—No se trata de eso —aseguró Riglos, sin mirarla—. Sabes que por ti hago cualquier cosa.
Julián sintió la mano suave y tibia de Laura sobre la suya, y se conmocionó íntimamente. La deseaba tanto que su cercanía se convertía en un suplicio. Ella ignoraba el anhelo que le causaban su belleza, su frescura y juventud, su espíritu libre y desenfrenado; era inconsciente del hechizo que lanzaba sobre él cuando le sonreía, cuando lo miraba con picardía, cuando se enfadaba, cuando defendía sus creencias, cuando ayudaba a los demás. Laura siempre le provocaba ansiedad y deseo.
—Si nadie ha podido convencer a tu padre para que venga a Río Cuarto —comenzó a ceder Julián—, ¿qué podré hacer yo? A mí ni siquiera me conoce.
—Sí, te conoce porque yo le hablo de ti en mis cartas. Además —retomó con alacridad—, si fuiste capaz de convencer a la abuela Ignacia de vender la quinta de San Isidro para pagar el tendal de deudas que teníamos, serás capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa, incluso a mi padre.
Esa noche, muy tarde ya, Julián aún permanecía despierto. Un rato antes se había aventurado hasta el final del corredor donde se hallaba la habitación de Laura y, con el oído apoyado sobre la puerta, había prestado minuciosa atención a los sonidos en el interior, el traqueteo de los botines, la conversación de Laura con Loretana, el sonido de las cerrajas del baúl, el frufrú del vestido al quitárselo, el agua salpicando en la jofaina y el crujir del lecho cuando por fin se acostó.
Regresó a su habitación inquieto y de malhumor. Tenía calor, no encontraba posición en esa cama desconocida e incómoda. La almohada le parecía demasiado alta y le provocaba mareos y dolor de cuello. Se levantó y se sirvió un vaso con agua. Sus ojos vagaron por el mobiliario y se preguntó qué hacía ahí, en ese hotel de mala muerte en Río Cuarto. Casi no recordaba cómo se había embarcado en esa odisea. Por primera vez caía en la cuenta de la responsabilidad que se había echado al hombro. Y como si no bastara, el viaje a Córdoba para enfrentarse a un viejo y resabiado general. Después de todo, doña Ignacia Montes tenía razón: Laura siempre se salía con la suya.
Llamaron a la puerta, y Julián se emocionó al pensar que se trataría de Laura. Se olió las axilas, se echó colonia generosamente y se puso la camisa. Abrió. Era Loretana.
—¿Qué deseas? —preguntó, más sorprendido que molesto.
—Apenas lo vi llegar hoy a la tarde, le preparé esta aguamiel y la tuve todo el tiempo en el sótano. Está bien fresquita. Pensé que, con esta calor, le vendría bien —sugirió, y extendió la bandeja con una jarra y dos vasos.
Julián Riglos le echó un vistazo de arriba abajo y, como le pareció que la muchacha estaba limpia, con el cabello recién lavado y ropas nuevas, le hizo una seña para que entrase.
Hacía tiempo que Loretana había entregado su corazón al hombre con el que compartiría su vida y sus sueños. Los favores que le concedía al coronel Racedo y que, de seguro, concedería esa noche al doctor Riglos no tenían que ver con sus sentimientos sino con sus ambiciones. Vertió el aguamiel en ambos vasos y se acercó con movimientos insinuantes a Julián, que se había repantigado en la silla y la contemplaba seriamente. Aceptó el vaso y bebió un trago largo. La bebida fresca y dulce le recompuso el ámmo. Estiró el brazo y alcanzó a Loretana, que, entre risas, se sentó sobre sus rodillas.
—¿Qué hablabas con la señorita Escalante en su recámara?
—Cumplía con su mandato, dotor. Le llevé toallas limpias y le puse agua fresca en el lavamanos.
—¿Ella te pidió algo?
—Sí, que la despertara a las siete. A esa hora debo tener lista la tina con agua caliente, ¿no?
—¿Se quejó de la cama o de algo en particular?
