Indias Blancas (13 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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En el huerto, María Pancha se afanaba en recoger la ruda con los últimos rayos de sol. Había descubierto otras hierbas interesantes, que luego machacaría en el almirez y maceraría para obtener tónicos y cordiales. No prestó atención a Laura, que se sentó bajo el limonero e inspiró el aroma de los azahares, maravillada por el atardecer, que teñía el horizonte de un color ígneo. Más hacia el este, el cielo estaba oscuro, y las primeras estrellas titilaban. Inconscientemente, sus pensamientos recayeron en el coloso del pañuelo rojo.

«¡Dios! ¿Qué me sucedió?», exclamó para sí y, enseguida, agregó: «Debo averiguar más acerca de ese hombre». La invadió una necesidad imperiosa de volver a verlo, y ni el magnífico paisaje ni el silencio del huerto la serenaron. Quería examinarle el rostro al favor de la luz, probar cuan duros eran esos músculos que intimidaban, someterse nuevamente a su mirada despiadada. Jamás había experimentado esa completa vulnerabilidad y aturdimiento, como si se hubiese presentado desnuda y el extraño le hubiese clavado la vista en las partes pudendas. Un hombre de baja estofa, un gaucho probablemente, sin educación ni refinamiento, la había dominado con la mirada, convirtiéndola en un ser débil y miedoso.

María Pancha, con las manos llenas de hojas y ramilletes, le ordenó que volviera a la casa, pero Laura temía que el extraño siguiese rondando y le indicó que se quedaría unos minutos a descansar bajo el limonero.

—En realidad —prosiguió la negra—, deberías ir al hotel. Ya es muy tarde y no me gusta que camines sola por esas calles que parecen boca de lobo.

—Sabes que siempre me acompaña Blasco, el muchacho del establo.

—A ése lo manda Loretana —manifestó María Pancha—. Deben de ser órdenes del doctor Riglos, para que te tengan bien vigilada.

—¡Ah, María Pancha! —se quejó Laura, que nunca había comprendido el rencor de su nana hacia un amigo tan querido—. ¡Qué sandeces!

—El diablo sabe más por viejo que por diablo —sentenció la mujer, y regresó a la casa.

Laura siguió con la mirada el cuerpo esbelto y delgado de María Pancha, y se dio cuenta de que, a pesar de los años, su criada siempre lucía igual. La quería más que a su madre y, junto a Agustín y a tía Carolita, era en quien más confiaba. Desde muy pequeña, la certeza de que María Pancha la adoraba había significado un aliciente frente a la frialdad de Magdalena y a la lejanía del general. Habría confiado su propia vida a esa mujer y, sin embargo, poco sabía de ella. El pasado de María Pancha era un misterio. Inevitablemente, retornó a Blanca Montes y a sus
Memorias,
y se puso de pie, intranquila de repente ante la idea de que hallasen el cuaderno entre sus cosas. Un instinto la llevaba a actuar así, un presagio que le repetía que debía leer el cuaderno antes de revelarlo. Le pasaba igual que cuando leía una excelente novela que no podía dejar aunque fuesen las cuatro de la mañana, aunque ya hubiese consumido tres velas y aunque supiese que su abuela al día siguiente le reprocharía cuánto gastaba en iluminación para satisfacer ese capricho de leer. Corrió el último tramo y, al entornar la puerta del cuarto de su hermano, quedó de una pieza al descubrir al hombre del pañuelo rojo de rodillas. Agustín se dirigía a él en voz baja, los ojos anegados de lágrimas.

Laura se retrajo en la lobreguez del pasillo, imposibilitada de romper la armonía de esa escena, incapaz de sorprender a ese hombre en una actitud tan poco varonil, tan frágil y tierna. Habría sido como pillarlo desnudo. El pabilo de la vela echaba una luz rojiza sobre aquella mole de músculos que momentos atrás la había conmocionado y que ahora, en cambio, se acurrucaba en el piso, inerme, empequeñecida.

El hombre salió de la recámara sin volver la vista atrás. Se encaminó hacia la sala principal y pasó cerca de Laura, que se mantuvo quieta, sumida en la oscuridad del corredor. Dejó la casa del doctor Javier sin avisar a nadie ni detenerse a decir adiós. Luego de un momento, Laura regresó junto a su hermano.

—¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando?

—Nada —respondió Agustín—. Pensaba en mi madre. ¿Has tenido noticias de papá?

Incapaz de improvisar nuevas mentiras, Laura negó con la cabeza y se dispuso a acomodar las almohadas de su hermano para darle la medicina. A esa hora, cuando el día agonizaba, solía subirle la fiebre, que lo llevaba a un estado de semiinconsciencia, un sueño ligero plagado de pesadillas. Ese atardecer, Agustín lucía más intranquilo que de costumbre. «Así lo ha puesto ese hombre», dedujo Laura con resentimiento, intrigada por saber qué había sucedido entre ellos, pero incapaz de mencionarlo. Se sentó junto a la cabecera y leyó en voz alta un pasaje de
Excursión a los indios ranqueles.
Se presentaron María Pancha con la cataplasma de ruda que hedía a zorrino, y el doctor Javier, que tomó el pulso a Agustín y le midió la fiebre con un extraño aparato. Sin hacer comentarios, pero con un gesto que evidenciaba sus recelos, el médico indicó a María Pancha que acomodara los preparados en los sobacos del enfermo.

