—No veré a nadie; especialmente a Seidux.
—No
ez Zeidux.
No veo a nadie, pero
ziento
a
arguien
aquí
entodavía.
Los sollozos disminuyeron un poco. La mujer levantó la cabeza. Había bastantes velos entre Jude y el rostro de la durmiente; además, la estancia estaba muy oscura, pero Jude reconoció sus propios rasgos en cuanto los vio, a pesar de que sus cabellos estaban adheridos a la sudorosa cabeza y de que sus ojos estaban hinchados por las lágrimas. No huyó al verlos; al contrario, se quedó tan quieta como los espíritus eran capaces de hacerlo entre las telarañas y contempló cómo la mujer que tenía su mismo rostro se levantaba de la cama. Su expresión reflejaba una dicha absoluta.
—Él ha enviado un ángel —le dijo a la criatura que tenía al lado—. Concupiscencia… Ha enviado un ángel para convocarme.
—
¿Uzté
cree?
—Sí, seguro. Esto es una señal. Voy a ser perdonada.
Un ruido en la puerta atrajo la atención de la mujer. Un hombre de uniforme, con el rostro iluminado tan solo por el cigarrillo que traía, estaba de pie contemplando la escena.
—Fuera —ordenó la mujer.
—Solo he venido a asegurarme de que se encuentra cómoda, lady Quaisoir.
—He dicho que te vayas, Seidux.
—Si necesitara cualquier cosa…
Quaisoir se levantó de pronto y atravesó los velos que la separaban de Seidux. Lo repentino de su asalto tomó a Jude por sorpresa, al igual que a su objetivo. A pesar de que Quaisoir era una cabeza más baja que su captor, no le tenía miedo. Le quitó el cigarrillo de los labios de un manotazo.
—No quiero que me vigiles —dijo—. ¡Fuera! ¿Me has oído? ¿O debo gritar como si me estuvieras violando?
Comenzó a desgarrarse la ropa, que ya estaba bastante destrozada, dejando sus pechos expuestos. Seidux se alejó, confundido, y apartó la mirada.
—¡Como quiera! —exclamó mientras salía de la habitación—. ¡Como quiera!
Quaisoir cerró la puerta de golpe y se giró de nuevo hacia la habitación encantada.
—¿Dónde estás, espíritu? —preguntó al tiempo que se movía entre los velos—. ¿Te has marchado? No, no te vayas. —Se giró hacia Concupiscencia—. ¿Sientes su presencia? —La criatura parecía demasiado asustada para hablar—. No siento nada —dijo Quaisoir, que ahora estaba de pie en medio de los ondulantes velos—. ¡Maldito Seidux! ¡Debe de haber espantado al espíritu!
Sin ánimo de contradecir aquello, lo único que pudo hacer Jude fue quedarse junto a la cama y esperar a que el efecto de la interrupción de Seidux (que, al parecer, la había vuelto invisible a sus ojos) se debilitara ahora que el hombre había sido expulsado de la habitación. Mientras aguardaba, recordó lo que había dicho Clara sobre el poder de destrucción de los hombres. ¿Acababa de presenciar un ejemplo de dicho poder? ¿La simple presencia de Seidux había sido suficiente para envenenar el contacto entre un espíritu durmiente y uno despierto? De ser así, el hombre lo había conseguido sin darse cuenta: ignorante de su poder, aunque no menos culpable por ello. ¿En cuántas ocasiones de un día cualquiera él y el resto de esa especie (¿no había dicho Clara que pertenecían a otra especie?) malograban, mutilaban e impedían de esa forma involuntaria la unión de naturalezas más sutiles?, se preguntó Jude.
