Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (34 page)

BOOK: Hotel
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–¿Y también a esa hora, no dudo, me informará de la identidad del comprador?

–Eso -concedió Dumaire-, es esencial para la transacción.

–Si lo va a hacer mañana, ¿por qué no ahora?

–Estoy obligado a cumplir mis instrucciones -respondió el banquero, negando con la cabeza.

Por un momento, el mal genio de Warren Trent se encendió. Estuvo tentado de insistir en la revelación del nombre, como condición para aceptar. Luego razonó: ¿qué importaba, siempre que las estipulaciones fijadas se cumplieran? Además, la disputa significaría un esfuerzo para el que se sentía en inferioridad de condiciones. Una vez más, el cansancio de unos momentos antes se apoderó de él.

Suspiró, y exclamó simplemente:

–Acepto.

9
Incrédulo y colérico, Curtis O'Keefe encaraba a Warren Trent.

–¡Tiene el descaro de quedarse ahí diciéndome que ha vendido el hotel a otro!

Estaban en la sala de la
suite
de O'Keefe. Inmediatamente después que Emile Dumaire se hubo marchado, Christine Francis había telefoneado para concertar la entrevista que ahora se realizaba. Dodo, con expresión de incredulidad, permanecía detrás de O'Keefe.

–Usted puede llamarlo descaro -replicó Warren Trent-. En cuanto a mí concierne lo llamo información. También puede estar interesado en saber que no he vendido del todo, sino que he retenido un interés sustancial en el hotel.

–¡Entonces, lo perderá! – El rostro de O'Keefe enrojeció de cólera. Desde hacía muchos años nada que hubiera querido comprar se le había escapado. Aun ahora, obsesionado con la amargura y la frustración, no podía creer que el rechazo fuera de verdad.

–¡Por Dios! Le juro que lo destrozaré.

Dodo avanzó. Su mano tocó la manga de O'Keefe.

–¡Curtie!

–¡Cállate! – exclamó, liberando su brazo. Una vena pulsaba visiblemente en sus sienes. Tenía las manos apretadas.

–Estás excitado, Curtie. No deberías…

–¡Al diablo contigo! ¡No intervengas en esto!

Los ojos de Dodo se dirigieron implorantes a Warren Trent. Tuvieron la virtud de aplacar la cólera de Trent, que estaba para estallar.

–Haga lo que quiera. Pero permítame recordarle que no tiene el derecho divino de comprar. Además, vino aquí por cuenta suya, sin que yo lo invitara.

–¡Este día le pesará! Usted y los otros, sean quienes sean. ¡Yo construiré otro! Arruinaré este hotel, hasta sacarlo de la competencia. Todos mis planes estarán dirigidos a aplastar este hotel, y a usted con él.

–Si alguno de nosotros vive el tiempo suficiente… -Habiéndose dominado, Warren Trent sentía que aumentaba su propio control a medida que disminuía el de O'Keefe.– Por supuesto que no lo veremos, porque lo que usted piensa hacer requiere tiempo. Además, puede ser que la nueva gente tenga tanto o más dinero que usted. – Era una advertencia al azar, pero esperaba que diera buen resultado.

–¡Márchese! – espetó O'Keefe furioso.

–Todavía está en mi casa. Mientras sea mi huésped, tiene ciertos privilegios en sus propias habitaciones. Pero le sugiero que no abuse usted demasiado de ellos.

Con una ligera y cortés inclinación ante Dodo, Warren Trent se marchó.

–Curtie -murmuró Dodo.

O'Keefe pareció no oírla. Todavía estaba respirando con dificultad.

–Curtie, ¿estás bien?

–¿Tienes que hacer preguntas estúpidas? ¡Por supuesto que estoy bien! – gritó, caminando de un lado a otro de la habitación.

–No es más que un hotel, Curtie. Tienes tantos…

–¡Quiero éste!

–Ese viejo… es el único que tiene…

–Oh, sí. Por supuesto que tenías que verlo de esa manera. ¡Deslealmente! ¡Estúpidamente!

Gritaba en forma histérica. Dodo estaba asustada; nunca lo había visto tan incontrolado.

