es mucho el "picure"
que el páramo pasa,
y no en escarpines
¡sino en alpargatas!
La píldora milagrosa,
la píldora ya famosa
bajo la acción de la cual
puede, en materia amorosa,
hacer uno cualquier cosa
sin temor a la engorrosa
consecuencia natural.
Con éxito al cien por cien
se está aplicando actualmente,
no en personas solamente
sino en los perros también.
Después de esta introducción,
escuchemos lo que pasa
cuando al zaguán de la casa
de Fifí, llega Nerón.
Sale a abrirle la señora:
— ¡Nerón! ¿Usted por aquí?
Y el perro sin más demora
le pregunta por Fifí.
Fifí que es toda un bombón,
sale, huele a la visita,
a echarle el brazo lo invita,
y ya en el entreportón,
a la señora le grita:
— Hasta luego, mamaíta,
voy al cine con Nerón;
vamos a ver La Pasión.
Y al salir por el zaguán
de brazo Fifí y Nerón,
la señora, que es un pan,
les echa su bendición.
Y agrega la muy ladina
mientras Nerón la fulmina
con su mirar taciturno:
—Pasen por la de la esquina
que ésa es la que está de turno.
Un doctor brasilero de apellido Ovejeiro
—según leo en un diario de Río de Janeiro—
ha escrito dos artículos en donde les asesta
un rudo golpe a todos los que duermen la siesta.
Ovejeiro comprende que la siesta es un vicio
al que el clima del trópico resulta muy propicio,
un vicio al que Ovejeiro no le pone objeción,
siempre que los viciosos tengan moderación.
Pero, según parece, la gente brasilera
es, durmiendo la siesta, la que más exagera,
y de allí que Ovejeiro lanzara una protesta
pidiéndole al gobierno que prohiba la siesta.
Las siestas, dice el docto compatriota de Vargas,
van siendo en nuestra tierra cada día más largas;
dese usted, a las dos de la tarde, una vuelta
y hallará a todo el mundo durmiendo a pierna suelta.
¡A las dos de la tarde todo el Brasil durmiendo!
¿No es esto un espectáculo sencillamente horrendo?
¿Qué dirá quien nos mire con extranjeros ojos?
!Que los cariocas somos una cuerda de flojos!
Antiguamente, agrega lleno de indignación,
sólo nos acostábamos a hacer la digestión,
y a los pocos minutos, no más de cinco o diez,
cogíamos el saco, y a la calle otra vez.
Pero ahora es asunto de cerrar los portones
y ponerse piyamas y hacer las oraciones,
para ir despertándose a las cuatro... pasadas,
y eso si nos despiertan las sábanas sudadas.
Y es lo peor del caso que, inexplicablemente,
todo el que duerme siesta se levanta caliente,
lo que completado con los ojos hinchones,
nos da a todos un aire de feroces matones.
En fin, para Ovejeiro tan dañina es la siesta,
que hasta a los que duermen les resulta funesta,
y de allí que Ovejeiro quiera que en el Brasil
se erradique la siesta como hábito incivil.
El doctor Ovejeiro tiene mucha razón,
pero yo para el caso tengo otra solución
que es (perdonad el criollo vocablo al que recurro)
repartir café gratis a la Hora del Burro.
Mientras se oía
desde una rosa
la deliciosa
marcha nupcial
que con sus notas
creaba un ambiente
completamente
matrimonial.
Dos lombricitas
de edad temprana,
cierta mañana
del mes de abril
solicitaron
en la pradera
al grillo, que era
jefe civil.
Al punto el grillo
con dos plumazos
ató los lazos
de aquel amor.
Las lombricitas
se apechugaron
y se mudaron
para una flor.
Tras una vida
dulce y risueña,
con la cigüeña
las premió Dios.
Y cuando abrieron
las margaritas,
las lombricitas
ya no eran dos.
La primorosa
recién nacida
pasó la vida
sin novedad.
Y al cuarto día
de primavera
ya casi era
mayor de edad.
Quiso ir entonces
a una visita
y su mamita
le dijo: —¡No!
