Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (43 page)

BOOK: Hotel
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Sintió que Marsha estaba próxima a llorar.

–Perdóneme -dijo en voz baja. Se levantó y se alejó aprisa de la galería.

Peter, sentado allí, deseó haber hablado con menos franqueza suavizando sus palabras con la simpatía que sentía por esta muchacha solitaria. Se preguntaba si volvería. Después de unos minutos, al no hacerlo Marsha, apareció Anna:

–Me parece que va a terminar el desayuno solo, señor. No creo que miss Marsha vuelva.

–¿Cómo está?

–Está llorando en su dormitorio. – Anna se encogió de hombros.– No es la primera vez, supongo que tampoco será la última. Es una costumbre que tiene cuando no consigue todo lo que quiere -retiró los platos con los lomitos-. Bien, le serviré el resto.

–No, gracias. Tengo que marcharme.

–Entonces le traeré el café.

Allá en el fondo, Ben estaba ocupado y fue Anna quien le llevó el
café au lait
y lo puso al lado de Peter.

–No se preocupe demasiado, señor. Cuando pase el primer momento haré lo que pueda. Miss Marsha tiene demasiado tiempo para pensar, en sí misma. Si su padre estuviera más aquí, tal vez Tas cosas fueran de otra manera. Pero no está. Casi nunca.

–Es usted muy comprensiva.

Peter recordó lo que Marsha le había referido acerca de Anna: cómo de muchacha se había visto obligada a contraer matrimonio con un hombre que apenas conocía; pero la felicidad del matrimonio había durado más de cuarenta años, hasta que el marido de Anna murió el año pasado.

–Me han hablado de su marido. Debió de ser un gran hombre.

–¿Mi marido? – El ama de llaves se echó a reír.– No he tenido esposo. Nunca, en toda mi vida, he estado casada. Soy una solterona…

Marsha le había dicho:
Vivían con nosotros, Anna y su ma
rido. Era el hombre más bueno y gentil que haya conocido. Si ha habido un matrimonio feliz fue el de ellos.
Marsha había utilizado el cuadro para reforzar su propio argumento cuando le pidió a Peter que se casara con ella.

Anna todavía reía:


Mon Dieu!
Miss Marsha le ha estado relatando todos sus cuentos. Inventa con facilidad. Muchas veces está fingiendo, por cuyo motivo usted no necesita preocuparse por lo que pasó.

–Comprendo. – Peter no estaba seguro de comprender, pero se sintió aliviado.

Ben lo acompañó a la puerta. Eran más de las nueve, y el día ya se hacía caluroso. Peter caminó con rapidez hacia St. Charles Avenue desde donde se dirigió al hotel. Esperaba que la caminata le quitara la soñolencia que podía sentir después de semejante comida. Lamentaba mucho no volver a ver a Marsha, y le tenía lástima por una razón que no alcanzaba a comprender. Se preguntó si alguna vez entendería a las mujeres. Lo dudaba.

2
El ascensor número cuatro funcionaba otra vez. Cy Lewin, su ascensorista diurno, estaba cansándose de los caprichos de este número cuatro, que habían comenzado hacía poco más de una semana y parecían empeorar.

El domingo último el ascensor se había negado a responder a sus controles, aun cuando tanto las puertas de la cabina como las de afuera estaban bien cerradas. El reemplazante le había dicho a Cy que lo mismo había pasado el lunes por la noche, cuando míster McDermott, el subgerente general, estaba en el ascensor.

Luego, el miércoles, había habido un inconveniente que dejó al número cuatro fuera de servicio durante algunas horas. Mal funcionamiento del embrague, había dicho el mecánico, o lo que fuera; pero el trabajo de reparación no evitó que volviera a suceder el día siguiente, cuando en tres distintas ocasiones el número cuatro rehusó abandonar el piso decimoquinto.

Ahora ese ascensor se ponía en marcha y se detenía espasmódicamente en cada piso.

