«Usted ya sabe que el coronel Baigorria y los hermanos Saá viven entre los indios de Painé», manifesté con no simulado fastidio. «Y eso es todo lo que yo puedo decirle». Convencido de mi reticencia, el coronel Ignacio Boer se calzó el quepis, se cuadró haciendo sonar los tacos de las botas, y abandonó la habitación con aire ofendido.
Hacia la noche, enterado de mi antagonismo hacia el comandante en jefe de la Frontera Sur, tío Lorenzo me reprochó la falta de cooperación. Sin prestar atención a sus tímidas protestas, lo contemplé fijamente y le pregunté con voz trémula: «¿Qué será de mí ahora?». Porque, ¿qué sería de mí sin Mariano? Me faltarían sus silencios elocuentes y sus miradas de ojos azules que a veces se tornaban oscuros de pasión o de ira; me faltarían su presencia indiscutible y su calor de amante. Me dolía en el cuerpo su ausencia, como si me hubiesen extirpado un órgano vital. Aunque había perdido la valentía para dejarme morir, me acobardaba la pena porque no contaba con fuerzas para llevarla a cuestas. La risa cristalina y contagiosa de Nahueltruz me resonaba en los oídos durante el día e inundaba mis sueños de noche. Se volvía tangible su cuerpito moreno y podía verlo jugar con los caballitos de madera que le tallaba su tío Epumer. Estiraba la mano para acariciarle el pelo renegrido. Le retiraba las guedejas que le caían sobre la frente y le rozaba los carrillos invariablemente sucios, y él levantaba la vista, y sus ojos grises, enormes y almendrados, me sonreían. Lo escuchaba llamarme: «Mamita», y yo que quería decirle: «Aquí estoy, Nahuel, aquí estoy», permanecía en silencio, incapaz de pronunciar sonido, con la garganta seca, tirante y dolorosa. Me despertaba con una aguda puntada en el cuello a causa de contener el llanto. Buscaba en vano a Nahueltruz, pero ni él ni sus caballitos de madera estaban junto a mi cama. Las lágrimas descendían por mis mejillas mientras apretaba la mano en torno al guardapelo de la abuela Pilarita con el mechón de mi hijo. Por fin, hundía el rostro en la almohada para no despertar a los demás.
Días más tarde, luego de que el doctor Alonso Javier le aseguró a mi tío que me hallaba recuperada, nos despedimos de él y de su esposa Generosa y marchamos hacia Córdoba. La idea de poner pie en la ciudad de Escalante me resultaba intolerable; no tenía bríos para enfrentarlo ni deseos de verlo. Pero tío Lorenzo tenía los planes bien trazados: sólo permaneceríamos poco tiempo allí, el suficiente para resolver asuntos pendientes, entre éstos, poner en venta la casa que había comprado apenas iniciada mi búsqueda; luego viajaríamos a Buenos Aires desde donde zarparíamos hacia Europa. «Creo que te hará bien cambiar de aire y de paisaje, conocer gente nueva, ciudades magníficas. Te ayudará a distraerte y a olvidar el martirio que has vivido». La idea era tentadora. Europa. Ni en mis sueños más osados habría imaginado conocer el Viejo Mundo. Incluso podría visitar a tío Tito en Londres; esa idea puso una sonrisa en mis labios después de mucho tiempo. «Mi destino está en sus manos», pensé, mientras contemplaba el perfil de tío Lorenzo que se sacudía en el coche que nos llevaba a Córdoba. Me resigné. «Que él se haga cargo de todo».
La casa de tío Lorenzo en Córdoba se encontraba sobre la calle de los Plateros, frente a la plaza principal y a la catedral. Salieron a recibirnos dos mulatas prolijamente vestidas, de aspecto limpio y con el pañuelo rojo en la cabeza, símbolo federal. El olor a humedad y la penumbra en el interior de la casona denotaban que la mayoría de las habitaciones no se usaban desde hacía tiempo. Muy solícitas, las mulatas se pusieron a abrir ventanas, quitar sábanas de los muebles y a prometer muy deprisa y sin respiro que «en un ratito nomá, patroncito, le quemamos unas pastillas de Lima y le repasamos los muebles pa'que esto parezca casa y no cripta de convento, que nosotras no sabíamos que el patroncito había decidido regresar hoycito, que si no, ¡ya viera el patroncito cómo le teníamos la casa hecha unas Pascuas!».