Quaisoir se hundió de nuevo en la cama, cosa que le proporcionó a Jude tiempo para reflexionar sobre el enigma que representaba. Desde que había llegado a aquella habitación, no había dudado ni por un momento de que había viajado allí de la misma forma que lo había hecho hasta la torre por primera vez: usando la libertad de un estado onírico para trasladarse sin ser vista a través del mundo real. Que ya no necesitara el ojo azul para hacerlo era un misterio que resolvería en otra ocasión. Lo que ahora le preocupaba era descubrir por qué esa mujer tenía su mismo rostro. ¿Acaso era aquel Dominio un espejo del mundo que había abandonado? Y en caso de que no lo fuera, si ella era la única mujer del Quinto que tenía una auténtica sosias, ¿qué significaba aquella imitación?
El viento comenzó a amainar y Quaisoir envió a su sirvienta hacia la ventana para que retirara las contraventanas. Todavía flotaba un polvo rojo en la atmósfera, pero, al dirigirse hacia el alféizar que había junto a la criatura, Jude se encontró con una imagen que, de haber tenido aliento en semejante estado, se lo habría robado. Estaban situadas muy por encima de la ciudad, en una de las torres que había avistado brevemente mientras se movía por la casa de Pecador con Pueblo Llano para echar los cerrojos y afianzar las contraventanas. No era solo Yzordderrex lo que se encontraba más abajo, sino las señales de una ciudad que se hundía. El fuego ardía en una docena de lugares más allá de las murallas del palacio y, en el interior de dichas murallas, las tropas del Autarca se reunían en los patios. Al girar su onírica mirada de nuevo hacia Quaisoir, Jude pudo contemplar por primera vez la suntuosidad de la estancia en la que se encontraba aquella mujer. Las paredes eran tapices, y no había ni un solo mueble que no rivalizara con su brillo. Si aquello era una prisión, era una celda digna de la realeza.
En aquel momento, Quaisoir se acercó a la ventana y observó el panorama que representaban los incendios.
—Tengo que encontrarlo —dijo—. Me envió un ángel para llevarme con Él y Seidux lo espantó. Ahora tendré que encontrarlo yo misma. Esta noche…
Jude escuchó, pero de forma distraída; su mente estaba mucho más interesada en la opulencia de la habitación y en lo que esta dejaba traslucir sobre su gemela. Al parecer, compartía el rostro con una mujer de cierta importancia, una poseedora de poder (ahora desposeída) que planeaba romper las ataduras que se habían dispuesto sobre ella. El romance parecía ser la causa. Había un hombre allí abajo, en la ciudad, con el que quería reunirse desesperadamente; un amante que enviaba ángeles para susurrarle tonterías al oído. ¿Qué clase de hombre era ese?, se preguntó. ¿Un maestro, quizá? ¿Alguien que controlaba la magia?
Después de contemplar la ciudad durante un rato, Quaisoir se apartó de la ventana y se dirigió al vestidor.
—No debo presentarme ante Él así —dijo al tiempo que comenzaba a quitarse la ropa—. Sería una vergüenza.
La mujer se miró en uno de los espejos y se sentó delante, contemplando su reflejo con desagrado. Las lágrimas habían convertido el maquillaje que rodeaba sus ojos en un borrón, y tenía las mejillas y el cuello llenos de manchas. Cogió un trozo de lino del tocador, lo empapó con una especie de aceite aromático y comenzó a limpiarse la cara con rudeza.
—Me presentaré ante Él desnuda —dijo, y sonrió al imaginarse semejante placer—. Preferirá verme de esa manera.
Jude se sentía cada vez más intrigada por aquel misterioso amante. Se sentía hipnotizada al escuchar su propia voz ronca hablando de desnudez. ¿No sería estupendo poder ver la consumación? La idea de verse a sí misma echando un polvo con un maestro yzordderrexiano no estaba entre las maravillas que esperara descubrir en aquella ciudad, pero semejante noción le producía un estremecimiento erótico que no podía negar. Estudió el reflejo de su reflejo. Si bien había unos cuantos cosméticos de diferencia de por medio, lo esencial era suyo, hasta las marcas y lunares más diminutos. No era un rostro parecido al suyo, sino que se trataba exactamente del mismo; algo que, de hecho, la excitaba de una forma peculiar. Tenía que descubrir una forma de hablar con aquella mujer esa noche. Aunque su parecido no fuese más que una casualidad de la naturaleza, también era más que probable que pudieran aclarar sus vidas si intercambiaban sus historias. Lo único que necesitaba era que su doble le proporcionara una pista acerca del lugar de la ciudad en el que tenía pensado reunirse con su amante maestro.
