Indias Blancas (44 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Avistaríamos las tolderías de Ramón en menos de dos horas. Aunque no me quejaba, me sentía desanimada por el cansancio; me dolían las asentaderas y los riñones y me costaba mantenerme despierta. Nahueltruz hacía rato que dormía sobre el pecho de su padre, que lo aprisionaba en un abrazo. Mariano no parecía cansado y continuaba erguido en la montura como si hubiésemos iniciado el periplo una hora atrás; atisbaba el entorno con aire vigilante. Se dio vuelta para mirarme, operación que repetía con frecuencia, y la mirada se le congeló en un punto indefinido detrás de mí. Noté que había perdido la calma, intranquilidad que de inmediato percibió Curí Nancú, que relinchó y cambió el paso. Nahueltruz se despertó y comenzó a llorar: quería venir conmigo. Mariano no le prestaba atención; había detenido el caballo por completo y mantenía la vista alerta en el horizonte. Apuré mi jaca y tomé a Nahueltruz de brazos de su padre.

Mariano desmontó y apoyó la oreja en el suelo. Luego, buscando la elevación de un médano, escudriñó hacia el norte haciéndose sombra con la mano. Aquel despliegue indicaba que algo se salía de lo normal. Los indios, al igual que los gauchos, desarrollan un sexto sentido en el desierto que les permite avizorar hechos que pasarían inadvertidos a cualquier otro mortal. La agudeza de la vista y del olfato de estas gentes es célebre; son capaces de asegurar, con bajísima posibilidad de error, qué tipo de objeto se mueve a distancias importantes. Las polvaredas les hablan, y ellos descifran si se trata de un simple remolino de viento, una manada de animales salvajes o un grupo de jinetes; en este caso, pueden desentrañar si vienen al galope o a paso más ligero. Incluso, son capaces de dilucidar si la montura está manca o si falta una herradura.

Como Mariano no lograba determinar si el objeto se movía o estaba fijo, tomó su facón por el mango, se lo colocó perpendicularmente sobre el tabique de la nariz y lo usó como punto de referencia. Así estuvo un buen rato hasta que montó el caballo con gesto agorero. «Un grupo de jinetes se acerca al galope. No han de ser más de diez, pero vienen que parece que los trae el diablo.» Aduje que se trataría de otra comitiva que se dirigía a lo de Ramón. «¿Por este camino?, —desconfió él—. Vinimos por aquí porque yo quería que conocieras la Verde, pero nadie tomaría esta rastrillada cuando hay una más directa y menos peligrosa; esta zona, además de estar atestada de tigres, es muy guadalosa.» Colocó a Nahueltruz nuevamente delante de él y lo sujeto con el brazo; luego, me habló con firmeza: «Vamos a galopar las leguas que quedan; los caballos han descansado y tienen que aguantar». Se me formó un nudo en la garganta. Mi jaca era muy inferior a Cun Nancú, que parecía volar, como si los cascos apenas rozasen el suelo. Mariano lo sofrenaba causando la furia del picazo, que había esperado todo el día para desplegar sus talentos de corredor. Menos de una hora más tarde hasta yo advertí que los jinetes eran indios y que nos perseguían. Mariano había ubicado su caballo detrás de mí y lo sujetaba para que no superara a mi yegua, pero eso nos hacía perder un tiempo precioso. Los jinetes no daban tregua, los teníamos tan cerca que podíamos distinguirles los rostros, y resultaba obvio que no se aproximaban en son de paz, pues sacudían las lanzas sobre sus cabezas y profundizaban la algazara.

«¡Adelántese con Nahueltruz, póngalo a resguardo y vuelva por mí!», le grité a Mariano. «¡Nunca!», replicó, tajante. Todo sucedió rápidamente; pareció un sueño, mejor dicho, una pesadilla. El quejido de Mariano y el alarido de Nahueltruz me alcanzaron como un latigazo. Frené la yegua y volteé: Mariano yacía en el suelo con una lanza incrustada a la altura del omóplato derecho; Nahueltruz, a su lado, también inconsciente a causa de una herida en la cabeza de la que manaba mucha sangre. Curí Nancú relinchaba, piafaba y olfateaba a su amo, mientras Gutiérrez ladraba enfurecido y lanzaba tarascones a los cascos del enemigo. El espectáculo era sórdido e inverosímil. Quise arrojarme de la montura y correr hacia Mariano y Nahueltruz, pero una fuerza poderosa e invisible me ató de pies y manos y me dejó en un trance que ni siquiera me permitió caer en la cuenta de que varios jinetes me rodeaban y de que uno me sacaba de la montura y me sentaba delante de él con la misma facilidad con que habría recogido una flor del camino.