Tío Lorenzo detuvo el frenético ir y venir de las domésticas y les ordenó que me acompañaran a mi recámara y ayudaran a instalarme. Más tarde, cuando busqué a mi tío en su despacho, Paloma, una de las mulatas, me informó que había salido sin decir adonde. Regresó tarde, cuando yo me encontraba en la cama. A la mañana siguiente, desayuné sola pues tío Lorenzo había partido muy temprano. Me alcanzaron el periódico “El Narrador”, que yo conocía pues Ricabarra solía llevárselo a Mariano, y, mientras volteaba las páginas con indolencia, sonó la aldaba de la puerta principal. Ni Paloma ni Toribia se apersonaron para abrir; la casa se hallaba sumergida en un silencio sepulcral. La aldaba volvió a resonar. Aunque me levanté deprisa y caminé hasta el vestíbulo con decisión, vacilé frente a la puerta, temerosa del mundo de afuera y de la gente. Corrí el cerrojo y tiré del picaporte. María Pancha abrió grandes los ojos y separó apenas los labios. A mí la sorpresa me dejó muda y contemplativa. Estiré las manos que de inmediato se entrelazaron con las morenas y delgadas de ella, y terminamos llorando y barbotando incoherencias en un abrazo.
María Pancha no había cambiado un ápice y, sin embargo, lucía distinta; cierto aplomo en las facciones le confería el aspecto de una mujer adulta cuando en realidad tenía mi misma edad, veinticinco años. Una evidente melancolía en la mirada había tomado el lugar de la picardía y vitalidad de sus ojos cuando nos escondíamos en el sótano del convento para preparar pomada de tío Tito o cuando leíamos “Les mille et une nuits” en casa de tía Carolita con mi prima Magdalena. Siempre me había atraído su figura de diosa pagana, con los pechos turgentes y las caderas torneadas, ahora sus pechos parecían más turgentes y sus caderas más torneadas, el cuerpo de María Pancha proclamaba a gritos su condición de hembra apasionada y carnal, si
bien el porte de princesa hotentota seguía confiriéndole la dignidad de una aristócrata europea. Si cierro los ojos, todavía la veo caminando con garbo, el mentón ligeramente levantado, los brazos firmes sobre la canasta y el paso circunspecto de una señora que inspira respeto.
María Pancha había llamado a la puerta de la casa de tío Lorenzo con la intención de quedarse. La ayudé a cargar sus petates y le indiqué la habitación contigua a la mía.«El señor Pardo fue anoche a casa del general para avisarnos que acababa de llegar a la ciudad y que tú estabas con él», expresó mi fiel amiga. La alegría se me diluyó en un mohín, y la incomodidad y el miedo me envolvieron como una ráfaga de viento frío. No hablaría de Escalante ni preguntaría por él, tampoco pensaría que debía enfrentarlo. Blanca Montes había muerto, la habían enterrado en algún sitio perdido de la Pampa con una cruz de espinillo como único epitafio. «El general no está en Córdoba», anunció María Pancha con el propósito de tranquilizarme. «Está en la estancia, en Ascochmga». «Bien, —me dije—, que se quede en Ascochmga y ojalá que no aparezca por aquí hasta tanto tío Lorenzo haya resuelto sus negocios y hayamos marchado a Buenos Aires».
No estaba preparada para hablar, ni del día que nos atacaron los indios, ni de la suerte que corrí yo, ni de la que corrieron ellos María Pancha lo comprendió sin necesidad de palabras y durante algún tiempo nos comportamos como si aquel lapso de cuatro años no hubiera existido. Tío Lorenzo acogió a María Pancha y le brindó el mismo trato que a mí, se había dado cuenta de que, si bien negra, poseía la educación y la inteligencia de las que carecían muchas niñas de sociedad. Además, como mis deseos y veleidades eran órdenes, María Pancha habría pasado a formar parte de nuestra reducida familia sin el menor pleito o resistencia aunque hubiese sido dura de entendederas como una mula y vulgar como una vendedora ambulante. Tan culpable se sentía el pobre tío Lorenzo. Incluso, en una muestra de cariño y entrega, mandó redactar con el doctor Cámara, el notario más reconocido de Córdoba, un nuevo testamento donde me declaraba heredera universal de su fortuna.
