Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (51 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—¿De qué estábamos hablando? —preguntó. Pai no contestó—. ¡Ah! Sí, de las cosas que he olvidado. —Echó un vistazo a su mano, ya limpia—. El pneuma — siguió—. ¿Por qué se me iba a olvidar que poseo un poder semejante como el pneuma?

—Porque ya no era importante para ti…

—Cosa que dudo.

—… o porque querías olvidar.

La voz del místico adquirió un tono extraño al responder la pregunta de Cortés y, a pesar de que a este no le gustó demasiado, volvió a insistir.

—¿Y por qué iba a querer olvidar? —le preguntó.

Pai volvió a observar la vía. La distancia se veía ensombrecida por unas nubes de polvo, pero a través de ellas se veían pedacitos de cielo.

—¿Y bien? —insistió Cortés.

—Tal vez porque los recuerdos te resultan muy dolorosos —le contestó sin desviar la mirada.

Para Cortés, esta respuesta resultó aún más desagradable que la anterior. Captó el sentido, pero no le resultó nada fácil.

—Deja de hacer eso —le dijo.

—¿El qué?

—Hablar de ese modo tan horrible. Me revuelve las tripas.

—No estoy haciendo nada —dijo el místico con la voz aún distorsionada, aunque en menor medida—. Confía en mí. No estoy haciendo nada.

—Entonces háblame del pneuma —lo instó Cortés—. Quiero saber cómo conseguí un poder semejante.

Pai comenzó a hablar, pero, en esa ocasión, su voz sonó tan distorsionada y horrible que a Cortés le pareció que le hundían un puño en el estómago y le removían las tripas.

—¡Dios! —exclamó, frotándose el abdomen, en un vano intento de aliviar el malestar—. Sea lo que sea a lo que estés jugando…

—No soy yo —protestó Pai—. Eres tú. No quieres escuchar lo que te voy a decir.

—Sí quiero, joder —afirmó Cortés, mientras se limpiaba las gotas de sudor helado que tenía alrededor de los labios—. Quiero respuestas. ¡Quiero respuestas sinceras!

Pai comenzó a hablar de nuevo de esa forma tan asquerosa y, de inmediato, las oleadas de náuseas azotaron el estómago de Cortés con renovada fiereza. El dolor bastaba para doblarlo en dos, pero que lo colgaran si permitía que el místico le escondiera algo. Ya se trataba de una cuestión de principios. Observó los labios de Pai con los ojos entrecerrados, pero, tras unas cuantas palabras más, el místico guardó de nuevo silencio.

»¡Dímelo! —exclamó Cortés, decidido a conseguir que Pai lo obedeciera, aun cuando no pudiera entender ni una sola palabra—. ¿Qué es lo que he hecho para desear tanto el olvido? ¡Dímelo!

El místico comenzó a mover los labios otra vez, si bien su renuencia era palpable. Sus palabras fueron tan ininteligibles que Cortés apenas pudo comprender una mínima parte de su significado. Algo acerca del poder. Acerca de la muerte.

Una vez convencido, hizo un ademán para que la fuente de todas sus molestias escatológicas guardara silencio y desvió la mirada en busca de una vista con la que calmar sus intestinos. Pero la escena que lo rodeaba era una convención de pequeños horrores: una gravillera que construía su miserable nido bajo los raíles; la vía que se perdía en el horizonte entre nubes de polvo; el zarzi muerto junto a sus pies, con la cavidad donde guardaba la próxima puesta de huevos abierta y todas sus crías nonatas esparcidas sobre la piedra. Esa última visión, a pesar de ser repugnante, le trajo a la cabeza la comida. El puerto donde se almacenaba la comida en Yzordderrex: peces dentro de otros peces que estaban, a su vez, dentro de otros peces y, los más pequeños de todos, rellenos de huevos. La imagen lo derrumbó. Se tambaleó hasta el extremo del andén y vomitó sobre los raíles mientras sus tripas se agitaban con violentos espasmos. No es que tuviese mucho en el estómago, pero las arcadas siguieron y siguieron hasta que el dolor fue tan fuerte que lo hizo llorar. Por fin, se alejó temblando del borde de la vía. Aún tenía el olor de su propio estómago en la nariz, pero, al menos, los espasmos estaban remitiendo. Por el rabillo del ojo, vio que Pai se acercaba.

—¡No te acerques a mí! —le ordenó—. ¡No quiero que me toques!

