—Muy generoso por tu parte.
—El placer es mío —le dijo él.
—Creo que ya sabes lo que más deseo.
Oscar negó con la cabeza.
—No se me dan muy bien las adivinanzas. Lo mío es el criquet. Dímelo.
Ella se sentó en el borde de la cama y le apartó la mano de la herida con mucho cuidado, para proceder a limpiarle la sangre que le manchaba los dedos.
»Dilo —insistió.
—Muy bien —accedió Jude—. Quiero que me saques de este Dominio, quiero que me enseñes Yzordderrex.
V
eintidós días después de haber pasado de los gélidos páramos del Jokalaylau a los climas más cálidos del Tercer Dominio (días que habían sido testigos del espectacular aumento de la fortuna de Pai y Cortés a medida que atravesaban los distintos territorios del Tercero), los viajeros se encontraban en el andén de la estación situada a las afueras de la diminuta ciudad de Mai-Ké, esperando el tren que pasaba por allí una vez a la semana procedente de la ciudad de Iahmandhas, en el nordeste, y con destino a L'Himby, a medio día de camino hacia el sur.
Estaban ansiosos por marcharse. De todos los pueblos y ciudades que habían visitado en las últimas tres semanas, Mai-Ké había sido la menos acogedora. Y tenía sus razones. Era una comunidad bajo el asedio de los dos soles del Dominio y llevaba sufriendo seis años la ausencia de las lluvias que hacían crecer las cosechas de la región. Las terrazas y los campos de cultivo deberían haber lucido un verde brillante y estar cubiertos de brotes, pero en la realidad no eran más que extensiones de polvo. Las reservas que se habían almacenado para subsistir en caso de que se produjera una situación semejante se encontraban prácticamente reducidas a la nada. La hambruna era inminente y el pueblo no estaba de humor para entretener a los forasteros. La noche anterior, todos los vecinos se habían echado a las deslustradas calles para rezar en voz alta, dirigidos en semejantes imprecaciones por sus líderes espirituales, a quienes les rodeaba el aura de aquellos hombres cuya capacidad de improvisación está a punto de agotarse. El ruido, tan poco armónico que según Cortés conseguiría irritar hasta a la más comprensiva de las deidades, había continuado hasta la llegada de las primeras luces del alba, lo que impidió que pudieran conciliar el sueño. Como consecuencia, las conversaciones entre Pai y Cortés esa mañana fueron un tanto tensas.
No eran los únicos viajeros que esperaban el tren. Un granjero de Mai-Ké había llegado al andén acompañado de un rebaño de ovejas, algunas de las cuales estaban tan escuálidas que era un milagro que pudieran mantenerse en pie; el rebaño había traído consigo unas cuantas nubes del incordio local: un insecto llamado «
zarzi
», con la misma envergadura de una libélula y el cuerpo tan gordo y peludo como el de un abejorro. Se alimentaba de las garrapatas de las ovejas, a menos que pudiese encontrar algo más apetecible. La sangre de Cortés entraba dentro de esta última categoría, por lo que el perezoso zumbido de los insectos no se alejó de él en ningún momento mientras esperaba bajo el bochornoso calor del mediodía. Su única fuente de información en Mai-Ké, una mujer llamada Piedrapelambre Diminuta, había predicho que el tren llegaría con puntualidad, pero ya llevaba bastante retraso, lo cual no arrojaba una luz muy favorecedora sobre el resto de la información que les había proporcionado la mujer la noche anterior.
Alejando a manotazos a los zarzis, Cortés salió de la sombra del andén para echar un vistazo a la vía. Esta se extendía hasta el horizonte sin una sola curva o inclinación, y estaba totalmente desierta. A unos metros de donde él se encontraba, unas cuantas ratas (de una variedad de aspecto repulsivo llamada «gravillera») correteaban de aquí para allá en busca de hierba seca con la que construir sus nidos entre los raíles y la gravilla en la que estos se asentaban. Su diligencia aumentó aún más la irritabilidad de Cortés.
—Vamos a quedarnos aquí toda la eternidad —le dijo a Pai, que estaba acuclillado en el andén haciendo marcas en el suelo con un guijarro afilado—. Esta es la venganza de Piedrapelambre sobre un par de hoopreos.
Había escuchado cómo les aplicaban ese apelativo entre susurros incontables veces. Su significado abarcaba un amplia gama de posibilidades, desde «extraño exótico» a «leproso repugnante», dependiendo de la expresión facial de la persona que lo murmurara. Los habitantes de Mai-Ké eran personas expresivas y, cuando usaban la palabra en presencia de Cortés, no cabía duda del calificativo que en sus mentes daban a su persona.
—Ya vendrá —dijo Pai—. No somos los únicos que estamos esperando.