Una vez que tuvo la cara limpia, Quaisoir se apartó del espejo y regresó al dormitorio. Concupiscencia estaba sentada junto a la ventana. Quaisoir aguardó hasta que estuvo a escasos centímetros de su sirvienta para hablar e, incluso así, sus palabras resultaron prácticamente inaudibles.
—Necesitaremos un cuchillo —dijo.
La criatura meneó la cabeza.
—
Ze loz
han
llevao to'z
—replicó—. Ya vio cómo lo
regiztraron to d'arriba
abajo.
—En ese caso, tendremos que fabricarnos uno —afirmó Quaisoir—. Seidux tratará de impedir nuestra huida.
—
¿Quié
matarlo?
—Sí.
A Jude le produjo escalofríos aquella conversación. Si bien Seidux se había retirado antes, cuando Quaisoir lo había amenazado con gritar que la estaba violando, Jude dudaba mucho que se mostrara tan pasivo si lo desafiaba físicamente. De hecho, ¿qué mejor excusa para recuperar su control que verla acercarse a él con un cuchillo? Si dispusiera de los medios necesarios, Jude habría actuado como portavoz de Clara y habría repetido los sentimientos de la mujer sobre la desolación causada por el hombre, con la esperanza de evitar cualquier tipo de daño a Quaisoir. Habría sido una tremenda ironía perder a esa mujer en aquel momento, cuando se había abierto camino (no por casualidad, probablemente, a pesar de que en el presente pudiera parecerlo) a través de media Imajica hasta llegar a su misma habitación.
—
Zé
cómo
jasé
un cuchillo —decía Concupiscencia.
—Entonces, hazlo —replicó Quaisoir, que se inclinó hacia su conspiradora, acercándose a ella.
Jude no pudo escuchar el siguiente intercambio de palabras porque alguien pronunció su nombre. Sorprendida, miró alrededor de la estancia, pero antes de que pudiera examinar siquiera la mitad, reconoció la voz. Era Pueblo Llano, y trataba de despertarla una vez pasada la tormenta.
—¡Ha vuelto papá! —le escuchó decir—. ¡Despierta, papá está aquí!
No hubo tiempo para despedirse de la escena. En un momento estaba allí y, al siguiente, se encontraba frente al rostro de la hija de Pecador, que se inclinaba sobre ella para tratar de despertarla.
»Papá… —repitió.
—Sí, ya te he oído —dijo Jude con brusquedad, con la esperanza de que la muchacha se marchara sin interponer más palabras entre ella y las visiones que le había proporcionado el sueño.
Sabía que tenía escasos momentos para traer aquel sueño de vuelta a la vigilia con ella; de lo contrario, se apagaría poco a poco y los detalles se harían más confusos a cada segundo que pasara.
Tuvo suerte. Pueblo Llano se retiró a toda prisa para reunirse de nuevo con su padre y dejó a Jude para que recitara en alto todo lo que había visto y oído. Quaisoir y su sirvienta Concupiscencia; Seidux y la conspiración contra él. Y el amante, por supuesto. No debía olvidar al amante, que se encontraba presumiblemente en algún lugar de la ciudad en ese mismo momento, languideciendo por su amante encerrada en su prisión dorada. Una vez que hubo grabado esos detalles en la cabeza, se dirigió primero al baño y después abajo para reunirse con Pecador.