Mi hijo y Mariano estaban inmóviles, como sin vida. Aunque mis ojos no se apartaban de ellos, la imagen escalofriante de sus cuerpos ensangrentados se volvía pequeña y lejana. Hasta que comprendí que era yo la que me alejaba, que alguien, en realidad, me separaba de ellos. Un temblor me sacudió el cuerpo y un grito angustioso me llenó la boca y los oídos. Pataleé, golpeé y mordí a quien, con zunchos de hierro, me aprisionaba y no me permitía socorrerlos. Recuerdo cuando caí del caballo, cuando mi mejilla dio contra la rastrillada, y el gusto a polvo en mi boca; recuerdo también con claridad los cascos inquietos de un caballo cerca de mi rostro, lo último que vi. Luego, oscuro. Nada.

Estaban desgarrándome la carne, me abrían el vientre, podía sentir el frío de las dagas que me sajaban. Inexplicablemente mantenía los ojos apretados y me mordía el labio inferior como si se tratara de un deber moral soportar semejante ordalía. Pero el dolor me venció; grité y me incorporé. Estaba sola. En una cama. En una habitación. Se abrió la única puerta y dos hombres se apresuraron hasta la cabecera. Los contemplé con azoro y confusión; ellos, a su vez, me miraban como si aguardasen que dijera algo definitivo e importante. No pude hablar; un nuevo ramalazo de dolor me obligó a apretarme el bajo vientre: los filos que me destrozaban las entrañas no estaban fuera de mí sino dentro. Me ayudaron a recostarme y me dieron a beber un cordial que, enseguida supe, contenía una fuerte dosis de láudano. El padecimiento cedía poco a poco, los párpados se me volvían pesados y me celaban los ojos. Sólo deseaba dormir.

Al regresar de los efectos del narcótico percibí un patente aroma a lavanda. ¿A quién se le ocurría usar colonia a la lavanda en estas tierras? No a Mariano. Lo llamé con voz ronca, y abrí los ojos. Me había acordado del ataque, de la lanza en la espalda de Mariano, de mi hijo herido junto al cuerpo exangüe de su padre, de Gutiérrez que ladraba y de Curí Nancú que piafaba y relinchaba; de mí también me había acordado, atontada, entumecida sobre la jaca. Y de la caída y de la oscuridad.

Miré en torno: los dos hombres de nuevo, uno evidentemente rondaba los sesenta años; el otro era joven, no más de veinticinco. Tenían mirada gentil, rasgos de ciudad y ropas poco acordes para Tierra Adentro. Hacía tanto que no veía una levita elegante, un plastrón de seda y un hombre con el pelo prolijamente atusado y peinado con fijador. Hacía tanto que no veía a un hombre que usara colonia a la lavanda. «¿Mariano?», repetí, a la espera de que emergiera de la parte más oscura de la recámara y tomara la mano que le extendía. Pero uno de los hombres, el mayor, me la aferró en cambio.

«¿Dónde estoy?», balbuceé al caer en la cuenta de que aquello no era un toldo, que estaba bien lejos del Rancul-Mapú y que Mariano no se encontraba en la habitación. Habló el hombre que me sujetaba: «Soy Lorenzo Pardo, hermano de Lora, tu madre; soy tu tío Lorenzo, Blanca». Aquella confesión me produjo el efecto de un cachetazo, pero luego de la impresión, insistí: «¿Dónde estoy?». El hombre más joven, que dijo llamarse doctor Alonso Javier, me explicó: «Se encuentra en la villa del Río Cuarto, al sur de la provincia de Córdoba. Está en mi casa», agregó, con aspecto de muchacho tímido. «¿Y Mariano? ¿Y Nahuel?», inquirí con angustia, y los hombres se echaron miradas significativas, llenas de pesar. Habían muerto, entonces. El vacío que me envolvió me dejó sin aire y en silencio. Apreté los ojos y los puños, me mordí los labios, pegué las rodillas contra el pecho y permití que aquella pena me estragara el alma. Lloré hasta que los pocos arrestos con que contaba se extinguieron y quedé laxa y tranquila.