–¡Por favor, Curtie!

–¡Estoy rodeado de tontos! ¡Tontos, tontos, tontos! ¡Tú eres una tonta! Por eso me deshago de ti. Te reemplazo por otra.

Lamentó sus palabras en el instante en que salieron de su boca. Su impacto, aun sobre sí mismo, fue como el de un golpe, aplacando su cólera como se extingue una llama. Hubo un momento de silencio antes de que él murmurara:

–Lo lamento…, no debí decir eso.

Los ojos de Dodo estaban húmedos. Se tocó el pelo, abstraída, con el gesto que momentos antes viera O'Keefe.

–Lo sabía. No necesitabas decírmelo.

Se dirigió a la
suite
contigua y cerró la puerta tras de sí.

10
Un inesperado incidente revivió el espíritu de Keycase Milne.

Durante la mañana, Keycase había devuelto sus estratégicas compras del día anterior a la «Maison Blanche». No hubo dificultad alguna, y recibió su reembolso hecho con rapidez y cortesía. Esto, al mismo tiempo que lo liberaba de un estorbo, le llenó una hora que de otro modo hubiera estado vacía. Aún había que esperar varias horas hasta que la llave especialmente hecha, encargada al cerrajero de Irish Channel, estuviera lista para ser recogida.

Estaba por abandonar la «Maison Blanche», cuando se le presentó una afortunada oportunidad.

En un mostrador del piso principal, a una compradora bien vestida, buscando su carnet de compras, se le cayó un llavero. Al parecer ni ella ni nadie más que Keycase observó la pérdida. Keycase se entretuvo inspeccionando corbatas en el mostrador vecino hasta que la mujer se fue.

Caminó a lo largo del otro mostrador, y luego, como si viera las llaves por primera vez, se detuvo y las recogió. Advirtió en seguida que junto con las llaves del automóvil había otras que parecían ser de puertas de calle. Aún más importante era algo que sus ojos experimentados vieron al instante: una miniatura de chapa-matrícula. Era similar a las de auto, que mandan por correo los veteranos tullidos a los propietarios de coches, prestando así un servicio de devolución de llaves perdidas. La miniatura mostraba el número de una matrícula de Luisiana.

Sosteniendo las llaves bien a la vista, Keycase se apresuró a correr tras la mujer, que estaba abandonando la tienda. Si lo habían observado un momento antes, era obvio que ahora se daba prisa para devolverlas a su propietaria. Pero al llegar al conglomerado de peatones en Canal Street, cerró la mano y se puso las llaves en el bolsillo.

La mujer todavía estaba a la vista. Keycase la siguió a prudente distancia. Después de caminar dos manzanas, cruzó Canal Street y entró en un salón de belleza. Desde fuera, Keycase la vio acercarse a una recepcionista que consultó su cuaderno, después de lo cual, la mujer tomó asiento para esperar. Con una sensación de exaltación Keycase se dirigió a un teléfono.

La llamada telefónica local estableció que la información que buscaba la podía obtener en la capital del Estado, en Baton Rouge. Keycase hizo otra llamada de conferencia, preguntando por la División de Automóviles. El telefonista que respondiera supo en seguida con quién ponerle en comunicación.

Sosteniendo las llaves, Keycase leyó el número de la licencia que había en la matrícula miniatura. Un empleado cansado le informó que el coche estaba registrado a nombre de F. R. Drummond, cuyo domicilio estaba en el distrito de Lakeview de Nueva Orleáns.

En Luisiana, como en otros Estados y territorios de América del Norte, el conocimiento de la propiedad de los vehículos automóviles era un asunto de registro público obtenible, en casi todos los casos, sin más esfuerzo que una llamada telefónica. Era un procedimiento que Keycase había utilizado antes con ventaja.

Hizo otra llamada, marcando el número de F. R. Drummond. Como había esperado, después de sonar prolongadamente, no hubo respuesta.

