Durante mi embarazo, aunque tolerante y complaciente, Mariano se volvió obsesivamente protector, y las escasas oportunidades en que perdió los estribos me echó en cara que había ido sola a la laguna, que me había esforzado en el huerto, que había acarreado un balde con agua o montado la yegua de Lucero. Si se ausentaba para acompañar a su padre a bolear avestruces o a trashumar ganado, me ordenaba pasar esas noches en el toldo de Mariana, con Miguelito de guardia en la enramada. La cacica vieja me recibía con honores, me llamaba ñagüé (hija) y me consentía como
o
una criatura. «Llámame “papai” (mamita), como el resto de mis hijos», me pedía.
Mi futura condición de madre, el miedo al parto y a no saber si sería capaz de cuidar a mi hijo me acercaron a Mariana. La atosigaba a preguntas que ella contestaba con prodigalidad, sorprendiéndola a veces con mis ocurrencias y dudas, y ella a mí en ocasiones con su ingenuidad y superstición. Conversábamos incansablemente, mientras yo cosía y ella tejía en el telar las mantillas para su nieto. Una tarde, mientras preparábamos la camita para mi hijo, me dijo: «A nadie respeta tanto el cacique Painé como a mí, y eso es porque yo no dejé que el Hueza Huecubú (espíritu del mal) me arrebatara a ninguno de sus hijos. Fui siempre tan buena como pude, porque, sé que el Huecubú manda sus emisarios disfrazados de pobres y dolientes para ver quién lo desprecia y le niega su ayuda; así, negado y maltratado, se venga en los hijos, llenándoles la sangre con “oñapué” (veneno) y haciendo derramar lágrimas a sus padres». Su novedosa teoría de lo que los cristianos llamamos caridad me dejó atónita y me hizo ver lo distintas que éramos y lo distintas que eran nuestras creencias. Con todo, pocas veces me había sentido tan cerca de una persona como de Mariana.
Los últimos días antes del parto, me sentí pesada y dolorida, como a punto de descoyuntarme; me movía con torpeza y debía apoyar las manos en la cintura para soportar el peso de mi vientre voluminoso. Habían comenzado las contracciones, aunque suaves y esporádicas. Reconocía los síntomas después de haber visto a tantas parturientas en tiempos de mi padre: el momento tan temido y a su vez tan esperado se aproximaba. Mariano había accedido a mi deseo de no ser asistida por la machí Echifán, famosa comadrona entre los ranqueles, porque me resultaba escabiosa y tenía aspecto de bruja, y se había conformado cuando le manifesté que sólo quería a su madre, a Dorotea Bazán y a Lucero junto a mí. Hacía tiempo que las venía instruyendo y cada una sabía lo que tenía que hacer. Con tripas de avestruz y las tijeras de oro de mi padre, le enseñé a Lucero a cortar el cordón umbilical y a vendar al bebé, y fui muy insistente en que, antes de hacerlo, se lavase las manos con agua caliente y el jabón de sosa que Mainela preparaba. Le aseguré también que si no verificaba todo, cerciorándose de que la placenta completa saliera de mi cuerpo, yo moriría de una infección. Se asustó, y me dijo que jamás había visto una placenta. «Tú me la muestr
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y yo te indico si está completa», la reanimé, ocultando mi propia aprensión: ¿estaría con fuerzas o con todos los sentidos para comprobarlo? Le temía a las complicaciones, pero no quería detenerme en las cientos de posibilidades que podían poner en riesgo al bebé o a mí; Mariana y Dorotea habían sobrevivido a varios partos en esas llanuras, ¿por qué yo no seria capaz? «Todo saldrá bien», repetía, y me encomendaba a Dios y a la Virgen.