Para mí, el tiempo en lo del doctor Alonso Javier se sucedía sin días ni noches, un lento transcurrir que carecía de sentido. Mis adorados Mariano y Nahuel habían muerto, ¿cómo se suponía que viviría sin ellos? ¿Por qué el Señor no me había llevado a mí también en vez de dejarme sola y aterrorizada? Tan sola, porque ni siquiera el hijo que llevaba en el vientre existía; él también se había escurrido de mi vida como agua entre los dedos. Su pérdida me había dejado débil y macilenta, me había quitado la última esperanza, pues de Mariano ya nada me quedaba. Me sumí en el silencio y la melancolía; dejé de comer, de higienizarme y no quería salir de la habitación ni recibir a nadie. El doctor Javier se alarmaba y su esposa Generosa me reprochaba, pero las amenazas no conseguían sacarme del letargo mórbido en el que me había dejado caer y del que no tenía intenciones de salir.

Tío Lorenzo entró una mañana en la habitación y, de un tirón, corrió las cortinas y abrió las ventanas. Arrastró una silla hasta la cabecera y tomó asiento. «Te voy a contar mi historia», dijo, pero no habló enseguida sino que apartó la vista y se mantuvo caviloso, en la actitud de quien busca las palabras precisas. «Cuando uno es joven tiene mucho vigor y salud, pero poco juicio, —manifestó—. La sabiduría viene con los años, cuando ya es tarde y no se pueden remediar los errores que llenaron de desdicha nuestra vida y la de nuestros seres queridos». Enseguida me recordó sus días como soldado en el Ejército del Norte bajo las órdenes del general Belgrano, cuando defender a la Patria del avance español era lo más importante para los hombres que amaban la independencia. Luego vinieron tiempos de anarquía y de luchas por intereses de los caudillos provinciales en contra de los de las autoridades porteñas. «¡Si los argentinos hubiéramos sabido ponernos de acuerdo desde el vamos!», se lamentó. Desertó del ejército, convencido de que jamás levantaría el fusil para descargarlo contra otro argentino. Él sólo luchaba por la libertad. Vagó sin rumbo durante meses hasta que llegó a Jujuy y se unió a las guerrillas que llevaban adelante Martín Miguel de Güemes y sus gauchos. En 1821, el general Güemes murió en combate en Salta y la fuerza que movía a ese grupo de gauchos incultos y feroces se diluyó rápidamente.

La noticia de que el general José de San Martín había hecho su entrada triunfal en Lima alcanzó el norte argentino semanas más tarde. Varios de los que habían luchado con Güemes marcharon al Perú para ofrecerse al general San Martín y proseguir con la expulsión de los godos. A Lorenzo Pardo lo pusieron bajo las órdenes de un joven teniente que, se decía, era bravo como pocos en el campo de acción y un genio sobre los mapas a la hora de diseñar la estrategia de las batallas; era el hombre de confianza de San Martín y se llamaba José Vicente Escalante. «Le decíamos el cordobés», comentó con evidente nostalgia, «aunque jamás nos dirigíamos a él en esos términos; lo llamábamos “teniente coronel Escalante”. Era de temer Escalante, sí que lo era; duro, altanero e inmisericorde, pero justo, valiente y, por sobre todo, inteligente». Antes de Pichincha, Escalante ya había notado el empuje y viga/ de ese porteño, Lorenzo Pardo, que aseguraba haber peleado en el Ejército del Norte y codo a codo con el gaucho Güemes. Luego de Pichincha, Escalante lo admiró y respetó y, con el tiempo, llegó la amistad. «Todos decían que el cordobés era vanidoso», evocó tío Lorenzo, «pero yo sabía bien que no: ese aire de soberano que tanto lo caracterizaba no era vanidad sino orgullo. Sí, orgullo, porque el general Escalante tiene con qué; además, es bien generoso cuando de reconocer virtudes ajenas se trata.»

