Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (9 page)

BOOK: Hotel
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–Sí -Peter sonrió.

Una ley estricta y en vigor de Luisiana prohibía que hubiera animales en las habitaciones de los hoteles. En el caso de Croydon, Warren Trent concedió que la presencia de los
Bedlington
terriers
no sería advertida en forma oficial, siempre que entraran y salieran por la puerta de atrás. La duquesa, sin embargo, exhibía desafiante los perros, todos los días, por la entrada principal. Ya dos personas, amantes de los perros, habían querido saber, coléricos, por qué se les había negado la entrada a sus propios perros.

–Tuve un problema con Ogilvie, anoche. – Peter informó sobre la ausencia del detective, y las palabras cambiadas.

La reacción fue rápida:

–Ya le he dicho que deje a Ogilvie. Es responsable directamente ante mí.

–Eso dificulta las cosas, si hay algo que hacer…

–Ya me ha oído. ¡Olvídese de Ogilvie! – El rostro de Warren Trent estaba rojo, pero Peter sospechó que menos de cólera que de embarazo. La orden con respecto a Ogilvie no tenía sentido, y el propietario del hotel lo sabía. Peter se preguntó
qué era
lo que sometía a Warren al expolicía.

Cambiando de súbito el tema, Warren Trent anunció:

–Curtis O'Keefe viene hoy. Quiere dos
suites
contiguas y ya he dado las instrucciones. Es mejor que verifique si todo está en orden, y quiero que se me informe tan pronto llegue.

–¿Míster O'Keefe permanecerá mucho tiempo aquí?

–No sé. Depende de muchas cosas.

Durante un momento McDermott sintió surgir su simpatía por el viejo. Por mucho que pudiera criticarse la forma en que estaba administrado el «St. Gregory», para Warren Trent era más que un hotel; era el fruto del trabajo de toda su vida. Lo había visto crecer desde que era una cosa insignificante a algo prominente, desde una modesta construcción inicial a un imponente edificio que ocupaba la mayor parte de una manzana de la ciudad. La reputación del hotel, asimismo, había sido muy honrosa durante muchos años, figurando su nombre entre los tradicionales del país, como el «Biltmore» o el «Palmer House» de Chicago, o el «St. Francis» de San Francisco. Debía de ser duro aceptar que el «St. Gregory» con todo su prestigio y el atractivo de que una vez gozó, no se había mantenido al ritmo de los tiempos. No era que la declinación hubiera sido definitiva o desastrosa, pensó Peter. Una nueva financiación y mano firme controlando su administración, podrían obrar milagros, hasta quizá devolver el hotel a su antigua posición de competencia. Pero tal como estaban las cosas, tanto el capital como el control tendrían que venir de fuera: suponía que a través de O'Keefe. Una vez más recordó Peter que sus días parecían estar contados.

El dueño del hotel preguntó:

–¿Cómo estamos en materia de congresos?

–Cerca de la mitad de los ingenieros químicos se han marchado ya; el resto se irá hoy. Hoy también entra la «Gold Crown Cola», y ya está organizada. Han tomado trescientas veinte habitaciones, que es más de lo que esperábamos, y hemos aumentado la cantidad de almuerzos y cubiertos para los banquetes, de acuerdo con ello. – Como el viejo asentía aprobando, Peter continuó:- El congreso de odontología comienza mañana, aun cuando algunas de las personas que lo integran se registraron ayer, y otras lo harán hoy. Tomarán unas doscientas ocho habitaciones.

Warren Trent emitió un gruñido de satisfacción. Por lo menos, reflexionó, no todas las noches eran malas. Los congresos eran la sangre vital del negocio de hoteles, y dos juntas ayudaban, a pesar de que, por desgracia, no lo suficiente como para cubrir otras pérdidas recientes. A pesar de todo, la reunión de odontólogos era un triunfo. El joven McDermott había actuado con rapidez cuando se le informó bajo cuerda de que los arreglos para el congreso dental habían fallado; entonces voló a Nueva York y convenció a los organizadores de que el mejor sitio para lo mismo era Nueva Orleáns y el «St. Gregory».

–Anoche tuvimos el hotel lleno -dijo Warren Trent, y agregó-: Este negocio es abundancia o hambre. ¿Podremos dar alojamiento a los que lleguen hoy?

–Lo primero que hice esta mañana fue fijarme en los números. Mucha gente se marcha hoy, pero aun así el hotel quedará completamente lleno. Las reservas exceden en algo a las disponibilidades.

Como todos los hoteles, el «St. Gregory», por lo regular, aceptaba más reservas que las habitaciones de que disponía. Pero, como todos los hoteles también, sabía por previas experiencias que algunas personas comprometían habitaciones y luego no llegaban, de manera que el problema se resolvía por sí mismo, calculando el verdadero porcentaje de los que no llegarían. La mayoría de las veces la experiencia y la suerte permitían que el hotel se mantuviera a nivel, con todas las habitaciones ocupadas: situación ideal. Pero de vez en cuando la estimación resultaba equivocada, en cuyo caso el hotel tenía un problema serio.