Era necesario andar ligero. Keycase calculó que tenía una hora, tal vez un poco más. Llamó un taxi, que lo llevó deprisa a donde tenía estacionado su coche. Desde allí, con la ayuda de un mapa de calles, llegó a Lakeview, localizando sin dificultad la dirección que tenía anotada.

Inspeccionó la casa desde media manzana de distancia. Era una residencia bien cuidada de dos pisos con garaje para dos coches y un espacioso jardín. La entrada estaba protegida por un gran ciprés, que ocultaba la vista de las casas vecinas, a ambos lados.

Keycase condujo su coche audazmente debajo del árbol y caminó hasta la puerta. Se abrió con facilidad con la primera llave que probó.

Dentro, la casa estaba en silencio. Llamó en voz alta.

–¿Hay alguien en la casa?

Si hubieran respondido, tenía preparada una excusa diciendo que la puerta estaba entreabierta, y que había equivocado la dirección. No hubo respuesta.

Revisó el piso principal con rapidez, y luego subió las escaleras. Había cuatro dormitorios, todos ocupados. En el armario del más grande encontró dos bolsos de piel. Los sacó. Otro armario tenía maletas. Keycase eligió una grande y metió allí los abrigos. En el cajón de un tocador encontró un joyero que vació en la maleta, y agregó una máquina fotográfica, unos prismáticos y una radio portátil. Cerró la maleta y la llevó abajo; luego la volvió a abrir para agregar una fuente y una bandeja de plata. En una mano llevó el magnetófono que vio en el último momento, y la maleta grande en la otra.

En total, Keycase había estado dentro de la casa sólo diez minutos. Metió la maleta y el magnetófono en el portaequipajes de su coche y partió. Una hora después había ocultado su robo en la habitación del motel de la carretera de Chef Menteur, había estacionado su coche otra vez en un lugar del centro, y caminaba garboso hacia el «St. Gregory Hotel».

De camino, con un destello de humor, echó las llaves en un buzón, como se indicaba en la matrícula en miniatura. Sin duda alguna, la organización de veteranos tullidos cumpliría con su cometido, y las devolvería a su dueña.

Keycase calculaba que el inesperado botín le reportaría cerca de mil dólares.

Tomó café y un sandwich en la cafetería del «St. Gregory»; luego, se fue caminando hasta el cerrajero de Irish Channel. El duplicado de la llave de la
Presidential Suite
estaba casi listo, y a pesar del precio exorbitante que le cobraron, lo pagó con alegría.

Al volver, vio el sol brillando benévolo, desde un cielo sin nubes. Eso, y el imprevisto botín de la mañana, eran sin duda buenos augurios y presagios de éxito para la misión principal que tenía prevista para pronto. Keycase encontró que había recobrado su vieja seguridad, más una convicción de invencibilidad.

11
Por toda la ciudad, en pausado alborozo, las campanas de Nueva Orleáns anunciaban las doce del día. Su melodía en contrapunto, llegaba a través de las ventanas del noveno piso (herméticas, en razón del aire acondicionado) de la
Presidential Suite.
El duque de Croydon, sirviéndose inseguro un whisky y soda (el cuarto, desde la media mañana) oía las campanas y miraba su reloj para afirmar la hora. Movió la cabeza, incrédulo, y musitó:

–¿Tan temprano…? El día más largo que recuerdo haber vivido…

–En algún momento terminará. – Desde un sofá (donde había tratado, sin éxito, de concentrarse en los
Poems
de W. H. Anden), la réplica de su esposa era menos severa que la mayoría de las respuestas de los días pasados. El período de espera desde la noche anterior, también había sido difícil para la duquesa, sabiendo que Ogilvie, con el coche acusador, estaba en alguna parte camino del Norte. ¿Pero dónde? Ahora se cumplían diecinueve horas desde el último contacto de los Croydon con el jefe de detectives, y no habían sabido una palabra de cómo se desenvolvían las cosas.

–¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no podría telefonear ese individuo? – El duque se paseaba por la sala, agitado, de un lado a otro, como lo había hecho desde la mañana temprano.

–Quedamos en que no nos comunicaríamos -le recordó la duquesa, todavía con suavidad-. Es mucho más seguro así. Además, si el coche permanece oculto durante el día, como esperamos, es muy probable que él también lo esté.