Le dio la espalda tanto al vómito como a aquel que lo había provocado y volvió a retirarse a la sombra del vestíbulo de la estación. Allí se sentó en un duro banco de madera, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. A medida que el dolor disminuía hasta remitir del todo, sus pensamientos regresaron a los motivos que encerraban el ataque de Pai. Había interrogado al místico acerca del problema del poder varias veces a lo largo de los últimos cuatro meses y medio: cómo se obtenía y, más específicamente, cómo lo había conseguido él, Cortés. Las respuestas que había obtenido fueron confusas al máximo, si bien no sintió la necesidad imperiosa de presionar a Pai para llegar al fondo del asunto. Tal vez, en su subconsciente, no quería saber la respuesta. Por norma general, ese tipo de don conllevaba consecuencias negativas, y estaba disfrutando demasiado con su papel de poseedor y portador de un poder semejante como para echarlo a perder por culpa de una conversación acerca de la arrogancia. Se había dado por satisfecho con que Pai lo embaucara con equívocos y verdades a medias, y así hubiera continuado de no haber sido por culpa de la irritación y el aburrimiento provocados tanto por el zarzi como por el retraso del tren a L'Himby, que habían preparado el terreno para comenzar una discusión. Pero eso solo era la mitad del problema. Había presionado al místico, cierto, pero apenas se había regodeado. El ataque parecía ser desproporcionado para la ofensa. Había formulado una pregunta inocente y como castigo lo habían vuelto del revés. Y todo eso después de la conversación de amor que tuvieran en las montañas…

—Cortés…

—Que te den por culo.

—El tren, Cortés…

—¿Qué pasa con el tren?

—Que ya viene.

Cortés abrió los ojos. El místico estaba de pie en la puerta de vestíbulo, con aspecto abatido.

»Siento mucho lo que ha ocurrido antes —le dijo.

—Yo no he tenido la culpa —respondió Cortés—. Has sido tú.

—No, de verdad que no.

—Entonces, ¿qué ha sido? ¿Me ha sentado mal la comida?

—No. Pero hay ciertas preguntas…

—Que me dan ganas de vomitar.

—… cuyas respuestas no quieres escuchar.

—¿Por quién me tomas? —preguntó Cortés, con la voz cargada de desdén—. Te hago una pregunta y, como respuesta, me llenas la cabeza con tal cantidad de mierda que acabo vomitando y, para colmo, la culpa es mía por haber hecho la pregunta. ¿Qué tipo de lógica retorcida es esa?

El místico alzó las manos en un gesto de fingida rendición.

—No voy a discutir —le dijo.

—De puta madre —contestó Cortés.

De todos modos, cualquier intento de profundizar en el tema habría resultado inútil con el sonido del tren cada vez más cerca, que se sumaba a los vítores y aplausos lanzados por la audiencia congregada en el andén. Aunque todavía no estaba del todo repuesto, Cortés se puso en pie y siguió a Pai para reunirse con la multitud.

Era más que probable que la mitad de los habitantes de Mai-Ké estuviese en esos momentos en la estación. Muchos de ellos, supuso, no eran más que curiosos sin intención alguna de viajar; el tren era una simple distracción con la que olvidar el hambre y la falta de respuesta a sus oraciones. No obstante, había familias que tenían pensado marcharse y que se afanaban por moverse entre la multitud con el equipaje en las manos. Las privaciones que habrían tenido que soportar para poder adquirir los billetes con los que escapar de Mai-Ké eran inimaginables. Hubo muchos sollozos mientras abrazaban a aquellos que dejaban atrás, la mayoría ancianos, y que, a juzgar por sus expresiones de sufrimiento, no esperaban volver a ver nunca más ni a sus hijos ni a sus nietos. El viaje a L'Himby, que para Pai y él no era más que un paseo, suponía para ellos un viaje hacia el olvido.

A pesar de lo anterior, era improbable que en toda Imajica hubiese una forma más espectacular de emprender un viaje que esa colosal locomotora que acababa de emerger de una nube de vapor. Fuera quien fuese el diseñador de esa ensordecedora y reluciente máquina, conocía sus equivalentes en la Tierra a la perfección: era el tipo de locomotora antigua que se utilizaba en el Oeste, pero que aún seguía en funcionamiento en China y en la India. Su imitación no carecía de originalidad, gracias a la decoración que expresaba a voz en grito la
joie de vivre:
la habían pintado con unos tonos tan brillantes que bien parecía el macho de la especie en busca de una compañera; sin embargo, bajo la capa de pintura había una máquina que podría haber echado vapor en King's Cross o en Marylebone durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Tras ella, se alineaban seis vagones de pasajeros y otros tantos de carga; en dos de estos últimos estaban cargando el rebaño de ovejas.

Pai ya se había acercado a los vagones y, en esos momentos, volvía de nuevo junto a Cortés.

—El segundo. Los del otro extremo están más abarrotados.

Subieron al vagón. El interior habría sido suntuoso en otra época, pero el uso le había pasado factura. La mayoría de los asientos habían sido despojados tanto del relleno de espuma como de los reposa—cabezas, y algunos habían perdido por completo los respaldos. El suelo estaba cubierto de polvo y las paredes, que alguna vez estuvieron decoradas con el mismo brillo que la locomotora, necesitaban con urgencia una buena mano de pintura. Solo había otros dos ocupantes, dos hombres, ambos gordos hasta el punto de resultar grotescos, y ambos ataviados con unos hábitos de los que emergían unas tiras entrelazadas con unos nudos elaborados y que les conferían la apariencia de un par de clérigos recién escapados de un manicomio. Sus rasgos eran minúsculos y se encontraban apelotonados en el centro de sus rostros, como si se hubieran congregado allí por temor a perderse entre tanta grasa. Ambos estaban comiendo nueces; las partían con sus rechonchos puños y dejaban caer una lluvia de cáscaras desmenuzadas al suelo.

