Aunque el doctor Javier se mostrara cauto y no expresara lo que ella deseba escuchar, Laura presentía que Agustín recobraba la salud día a día. Cierto que aún sufría ahogos, que la fiebre no remitía y que los esputos continuaban sanguinolentos. No obstante, nadie le quitaría de la cabeza que su hermano no estaba tan consumido como aquella primera noche en el convento, y ni siquiera el escepticismo de María Pancha le haría cambiar de idea.
Las memorias de Blanca Montes
El padre Donatti visitaba la casa de los Javier a diario. Traía la comunión a Agustín, le leía el Evangelio y rezaban el rosario. En esas ocasiones, María Pancha y Laura los dejaban a solas. Laura se zambullía en su libro de turno, mientras María Pancha completaba en la cocina sus infusiones y tónicos o iba al hotel de doña Sabrina a tomar un baño y mudarse de ropa. Allí la aguardaba Loretana, quien, a pedido expreso de Laura, la atendía a cuerpo de rey. Era la primera vez que alguien servía a María Pancha, y la incomodidad y la extrañeza ganaban a cualquier sentimiento agradable. Más de una vez se tentó de preguntarle a Loretana cuánto dinero le había dado el doctor Riglos para que las atendiera como a princesas, porque no le parecía que la sobrina de la pulpera fuera del tipo servicial por naturaleza.
Una día, a la hora de la siesta, mientras el padre Donatti visitaba a Agustín, Laura leía
Excursión a los indios ranqueles,
regalo de su hermano. De pronto, cerró el libro y se mantuvo reflexiva.
—¿Cómo era la madre de Agustín? —preguntó un momento después, y María Pancha detuvo sus dedos ágiles que cosían.
—¿Qué deseas saber?
—Todo. Cómo era su aspecto, cómo era su manera de ser, cómo era su relación con mi padre. Tú la conocías bien.
—Sí, muy bien.
—Hay algo en esa mujer —prosiguió Laura— de lo que nadie quiere hablar.
—¡Qué ocurrencia, niña! —se impacientó María Pancha—. ¿Qué puede haber?
—¿Por qué Agustín necesita hablar con mi padre acerca de su madre? La noche que llegamos a Río Cuarto, Agustín pidió que le dijéramos a mi padre que deseaba hablar de su madre.
—Eres curiosa.
—Y más curiosa me vuelvo cuando me doy cuenta de que nadie habla de la madre de mí hermano, es más, evitan mencionarla. Mi madre, mis tías y mi abuela parecen odiarla.
—Fue la primera mujer de tu padre —intentó María Pancha con lo que le pareció excusa suficiente para justificar el resentimiento hacia Blanca Montes—. ¡Y ya deja en paz a los muertos! —se enojó—. Voy a lo de doña Sabrina a cambiarme de ropa.
La recitación monótona de las letanías le indicó a Laura que Donatti y su hermano pronto terminarían el rosario. Retornó a las páginas de
Excursión a los indios ranqueles
que siempre lograban quitarle de la mente las preocupaciones y dudas. Julián Riglos y su viaje a Córdoba la inquietaban por sobre el resto. Hacía una semana de su partida y todavía no sabía nada de él. María Pancha la tranquilizaba al decirle que, en realidad, había transcurrido poco tiempo.
—¡Ojalá me enviara un mensaje con un propio! —deseó Laura.
El padre Donatti salió del cuarto de Agustín, y Laura observó que aún llevaba la estola alrededor del cuello y, en la mano, la cajita de madera donde guardaba los óleos para la Extremaunción.
—Esta mañana recibí carta de tu madre —se apresuró a decir Donatti para sortear el tema de la salud de Agustín—. Está muy enojada contigo. Tu abuela guarda cama, sufrió una fuerte impresión luego de tu huida, y tu prometido, el señor Lahitte, dejó la estancia de su padre y viajó a Buenos Aires cuando se enteró de que te habías marchado. Magdalena dice que ha amenazado con romper el compromiso si no regresas de inmediato, sola, sin Riglos.