El día antes de romper la fuente, me sentí especialmente molesta y dolorida, y la cacica vieja me mandó guardar reposo. Me descorazonaba que Mariano no estuviese en Leuvucó; había acompañado a Painé y a un grupo de lanceros a visitar a los indios pehuenches al mando del cacique Pagintú con los que existían problemas territoriales; hasta peligro de escaramuzas había. Mi desazón no desapareció hasta que, muy entrada la noche, le escuché la voz en la enramada de la cacica vieja. Hablaba con Miguelito y le preguntaba por mí. «Tu madre le ordenó reposo. No anda nada bien; sé que sangró un poco», reportó mi fiel guardián, y Mariano insultó por lo bajo. Al escuchar la voz de su patrón, Gutiérrez abandonó el compartimiento y salió a encontrarlo. Mariano le habló con cariño, y el perro respondió con evidente contento. Miguelito y Mariano se despidieron y enseguida escuché a la cacica vieja que instaba a su hijo a comer puchero, que ella se lo calentaba en un santiamén. «Ya comí en lo de mi padre», aseguró Mariano. «Dice Miguelito que Blanca no anda bien. ¿Qué le pasa? ¿Hay algún problema? ¿Qué es eso de que anduvo sangrando?». La ansiedad tan inusual de su hijo hizo reír a Mariana, que le aseveró que yo estaba bien, a punto de parir.
Mariano entró en el compartimiento y yo simulé dormir. Lo noté cansado, arrastraba los pasos y se quitaba la ropa con lentitud. Se acercó. Olía a humo y a sudor. Sentí su respiración sobre la cara, su respiración acelerada, que caldeaba mi mejilla, que me provocaba sensaciones, que me ponía contenta. Sus manos vagaron por mi vientre, suave, lentamente, y, por los resquicios de mis párpados, vi que retiraba la manta y apoyaba el oído sobre mi barriga. Así se quedó un buen rato. No podía verle el rostro. Su pelo me cubría el vientre hasta el pecho. Quise tocarlo y me contuve. Finalmente, Mariano se acomodó a mi lado y se quedó dormido en pocos minutos.
Con su rostro tan cerca del mío, deseé que me besara. El deseo había sido tan intenso que se apoderó de mi cuerpo y de mi mente y me espantó el sueño. Necesitaba descansar, por el bien del bebé, por mi propio bien, pero los esfuerzos eran inútiles; la sensación no me abandonaba. En algún momento me dormí y, cuando desperté horas más tarde, él ya no estaba a mi lado.
Rompí bolsa esa mañana mientras me aseaba. El agua se escurrió entre mis piernas y quedé como tonta mirando el charco que se había formado a mis pies. Traté de recordar los pasos que tantas veces había planeado meticulosamente e hice un esfuerzo por conservar la calma, todo en vano. El miedo que me embargó sólo me dio tregua para llamar a Mariana, que entró tranquila y, al ver el agua en el suelo y mis ojos desencajados, salió deprisa y llamó a gritos a su hijo. Me encontré en los brazos de Mariano, que me llevaba a la pieza de la cacica donde ya se habían extendido sobre el piso varios quillangos y una sábana limpia. Allí me depositó con cuidado y, aunque intentó quedarse a mi lado, la cacica lo apartó para tocarme el vientre. «Va a ser un parto seco, de los más dolorosos», cavilé angustiada, y me cegó la visión de mi madre y de mi hermanito muertos en un charco de sangre. Como haciéndose eco de mis vaticinios agoreros, una contracción impiadosa me quebrantó de dolor. «¡Que se vaya!», grité en un rapto de descontrol, y Mariana echó a su hijo sin miramientos. «¡Y quita a este perro del medio antes de que lo achure!», apostilló la cacica con una furia impropia de ella, y Rosas sacó a Gutiérrez arrastrándolo por el cuello.
Era un día de verano, y el calor conspiraba para hacer más ardua la faena. Llegaron Dorotea y Lucero e intentaron reanimarme, pero las contracciones se sucedían con una frecuencia que no permitía recuperar fuerzas ni ánimos. Había ajetreo dentro y fuera del toldo; nadie hablaba sino que murmuraban; las sirvientas de Mariana entraban y salían, acarreando recipientes con agua caliente y trapos limpios, atentas a las órdenes de la patrona, que se conducía con bastante dominio y destreza.