No era asunto de Cy Lewin saber qué era lo que andaba mal. Tampoco le importaba mucho, si bien había oído protestar al jefe de mecánicos, Doc Vickery, sobre «remendar y remendar» diciendo que lo que necesitaba eran «cien mil dólares para desarmar y volverlo a armar». Bien,
¿a.
quién no le gustaría esa suma de dinero? Por lo menos a Cy Lewin sí, motivo por el cual todos los años conseguía reunir el precio de un boleto para las carreras, aunque jamás le sirvió de nada.

Pero como veterano del «St. Gregory» tenía derecho a cierta consideración, y mañana solicitaría que lo pasaran a uno de los otros ascensores. ¿Por qué no? Había trabajado veintisiete años en el hotel como ascensorista antes de que algunos mequetrefes que andaban por ahí hubieran nacido. Desde mañana, que otro se ocupara del número cuatro y sus problemas.

Era poco antes de las diez, y el hotel se estaba llenando de gente. Cy Lewin tomó una carga de pasajeros desde el vestíbulo (la mayoría de las personas de la convención con sus nombres en las solapas), deteniéndose en todos los pisos hasta el decimoquinto, que era el más alto del hotel. Al bajar, el ascensor estaba lleno en toda su capacidad cuando llegaron al piso noveno, de manera que sin detenerse se deslizó hasta el vestíbulo principal. En este último viaje Cy advirtió que el espasmo había cesado. Bien, por lo menos
eso
se había arreglado solo.

No podía estar más equivocado.

Muy arriba sobre Cy Lewin, colgada como un nido de ave de rapiña en el techo del hotel, estaba la cabina de control de los ascensores. Allí, en el corazón mecánico del ascensor número cuatro, un pequeño relé eléctrico había llegado al límite de su vida útil. La causa, desconocida e insospechada, es un pequeño vastago del tamaño de un clavo común.

El vastago estaba atornillado a la cabeza de un pistón pequeñísimo, que, a su vez, actuaba sobre un trío de interruptores. Uno de ellos aplicaba y liberaba los frenos; el segundo proveía de energía al motor; el tercero controlaba un circuito generador. Cuando los tres funcionaban, el ascensor se deslizaba con suavidad para arriba y para abajo respondiendo a sus controles. Pero si no había más que dos interruptores trabajando (y el que no trabajaba era el que controlaba el motor del ascensor) la cabina podía caer por su propio peso. Sólo una cosa podía ser la causa de ese desastre: la excesiva longitud del vastago y el pistón.

Durante algunas semanas el vástago había estado trabajando suelto. Con movimientos tan infinitesimales que cien podrían igualar el espesor de un cabello humano, la cabeza había girado, lenta pero inexorablemente, destornillándose el vastago. El efecto fue doble. El vastago y el pistón aumentaron su longitud total. Y el interruptor del motor apenas funcionaba.

Así como un grano de arena final inclinará la balanza, en este momento la más ligera vuelta del pistón aislaría el motor del interruptor.

El defecto había sido la causa por la cual el número cuatro funcionaba en la forma irregular que Cy Lewin y los otros habían notado. El equipo de mantenimiento había tratado de localizar el problema, pero no lo había logrado. Casi no podía culpárseles. Había más de sesenta relés en un solo ascensor, y veinte ascensores en todo el hotel.

Tampoco había observado nadie que dos artefactos de seguridad dentro de la caja misma estaban trabajando mal.

A las diez y diez del viernes, el ascensor número cuatro estaba, como vulgarmente se dice, colgado de un hilo.

3
Míster Dempster de Montreal llegó a las diez y media. Peter McDermott, avisado de su llegada, fue hasta el vestíbulo para recibirlo oficialmente. Hasta entonces, ni Warren Trent, ni Albert Wells, habían aparecido en los primeros pisos del hotel, ni se tenían noticias de este último.

El representante financiero de Albert Wells era una persona expeditiva, imponente, que tenía el aspecto de un maduro gerente de una gran sucursal bancaria. Respondió a un comentario de Peter acerca de la celeridad de los acontecimientos que resultaban sorprendentes, diciendo que míster Wells con frecuencia producía ese efecto.

Un botones escoltó al recién llegado a una
suite
en el piso undécimo.