—Mi abuela con sus extravagancias, mi prometido con su orgullo herido y el mundo entero si es necesario pueden irse al demonio.
—¡Laura! —se escandalizó el sacerdote.
—Nadie parece darse cuenta de que mi hermano está enfermo y de que me necesita. ¡Al demonio con todos! ¡Al demonio con los prejuicios! Haré lo que crea que debo hacer y nada ni nadie me lo impedirán.
Donatti conocía bien a Laura y sabía que no le temía a los castigos de su abuela, ni a perder a Lahitte, ni a la afrenta general que la aguardaba en Buenos Aires. Era demasiado audaz para dejarse estafar por amenazas de esa índole. Pero sí sabía que la aterraba la idea de perder a su hermano. Donatti la admiró en aquel momento y pensó que se trataba de una joven extraordinaria. Caminaron en silencio a través del patio y de la sala y hasta la puerta principal.
—Usted conoció a Blanca Montes, ¿no es cierto, padre?
—Sí —aseguró Donatti, y le echó un vistazo, extrañado.
—¿Cómo era?
—¿Cómo era? Silenciosa, callada y, sin embargo, con un mundo interior rico y pleno. Instruida como pocas. Sabía de medicina.
—¿Medicina?
—Su padre, tu tío abuelo, el doctor Leopoldo Montes, era médico, y Blanca, desde muy joven, lo asistió como enfermera. Además de leer mucho, era observadora, y aprendió viendo trabajar a su padre a lo largo de los años.
—Una vez escuché decir a María Pancha que era muy hermosa.
—María Pancha adoraba a Blanca. De todos modos, en eso de la belleza no es parcial. Aunque más que hermosa, Blanca Montes era intrigante.
—¿Intrigante?
Se escuchó la voz de doña Generosa, que apareció en el zaguán junto a su hijo Mario y la doméstica, que la ayudaba con las canastas de víveres. Mientras la dueña de casa y su hijo saludaban al padre Donatti, Laura regresó al lado de su hermano. Agustín se hallaba inquieto a causa de la fiebre y la dificultad para respirar. Laura le cambió el paño de la frente y le tomó las pulsaciones como el doctor Javier le había enseñado. Alistó la medicina y el ungüento de alcanfor que María Pancha había preparado y que le frotaban sobre el pecho.
—¿Noticias de nuestro padre? —preguntó Agustín.
—No todavía, pero dentro de poco Julián estará de regreso con el general Escalante a su lado —mintió Laura, que poco a poco perdía la confianza en el éxito de la misión de Riglos.
—Supongo que sólo resta esperar, que más no se puede hacer.
—Hace tiempo que nuestro padre se olvidó de esa pelea que tuvieron cuando decidiste tomar los votos —tentó Laura.
—Hay cosas que tú no sabes, Laurita —admitió Agustín—. Aquella vez fui muy duro con papá, le dije cosas que no merecía.
—Ya te dije que las ha olvidado.
A pesar de que el día era muy caluroso, la fiebre le provocaba escalofríos a Agustín. Laura trajo piedras calientes de la cocina, las envolvió en trapos y las colocó a los pies de la cama de su hermano; terminó sudada como si tomara un baño turco; el calor la descomponía. A continuación lo ayudó a beber la medicina y le frotó el pecho con el ungüento de alcanfor. Agustín lucía a gusto y tranquilo cuando logró dormirse, y Laura sintió alivio, convencida de que el sueño lo preservaba de los padecimientos de su enfermedad. Permaneció de pie junto al camastro, mientras le contemplaba la consunción de las facciones. Ahora veía con claridad los carrillos le habían desaparecido, los ojos se le habían hundido en dos oquedades ribeteadas por círculos violeta y la nariz emergía más aquilina que de costumbre. No quedaba rastro del apuesto Agustín Escalante. Según el doctor Javier, la respiración fatigosa y el exceso de sudoración eran claros síntomas del carbunco.