—Como que a usté le interesa mucho lo que le pasa a la chinita ésa, ¿verdad?
—¿Se quejó o no? —insistió Riglos, con impaciencia, y, quitando a Loretana de sus rodillas, se puso de pie.
—No, hombre, no. Dijo que todo era de su agrado, así dijo. Muy modosita, parece.
«¿Modosita?», repitió Julián para sí, y rió burlonamente.
—¿De qué se ríe? Mire que yo no soy payaso de naides —advirtió Loretana, y amagó con dejar la habitación.
—Ven acá —ordenó Riglos, y la muchacha se volvió, dócil como una niña educada—. ¿Quién te dijo que podías retirarte? ¿Quieres ganarte unas monedas extras? Sí, ¿verdad? Eres codiciosa, ya me he dado cuenta. Te gusta el dinero, sí que te gusta. Pues bien, conmigo podrás ganar bastante si haces lo que te pido.
—Lo que mande, patrón.
—Mañana parto hacia Córdoba y no sé cuántos días estaré ausente. Quiero que, durante ese tiempo, vigiles a la señorita Escalante. Cuando regrese, sabrás decirme qué ha hecho, adonde ha estado, con quién ha hablado, ¿comprendes?
—Sí, no soy tonta, patrón.
—También de eso ya me he dado cuenta —aceptó Riglos, y comentó a desatarle el lazo del jubón.
Un penoso asedio
El hecho de informarle a Agustín que el doctor Riglos marcharía ese mediodía rumbo a Córdoba resultó suficiente para tranquilizarlo. Aceptó el desayuno que doña Generosa le preparó y que María Pancha le dio en la boca, y bebió a cucharadas una infusión, que según la negra, formaba parte del vademécum de su tío abuelo Tito, el boticario María Pancha, que había permanecido en vela gran parte de la noche, se acomodó sobre un jergón junto a la cama de Agustín y se quedó dormida. Laura terminaba la carta a su padre que le entregaría a Julián, y se debatía entre recomenzarla en un tono más deferente o mantener el imperioso que le había surgido espontáneamente. Por fin, cerró el sobre sin incorporar cambio alguno en los párrafos.
A la entrada del hotel de doña Sabrina, se encontró con Prudencio que cargaba los baúles de Riglos, mientras Blasco, el jovencito del establo, alimentaba a los caballos y les revisaba las herraduras. Ya había clientes en la pulpería, y las miradas que le lanzaron la obligaron a acelerar el paso con una fea sensación de incomodidad y miedo. Iba a llamar a la puerta de la habitación de Julián cuando se abrió.
—¡Laura! —exclamo, y le sonrió—. Pensé que no vendrías a despedirte.
—Te traje la carta para mi padre —dijo, y se la entregó.
—Todavía creo que esto de que te quedes sola es un disparate —insistió Riglos—. Esta villa no es como Buenos Aires. Aquí la gente es distinta. Están acostumbrados a cosas que tú ni siquiera puedes imaginar ¿Por qué mejor no enviar a Prudencio?
Laura le apoyó un dedo sobre los labios para acallarlo, y Julián percibió el aumento vertiginoso en las pulsaciones de su corazón. La idea de dejarla en una población acechada a diario por malones y otras pestes no lo desconsolaba tanto como el hecho de separarse de ella cuando había creído que la tendría para él. La contempló largamente y en silencio, mientras se resignaba a la idea de que jamás adivinaría qué clase de sortilegio le había caído el día que la conoció. La supremacía que Laura Escalante ejercía sobre su voluntad, sobre su vida, se le antojó infinita. Desconocía su propio límite frente a las veleidades de aquella chiquilla de veinte años.
Medio enfadado, medio embriagado de deseo, la tomó por la cintura y la besó en la boca, un beso audaz, espontáneo, anhelado, sus labios hambrientos sobre los de ella, sus cuerpos que se rozaban, sus manos que la exploraban. A lo largo de su vida, Julián había cubierto de besos a muchas mujeres, aquel beso, sin embargo, fue el primero que le sacudió los fundamentos.