El duque de Croydon examinó un mapa de carreteras «Esso», como ya lo hiciera innumerables veces. Con el dedo trazó un círculo alrededor del área de Macón en Mississippi. Hablando a medias consigo mismo, dijo:

–¡Todavía está tan cerca, tan infernalmente cerca…! ¡ Y todo el día de hoy… esperando… esperando! – Apartándose del mapa, continuó:- El hombre podría ser descubierto.

–Es evidente que no lo ha sido, porque ya estaríamos enterados de una forma u otra. – Al lado de la duquesa había un ejemplar del vespertino
Slates-Item.
Había enviado a su secretario al vestíbulo a comprar la primera edición. También había escuchado las noticias radiofónicas que se transmitían de hora en hora durante la mañana. La radio estaba conectada ahora, con suavidad, pero el locutor describía los daños causados por una tormenta de verano en Massachusetts, y la noticia anterior había sido una declaración de la Casa Blanca sobre Vietnam. Los diarios y transmisiones precedentes se habían referido a la investigación del atropello-huida, pero sólo para decir que continuaba y que no había ninguna novedad.

–Anoche sólo dispuso de pocas horas para conducir el coche -continuó la duquesa, como para tranquilizarse-. Esta noche será diferente. Puede seguir en cuanto oscurezca, y para mañana a la noche ya estará a salvo.

–¡A salvo! – Su marido volvió con lentitud a su bebida.– Supongo que lo sensato es pensar así. Y no en lo que sucedió. En esa mujer y en esa niña… Hicieron fotografías; supongo que las viste.

–Ya hemos pensado en eso. No traerá ningún beneficio volver sobre lo mismo.

El pareció no haberla oído.

–El funeral es hoy… esta tarde… por lo menos, podríamos ir.

–No puedes hacerlo, y sabes que no lo harás.

Hubo un pesado silencio en la elegante y espaciosa habitación.

Se quebró, de pronto, por la campanilla del teléfono. Se miraron. Ninguno de los dos intentó responder. Los músculos del rostro del duque se plegaban espasmódicamente.

La campanilla sonó otra vez, luego calló. A través de las puertas intermedias, oyeron la voz del secretario, indiferente, que respondía desde una extensión telefónica.

Un momento después, el secretario golpeó la puerta y entró en actitud deferente. Miró hacia el duque.

–Su Gracia, es uno de los diarios locales. Dicen que han tenido una noticia… (titubeó ante un término poco familiar) un boletín relámpago que parece referirse a usted.

Haciendo un esfuerzo, la duquesa recobró su dominio.

–Páseme la comunicación. Cuelgue la conexión. – Levantó el teléfono que tenía cerca. Sólo un observador muy perspicaz habría advertido que las manos le temblaban.

Esperó el leve ruido que indicaba el cierre de la extensión, y luego anunció:

–Habla la duquesa de Croydon.

La voz rápida de un hombre, respondió:

–Señora, le hablan desde la oficina central del
States-Item.
Tenemos una información recibida por la «Associated Press», y acaban de decir… -La voz calló.– Perdóneme -oyó decir irritado al que hablaba-. ¿Dónde demonios está?… ¡Hey! ¡Dame ese papel, Andy! – hubo un ruido de papeles; luego la voz continuó-: Lo lamento, señora. Le leeré esto:
«Londres
(AP) Círculos parlamentarios locales citan hoy el nombre del duque de Croydon, conocida fuente de dificultades para el Gobierno británico, como el futuro embajador de este país, en Washington. La reacción inicial es favorable. Se espera el anuncio oficial de un momento a otro.» Aún hay más, señora. Pero no la molestaré con ello. Llamamos para saber si su marido quiere hacer alguna declaración; luego, con su permiso, me gustaría enviar un fotógrafo al hotel.

Por un momento, la duquesa cerró los ojos, dejando que oleadas de alivio la inundaran, purificándola al arrastrar las preocupaciones.

La voz en el teléfono insistió:

–Señora, ¿todavía está ahí?