El nacimiento de un hijo es un milagro, y la felicidad que nos inunda al escuchar los primeros vagidos borra de un plumazo el dolor indescriptible que nos hizo creer segundos antes que íbamos a terminar partidas en dos por las piernas. Mariana fue la que recibió a mi bebé y se lo entregó a Lucero, que, luego de cortarle el cordón con las tijeras de oro de mi padre, se lo pasó a Dorotea, que lo limpió y lo envolvió en una mantilla de algodón. Cuando por fin me lo pusieron sobre el pecho, había dejado de llorar y tenía los ojitos excesivamente abiertos; parecía que me miraba con fijeza. «Va a ser un hombre con personalidad mi hijo», reflexioné abrumada de orgullo y alegría, y me puse a llorar.
Hacía rato que le impedían la entrada a Mariano, que ya sabía por las sirvientas «que era machito y que estaba completito». Pero la cacica no le daría permiso hasta limpiar el desquicio y volvernos a mí y a mi hijo presentables. Una vez cómoda y aseada en el catre, le indiqué a Lucero que lo hiciera pasar. Resultaba extraño ver a un hombre que siempre mantenía una actitud alerta y reconcentrada, completamente desorientado y acobardado. Mariano se quedó en el umbral, contemplándonos con ojos arrasados, hasta que la cacica vieja lo instó a pasar: «Entre, m'hijo, y conozca a su puñín. ¡Mire qué bonito está! Sanito y completo, que no le falta nada. ¡Brava su ñuqué! ¡Qué hermoso machito que le ha dao!». Avanzó tímidamente y se colocó junto a la cabecera. Yo retiré la manta que cubría en parte la carita del bebé para que lo viera. Por largos minutos, Mariano permaneció extasiado en la contemplación de su hijo, que dormía plácidamente. Luego, me buscó con la mirada, me dijo «gracias» y me besó la frente.
Lucero me explicó que correspondía al abuelo paterno darle un nombre al recién nacido en una ceremonia que se realiza a los pocos días del nacimiento, una especie de bautismo donde la criatura es ofrecida a los padrinos, en este caso, a Painé y a Mariana. Es ocasión de festejos y convites y de actos rituales. Para el almuerzo, Mariano ordenó que se carneara un caballo overo y una de las vacas regalo de Rosas. Con la sangre de ésta, Painé dibujó dos lágrimas debajo de cada ojo de su nuevo nieto, mientras pronunciaba con voz estentórea el nombre elegido: «Nahueltruz Guor», expresó, y Lucero me tradujo: «Zorro Cazador de Tigres».
Fe Ciega
Agustín tosió y se rebulló en la cama. Laura dejó el cuaderno de su tía Blanca Montes sobre la mesa y se aproximó. Agustín se había calmado y la respiración se le había vuelto silenciosa. Le enjugó la frente sudada y se la besó apenas porque no quería despertarlo. La luz de la bujía lanzaba tímidos destellos sobre el rostro pálido y consumido de su hermano, que parecía el de un niño. No había similitud alguna entre esas facciones delicadas y albas de Agustín Escalante y las cerriles y atezadas de Nahueltruz Guor, y, sin embargo, eran hermanos. Pertenecían a dos mundos enfrentados, donde el odio y la guerra eran moneda corriente; ellos, no obstante, se querían profundamente. Se respetaban también.
Laura recordó el guardapelo de oro que había recibido junto al cuaderno y al ponchito, y lo tomó de su escarcela. Dos mechones: «De aquellos obsequios aún conservo el guardapelo de oro, que siempre llevo colgado al cuello, con los mechones de mis dos hijos». Como ya era costumbre, Blanca Montes había saciado su curiosidad, y, aunque la sorpresa la dejó boquiabierta, una tibieza le reconfortaba el pecho. Llena de ansiedad, apenas se presentó María Pancha en lo de Javier, Laura le dijo que Agustín había pasado una noche tranquila y, sin darle tiempo a preguntar, le plantó en beso en la mejilla y se marchó deprisa, sorda a las súplicas de doña Generosa que la compelía a desayunar antes de irse.
