Indias Blancas (18 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Don Benjamín Enrique Balbastro quería y respetaba a contadas personas; a su nana, que lo había criado a él y luego a su hija Sebastiana, él la adoraba. Por eso, la noche del nacimiento de su nieta, en medio de la desolación y la desesperación, cuando su nana lo condujo al despacho y lo sentó en el sillón, él hundió el rostro en el regazo tibio de la mujer que tantas veces lo había consolado de niño. «No entregarás a tu hija a ese perverso», ordenó la anciana, y don Benjamín asintió. «La llevarás al convento de las dominicas; las monjas te deben muchos favores, les has donado casi una fortuna. Ya me hice cargo de la criatura», añadió, con un gesto que expresaba que de eso no hablaría mientras viviera.

Benjamín Enrique Balbastro no encontraba paz ni sosiego y se empecinaba en que la perdida de su hija lo había arruinado moralmente. «Tú te lo buscaste por haberla casado con ese viejo verde», le reprochó la nana. «Diremos que han muerto», manifestó repentinamente don Benjamín. «Ella y la bastarda, ambas muertas, en el parto, nadie tiene por qué saber la verdad, a Rondeau también le conviene, pagaremos a sirvientes y comadrona, pagaremos bien caro su silencio, pero nada, nada saldrá a la luz, nadie murmurará a mi costa, a costa del apellido Balbastro», continuó farfullando don Benjamín, con la vista perdida. La nana sacudió la cabeza: su niño Benjamín Enrique era un cobarde lleno de prejuicios. Dejó el despacho con el alma quebrada y marchó rumbo a la recámara de Sebastiana. La encontró sollozando en la cama, gemidos apenas audibles que denotaban su extenuación. «Entrarás en la orden de Santa Catalina de Siena, —informó la nana—. Es lo que se debe hacer, querida, de otro modo, tu padre te enviará de regreso a casa de ese hombre, y ya sabes el destino que te aguarda», y Sebastiana le aseguró que prefería la muerte a pasarse el resto de la vida entre los muros de un convento. «En ese convento, —expresó la nana—, está tu hija. Yo misma la coloqué en el torno esta noche».

Sebastiana ingresó en el convento de las dominicas pocos días después, con los pechos llenos de leche que anhelaban amamantar a la pequeña María Francisca, como la madre superiora de aquel entonces había llamado a la criatura abandonada la madrugada del 4 de octubre de 1820, día del santo de Asís. Sebastiana la alimentaba en secreto, la limpiaba, besaba y acariciaba hasta que la devolvía al moisés porque alguna hermana se aproximaba. A pesar del recelo en dar a conocer su amor por la negrita María Pancha, las demás monjas notaron la predilección de Sor Arrepentimiento, y la madre superiora le permitió pasar más tiempo junto a ella. Así María Pancha fue criada por su madre, que con el tiempo le enseñó a leer y escribir, el catecismo y lo poco que sabía de aritmética e historia, todo en secreto, no estaba bien visto que los esclavos fueran cultivados.

Aunque feliz por hallarse cerca de su hija, Sebastiana albergaba una gran culpa; aquel momento de debilidad junto a Mugabe acarreaba consecuencias que no sólo la implicaban a ella, sino a su familia, al propio Mugabe (que había pagado con la vida su atrevimiento), y a la inocente María Pancha, que sería esclava hasta el día de su muerte. Esto principalmente la afligía, y ella, en parte instigada por el confesor, sometía su cuerpo a tormentos y castigos que con el tiempo la quebrantaron irremediablemente.

María Pancha sostuvo la mano de su madre hasta que expiró. La noche anterior, Sor Arrepentimiento, o Sebastiana Balbastro como le contó que se llamaba, le había relatado su historia y confesado que era su madre. Le había dicho también que su padre era un príncipe khoikhoi, su abuelo el rey de la tribu, y su patria, el sur del África. «Mugabe, tu padre, era un hombre noble y valiente que pagó demasiado caro haberme amado». Luego de la muerte de Sebastiana, el corazón de María Pancha se endureció. Los hombres blancos, con sus prejuicios y veleidades, habían matado poco a poco a su madre. Estaba consciente de su origen y se sentía orgullosa de él, después de todo, era la hija de una Balbastro, de las familias patricias de Buenos Aires, y de un príncipe hotentote, gallardo e intrépido. Ella era tan honorable y conspicua como las mejores damas de la sociedad porteña.

Por eso, a veces me decía, con fingida soberbia: «Cuidado, Blanca, estás dirigiéndote a una princesa khoikhoi», y nos desternillábamos de risa.

Había sido María Pancha la de los manjares en la bandeja que, se suponía, sólo contendría pan y agua durante los días de castigo; era ella también la que me alcanzaba a la celda brasas en una olla durante los meses más inclementes del invierno, la que me escondía un durazno rosado y maduro en el bolsillo o la que robaba para mí confites de mazapán que Sor Anunciación preparaba en la época navideña para entregar a las benefactoras de la orden. «¿Por qué?», le pregunté en una oportunidad, y ella me aseguró: «Por respeto: nadie antes que tú se había atrevido a responderle a la madre superiora, esa vieja amargada y resentida».