Laura abandonó la habitación. En el patio, se apoyó sobre el brocal del aljibe y perdió la mirada en la serie de árboles frutales que crecían alineados al final de la propiedad. Le dolía la cabeza, una puntada aguda en las sienes estaba volviéndola loca, y la acidez en el estómago le provocaba náuseas.

—¡Señorita Laura! ¡Señorita Laura!

—¡Blasco! No grites. El padre Agustín intenta descansar.

—Perdón, señorita. Es que la Loretana me dijo que viniera ligerito a darle esta carta que acaba de llegar de Córdoba. La trajo un chasque. Segurito que es del dotorcito Riglos.

En efecto, Laura reconoció la caligrafía en el sobre. Temía abrirlo, no quería recibir malas noticias, menos aún comunicárselas a Agustín. Blasco, que no comprendía por qué diantres la señorita Laura se demoraba en abrir el sobre cuando se había pasado todo el tiempo preguntando por noticias de la capital, la instó a hacerlo. Laura tomó la carta y comprobó que estaba fechada el día anterior. De seguro, el propio habría viajado la noche entera y gran parte de ese día para entregarla tan pronto. ¿Cuánto le habría costado aquel servicio al bueno de Julián?

Mi querida Laura,

La falta de noticias se debe a que, por diversos problemas durante nuestro viaje, llegamos a Córdoba sólo unos días atrás. De inmediato me puse en contacto con el general Escalante, que muy amablemente me invitó a quedarme en su casa.

Tu padre, querida Laura, ha aceptado regresar conmigo a Río Cuarto para ver a su hijo Agustín. De todos modos, lamento decirte que esto no podrá ser sino hasta dentro de algunos días, ya que, debes saber, el estado de salud del general no es el mejor. Sufre, entre otros achaques, de una gota crónica que lo tiene postrado la mayor parte del día. Tu tía, la señorita Selma, no quiere que su hermano viaje, pero el doctor Allende Pinto, médico de entera confianza del general, le ha permitido hacerlo en cuanto pueda dejar la cama y con algunas condiciones, de las más superables. Como sé en qué estado de ansias mortales te encuentras, quiero expresarte que tu padre muestra el mayor empeño en cumplir la voluntad de su hijo, y cualquier diferencia entre ellos parece haberla guardado muy en el fondo de un arcón viejo. Dios mediante, estaremos en Río Cuarto, estimo, en el término de diez días. Yo aprovecho la espera para conversar con tu padre y sonsacarle toda la información que puedo acerca de sus días como soldado de la Independencia. Pocos conocieron al general San Martín como él; sabes cuánto aprecio esta información, que luego volcaré en mi libro sobre historia argentina.

Espero que tu hermano se encuentre mejor y que las palabras de esta carta lo reanimen. Te echo tanto de menos como puedes imaginarte después de tantos años de amarte.

JULIÁN.

Laura dijo para sí: «¡Gracias, gracias, Dios mío!». Su padre se avenia a complacer, quizá, la última voluntad de Agustín. No era, después de todo, el hombre insensible y resentido al que todos reprochaban. Viajaría a Río Cuarto porque su único hijo varón se lo pedía, y lo haría a pesar de su estado valetudinario y la resistencia de tía Selma. La euforia de Laura languideció repentinamente cuando diez días le resultaron una eternidad para la salud quebrantada de su hermano. Blasco la contemplaba con la boca abierta, testigo de los cambios en el ánimo de la patrona joven. Le caía bien la hermana del padrecito Agustín porque lo trataba con deferencia, siempre lo saludaba y le decía «gracias» después de cumplido un mandado, y, aunque las monedas que Loretana le ponía en la mano para que la siguiera a sol y a sombra resultaban excelente estímulo, Blasco servía a la señorita Laura muy complacido. La acompañó hasta la casa, pero no entró en la habitación del padrecito Agustín porque Loretana le había dicho que el carbunco era muy contagioso. Se quedó en el patio, donde el aire fresco del atardecer barría cualquier ponzoña que flotara en el ambiente.

Laura encontró a Agustín solo con el padre Donatti, que lo visitaba por segunda vez ese día. Rezaban el rosario del atardecer, aunque solo se escuchaba el bisbiseo del padre Marcos porque Agustín no tenía aliento para repetir la sarta de Padrenuestros y Ave Marías de los cinco misterios.

—¿Está dormido? —se animó a interrumpir Laura, segura de que la noticia valía la pena.

—No —respondió el propio Agustín.

—Llegaron noticias de nuestro padre —exclamó Laura, y, sin esperar, desplegó la carta y leyó, evitando los pasajes indeseables, como el de la hostilidad de tía Selma y el de la de eterna promesa de amor del doctor Riglos.