El momento más terrible de la vida de un gerente de hotel era cuando se veía obligado a explicar a personas indignadas (que habían hecho sus reservas) que no tenían habitaciones disponibles. Sufría como ser humano tanto como hotelero, porque estaba seguro de que esas personas -si podían evitarlo- jamás volverían a su hotel.

El peor momento en la experiencia de Peter fue cuando un congreso de panaderos, reunido en Nueva York, decidió permanecer un día más para que algunos de sus miembros hicieran un crucero a la luz de la luna, alrededor de Manhattan. Doscientos cincuenta panaderos y sus esposas se quedaron, desgraciadamente sin advertírselo al hotel, que esperaba que se marcharan para dar cabida a una reunión de ingenieros. El recuerdo de la batahola que sobrevino, con cientos de ingenieros coléricos y sus esposas, todos instalados en el hall de entrada, algunos mostrando sus reservas hechas con dos años de anticipación, todavía hacía estremecer a Peter cuando lo recordaba. Por fin, como los otros hoteles de la ciudad también estaban llenos, los recién llegados se dispersaron por moteles de los alrededores de Nueva York hasta el día siguiente, cuando los panaderos, inocentemente, se marcharon. Pero las monumentales cuentas de taxi de los ingenieros, más los arreglos por sumas sustanciales de dinero para evitar demandas por daños y perjuicios, fueron pagadas por el hotel… sobrepasando los beneficios que hubieran dejado ambos congresos.

Warren Trent encendió un cigarro, haciendo un ademán a McDermott para que tomara otro de la caja que tenía a su lado. Después de cogerlo, Peter dijo:

–He hablado con el «Roosevelt». Si estamos completos esta noche, nos pueden ayudar con treinta habitaciones. – Saber esto era tranquilizador… un «blanco en el centro», aunque no debería usarse sino en circunstancias extremas. Hasta los hoteles más rivales se ayudaban mutuamente en ese tipo de crisis, porque nunca sabían cuándo las cosas podían invertirse.

–Bien -dijo Warren Trent, entre una nube de humo-. ¿Cuáles son las perspectivas para el otoño?

–Descorazonadoras. Le envié un memorándum sobre las dos grandes reuniones de los sindicatos, que fracasaron.

–¿Por qué fracasaron?

–Por la misma razón que le advertí antes. Hemos continuado discriminando. No hemos cumplido con la Ley de Derechos Civiles, y los sindicatos se resienten de ello. – Involuntariamente, Peter miró hacia Aloysius Royce, que había entrado en la habitación y estaba ordenando una pila de revistas.

Sin levantar los ojos, el negro dijo:

–No se preocupe por mí, míster McDermott… -Royce usaba el mismo acento incisivo que había empleado la noche anterior-, porque nosotros, la gente de color, estamos habituados a eso.

Warren Trent, frunciendo el ceño, dijo con dureza:

–Basta de ironías.

–¡Sí, señor! – Royce dejó las revistas y se quedó mirando a los otros dos. Su voz volvió a ser normal-, pero le diré esto: los sindicatos han actuado en esa forma porque tienen una conciencia social. No son los únicos, sin embargo. Otros congresos y muchas personas se mantendrán apartados hasta que este hotel, y otros como él, admitan que los tiempos han cambiado.

Warren Trent adelantó una mano hacia Royce:

–Responda a eso -le dijo a Peter McDermott-. Aquí no queremos medias palabras.

–Sucede -dijo Peter con tranquilidad- que estoy de acuerdo con lo que él dice.

–¿Por qué, míster McDermott? – preguntó Royce, sarcástico-. ¿Cree usted que será mejor para el negocio? ¿Facilitará su trabajo?

–Esas son buenas razones -respondió Peter-. Si usted prefiere pensar que son las únicas… siga adelante.

Warren Trent golpeó con fuerza con su mano sobre el brazo del sillón:

–¡No importan las razones! Lo que importa es que ustedes dos son un par de tontos.

Era una cuestión que ya se había repetido. En Luisiana, si bien los hoteles afiliados a una cadena se habían integrado nominalmente meses antes, algunos independientes, encabezados por Warren Trent y el «St. Gregory», se resistieron al cambio. La mayoría, por un período breve cumplieron con la Ley de Derechos Civiles, y después de la conmoción inicial, poco a poco volvían a su política de segregación establecida desde mucho tiempo atrás.

Aun con casos legales pendientes, todos los síntomas indicaban que los hoteles segregacionistas, con la ayuda de fuerte apoyo local, podían ejercer acciones dilatorias que tal vez durarían años.