Exhaló un suspiro y se reclinó sobre la mesa. Estaba muy cansada. Recorrió la habitación con la mirada y se detuvo en el pequeño envoltorio que una india llamada Carmen le había entregado esa mañana y que aún permanecía arrumbado en el mismo sitio donde ella lo había desechado con aprensión, arrugando la nariz por miedo a que oliera mal. «Son las cosas de Uchaimañé» había asegurado la mujer en un castellano mal pronunciado pero bien hablado, mientras le extendía el bulto «Lucero las encontró hace poco y me pidió que se las entregara al padrecito Agustín». Laura no sabía de qué hablaba la india, pero como conocía la estrecha relación de su hermano con esas gentes, no le sorprendió la visita ni la entrega del envoltorio. Lo tomó sin más y la despidió.
Se acuclilló frente al bulto y desató los nudos. Había un poncho, una cajita de madera tallada y un cuaderno forrado con cuero. El poncho correspondía al típico tejido de las mujeres ranqueles que Agustín le había enseñado a reconocer. Era pequeño, de la talla de un niño. De tintes azules y rojos, si bien basto y un poco áspero, la prenda le pareció bonita, con armonía en su diseño. En la cajita encontró un guardapelo de oro y su cadena, se trataba de una pieza muy fina, con las iniciales M y P ricamente grabadas en la tapa. Lo abrió con cuidado y encontró dos mechones de cabellos cuyas tonalidades contrastaban, uno negro, el otro de un castaño muy claro. Abrió el cuaderno. En la hoja de respeto encontró la palabra
Memorias
escrita en una caligrafía de pendolista y, al pie, el nombre del autor
Blanca Montes.
Hoy he recibido este cuaderno, además de tinta, plumas y un cortaplumas. Me los trajo Lucero esta mañana «Te los manda Mariano», me dijo, con esa sonrisa pícara que no se le quita a pesar de los años, a pesar de tanto que hemos vivido. No me sorprendió el regalo, es más, lo esperaba, días atrás le había mencionado a Lucero mis intenciones de comenzar a escribir estas memorias. Aún no he podido agradecerle a Mariano, que ha estado muy ocupado con el velorio y el entierro de Quintinuer, la esposa del caciquillo Guaiquipán, que murió hace dos días dando a luz a su primer hijo. El niño también murió. Lucero vino a buscarme cuando la comadrona ya no atinaba a nada, porque saben que soy ducha en esas lides. La escena en el toldo de Guaiquipán me golpeó como un cachetazo en plena cara, y me vino a la mente la muerte de mi madre veinte años atrás. Atendí a la parturienta sabiendo de entrada que cualquier esfuerzo era en vano porque la sangre le brotaba de entre las piernas como un manantial de la roca. Ahora, más tranquila en mi rancho, me he puesto triste al recordar.
La madrugada que mi madre comenzó con trabajo de parto, me despertaron sus alaridos. Mi alcoba se hallaba retirada del resto de las habitaciones y, sin embargo, me despercudieron del sueño como un sacudón. Nadie se acordó de mí, ni pensó que yo podría estar merodeando por patios y pasillos como ánima en pena. Todos (mi padre, tío Tito, Carmina y la comadrona) se afanaban en mi madre, que poco a poco se extinguía como una lámpara sin aceite.
Una vocecilla dentro de mí me advertía que no entornara la puerta del cuarto de mis padres, ni me deslizara subrepticiamente dentro. Para cuando lo hice, era demasiado tarde, y aquello que nunca hubiese querido ver ya se había plasmado en mi retina y en mi mente de nueve años para siempre: la imagen de mi madre moribunda sobre un lecho bañado en sangre. Tanta sangre. Ya no gritaba sino que se mantenía laxa e inerte entre los almohadones, los ojos cerrados, los labios azules y el semblante del color del papel. «Ya no le duele más», pensé, y busqué con la mirada a mi padre, que lloraba en brazos de su hermano Tito. Entonces supe que algo irremediable y trágico había sucedido. Me sentí sola y desprotegida. No repararon en mí hasta que me acerqué al borde de la cama. Más sangre y un bebé lívido junto a mi madre.
Carmina, el ama de llaves, me tomó por las axilas y me sacó de la habitación; yo chillaba y me contorsionaba como un gato rabioso. Me arrastró hasta la cocina, donde me sentó sobre su falda y me abrazó fuertemente en un intento por contener mis espasmos. A poco, las dos llorábamos a coro.