En los últimos minutos, habían llegado dos nuevos grupos de viajeros al andén; una familia de maikeanos (con miembros que pertenecían a tres generaciones diferentes) que había arrastrado consigo todas sus posesiones hasta la estación; además de tres mujeres ataviadas con unas voluminosas túnicas, con las cabezas rapadas y untadas con una especie de lodo blanco: monjas del Goetic Kicaranki, una orden que gozaba en Mai-Ké del mismo odio que cualquier hoopreo bien alimentado. Cortés se sintió algo aliviado con la llegada de esos viajeros, pero la vía seguía desierta y las gravilleras, que con toda probabilidad serían las primeras en percibir cualquier perturbación en los raíles, continuaban en su afán de construir sus nidos sin que, al parecer, nada las inmutara. La contemplación de los animales no tardó mucho en aburrirlo, y desvió su atención hacia los garabatos de Pai.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy intentado averiguar cuánto tiempo llevamos aquí.
—Dos días en Mai-Ké, día y medio en el camino desde Hagan Juego…
—No, no —contestó el místico—. Estoy intentado contabilizarlo en días terrestres. Desde el momento en que llegamos a los Dominios.
—Ya lo intentamos en las montañas y no conseguimos nada.
—Porque nuestros cerebros seguían congelados.
—¿Y ya lo has averiguado?
—Dame un poco más de tiempo.
—Tenemos todo el del mundo —replicó Cortés, que devolvió la mirada a las cabriolas de las gravilleras—. Esas asquerosas tendrán nietos para cuando haya llegado el puto tren.
El místico siguió enfrascado en sus cálculos y dejó que Cortés regresara a la relativa comodidad del vestíbulo de la estación que, a juzgar por los excrementos de oveja que había en el suelo, había hecho las veces de redil en un pasado no muy remoto. Los zarzis lo siguieron, zumbando alrededor de su frente. Del bolsillo de su chaqueta (que le sentaba fatal y había comprado con el dinero que él y Pai habían ganado apostando en Hagan Juego) sacó una copia de
Fanny Hill
con las esquinas de las páginas dobladas, el único volumen que había conseguido comprar en inglés además de
El progreso del peregrino,
y que utilizó para espantar a los insectos, aunque no tardó en desistir. O bien los bichos se cansarían de él en un momento dado, o bien él se haría inmune a sus ataques. Lo que sucediera primero, le importaba un comino.
Se apoyó contra la pared cubierta de pintadas y bostezó. Estaba aburrido. ¡Aburrido! Parecía imposible. Si, cuando llegaron a Vanaeph, Pai hubiera pronosticado que unas cuantas semanas más tarde sus viajes por los Dominios reconciliados le resultarían tediosos, se habría reído ante semejante idea por considerarla una idiotez. Con ese cielo verde—dorado sobre su cabeza y los chapiteles de Patashoqua resplandecientes en la distancia, la extensión de sus aventuras le había parecido infinita. Sin embargo, para cuando llegaron a Beatrix (los buenos recuerdos pasados allí no habían perecido del todo bajo la memoria de sus ruinas) viajaba exactamente igual que cualquier hombre que atravesara tierras extrañas: preparado para afrontar descubrimientos ocasionales, pero convencido de que la naturaleza de esos seres bípedos, conscientes y curiosos, era la misma bajo cualquier cielo. Habían visto muchas cosas en los últimos días, por supuesto, pero nada que no hubiera podido imaginar de haberse quedado en casa y haber cogido una buena borrachera.
Sí, había presenciado verdaderas maravillas. Pero también había pasado momentos plagados de incomodidad, aburrimiento y normalidad. De camino a Mai-Ké, por ejemplo, los habían convencido para que se quedaran en una aldea dejada de la mano de Dios con el fin de asistir a los festejos de la comunidad: el ahogamiento anual de un burro. Los orígenes de semejante ritual, según les contaron, estaban envueltos en las brumas del misterio. Declinaron la invitación y Cortés comentó que, sin duda, aquel era el punto más deprimente de su recorrido. Siguieron el viaje en la parte de atrás de una carreta cuyo conductor les informó de que su familia llevaba seis generaciones utilizando el vehículo para el transporte de estiércol. Acto seguido, el hombre procedió a explicar con todo detalle la vida del antiquísimo enemigo de su familia: el pensanu o gallo defecador, un animal que con una sola cagada podía conseguir que todo un cargamento de estiércol resultara incomestible. Ni Pai ni él presionaron al hombre con el fin de que les comunicara la parte de la región en la que cenaban semejante manjar, pero ambos prestaron mucha atención a sus platos durante los días que siguieron al encuentro.