—¡Bendito sea el doctor Riglos! —exclamó el padre Marcos, y besó el crucifijo de su rosario—. Haber viajado a Córdoba, inmediatamente después de semejante periplo, y nada menos que para enfrentar al general Escalante, habla de la grandeza de su espíritu, de la nobleza de su corazón y de su gallardía sin parangón. Desde hoy se ha granjeado mi más sincero respeto y estima.

Laura se quedó boquiabierta ante el despliegue del padre Donatti, un hombre más bien mesurado, circunspecto, que no solía expresar tan abiertamente su afecto o desagrado por nadie. De camino al hotel de doña Sabrina, el padre Marcos la escoltó con el único propósito de endilgarle un discurso acerca de la reputación de una dama, del deber de ésta para con su familia y la sociedad, y del horrendo pecado que significaba la soberbia de creerse independiente. Laura lo escuchaba como podría haber escuchado llover, y prestaba más atención a la piedrita que pateaba Blasco unos pasos más adelante y al perro que intentaba quitársela. A veces el padre Donatti parecía tan revolucionario como Voltaire y otras tan anquilosado como su abuela Ignacia. Con todo, sus últimas palabras la inquietaron.

—Ya veo que el doctor Riglos te profesa un inmenso cariño. Sé por tu madre que te ha pedido en matrimonio y que te has negado. Deberías reconsiderar su propuesta. Bien sabemos que a Lahitte tu viaje a Río Cuarto lo ha molestado tanto como para terminar con el compromiso. Llegar casada a Buenos Aires sería lo mejor para aquietar las aguas y salvar tu honra.

No se casaría con Julián Riglos así le aseguraran que en Buenos Aires la esperaba un tribunal del Santo Oficio con la hoguera ya encendida. No se casaría con Riglos ni con Lahitte ni con ningún otro. Ella no necesitaba de nadie para demostrar que era una mujer honorable e íntegra. Después de todo, ¿qué tenía que ver la honra con el matrimonio o la deshonra con un viaje a Río Cuarto para cuidar a su hermano moribundo? ¿Qué había hecho de execrable? ¿Quién tenía autoridad moral para juzgarla y condenarla? Maldijo al mundo, porque pertenecía a los hombres, y maldijo a los hombres, que lo acomodaban todo a su beneficio. Se dio cuenta de cuan estúpidas eran las mujeres que, como su madre y su abuela, se avenían sin chistar. Eran ellas las que carecían de honor y criterio y, como marionetas, se dejaban manipular. La tranquilidad de una mujer y la de su mentada honra tenían un precio demasiado alto que ella no estaba dispuesta a pagar.

—Me prometes que pensarás lo que acabo de pedirte —retomó el padre Marcos.

—No tengo cabeza para otra cosa que no sea mi hermano —expresó Laura, seca, cortante.

—A veces, en la vida —explicó el sacerdote—, tenemos que lidiar con dos o más cosas al mismo tiempo.

—Puede ser, padre, pero yo no tengo esa facultad. ¿O se olvida de que soy mujer, un ser débil y disminuido? Buenas noches —saludó a continuación, y marchó hacia la pulpería, con Blasco por detrás, que le advirtió a tiempo que Racedo estaba aguardándola.

El coronel Racedo regresó al Fuerte Sarmiento con polvo, cansancio y sin gloria. Nada se había podido hacer en Achiras, con semejante daño ya infligido por los salvajes, que habían desaparecido en el desierto sin dejar huella, como tragados por un guadal. Racedo había vuelto con un genio de los mil demonios, despotricando, insultando y escupiendo. Los soldados, las cuarteleras y en especial los indios que vivían en el fuerte, se habían escabullido y refugiado en sus escondrijos como ratones al ver al gato. Racedo tomó un baño y marchó hacia lo de doña Sabrina, donde cenaría con la jovencita Escalante y luego pasaría un ruto agradable con Loretana.

—Lo único que me faltaba —farfulló Laura—. Qué poco me duró la libertad. ¿Es que tan rápido concluyó la misión? —preguntó más para sí, pero Blasco le respondió:

—Achiras está muy cerca, señorita, a pocas leguas. Dicen que, apenas llegado al pueblo, el coronel se quedó una noche no más, y ya pegó la vuelta. ¿Sabe? Como urgido por algo en Río Cuarto —agrego el muchachito con intención, y Laura pasó por alto el comentario.

—La estaba esperando —dijo Racedo al verla entrar, usando un tono voluptuoso que hizo sonreír a Loretana, a doña Sabrina y a los parroquianos más próximos.

—¿Cómo está usted, coronel? —saludó Laura, intencionalmente displicente.

—Acabo de llegar del sur, donde anduve a la cacería de esos asquerosos, los ranqueles.

Laura no polemizaría con un hombre zafio y prepotente como ése, y se limitó a asentir sin entusiasmo.

—Como le dije —recomenzó Racedo, luego de esa pausa incómoda, la estaba esperando para cenar. Aquí Loretana ya tiene preparada una mesa.

—Le agradezco, coronel, pero no me encuentro bien. Si no le molesta, prefiero ir a mi cuarto a descansar.

—¿No se siente bien? —se alarmó Racedo, y enseguida se le ocurrió que el cura Escalante le había contagiado el carbunco.

—Nada serio, un poco de cansancio y este calor agobiante.

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