De lo que más disfrutaba María Pancha era del contenido de mis baúles, estibados y proscriptos en el sótano de la cocina del convento. Allí consumíamos muchas bujías mientras curioseábamos los mamotretos y vademécumes, y mientras yo le refería mis aventuras en el laboratorio de tío Tito o con los pacientes de mi padre. Le enseñé a fabricar jabón con aroma a flores que robábamos del jardín de Sor Nazaret, y que usábamos en lugar del amarillento y maloliente que nos proveía Sor Esperanza, encargada del almacén. Preparábamos el tónico a base de cáscara de huevo, que tomábamos durante el verano para afrontar con salud férrea los gélidos inviernos, y también el famoso ungüento de tío Tito, para las quemaduras. La relativa libertad de María Pancha para moverse en la cocina y en la despensa nos abastecía sin mayores dificultades de los componentes de los preparados, no obstante, existían otros que sólo hallábamos en los libros. A María Pancha le atraían especialmente los aparejos de mi padre: las tijeras y agujas de oro, los hilos de seda, el aparatoso termómetro, depresores, el sajador, algunas ventosas ya muy usadas, un torniquete, fórceps (que mi padre sólo usaba para extraer al niño muerto) y otros trebejos que habían perdido el brillo de los tiempos de gloria.

El sótano y mis baúles eran nuestro mundo, y la amistad de María Pancha, el bálsamo que mitigaba mis penas, no sólo la muerte de mi padre y el confinamiento en ese lugar aborrecible, sino la decepción por la carta de tío Tito, que por fin recibí un año más tarde, donde me anunciaba que desposaría a una encantadora londinense y que no podía regresar. Rompí la carta en tantos pedazos como fue posible, la rompí hasta convertirla en migas de papel que aventé sobre el camastro. El llanto, mezcla de rabia y frustración, me convulsionaba el pecho, y me arrojé al suelo donde dejé que la pena me arruinara el alma.

Me dispensaron de la cena y del rosario de la noche, y permanecí sobre el suelo frío hasta que María Pancha se escabulló a mi celda. «Yo te digo, Blanca, ningún dolor dura la vida entera», y me ayudó a levantarme y acostarme.

—Mi querida negra María Pancha —susurró Laura.

Habían tenido que pasar veinte años para que las
Memorias
de Blanca Montes le descubrieran la vida y los pesares de la mujer que amaba como a una madre. Había tenido que vivir veinte años de mentiras y farsas para que aquella mujer misteriosa le refiriera con generosidad las ruindades más arcanas de su familia. ¿Qué otras verdades le revelaría?

Dejó la mansedumbre del huerto y la sombra del limonero, y se encaminó a la habitación de su hermano, donde halló a María Pancha. La abrazó por detrás y le besó el cabello crespo de la nuca, apenas cortado al ras. María Pancha, que ponía paños frescos sobre la frente de Agustín, se sobresaltó y la reprendió, pero Laura, que reía de contenta, volvió a abrazarla y a besarla. La hilaridad de la muchacha contagió a su hermano; Laura, aunque casi una mujer, aún poseía el espíritu de una niña, retozón, puro, inocente. ¡Qué cristalina era su risa y cómo le brillaban los ojos! Agustín reía a pesar de que la fiebre le había regresado, junto con puntadas en el pecho, sudoraciones y dolores en la nuca, síntoma que alarmaba al doctor Javier, siempre temeroso de una infección en las meninges.

No importaron las reconvenciones de María Pancha, y Laura se acostó en el camastro junto a Agustín y le sujetó la mano. Si ella poseyera el conjuro mágico para hacer desaparecer esa maldita fiebre, ¡ah, si ella tuviera ese poder! «Daría mi vida por salvarte, Agustín», le habló con el pensamiento. La abatió la impotencia y se esforzó por refrenar las lágrimas. «Yo te digo, Blanca, ningún dolor dura la vida entera.» Pero Laura tuvo la certeza de que si su hermano moría, el dolor la acompañaría hasta el último día.

Quiso alejar los presagios agoreros y desvió la vista hacia María Pancha. «¡Pensar que se trata de una princesa africana! Se le nota en el porte, en la soberbia de la apostura». Nahueltruz Guor, después de todo, también era un príncipe. Un príncipe ranquel, príncipe de la Pampa, rey del desierto, como lo había apodado Blasco.

—Hoy almorzó con nosotros el cacique Nahueltruz Guor —comentó Laura—. Se mostraba muy interesado en tu recuperación.

—Es un gran amigo —manifestó Agustín.

—¿Qué edad tiene? —se interesó Laura.

—¿Qué tanto preguntas? —se mosqueó María Pancha—. Se trata de un indio —apostilló, con palmario desprecio.

—No parece indio —opinó Laura.

—No hagas hablar a tu hermano, lo agitas.

—No es nada —terció Agustín, y se incorporó en la cama con la ayuda de Laura.

—Me refiero —retomó la joven—, a que parece indio en cuanto al aspecto físico. En ese sentido es un claro hombre de la Pampa, pero no lo parece en cuanto a su actitud y maneras. ¿Qué edad tiene? —repitió.