Bien vestido y mejor alimentado, Pecador tenía un rostro al que no le sentaba bien la ira que demostraba en esos momentos. Tenía un aspecto bastante ridículo en mitad del arrebato de furia, con esos rasgos demasiado redondos y esa boca demasiado pequeña para la retórica que estaba soltando. Se hicieron las presentaciones de rigor, pero no hubo tiempo para galanterías. La furia de Pecador necesitaba airearse y, al parecer, al hombre no le importaba mucho quién fuera su audiencia mientras se mostrara de acuerdo con él. Además, tenía un motivo para estar tan furioso. El almacén que poseía en el puerto había sido quemado hasta los cimientos y él había escapado a duras penas de la muerte a manos de una muchedumbre que ya se había apoderado de tres kesparates y los había declarado ciudades—estado independientes, con el desafío al Autarca que eso suponía. Hasta ese momento, dijo, el palacio había hecho bien poco. Se habían enviado pequeños contingentes de tropas hacia Caramess, Oke T'Noon y los siete kesparates que había al otro lado de la colina con el fin de suprimir cualquier señal de revuelta que hubiera allí; pero no se había realizado ninguna ofensiva contra los insurrectos que habían tomado el puerto.
—No son más que chusma —dijo el mercader—. No tienen ningún respeto por la propiedad ni por las personas. ¡Para lo único que sirven es para la destrucción indiscriminada! No soy muy partidario del Autarca, pero debería ser él quien actuara en representación de la gente decente como yo en momentos como este. Tendría que haber vendido el negocio hace un año. Hablé con Oscar al respecto. Teníamos pensado marcharnos de esta asquerosa ciudad, pero lo retrasé una y otra vez porque tenía fe en la gente. Ese fue mi error —añadió al tiempo que elevaba la mirada al techo como un hombre martirizado por su propia decencia—. Tengo demasiada fe. —Miró a Pueblo Llano—. ¿No es cierto?
—Claro que sí, papá, claro que sí.
—Bien, pues se acabó. Ve a recoger tus cosas, cariño. Nos vamos esta misma noche.
—¿Y qué pasa con la casa? —preguntó Dowd—. ¿Y con todos los artículos que hay abajo?
Pecador miró de reojo a Pueblo Llano.
—¿Por qué no empiezas ahora mismo a hacer el equipaje? —le dijo. Estaba claro que le resultaba incómodo discutir sobre sus actividades en el mercado negro delante de su hija.
Le dirigió una mirada similar a Jude, pero ella fingió no comprender su significado y se quedó sentada donde estaba. De cualquier forma, el hombre siguió hablando.
—Cuando abandonemos esta casa, será para siempre —señaló—. No dejaremos nada por lo que regresar, eso tenlo por seguro. —Toda la perorata indignada que había soltado minutos antes, en la que apelaba a la estabilidad civil, fue sustituida por otra apocalíptica—. Estaba claro que esto sucedería tarde o temprano. No pueden controlar los cultos para siempre.
—¿Quiénes? —preguntó Jude.
—El Autarca y Quaisoir.
El sonido del nombre fue como si le estrujaran el corazón.
—¿Quaisoir? —inquirió.
—Su esposa. Su consorte. Nuestra señora de Yzordderrex: lady Quaisoir. Ella ha sido su perdición, si quieres saber mi opinión. Él siempre se ha mantenido oculto, algo muy inteligente por su parte; nadie pensaba en él mientras el comercio fuera bien y las calles estuvieran bien iluminadas. Los impuestos, por supuesto: los impuestos han sido una carga para todos, especialmente para los hombres de familia como yo; pero deja que te diga que estamos bastante mejor que los de Patashoqua o Iahmandhas. No, no creo que se haya comportado muy mal con nosotros. Tendrías que haber oído las historias acerca del estado de las cosas cuando él se hizo cargo por primera vez: ¡era el caos! La mitad de los kesparates estaba en guerra con la otra mitad. El Autarca nos proporcionó estabilidad. La gente prosperó. No, no ha sido su política, ha sido ella; ella ha sido su perdición. Las cosas iban bien hasta que esa mujer empezó a interferir. Supongo que ella cree que nos está haciendo un favor al dignarse aparecer en público.