Veinte minutos después míster Dempster reapareció en la oficina de Peter.

Había visitado a míster Wells, dijo, y había hablado por teléfono con míster Trent. La reunión anunciada en principio para las once treinta, fue confirmada. Entretanto había algunas personas con quienes Mr. Dempster deseaba conferenciar (para empezar, con el contador general del hotel) y míster Trent lo había invitado a hacer uso de la
suite
de los ejecutivos.

Míster Dempster parecía un hombre acostumbrado a ejercer autoridad.

Peter lo llevó a la oficina de Warren Trent y se lo presentó a Christine. Para Peter y Christine era el segundo encuentro de la mañana. Al llegar al hotel la había buscado, y aunque lo más que pudieron hacer, en los concurridos alrededores de la
suite
de los ejecutivos, fue cogerse las manos brevemente, en ese momento robado se sintieron nerviosos y tuvieron una vehemente conciencia de la importancia que cada uno tenía en la vida del otro.

Por primera vez desde su llegada, el hombre de Montreal sonrió:

–Oh, sí, miss Francis, míster Wells la ha mencionado. En realidad ha hablado con mucha simpatía de usted.

–Creo que míster Wells es un hombre maravilloso. Lo pensé antes… -se detuvo.

–Estoy un poco confundida, con repecto a algo que sucedió anoche -respondió Christine.

Míster Dempster sacó unos anteojos de ancha armazón que limpió, poniéndoselos luego.

–Si usted se refiere al incidente de la cuenta del restaurante, miss Francis, no debe preocuparse. Míster Wells me dijo, y cito sus propias palabras, que era la cosa más hermosa y gentil que alguien ha realizado por él. Sabía lo que estaba pasando, por supuesto. Hay pocas cosas que se le escapen.

–Sí, me estoy dando cuenta.

Hubo un golpecito en la puerta exterior de la oficina, que al abrirse dejó ver al gerente de créditos, Sam Jakubiec:

–Perdónenme -se disculpó al ver al grupo dentro, y se volvió para marcharse. Peter le hizo volver.

–Vengo a comprobar un rumor -exclamó Jakubiec-. Corre, como un fuego en la pradera, que el viejo caballero, míster Wells…

–No es un rumor. Es un hecho -respondió Peter. Luego presentó al hombre del crédito a míster Dempster.

Jakubiec se llevó una mano a la cabeza:

–¡Dios mío! Yo comprobé su crédito. Puse en duda su cheque. ¡Hasta telefoneé a Montreal!

–Me informaron de su llamada. – Por segunda vez míster Dempster sonrió.– En el Banco estaban muy divertidos. Pero tenían instrucciones estrictas de no dar ninguna información sobre míster Wells. Es la manera de hacer las cosas que le gusta.

Jakubiec emitió un sonido que pareció llanto.

–Creo que tendría que preocuparse más -le aseguró el hombre de Montreal- si no hubiera comprobado el crédito de míster Wells. Lo respetará por haberlo hecho. Tiene la costumbre de hacer cheques en pedacitos de papel, que la gente encuentra desconcertantes. Por supuesto que los cheques son buenos. Probablemente ya sepan que míster Wells es uno de los hombres más ricos de Norteamérica.

Jakubiec, aturdido, sólo podía mover la cabeza de un lado al otro.

–Sería más comprensible para todos ustedes -siguió diciendo míster Dempster- si les explicara algunas cosas de mi patrón.

–Miró su reloj.– Míster Dumaire, el banquero, y algunos abogados vendrán pronto, pero creo que tenemos tiempo.

Lo interrumpió la llegada de Royall Edwards. El contador traía algunos papeles y una abultada cartera. Una vez más se llevó a cabo el ritual de las presentaciones.

Dándole la mano, míster Dempster informó al contador:

–Tendremos una breve conversación dentro de un momento, y me gustaría que se quedara a la reunión de las once y media. Ah…, y usted también, miss Francis. Míster Trent solicitó que usted estuviera aquí, y sé que míster Wells va a estar encantado.

Por primera vez, Peter McDermott tuvo la desconcertante sensación de estar excluido del centro de los asuntos.