Córdoba es una ciudad opresiva por lo retrógrada. Su gente se aferra a las tradiciones con tenacidad. No debe sorprender, entonces, que en mayo del año 10 los cordobeses hubieran combatido las ideas revolucionarias e independentistas que nacieron entre los porteños, no debe sorprender tampoco que odien a los porteños, sentimiento que tiene que ver más con la envidia, que con razones de índole política o ideológica. Son orgullosos, llaman a su ciudad “La Docta”. La sociedad cordobesa es conservadora a extremos impensables. Se nota de inmediato en el atuendo de las mujeres, que llevan vestidos cerrados hasta el cuello y de tonalidades que no varían de los grises, marrones y negro, y que contrasta con la osadía de las porteños, que copian sus modelos de los que están de moda en París. Se nota también en el fervor religioso, que rige las vidas y se considera superior a cualquier ley. Hay carencia de librerías y exceso de conventos; escasez de espectáculos y abundancia de festejos de santos. Por fin, falta de sensatez y abuso de fanatismo. Y, aunque se dicen muy católicos, el chisme y la calumnia están a la orden del día.
Mi nombre empezó a resonar en los salones cordobeses y, cuando Paloma o Toribia venían con algún cuento, me pasmaban las leyendas que se tejían en torno a mi persona. Algunos afirmaban que yo no era la verdadera Blanca Montes sino una impostora; otros me acusaban de hereje porque no comulgaba en misa; no faltaban quienes aseguraban que me había fugado con un hombre y que ahora, arrepentida, bregaba por el perdón del general Escalante; en medio de tantas mentiras, la verdad asomaba sin mayor fuerza que las calumnias. Lo cierto era que las matronas y los caballeros me lanzaban vistazos ominosos que habrían perturbado al propio Mariano. Creo que si hubiese sido María Magdalena, la pecadora, y ellos hubieran tenido piedras a mano, me habrían lapidado sin más. Comencé por evitar la calle y cambié la misa de la Catedral, tan concurrida como la de San Ignacio en Buenos Aires, para frecuentar la de seis y media en la iglesia de la Compañía de Jesús, a pocas cuadras de lo de tío Lorenzo.
Luego de un mes, empezaba a impacientarme; mi confinamiento se tornaba insoportable y saberme el centro de la comidilla de los cordobeses me ponía de malas. Para colmo, tío Lorenzo había viajado a Río Tercero para cerrar un negocio de compra de mulas y la estadía en Córdoba se dilataba. Las jornadas transcurrían monótonamente. Le había escrito a tía Carolita y a Magdalena, y aguardaba la respuesta con impaciencia. Junto a María Pancha, leíamos los periódicos y los libros de la raleada biblioteca de mi tío, y, apelando a nuestra memoria, nos dedicábamos a rescribir las fórmulas de las pócimas de tío Tito, cuyos mamotretos y vademécumes habían quedado para siempre en Tierra Adentro. El tedio y la ansiedad se convertían en mis peores compañeros, y la melancolía y la amargura retornaban. No pasaba un día sin lagrimas, cuando las imágenes de Mariano y de Nahueltruz se me aparecían de improviso y con una pertinacia que no me daba respiro. Los veía entre las plantas del jardín, montados a caballo o bañándose en la laguna de Leuvucó, riendo en el interior del toldo o conversando en araucano acerca del Mapú-Cahuelo, o País de los Caballos, el Val hala de los guerreros ranqueles. Terminé por aceptar esos recuerdos, tratar de espantarlos me desgarraba inútilmente. Siempre estarían ahí, nunca me abandonarían.
Una tarde, tío Lorenzo me mandó llamar con Paloma. Pocos días atrás había regresado de Río Tercero con el gesto más saturnino que de costumbre; apenas esbozaba dos palabras durante las comidas, se encerraba la mayor parte del tiempo en su despacho y no parecía muy dedicado a finiquitar la venta de la casa. «Seguramente la compra de las mulas se frustró», barrunté. María Pancha terminó de trenzarme el cabello, me colocó el chal sobre los hombros y me encaminé al estudio.