—¡Hasta luego, doña Generosa! ¡Gracias por todo! ¡Nos vemos más tarde! —exclamó, mientras sacudía la mano y se alejaba a la carrera hacia el lado del convento.
Una necesidad abrasadora de ver a Nahueltruz le hacía olvidar el cansancio de una noche en vela y el hambre, y la conducía como volando a los brazos de su amante. Frente a la tapia del convento franciscano, se ató un nudo en el ruedo de la falda y se arremangó la blusa. La pared de piedra llena de anfractuosidades y su determinación la ayudaron a trepar los casi dos metros de muro y arrojarse dentro sin meditar en posibles riesgos y peligros. Una vez en suelo santo, deshizo el nudo de la falda, recompuso un poco el peinado y se pellizcó las mejillas. «Debo de parecer un espectro», se desanimó por un segundo, pero de inmediato marchó hacia el establo sin volver a reparar en su aspecto.
Laura entornó apenas la puerta y espió dentro. Nahueltruz, que enrollaba el cabezal, saltó como una liebre al chirrido de los goznes y empuñó su facón.
—¡Soy yo! —dijo Laura, con dientes apretados.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Guor de igual modo—. ¿Otra vez aquí? ¿No te dije que es peligroso? Alguien podría seguirte.
—Nadie me siguió —aseveró Laura, con voz trémula.
—Nadie te siguió —repitió Guor con sorna, y recordó la visita inopinada y desagradable de Loretana la noche anterior. Por eso estaba empacando, porque el convento de San Francisco se había vuelto un sitio peligroso. Si a Loretana, en su despecho de hembra menospreciada, se le daba por soltar la lengua con el coronel Racedo, lo tendría encima en un tris.
Laura le rodeó el cuello con los brazos y le apoyó la cabeza sobre el pecho. Nahueltruz, que no había olvidado al doctor Julián Riglos, se deshizo de su abrazo y la separó de su cuerpo. Laura lo contempló asustada, porque sus ojos grises se habían vueltos oscuros.
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? Pasa que me enteré de que tienes un protector muy solícito que dejó todo en la ciudad para acompañarte hasta aquí. Doctor Julián Riglos, dicen que se llama. ¡Doctor! Claro, tenía que ser doctor, no podía ser menos, y seguramente tendrá mucho dinero, y el apellido suena rimbombante también, así que debe de ser de abolengo, como el tuyo. Tu familia copetuda lo recibirá con honores cada vez que te visita y te corteja, porque no me caben dudas de que, como los otros, éste también cayó bajo tu encanto y baila al son de tu melodía. Que ya supe que salió como chicotazo para Córdoba a buscar a tu padre, porque se lo pediste. Lo habrás mirado con tu carita de ángel, habrás llorado sobre su hombro, él te habrá prestado su pañuelo.
—¡Nahueltruz! —se escandalizó Laura—. Julián Riglos es un gran amigo de mi familia y mío. Hace años que nos conocemos, desde que yo era una niña. Muy gentilmente, se ofreció para acompañarnos a María Pancha y a mí hasta aquí porque nadie de mi familia lo habría hecho. Yo quería estar junto a mi hermano —añadió luego de una pausa—, y era capaz de hacer cualquier cosa para lograrlo
—Riglos está enamorado de ti —apuntó Guor—. Ningún hombre se habría comprometido de la forma en que él lo ha hecho acompañándote a Río Cuarto y luego viajando a Córdoba sólo porque es tu amigo.
—Una verdadera amistad alberga los sentimientos más nobles —expresó Laura con decoro—. Yo tengo amigos por los cuales estaría dispuesta a dar la vida
—¡Pero Riglos está enamorado de ti! ¡A él le importa un comino la amistad!