Laura se mantuvo inerte y no ofreció resistencia. Cerró los ojos y pensó: «No se puede pedir un favor tan grande sin dar nada a cambio». El beso no la estremeció, ni la pasión que exudaba Julián, ni lo que le susurró antes de separarse de ella y marcharse aprisa hacia la calle. Se quedó en medio del corredor preguntándose por qué no lo amaba. Porque ciertamente no lo amaba. En ella no habían florecido las pasiones y delirios que dominaban los párrafos de
La dama de las camelias
o los de
Amalia,
menos aún, los que transmitían los versos de Dante inspirados por Beatrice Portman, ni los que Petrarca había escrito en honor de Laura de Noves. Ella palpitaba y suspiraba por amores ajenos, los que hallaba en las prosas y en los poemas de los libros. Entendía los motivos de la dicha o de la angustia de los personajes, era capaz de vislumbrar lo que calaba hondo en los espíritus de esos hombres y mujeres. Sin embargo, ella jamás había sentido así.
Corrió hacia la calle, temiendo que la galera de Julián hubiese partido, y lo encontró conversando con un militar. Al verla, Riglos bajó el rostro, avergonzado, y Laura se sorprendió de esa actitud tan inusual en él. Un instante después ella misma, al tomar verdadera conciencia de lo que acababa de ocurrir entre ellos, experimentó cierto pudor. Con todo, avanzó decidida, debía expresarle su gratitud convenientemente.
—Hilario —comenzó Julián—, deseo presentarte a la señorita Laura Escalante, hija del general José Vicente Escalante y hermana del padre Agustín. Laura, el coronel Hilario Racedo, comandante a cargo interinamente del Fuerte Sarmiento.
El militar tenía la mirada deshonesta, y la cicatriz que le surcaba la mejilla izquierda le acentuaba ese aspecto que Laura encontró repulsivo. Racedo se deshizo en halagos, no sólo referidos a la belleza y refinamiento de Laura que contrastaban visiblemente con la mediocridad del lugar, sino a la valentía e inteligencia del general Escalante, que había sido compañero de armas de su padre, el teniente coronel Cecilio Racedo.
—Después del general San Martín, sepa usted, señorita Escalante, que a quien más admiraba mi padre era al suyo. He pasado gran parte de mi vida escuchando las anécdotas del cruce de los Andes y de las batallas que libraron juntos. Sé que su padre y el general San Martín fueron grandes amigos.
—Mi padre profesaba un sincero afecto por don José —admitió Laura, con laconismo.
—¿Cómo se encuentra doña Carolina Montes? —prosiguió Racedo.
—No sabía que conocía a mi tía Carolita —se sorprendió Laura.
—¿Y quién no conoce a su admirada tía, señorita Escalante? No debe existir un alma en toda Buenos Aires que no haya, aunque más no sea, sentido hablar de ella.
—Sí, es cierto —aceptó Laura, conocedora de la capacidad de su tía abuela para hacer amistades y recoger protegidos—. No sé si sabrá usted, coronel Racedo, que mi tía Carolita enviudó en el mes de octubre. Sí, fue un golpe muy duro para ella. Ahora se encuentra en París arreglando los asuntos del testamento de tío Jean-Emile. Como sabrá, coronel, mi tío abuelo era francés.
—¡Qué inconveniente! —expresó Racedo, y el modo afectado que empleó fastidió a Julián—. Y encima de semejante pesar, la pobre doña Carolina debe hacerse cargo de la complicación de los herederos y el testamento.
—Gracias a Dios —interpuso Laura—, ése no es el caso de tía Carolita. Ella está en París con su hijastro, Armand, quien la ayudará en todo. Siempre se han tenido gran cariño.
En este punto, Riglos cortó el diálogo y se excusó en la prisa por partir hacia Córdoba. Laura le deseó buen viaje y, mirándolo directo a los ojos, lo tomó de las manos y le concedió un «gracias» que lo llenó de ilusiones. El coronel Racedo también se despidió calurosamente y lamentó una vez más el repentino periplo a la capital que echaba por tierra la cita para almorzar.