Mas de porfiada
salió a la esquina
y una gallina
se la comió.
Yo admiro a Los Teques
con toda mi alma:
me gusta su clima,
su gente me encanta,
amo al teque-teque
de pequeñas patas,
y en los arrocitos
y demás parrandas,
comiendo tequeños
ninguno me gana.
Pero de Los Teques
lo que más me agrada
es que ésa es la tierra
de las cosas raras:
entierros sonoros,
mujeres con barbas,
gallinas que ponen
sin gallo ni nada
y, en fin, un torrente
de cosas extrañas
que nunca termina,
que nunca se acaba.
Ayer, por ejemplo,
la prensa nos narra
que para deleite
de los cineastas,
no hay cine en Los Teques
que no tenga ratas.
Pero no raticas
de esas de taguara,
sino ratas gordas
medio cachicamas,
que apenas del cine
las luces se apagan,
a correr comienzan
por toda la sala.
Y pierna que encuentran
por donde ellas pasan,
o a roer se pegan
o se le encaraman,
y entonces empiezan
los gritos de alarma,
las sombras chinescas
que brincan y saltan,
y el bulto confuso
de cien que se agachan
tratando en lo oscuro
de ver a la rata.
A veces la bicha
trepa la pantalla
y entonces la cosa
se convierte en guasa,
pues allí se queda
como hipnotizada
haciendo equilibrios
sobre la muchacha,
mientras los guasones
entre carcajadas
le gritan —Ay, niña,
¿Tas encandilada?
Pero que no venga
nadie a rescatarla,
porque en un segundo
se viene en picada,
haciendo que corran
hasta las butacas.
¡Ratas en el cine!
¡Qué cosa tan rara!
¿Qué tiene con ellas
que ver la pantalla?
¿Será que en el fondo
se sienten Silvanas?
De todas maneras
una cosa es clara:
merced al sistema
de cine con ratas,
ya no hay en Los Teques
películas malas,
pues cuando es tediosa
la que está en el programa,
¡siempre pueden verse
la que dan las ratas!
Han llegado las lluvias. Muchos recuerdos gratos
vienen a mi memoria cuando comienza a llover:
mis tardes en la escuela, mis primeros zapatos,
mis primeros amigos, los que no he vuelto a ver...
¿Serán ellos ahora como estos mentecatos
que en mojarse no encuentran el más leve placer
y huyendo de la lluvia, como si fueran gatos,
con las primeras gotas echaron a correr?
Yo mismo, que en mis tiempos de escolar no sabía
de contento más grande ni de mayor alegría
que salir, en el cinto las alpargatas rotas,
a vadear las corrientes, chapoteando en el barro,
hoy soy un caballero que le teme al catarro...
Definitivamente somos unos idiotas.
La señora Paquita de la Masa,
ricacha de esta era,
se compró hace algún tiempo una nevera
y la instaló en la sala de su casa
en donde se la ve todo el que pasa,
ya que desde las seis de la mañana
abre doña Paquita la ventana,
pone allí, en un cojín, una perrita
y hasta la medianoche no la quita.
Aunque tiene teléfono en su casa,
la señora Paquita de la Masa
usa el de la cercana bodeguita,
procurando pedirlo a aquellas horas
en que haya en la bodega otras señoras
que no tienen nevera ni perrita.
Y por si ustedes quieren escucharla,
les transmito un fragmento de su charla:
"—¿Hablo con el Bazar Americano?
Es la señora del doctor Fulano...
Mire, que yo quisiera
que mandara a arreglarme la nevera...
Sí, la que le compramos de contado;
pues le metimos un jamón planchado
y al ir hoy a cortar un pedacito,
la sirvienta de adentro pegó un grito
porque el jamón estaba conectado.
"Además, casi todas las mañanas,
al meterle la torta de manzanas
el motor hace un ruido
que despierta al chofer de mi marido...
"Bueno, pues, yo confío
en que hoy mismo vendrán a repararla.
Mire que vamos a necesitarla
para la graduación de un primo mío.
Usted sabe: mi primo Pantaleón
que llegó de Chicago por avión."