La muerte de mi madre volvió oscura y tenebrosa la casa de tío Tito. Se cerraron las celosías y se colocaron paños negros sobre las cortinas blancas de la sala. Mi padre y tío Tito llevaban una cinta negra en el brazo y Carmina, vestidos de luto hechos de crespón. El sol no entró por mucho tiempo en las habitaciones, y el frío se adueñó de las paredes. El aroma tan familiar de la casona de mi tío cambió, y ahora olía a iglesia. Mi padre también había cambiado; ya no sonreía, por más que yo le levantara las comisuras de los labios o le hiciera cosquillas, y cuando se creía solo, lloraba como un niño.
Después de varios días, tío Tito creyó conveniente que las cosas volvieran a la normalidad, así que reabrió la botica, le pidió a Carmina que me llevara a la escuela y obligó a mi padre a retomar las visitas a sus pacientes. Por respeto a la tradición, mantuvo las celosías cerradas y las cortinas cubiertas, pero sé que habría acabado con ese absurdo también. Si bien nuestras vidas retomaban lentamente su curso, la casa de mi tío seguía recordándonos que debíamos estar tristes y apesadumbrados.
Por eso me gustaba ir a la escuela de doña Francisca López, porque allí todo continuaba igual: las ventanas no estaban celadas, el aroma no había cambiado y las personas no vestían de negro. Continuaba igual, excepto por las miradas compasivas que las demás alumnos me echaban, incluso las pardas, que estudiaban en una sala aparte y tenían prohibido acercarse a nosotras, las niñas blancas.
Yo tendía a estar sola. La soledad nunca me ha molestado, y en aquellos primeros días después de la muerte de mi madre, cuando me sentía tan distinta, este aspecto de mi personalidad se consolidó en mí para siempre. Me gustaba leer, era de mis actividades favoritas, pero nada me agradaba tanto como la botica de mi tío Tito, un negocio bastante próspero en la parte delantera de la casona, donde pasé mis horas más divertidas. Emplastos, tónicos, ungüentos, bálsamos, jarabes, sinapismos y píldoras atestaban los anaqueles que Carmina mantenía pulcros y bien surtidos. En la trastienda, mi tío hacía magia con sus alambiques y sustancias. Tenía prohibido el ingreso al laboratorio, donde cualquier frasco podía contener un polvo venenoso con apariencia de azúcar que me habría fulminado como a una ratita, y donde, también, mi tío solía cometer errores y mezclar enemigos mortales, que provocaban explosiones o conatos de incendio. Tito soslayaba estos inconvenientes y, aunque una vez se lastimó gravemente la mano, su vocación por la alquimia lo mantuvo ciego a los peligros que corría al empeñarse en esa vía tan riesgosa.
Cierto que era un gran boticario, con ungüentos capaces de curar cualquier quemadura, con tónicos que levantaban a un muerto, cordiales que estimulaban al corazón más achacoso, píldoras que acababan con la pelagra más tenaz o vermífugos que mataban cualquier tipo de lombriz intestinal.
Con la complicidad de mi tío y la de Carmina, su asistente y ama de llaves, yo pasaba la mayor parte del día sumergida en el botamen del laboratorio. Con el tiempo, cuando Carmina se casó y nos dejó, me convertí en la “colega” de mi tío Tito, como a él le gustaba apodarme. Me dictaba las fórmulas, que yo anotaba con letra de caligrafía en su mamotreto de farmacopea. Llegué a dominar a la perfección la simbología y las abreviaturas; mi tío bromeaba al decir que él pensaba la fórmula y yo la anotaba. Me enseñó a preparar cada producto a la venta, no sólo los medicinales sino también los de cosmética, que se vendían como pan caliente. La bandolina para el equilibrio de los tocados de las damas, el carmín para las mejillas, el albayalde para las pieles de leche, la manteca de cacao para labios tentadores, el agua de colonia a la inglesa y el aceite de verbena para quemar en pebeteros de plata, eran de los más solicitados.