—Treinta y dos años, y sí, es ranquel, pero eso no implica que se trate de un hombre sin valores ni educación. Su padre, el cacique Mariano Rosas, lo envió a estudiar al convento de los dominicos en San Rafael, donde fue confiado en calidad de oblato y donde pasó siete años. Allí estaba destinado a recibir la enseñanza básica, pero, como pronto fue visible para todos que Nahueltruz tenía buena predisposición y facilidad para aprender, le enseñaron latín y griego, además de literatura y filosofía. En cada oportunidad que Mariano Rosas lo reclamaba, el principal del convento le enviaba una carta donde le informaba que la educación del niño no estaba completada. El día que Nahueltruz cumplió dieciocho años, el principal le ofreció enviarlo a estudiar a Madrid. Ellos se encargarían de blanquear su origen y de conseguir el Certificado de Pureza de Sangre que exigen las universidades. En Madrid profundizaría el estudio en filosofía y letras que había comenzado en el convento. Pero Nahueltruz tomó sus cosas y se marchó porque, según manifestó al dominico, en el único lugar donde quería estar era entre su gente ranculche. El indio no es feliz sino en la Pampa, porque en el fondo sabe que, en cualquier otra parte, será despreciado e insultado.

Laura se entristeció. La infamia de segregar a un hombre como aquél le resultó intolerable. Gracias a la estirpe de los Escalante y de los Montes, ella jamás había padecido afrenta semejante, no obstante, sufrió aquel desprecio como propio. Le resintió el ánimo no hallar respuesta lógica a semejante injusticia. El coraje se le terminó por mezclar con una sensación de frustración, que la dejó más bien deprimida que exacerbada. «En el único lugar donde quería estar era entre su gente ranculche». Esa afirmación la hizo sentir inexplicablemente excluida, era ella la que ahora experimentaba el rechazo. María Pancha le notó el fastidio; Agustín, en cambio, prosiguió con la exposición.

—A pesar de que las ideas de la Revolución Francesa y las de los filósofos liberales europeos influyen los ánimos de nuestra gente, este país sigue ligado a tradiciones de la más antigua extracción —señaló—. Entre otras cosas, todavía se pide “Certificado de Pureza de Sangre” para ingresar en la Universidad de Córdoba, algo que Nahueltruz o sus hijos jamás conseguirán.

—Se acabó el discurso —ordenó María Pancha, y simuló enojo—. Siempre te ha gustado hablar mucho, es de tus pocos defectos. Ahora refrena la lengua, no te hace bien agitarte de ese modo.

Llamaron a la puerta y Agustín invitó a pasar. Se trataba de Nahueltruz Guor. Laura, aún en la cama, acurrucada contra su hermano, se puso de pie de un salto y, con manifiesto embarazo, se acomodó las guedejas sueltas y se estiró la falda y el delantal. Guor también se mostró sorprendido e incómodo y, luego de farfullar una disculpa, amagó con abandonar el cuarto, pero Agustín lo invitó a quedarse.

—Sólo venía a despedirme.

—¿A despedirse? —soltó Laura, y percibió el sutil pellizco de María Pancha en el brazo—. Disculpe —atinó a farfullar.

—¿Ya no soportas la lejanía de tu gente? —sonsacó Agustín con ironía.

—Bien sabes que cuestiones de índole más delicada me obligan a alejarme.

«Maldito Racedo», masculló Laura.

—Me voy tranquilo. El doctor Javier me ha dado las mayores esperanzas de tu pronta convalecencia —mintió Guor, y miró fugazmente a Laura.

—Concedida la mentira piadosa a los médicos —declaró Agustín, con una sonrisa lastimera.

—Hierba mala nunca muere —bromeó Guor.

—Cierto —admitió Escalante—. Antes de que te vayas, quiero cruzar unas palabras contigo.

María Pancha y Laura se retiraron, y Guor acercó la silla a la cabecera del camastro.

«Bien, se va», caviló Laura, decepcionada. En medio de la amargura, conocer al cacique ranquel Nahueltruz Guor había significado un interludio placentero. Él era un hombre agradable, por cierto sumamente atractivo, no elegante pero sí viril, su masculinidad se le trasuntaba en el cuerpo, recio, saludable; en la voz también, grave, cavernosa. Hasta su modo de caminar la atraía, medio torpe, desmañado, la cabeza tirada hacia delante y las piernas arqueadas, seguramente por haberse pasado la mayor parte de su vida a caballo.

Nahueltruz Guor dejó la habitación, saludó lacónicamente a Laura y a María Pancha y se apresuró rumbo a la salida. María Pancha regresó deprisa junto a Agustín, mientras Laura se quedó mirándolo. Llevaba el pelo suelto, retinto, lacio, se le movía sobre los hombros, también los guardamontes le flameaban al ritmo de su paso rápido, y Laura siguió atenta el ruido de las nazarenas que golpeaban los mazaríes del patio cuando ya no se lo veía, hasta que ese sonido también desapareció, y el silencio en que dejó sumida la casa de los Javier la entristeció.

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