semanas después se identificará como perteneciente a una persona desaparecida. Era una chica muy pequeña, dieciocho años recién cumplidos y cuarenta y cinco kilos, y el hijo de puta de su padrastro aprovechó la primera ocasión en que su mujer se marchó de la ciudad una semana invitó a tres amigos a casa un sábado por la noche, y, después de emborracharse con cerveza, los tres la violaron por turnos y luego la estrangularon enrollándole una toalla alrededor del cuello y tirando de los dos lados.

—¿Por qué me hacéis esto? —les dijo, suplicando.

—Lo siento —le dijo su padrastro—. Tenemos que hacerlo.

Los gritos y chillidos y maldiciones suben y bajan con la temperatura en el aire fétido y estancado. El punto culminante llega en la última y más calurosa semana de julio, seis días seguidos de calor de horno que hace que en la frecuencia de la policía no haya un segundo de silencio:

—4500 Pimlico, parte de atrás, una mujer gritando… 3600 Howard Park, una persona armada… 2451 de Druid Hill, por una agresión que se está produciendo ahora… Señal trece. Calhoun y Mosher. Señal trece… 1415 de Key Highway, un hombre pegando a una mujer…

Y entonces el operador lanza la llamada que todo el mundo teme, la emisión en el turno de día que sólo llega cuando el calor ha afectado de mala manera a la persona menos adecuada en el lugar menos indicado.

—Señal trece. 754 de la calle Forrest.

Empieza con un preso y un guardia peleándose al fondo del patio número 4. Pronto se les une un segundo preso, luego otro, luego un cuarto… cada uno de ellos con un bate de aluminio de
softball
. Un motín.

Los inspectores salen volando de la oficina de homicidios en grupos —Landsman, Worden, Fahlteich, Kincaid, Dave Brown, James— y se dirigen a la penitenciaría de Maryland, al este del centro de la ciudad, la gran fortaleza de piedra gris que ha funcionado como la prisión de máxima seguridad del estado desde que James Madison era presidente. La Pen, que es como se la conoce, es el final del camino de todas las causas perdidas en el sistema correccional del estado, el depósito final para los hombres que por algún motivo no pueden vivir en las prisiones de Jessup y Hagerstown. Hogar del corredor de la muerte, la Pen de Maryland almacena seres humanos que tienen una sentencia media de cadena perpetua, y su anticuado pabellón ha sido denominado como «último círculo del infierno» en el informe del fiscal general del Estadp. Los inquilinos de la Pen de Maryland no tienen nada que perder lo que es mucho peor, son conscientes de ello.

Durante quince minutos, los guardas de la Pen pierden por completo el control de los patios, en manos de más de trescientos presos arcados con cuchillos caseros, palos y todo lo que han encontrado. En el patio, cuatro golpean con bates a dos guardas, a otro lo aporrean con una barra metálica de la zona de pesas. Un cuarto hombre huye hasta el interior de la prisión sólo para descubrir que la puerta de seguridad está cerrada. Desde el otro lado, una guarda que no se atreve a abrir mira aterrorizada desde el otro lado de la separación cómo seis o siete internos golpean y apuñalan al guarda hasta que su vida pende de un hilo. Otros veinte internos sacaron a otra guarda de una consulta clínica en el extremo sur del patio, le dieron una paliza y luego entraron en la clínica para machacar a un psicólogo de la prisión. Antes de que un destacamento de guardas llevados a toda velocidad por la entrada de la calle Madison los contengan, los presos prenden fuego a la clínica y queman todas las evaluaciones psicológicas que encuentran. Liderados por el subdirector de la prisión, los refuerzos recuperan la clínica y rescatan a la agente de prisiones y al psicólogo, que habían caído al suelo bajo una lluvia de golpes con barras metálicas. Los prisioneros son empujados lentamente hacia el fondo del patio, una retirada que sólo se convierte en una derrotada cuando dos guardas disparan sus escopetas desde la puerta de la clínica. Dos presos caen al suelo heridos de bala.

En las torres de los muros este y oeste de la penitenciaria, los guardas intentan disparar por encima de la cabeza de los presos, lo que sólo hace que aumentar la carnicería, pues dan indistintamente a guardas y amotinados. Justo fuera de una torre del muro oeste, otro guarda de la cárcel es abatido por los perdigones que dispara un guarda desde el muro este, a casi doscientos metros de distancia. No hay intentos de huida, ni se toman rehenes, ni se plantean demandas o entablan negociaciones. Es violencia por mor de la pura violencia, el reflejo del verano que existe en la ciudad que rodea los muros de la penitenciaria. Puedes encerrarlos y tirar la llave, pero los hombres que están dentro de la frtaleza de la calle Forrest se siguen moviendo al mismo ritmo que las calles.

Quince minutos después de que el último prisionero haya sido sacado del patio, llevado a una celda y encerrado, Jay Landsman pasea por los patios 3 y 4, anotando mentalmente las manchas de sangre representan media docena de escenas del crimen. De las celdas del pabellón sur que le quedan inmediatamente encima, la ira de los presos focaliza sobre él inmediatamente como si lloviera. Al caminar solo por el patio, lo identifican rápidamente como inspector de homicidios, quizá presos que él mismo metió allí.

—Puto blanco, mueve el culo hasta aquí y bájate los pantalones.

—Sal de mi patio, policía cabrón.

—Vete a la mierda, pasma. Vete a la mierda.

Este último comentario llega a Landsman. Sólo por un instante se detiene y se queda mirando los pabellones del sur.

—Sube aquí, maricón. Te vamos a joder como jodimos a las zorras de las guardas.

—Trae aquí tu culo blanco, maricón.

Landsman enciende un cigarrillo y saluda sonriendo a la fachada de piedra como si estuviera en algún tipo de crucero que se aleja del muelle. En ese momento es el gesto perfecto, mejor que una mirada airada o el típico dedo corazón extendido, y los abucheos e improperios se desvanecen. Sonriendo maniáticamente, Landsman saluda otra vez, y el mensaje queda claro: gilipollas, mi culo blanco de maricón se a va ir a casa esta noche a dormir en un maravilloso rancho con aire acondicionado y una mujer y doce cangrejos al vapor y un
pack
de seis cervezas. Vosotros vais a una celda a treinta y seis grados y a pasaros todo el fin de semana sin salir de ella. Buen viaje, estúpidos hijos de puta.

Landsman acaba su revisión del patio y habla con el subdirector. Hay nueve guardas hospitalizados. Tres presos han acabado también en urgencias. Las autoridades de la prisión son las responsables de la seguridad, pero homicidios se encargará del encausamiento de los presos que se considere que tomaron parte en el motín. Así es, al menos, en teoría. Pero es difícil para los guardas recordar un rostro en concreto cuando toda una turba los está linchando y golpeando con bates de aluminio; tras una hora, la lista provisional de sospechosos tiene sólo trece nombres identificados positivamente por las autoridades.

Other books

Lying in Wait (9780061747168) by Jance, Judith A.
Secret at Mystic Lake by Carolyn Keene
Have You Any Rogues? by Elizabeth Boyle
Vectors by Charles Sheffield
Finders Keepers by Belinda Bauer
The Traitor of St. Giles by Michael Jecks