—Ve tranquilo, Julián —expresó—, mientras te ausentes, yo mismo me haré cargo de la seguridad de la señorita Escalante.
Julián trepó a la galera y saludó una vez más antes de partir. Mientras el coche se alejaba, se quedó mirando las figuras de Racedo, alta e imponente, y la de Laura, menuda y vulnerable, una al lado de la otra, una tan próxima a la otra. La galera tomó por el camino hacia el pueblo de Tegua y los perdió de vista. Corrió el visillo, buscando la sombra, y se echó sobre el respaldo del asiento. «Esto es un disparate», repitió.
Ante la insistencia del coronel Racedo, Laura permitió que la escoltase a lo del doctor Javier. El hombre ató su caballo al palenque de doña Sabrina y emprendieron la marcha a pie. Racedo se interesó por la salud del padre Agustín y lo elogió tanto como lo había criticado el día anterior. Laura supuso que, si no hubiese sido por su parasol, el coronel Racedo se habría aproximado demasiado.
Consciente de que su situación era impropia para la hija de una familla decente, y de que Racedo se comportaba como un caballero al no mencionarla, Laura percibió, sin embargo, un tono insolente en su perorata. El militar mencionó su viudez repetidas veces, y Laura se convenció de que lo hacía para dejar en claro que era un hombre libre, con una conveniente situación en la vida, mientras su única hija, Clotilde Juana, se hallaba bien encaminada, casada con el hijo de una familia influyente de Lujan. Habló también de su sobrino, Eduardo Racedo, a quien se refirió como el hijo que le habría gustado tener.
—No debería regresar sola a lo de doña Sabrina —sugirió—. Vendré a buscarla a la hora que usted me indique.
—Le agradezco, coronel Racedo, pero no será necesario. Quizás en la noche me quede en casa del doctor Javier a cuidar a mi hermano —mintió Laura.
—Vendré de todos modos. Le prometí a mi amigo Riglos que la cuidaría, y pienso honrar mi palabra.
Con el transcurso de los días, Laura deseó que Racedo no le hubiese prometido nada a su amigo Riglos. La simple preocupación por su bienestar y seguridad se había convertido en un asedio casi impertinente. Por la mañana, la aguardaba en la pulpería para escoltarla a casa del médico y la acompañaba de regreso, muy tarde de noche. Laura se daba cuenta de que el militar se aseaba y perfumaba especialmente, no volvió a notarle la barba de tres días de la primera vez, ni las botas o el uniforme percudidos de polvo. Le brillaban los botones de la guerrera y la hebilla del cinto. Se lo topaba también cuando iba a lo del boticario o cuando acompañaba a doña Generosa a casa de una vecina pura rezar la novena por el padre Agustín. María Pancha ya le había tomado ojeriza y el doctor Javier le daba a entender que no se trataba de un buen hombre. Supo por Loretana que se lo tildaba de cruel y arrogante. Los soldados le temían y los indios lo detestaban.
—Pueblo chico, infierno grande —sentenció María Pancha, una tarde mientras Agustín dormía—. Dentro de poco, todo Río Cuarto dirá que estás coqueteando con Racedo. No quiero pensar que esos embustes lleguen a oídos de tu abuela.
El acoso de Racedo, que se presentaba insoslayable, terminó convenientemente gracias al malón que arrasó con Achiras, un pueblito en el límite con San Luis, y que lo alejó por un tiempo. Por primera vez, Laura era libre. Iba y venía por las calles sin compañía, y nadie le reprochaba nada; María Pancha se había olvidado de ella, consagrada como estaba al cuidado de Agustín. Laura disponía de su tiempo y de su vida como si estuviese sola en el mundo. A pesar de que su mente y su corazón siempre habían amado la libertad, ahora también la sentía vibrar en su cuerpo. Se preguntaba cómo soportaría, de regreso en Buenos Aires, la voz aguda e imperiosa de la abuela Ignacia, los escándalos de tía Dolores y tía Soledad o los reproches de su madre, después de haber saboreado la manzana de la libertad.