Para Lorenzo Pardo significó otro revés la capitulación de San Martín a favor de Bolívar y su renuncia al Protectorado del Perú; reconoció que se había sentido defraudado. «Al general San Martín le habría correspondido la gloria de la liberación del Perú y no a ese calavera de Bolívar. ¡Pero qué sabemos nosotros, los ignorantes soldados! No entendemos nada de lo que cocinan arriba, así que no debemos juzgar.»

Lorenzo Pardo se retiró del ejército y, aunque el general Escalante le pidió que lo acompañara de regreso a Chile, decidió afincarse en Lima por cuestiones del corazón. Rosa María se llamaba la limeña, en honor de la santa patrona de la ciudad. «Y era tan hermosa como Santa Rosa», aseguró tío Lorenzo. Aunque hermosa como la santa, Rosa María no tenía un pelo de santa. Única hija de un rico hacendado español, hacía y deshacía a voluntad. Luego de la muerte de su madre se apoderó de las riendas de la casa, convirtiéndose en ama y señora indiscutida; criados, sirvientas, cocheros y hasta los empleados de la hacienda de su padre le obedecían sin hesitar. Dionisio Hidalgo y Costilla, su padre, un monárquico defensor de la corona española, de voz estruendosa y mal carácter, se ablandaba ante las veleidades de su hija y se volvía manso cuando Rosa María lo llamaba “papito” y lo besaba en la frente. Con todo, jamás habría consentido en que su única hija y heredera desposara a un argentino muerto de hambre, sin abolengo ni pasado, que, para peor, había servido en el ejército de ese traidor licencioso, José de San Martín. No valdrían los “papitos” ni mil besos en la frente: Rosa María se uniría a algún joven español de familia aristocrática, como Francisco Eduardo Saavedra, nieto del duque de Rivas, que visitaba la casa desde hacía meses. Por cierto que a Rosa María no le faltaban pretendientes. Con sus ojos almendrados de color ámbar, su piel delicada que ella protegía del sol con afán y esa miríada de bucles castaños que le bañaban la espalda, no podían faltarle los admiradores; la dote era, por demás, otra gran virtud de la muchacha.

Pero Rosa María no desposaría a Francisco Eduardo Saavedra, nieto del duque de Rivas, ni a ningún otro; ella se casaría con Lorenzo Pardo porque una tarde de primavera, mientras la ciudad entera festejaba el triunfo de Pichincha, al verlo desfilar por las calles de Lima tan galante en su uniforme azul y montado en su alazán de soberbia estampa, se enamoró perdidamente de él. Acostumbrada a hacer su voluntad sin reflexionar, Rosa María corrió a casa de su padre, se levantó el ruedo del vestido y subió de dos en dos los escalones que la conducían a los altos. Desde allí aguardó con impaciencia a que pasara el soldado, mientras armaba un atado con su pañuelo de lino y encaje. Lo arrojó certeramente, y Lorenzo Pardo, sorprendido, acertó a atraparlo. Levantó la vista para recibir una fugaz visión de bucles cobrizos y tafetán amarillo que se perdían en las sombras del pórtico de la terraza.

El pañuelo contenía una miniatura con el retrato de una joven y una nota que rezaba: «Mañana a las doce del mediodía en el mercado». El perfume a jazmines del pañuelo hablaba de una mujer femenina y coqueta; la caligrafía pequeña, redonda y pareja denunciaba la mano de una persona cultivada y prolija; la miniatura, el rostro espléndido de una joven. Lorenzo Pardo sólo pudo barruntar que ese tesoro había caído en manos equivocadas. ¿Qué tenía él de atractivo para que una belleza como ésa le ofreciera su corazón? Al día siguiente, a las doce, pidió permiso al teniente coronel Escalante y se dirigió al mercado, un recinto amplio, ruidoso y sucio, atestado de pregoneros, criadas, niños esmirriados y mal vestidos, animales y “tapadas”, como se conocía a las limeñas que, apelando a una moda exclusiva de esa ciudad, se cubrían por completo con la saya y el reboso, ambas prendas en negro, para confundirse en el mercado con intenciones non sanctas.

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