Cuelga el auricular, y la mirada
le tuerce a alguna pobre cocinera,
como diciéndole:—Desventurada,
qué le vas a tirar a mi nevera!
Y es lo peor que si usted, que no es discreto
le suelta un "bollo" que la larga fría,
todo el mundo lo acusa de irrespeto y
le acuñan un mes de policía.
¡Lo que le prueba una vez más al mundo
que no hay justicia en este mundo inmundo!
Cuando a algún escritor de esos que escriben
culebrones de radio
la atención se le llama en el sentido
de que sus culebrones son muy malos,
la respuesta que da —si es que da alguna—
es que el público pide mamarrachos
y el auto, que del público depende,
para poder vivir tiene que dárselos.
¡Infelices autores!
—piensa entonces usted— ¡Pobres muchachos!
¡Suponer que son ellos los maletas
cuando en verdad el público es el malo!
¿Que escriben esperpentos que espeluznan
con su cursi retórica de tango
y con sus personajes que no pueden
hablar si no es llorando?
Del autor del libreto no es la culpa:
el culpable es el público de radio
que, según dicen ellos, se disgusta
cuando no se le sirven mamarrachos.
Pero... ¿será verdad tanta belleza?
¿Será atendiendo al público reclamo
por lo que ellos le ganan en lo cursis
al matador aquel de "El Relicario"?
¿Será, efectivamente, su mal gusto,
circunstancial, impuesto, y no espontáneo,
y sin duda otro gallo cantaría
si el público no fuera tan marrajo?
Por mi parte lo dudo:
de que dichos autores fueran cursis
eso fuera verdad sólo en el caso
solamente en las horas de trabajo.
Pero lo suelen ser a toda hora;
y a menudo sucede que, en privado,
como a ninguna norma están sujetos
resultan más temibles que por radio.
Les encantan las fuentes luminosos,
los muñecos de yeso con su encanto,
bautizan a los hijos
con nombres de cocteles o de helados,
y son de los que hablando de pinturas
prefieren decir "lienzo" en vez de cuadro.
¿Podrá creerse, pues, que lo que escriben
es, por culpa del público, tan malo?
¡El que no los conozca que los compre!
¡Pero yo que conozco a esos muchachos
continuaré diciendo que son cursis
mientras no me demuestren lo contrario!
Hoy quiero, en un galerón,
relatarles lo que pasa
cada vez que en una casa
se produce un apagón.
La primera precaución
es ver si hay luz en la calle,
y observado ese detalle
lo segundo es dar un grito
diciéndole al muchachito
que se acueste y que se calle.
Y aquí comienza un trajín
de policíaca novela
por encontrar una vela
que nadie encuentra por fin.
—¡Voy por ella al botiquín!,
dice usted desafiador,
y sale con tal furor
que en su ceguedad de fiera
no ve que al pasar lo espera
la pata de un mecedor.
—¿Qué te sucede, Gaspar?...
(Un pugido es la respuesta.)
—¿Qué te sucede? ¡Contesta!,
le vuelven a preguntar.
Y entonces, vuelto un jaguar,
un caimán, un jabalí,
responde usted: —¡Me caí!,
y añade luego despacio
lo que por falta de espacio
no consignamos aquí.
En tan triste situación
oye usted que alguien revela:
—¿Qué estas buscando? ¿La vela?
Pues yo la vi en el fogón...
Como en una procesión
el viejo, el grande, el chiquito,
corren al sitio descrito
y en jubilosa algarada
sacan la vela pegada
del fondo de un perolito.
Ya puesta en el comedor
o en algún cuarto la vela,
lo que sigue es una pela
de las de marca mayor.
Pues el niño un tenedor
pone en ella a calentar,
simulando no escuchar
la voz que dice impaciente:
—Deje la vela, Vicente,
porque lo voy a pelar...
Cesa al fin el apagón
y al prenderse los bombillos,
un ¡viva! dan los chiquillos
(y algún que otro grandulón...)
Y usted, que aunque cuarentón
es ingenuo todavía,
mientras acuesta a la cría
le adelanta a su mujer:
—¡Mañana al amanecer