–Sí -obligó a su mente a que funcionara.

–Con respecto a la declaración, querríamos…

–Por ahora -interrumpió la duquesa-, mi marido no tiene nada que decir, ni lo tendrá, hasta que la designación se confirme oficialmente.

–En ese caso…

–Lo mismo digo de la fotografía.

–Por supuesto -la voz parecía defraudada-, daremos la noticia que tenemos en la primera edición.

–Eso es cosa de ustedes.

–Entretanto, si hay algún anuncio oficial, nos gustaría estar en contacto.

–Si eso ocurriera, estoy segura de que mi marido estaría encantado de hablar con la Prensa.

–Entonces, ¿podemos llamar por teléfono otra vez?

–Sí. Hágalo, por favor.

Después de colgar el receptor, la duquesa de Croydon se sentó erguida e inmóvil. Por último, con una sonrisa en los labios, dijo:

–¡Se ha producido… Geoffrey ha triunfado!

Su marido la miraba incrédulo. Se humedeció los labios.

–¿Washington?

La duquesa repitió la síntesis del boletín de la «AP».

–La filtración fue deliberada, con seguridad, para probar la reacción. Es favorable.

–No hubiera creído que ni siquiera tu hermano…

–Su influencia ha ayudado. Sin duda, han mediado otras razones. El momento. Se necesitaba alguien con tus antecedentes. La política adecuada. Tampoco olvides que sabíamos que existía la posibilidad. Por fortuna, todo coincidió.

–Ahora que ha sucedido… -guardó silencio, sin desear completar su pensamiento.

–Ahora que ha sucedido… ¿qué?

–Me pregunto… ¿lo podré llevar a cabo?

–Puedes y lo harás.
Lo haremos.

El duque movía la cabeza dubitativo.

–Hubo un tiempo…

–Todavía es tiempo -la voz de la duquesa se agudizó con autoridad-. Más tarde te verás obligado a recibir a la Prensa. Habrá otras cosas. Será necesario que estés coherente y que permanezcas así.

–Haré lo mejor que pueda -asintiendo, levantó el vaso para beber.

–¡No! – la duquesa se levantó; quitó el vaso de la mano de su marido y lo llevó al cuarto de baño. El duque oyó que el contenido se derramaba en el lavabo.

–No habrá más de eso -anunció ella volviendo-. ¿Comprendes? Ni una gota más.

Parecía que el duque iba a protestar; luego se mostró de acuerdo.

–Supongo… que es la única manera.

–Si quieres que retire las botellas, que derrame ésta…

–Yo me las arreglaré -con un evidente esfuerzo de voluntad, trató de concentrar sus pensamientos. Con esa misma cualidad de camaleón que había exhibido el día anterior, parecía haber más determinación en sus rasgos que un momento antes. Su voz era firme, cuando observó:

–Es una noticia muy buena.

–Sí. Puede significar un nuevo comienzo.

Dio un medio paso hacia ella; luego cambió de parecer. Cualquiera que fuera el nuevo comienzo, sabía que no incluiría eso.

Su esposa ya estaba razonando en voz alta.

–Será necesario cambiar nuestros planes respecto a Chicago. De ahora en adelante, todos tus movimientos serán objeto de mucha atención. Si vamos juntos, será informado en grandes titulares en la Prensa de Chicago. Podría provocar curiosidad que el coche se llevara para ser reparado.

–Uno de nosotros debe ir.

–Yo iré sola -afirmó la duquesa con decisión-. Puedo cambiar un poco mi aspecto, usar anteojos. Si tengo cuidado, evitaré llamar la atención. – Sus ojos se dirigieron a una pequeña cartera de mano que había al lado del
secrétaire.
- Llevaré el resto del dinero y haré lo que sen necesario.

–Das por sentado que ese hombre llegará a salvo a Chicago. Todavía no ha sucedido.

Los ojos de la duquesa se agrandaron como si recordara una pesadilla olvidada.

–¡Oh, Dios! ¡Ahora… más que nunca… debe llegar! ¡Debe llegar!

BOOK: Hotel
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