–Iba a explicar algunos aspectos concernientes a míster Wells. – Míster Dempster se quitó los anteojos, echó aliento en los cristales y comenzó a pulirlos otra vez.

–A pesar de la considerable fortuna de míster Wells, ha permanecido siendo un hombre de gustos sencillos. Esto de ninguna manera se debe a mezquindad. En realidad, es muy generoso. Es que para sí mismo prefiere las cosas modestas, aun en detalles como trajes, viajes y hospedaje.

–En cuanto al hospedaje -interrumpió Peter-, estaba pensando en mandar a míster Wells a una
suite.
Míster Curtis O'Keefe desocupa una de nuestras mejores
suites
esta tarde.

–Sugiero que no lo haga. Sucede que sé que a míster Wells le gusta la habitación que ocupa si bien no la que tenía antes.

Mentalmente, Peter se heló ante la referencia de la habitación ja-ja, que Albert Wells había ocupado antes de ser transferido a la 1410 el lunes por la noche.

–No se opone a que otros ocupen una
suite…
por ejemplo yo -explicó míster Dempster-. Se trata, simplemente, de que él no necesita tales cosas. ¿Los estoy cansando?

Los interlocutores contestaron a una que no.

–¡Es algo como de los hermanos Grimm! – comentó Royall Edwards divertido.

–Quizá. Pero no creo que míster Wells viva en un mundo de cuento de hadas. No, desde luego. Ni yo tampoco.

Lo adviertan o no los otros, hay una insinuación de inflexibilidad bajo la cortesía de las palabras, pensó Peter…

–Conozco a míster Wells desde hace muchos años -continuó míster Dempster-. En ese tiempo he aprendido a respetar sus intuiciones tanto en los negocios como respecto a las personas. Tiene una especie de sagacidad instintiva que no se enseña en «Harvard School of Business».

Royall Edwards, que se había graduado en «Harvard Business School» se sonrojó. Peter se preguntó si la coincidencia era casual o si el representante de Albert Wells había hecho algunas rápidas investigaciones sobre el personal superior del hotel. Era muy posible que las hubiera hecho, en cuyo caso, los antecedentes de Peter McDermott, incluyendo su despido del «Waldorf» y la subsecuente inclusión en la lista negra, se conocerían. ¿Sería ésta la razón, se preguntaba Peter, de su exclusión del núcleo central?

–Supongo que habrá muchos cambios -observó Royall Edwards.

–Me parece probable -nuevamente míster Dempster limpió sus anteojos; parecía un hábito compulsivo-. El primer cambio será que me convertiré en el presidente de la compañía del hotel, papel que desempeño en casi todas las empresas de míster Wells. Nunca quiere asumir los títulos él mismo.

–Entonces lo veremos mucho por aquí -comentó Christine.

–En realidad, muy poco, miss Francis. Yo seré una figura, nada más. El vicepresidente ejecutivo tendrá toda la autoridad. Esa es la política de míster Wells, y también la mía.

Después de todo, pensó Peter, la situación se había resuelto copio había esperado. Albert Wells no estaría complicado en la dirección del hotel; de manera que el hecho de conocerlo no significaba ninguna ventaja. El hombrecito estaba doblemente alejado de la administración activa, y el futuro de Peter dependería de un vicepresidente ejecutivo, cualquiera que fuese. Peter se preguntaba si sería alguien que conociera. En ese caso podría resultar muy distinto.

Hasta ese momento Peter se había dicho que aceptaría las cosas como vinieran, incluyendo (si fuera necesario) su propia partida. Ahora descubría que deseaba quedarse en el «St, Gregory», y mucho. Christine, por supuesto, era una razón. La otra, el «St. Gregory», que siguiendo independiente con una nueva administración, prometía ser emocionante.

–Míster Dempster -preguntó Peter-, si no es un gran secreto, ¿quién será el vicepresidente ejecutivo?

El hombre de Montreal pareció sorprenderse. Miró con extrañeza a Peter, luego su expresión se aclaró:

–Excúseme, pensé que lo sabía. Usted.

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