—Hermanos del Bulevar —informó Pai mientras Cortés tomaba asiento tan lejos de los cascanueces como le resultó posible.

Pai se sentó al otro lado del pasillo y, entre ellos, colocó la bolsa que contenía las pocas pertenencias que habían acumulado hasta la fecha. Se vieron obligados a soportar una larga espera antes de que el tren se pusiera de nuevo en marcha debido a que hubo que golpear a las ovejas, esos recalcitrantes animales, con el fin de persuadirlas de que subieran a los vagones de carga para emprender lo que ellas tal vez intuyeran como un viaje hacia el matadero, y también porque los pasajeros que aún estaban en el andén seguían atareados con las despedidas. A través de las ventanas no solo les llegaban las promesas y los sollozos, también lo hacían el olor de los animales y los ineludibles zarzis, si bien fueron los Hermanos y su comida los que atrajeron la atención de los insectos en esa ocasión, en lugar de la carne de Cortés.

Cansado por las horas de espera y reventado por las náuseas, Cortés se adormiló y, por último, cayó en un sueño tan profundo que la largamente retrasada partida del tren no lo molestó en absoluto; cuando se despertó, ya habían transcurrido dos horas desde que se pusieran en marcha. Al otro lado de la ventana, el paisaje había cambiado muy poco. En ese lugar se extendían las mismas llanuras de color marrón grisáceo que rodeaban Mai-Ké. Unos grupos de viviendas, construidas con barro en la época en la que había agua, se alzaban aquí y allá sin que apenas se las pudiera distinguir del suelo. De vez en cuando pasaban por una parcela de tierra en la que se apreciaba cierta vida, bien porque hubiera sido bendecida por la primavera, bien porque hubiera disfrutado de un riego mejor que el de los terrenos que la circundaban. Y, de modo aún más ocasional, aparecían algunos trabajadores con las espaldas dobladas mientras recogían los frutos de una productiva cosecha. No obstante, por regla general el paisaje era tal y como Piedrapelambre Diminuta había anunciado. Tendrían que contemplar extensiones de tierras yermas durante muchas horas, les había dicho; y después atravesarían las Estepas antes de cruzar los Tres Ríos y llegar a la provincia de Berna, de la que L'Himby era capital. Cortés había dudado de la competencia de la mujer mientras esta hablaba (estaba fumando una hierba de olor excesivamente fuerte para resultar placentera y, además, era la portadora de algo inédito en la ciudad: una sonrisa), pero la mujer sabía de geografía, ya fuese una yonqui o no.

A medida que viajaban, los pensamientos de Cortés volvieron de nuevo a los orígenes del poder que Pai había conseguido despertar en él. Si, tal y como sospechaba, el místico había tocado una parte de su mente que hasta ese momento había permanecido inerte y le había dado acceso a unas habilidades que permanecían latentes en el ser humano, ¿por qué coño se mostraba tan renuente a admitir su intervención? ¿No le había demostrado él en las montañas que estaba más que dispuesto a aceptar la idea de que una mente pudiera abrazar a otra? ¿O es que esa fusión se había convertido en un tema embarazoso para el místico, y el asalto del andén había sido el modo de volver a establecer las distancias entre ellos? Si esta posibilidad era cierta, había tenido éxito. Llevaban viajando medio día y no habían intercambiado ni una sola palabra.

Bajo el calor de media tarde, el tren se detuvo en una pequeña localidad y esperó hasta que el rebaño que había subido en Mai-Ké hubo descendido. No menos de cuatro vendedores de refrigerios subieron al tren durante ese intervalo; uno llevaba exclusivamente dulces y golosinas, entre las que Cortés encontró una variante de la tarta de miel y semillas de granada que había estado a punto de atarlo a Hagan Juego para siempre. Adquirió tres porciones y, más tarde, le compró dos tazas de café muy dulce a otro vendedor. La mezcla no tardó en revitalizar a su aletargado organismo. Por su parte, el místico compró pescado seco para comer, cuyo olor alejó aún más a Cortés de su lado.

Cuando escucharon el grito que anunciaba la inminente partida del tren, Pai se puso súbitamente en pie y corrió hacia la puerta. A Cortés se le pasó por la cabeza la idea de que el místico intentaba abandonarlo, pero descubrió que Pai había visto a un vendedor de periódicos en el andén y, tras hacer una apresurada compra, subió de nuevo al tren al tiempo que este se ponía en movimiento. Ya de vuelta, se sentó junto a los restos del pescado de la cena y, tan pronto como desdobló el periódico, dejó escapar un pequeño silbido.

—Cortés. Será mejor que le eches un vistazo a esto.

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