–¡No! – Warren Trent, colérico, apagó su cigarro.– Pase lo que pase en otras partes, insisto en que aquí todavía no estamos listos para eso. De manera que hemos perdido congresos sindicales. Bien, es tiempo de que nos pongamos en movimiento y hagamos alguna otra cosa.

Desde la sala, Warren Trent oyó que la puerta de afuera se cerraba detrás de Peter McDermott, y los pasos de Aloysius Royce que volvía a una pequeña salita llena de libros que era el dominio privado del negro. Dentro de pocos minutos Royce se marcharía, como siempre a esta hora del día, a una clase de Derecho.

Todo estaba tranquilo en la gran sala; sólo se oía el murmullo originado por el aparato de aire acondicionado, y algún ruido perdido que llegaba desde la ciudad, allá abajo, penetrando las gruesas paredes y las ventanas aislantes. Los rayos del sol mañanero avanzaban lentamente sobre el piso alfombrado y, observándolos, Warren Trent sentía latir con fuerza su corazón, una consecuencia de la cólera que por algunos minutos lo había poseído. Era una advertencia, supuso, a la que debía prestar atención más a menudo. Sin embargo, en esta época en que tantas cosas le salían mal, parecía que se hacía difícil controlar sus emociones, y todavía más difícil permanecer callado. Quizás esos exabruptos fueran sólo mal humor… consecuencia de la edad. Pero era más probable que fuera a causa de esa sensación de que tantas cosas se estaban diluyendo, desapareciendo para siempre, más allá de su control. Además, siempre se había encolerizado con facilidad, excepto durante aquellos años tan breves, cuando Hester le había enseñado otra cosa: el uso de la paciencia y del sentido. Sentado allí, tranquilo, comenzó a recordar. ¡Cuan lejos parecía! Más de treinta años…, cuando la había llevado como su joven desposada, a través del umbral de esa misma habitación. ¡Y qué poco tiempo le duró! Breves años, felices más allá de toda medida, hasta que la poliomielitis, golpeando sin previo aviso, mató a Hester en veinticuatro horas, dejando a Warren Trent lleno de dolor y solo, con toda su vida por vivir… y el «St. Gregory Hotel».

En el hotel quedaban pocos que recordaban a Hester, y si un puñado de veteranos la recordaba, era en forma confusa, y no como Warren Trent mismo la recordaba: una perfumada flor de primavera, que hacía sus días suaves y su vida más rica, como nunca la había hecho nadie, ni antes ni después.

En el silencio, un ligero y suave movimiento, como un crujido de sedas, parecía llegar desde la puerta que estaba detrás de él.

Volvió la cabeza, pero era una burla de la memoria. La habitación estaba vacía, y una humedad poco común nubló sus ojos.

Se incorporó con dificultad del profundo sillón, clavada la ciática como un cuchillo. Se dirigió a la ventana, mirando los tejados del French Quarter -el
Vieux Carré,
como la gente lo llamaba ahora, volviendo al antiguo nombre-, hacia Jackson Square y las agujas de la catedral, destellando al sol que las acariciaba. Más allá estaba el arremolinado y fangoso Mississippi, y en medio de la corriente una línea de barcos anclados esperando su turno para entrar en los ajetreados muelles. Era el signo de los tiempos, pensó. Desde el siglo
xv
III
Nueva Orleáns había oscilado como un péndulo entre la riqueza y la pobreza. Barcos de vapor, ferrocarriles, algodón, esclavitud, emancipación, canales, guerras, turistas… todo, a intervalos, había alcanzado cuotas de riqueza y de desastre. Ahora el péndulo había traído prosperidad, aunque, al parecer, no para el «St. Gregory Hotel».

Pero, ¿acaso tenía importancia… al menos para él? ¿Merecía el hotel que se luchara por él? ¿Por qué no abandonarlo, vender, como pudiera, esta semana, y dejar que el tiempo y los cambios los tragaran a los dos? Curtis O'Keefe haría una proposición justa, La cadena de O'Keefe tenía buena reputación, y Trent mismo podría salir bien librado de todo esto. Después de pagar la hipoteca principal, y tomando en cuenta a los accionistas menores, le quedaría bastante dinero con que vivir, al nivel que quisiera, para el resto de su vida.

¡Rendirse! Tal vez fuera ésa la respuesta. Rendirse a los tiempos cambiantes. Después de todo, ¿qué era un hotel, sino ladrillos y cemento? Había tratado de que fuera algo más que eso, pero al fin había fracasado. ¡Dejémoslo ir!

Y sin embargo… si lo hacía, ¿qué otra cosa le quedaba?

Nada. Para él mismo, no quedaría nada, ni siquiera los fantasmas que andaban por este piso. Esperó, pensativo, sus ojos abarcando la ciudad extendida ante él. La ciudad también había sufrido cambios: había sido francesa, española y americana; sin embargo, en cierta forma, había sobrevivido como ella misma… única e individual en una era de conformismo.

BOOK: Hotel
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