Allí sentado, mientras se dedicaba a girar con los talones los duros excrementos de las ovejas, Cortés dirigió sus pensamientos al punto álgido de su viaje por el Tercer Dominio: su estancia en la ciudad de Effatoi, que él mismo había rebautizado como Hagan Juego. No era un lugar muy grande, tal vez igualara a Ámsterdam en tamaño y en encanto, pero sí era el paraíso de los jugadores y atraía a las almas de todos aquellos residentes en los distintos Dominios que estaban dispuestos a tentar a la suerte. Allí se podía jugar a cualquier juego que existiera en Imajica. Si no te admitían en los casinos o en las peleas de gallos, siempre se podía buscar a un hombre desesperado que quisiera apostar por el color de la siguiente meada, si ese era el único juego disponible en ese momento. Gracias al trabajo de equipo, en lo que posiblemente podría calificarse como «eficiencia telepática», Cortés y el místico se habían hecho con una pequeña fortuna en la ciudad (nada más y nada menos que en ocho monedas distintas) con la que podían comprar ropa, comida y billetes de tren para llegar a Yzordderrex. No obstante, cuando Cortés estuvo a punto de ceder a la tentación de buscarse un domicilio en la ciudad, no fue pensando en los posibles beneficios económicos. En realidad, se debió a la existencia de una exquisitez local: una tarta rellena con una suave mezcla de melocotón, granada y miel que solía comerse antes de apostar como método para aumentar la vitalidad; entre apuesta y apuesta, para calmar los nervios; y, finalmente, para celebrar la victoria. No fue hasta que Pai le aseguró que podría encontrarla en cualquier sitio (y si no fuera así, tenían los fondos suficientes para disponer de su propio repostero) que Cortés se decidió a abandonar el lugar. L'Himby los llamaba.
—Tenemos que continuar —le había dicho el místico—. Scopique nos espera.
—Lo dices como si supiera que vamos a llegar.
—Hace mucho que me esperan —contestó Pai.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste en L'Himby?
—Pues… unos doscientos treinta años.
—En ese caso, estará muerto.
—Imposible —replicó Pai—. Es muy importante que lo veas, Cortés. Sobre todo en este momento, cuando se respiran tantos cambios en el aire.
—Si eso es lo que quieres, así lo haremos —había dicho Cortés—. ¿Queda muy lejos L'Himby?
—A un día de camino, si viajamos en tren.
Esa había sido la primera vez que Cortés había oído hablar de la vía de hierro que unía las ciudades de Iahmandhas y L'Himby, es decir, la que unía la ciudad de los hornos y la de los templos.
—Te gustará L'Himby —le había dicho Pai—. Es un lugar de meditación.
Descansados y con bastantes fondos a su disposición, abandonaron Hagan Juego a la mañana siguiente y, durante todo un día viajaron a lo largo del río Fefer para llegar a la provincia Ched Lo Ched, a través de Happi y Omootajive; allí se detuvieron en el Enclave de las Flores (donde no quedaba flor alguna) y, al fin, llegaron a Mai-Ké, un lugar atrapado entre los igualmente nocivos extremos de la pobreza y el puritanismo.
Cortés oyó que Pai hablaba en el andén.
—Bien —dijo.
Se puso en pie, abandonando la comodidad que ofrecían las paredes, y salió de nuevo al sol.
—¿Es el tren? —le preguntó a Pai.
—No. Los cálculos. Los he acabado. —El místico estaba observando las marcas que había dejado a sus pies, en el andén—. No es más que una aproximación, por supuesto, pero creo que solo hay un margen de error de un par de días. Tres a lo sumo.
—Entonces, ¿qué día es hoy?
—Adivina.
—El diez de… marzo.
—Frío, frío —contestó Pai—. Según mis cálculos, y recuerda que no es más que una aproximación, estamos a diecisiete de mayo.
—Imposible.
—Es cierto.
—La primavera está a punto de llegar a su fin.
—¿Te gustaría estar allí? —le preguntó Pai.
Cortés meditó la respuesta un instante antes de contestar.
—No mucho, la verdad. Lo que me gustaría es que los putos trenes no se retrasaran.
Se acercó al borde del andén y volvió a otear el horizonte.
—Ni rastro —dijo Pai—. Habríamos llegado antes en doeki.
—Como sigas haciendo eso…
—¿El qué?
—Diciendo justo lo que tengo en la punta de la lengua. ¿Me estás leyendo la mente?
—No —contestó el místico mientras borraba sus cálculos con la suela del zapato.
—¿Y cómo es que ganamos todo ese dinero en Hagan Juego?
—No necesitas que te enseñen a hacerlo —contestó.
—No me digas que es un talento natural —replicó Cortés—. Me he pasado toda la vida sin ganar absolutamente nada y, de repente, cuando estás conmigo no fallo ni una sola vez. No creo que sea fruto de la coincidencia. Dime la verdad.
—Esa es la verdad: no necesitas aprender. Recordar, tal vez… —Pai le dedicó una ligera sonrisa.
—Esa es otra —replicó Cortés, al tiempo que intentaba atrapar un zarzi.
Para su sorpresa, lo atrapó. Abrió la mano. Lo había aplastado y el líquido azulado de sus entrañas le manchaba la palma, pero aún seguía con vida. Asqueado, giró la muñeca y dejó que el insecto cayera al andén, justo a sus pies. No examinó los restos, al contrario, cogió un puñado de la hierba de aspecto enfermizo que crecía entre las losas del andén y comenzó a limpiarse la mano.