Allí me topé con Escalante. Me detuve en seco y no aventuré a dar un paso más allá de la puerta, consciente de que la sangre me abandonaba el rostro y que un sudor frío me corría bajo los brazos. Él me contemplaba fijamente con esa mirada de militar duro e implacable que parecía haberme hechizado porque no acertaba a apartar mis ojos de los de él ni a correr al interior de la casa. En medio de la agitación, pude apreciar que el general Escalante conservaba la elegancia y la apostura que atraían y amilanaban. Como de costumbre, vestía impecablemente y, aunque se le notaba el padecimiento en las marcas más acentuadas de la frente y del entrecejo, y en las sienes encanecidas, su rostro no había sufrido grandes alteraciones. Cavilé, avergonzada, que él a mí debía de encontrarme increíblemente cambiada; quizá hasta advirtiera que, de algún modo, se me habían endurecido los rasgos, oscurecido la piel y ensanchado las caderas.
«Blanca...», lo escuché decir, y noté que la voz no le salió tan imperiosa como recordaba. Abandoné el estudio de tío Lorenzo a la carrera hasta alcanzar el refugio de mi dormitorio, donde me eché a llorar en la cama. ¿Por qué lloraba? ¿Por miedo?¿Por tristeza? Me costaba aceptarlo, pero me había dado lástima el general; su “Blanca”, apenas un susurro tímido tan poco característico en él, me había conmocionado íntimamente. María Pancha, que ya sabía por Paloma quién me aguardaba en el estudio, entró en el dormitorio y se sentó al borde de la cama. «Al principio, —dijo—, el general Escalante se encerraba en su habitación o en el estudio, y lloraba con tu retrato; ¿te acuerdas, el que le hizo pintar a Pueyrredón?; sí
,
lloraba con tu retrato sobre el pecho.»
Tío Lorenzo no nos molestó el resto de la tarde y, a la hora de la cena, mandó una bandeja con comida que Toribia dejó sobre el tocador sin decir palabra. María Pancha se sirvió un poco de vino, me alcanzó una copa y retomó su historia, la que había comenzado la mañana en que ella y las carretas dejaron “El Pino” en dirección a Córdoba. «Gaspar, el carretero, me había tomado cariño. Me enseñó muchas cosas que luego me resultaron de utilidad. He sido una negra afortunada, siempre he tenido quien quisiera enseñarme: primero mi madre en el convento, luego tú, y Gaspar también, que me explicó lo de los puntos cardinales, para dónde quedaba Córdoba, para dónde Buenos Aires, a entender el viento y las nubes y a encender un fuego sin contar con un yesquero. En fin, Gaspar conocía como pocos el campo y por eso se dio cuenta de que algo raro ocurría. No pasó mucho hasta que comprendió que se trataba de un malón. Junto al otro carretero y a los postillones, aprestaron las armas y se atrincheraron detrás de las carretas para hacerles frente. A mí me obligaron a esconderme en un arbusto espeso. Recuerdo los alaridos feroces que pegaban esos salvajes; se me puso la piel de gallina y, aunque me tapaba los oídos, el sonido me alcanzaba. Escuchaba también el zumbido de las balas y de las boleadoras. Me hice tan pequeña como pude, me llevé las manos a los oídos, apreté los ojos y, por primera vez en mi vida, le recé a Dios con sentimiento. Así estuve no sé cuánto. Mucho rato después, cuando me animé a asomarme, toda entumecida, me di cuenta de que el ataque había acabado, y muy a lo lejos vi una mancha que supuse era el grupo de salvajes que se alejaba con los bueyes y las carretas; Gaspar y los demás habían caído cautivos, porque no los encontré por ningún lado. Como ustedes venían detrás de nosotros, deshice el camino en dirección a “El Pino”. Horas más tarde, cuando el sol se ponía, divisé la volanta y enseguida me di cuenta de que ustedes habían sufrido la misma suerte. El mayoral y el postillón estaban muertos; Escalante, aunque mal herido en el brazo y en la cabeza por un golpe de boleadoras, estaba vivo, incluso conciente. Curé y vendé al general lo mejor que pude y pasamos la noche dentro de la volanta. A la mañana siguiente, el general tenía fiebre y se hallaba muy débil por la pérdida de sangre; de todos modos, dispuso que marchásemos hacia “El Pino”. Es un hombre fuerte, el general. Regresamos a “El Pino” a pie porque los salvajes se habían robado los caballos. No sufrimos hambre ni sed gracias a la canasta con provisiones que don Isasmendiz y Rosa del Carmen les habían obsequiado antes de partir. Fue una marcha lenta y penosa igualmente debido al mal estado del general y al calor atroz. Nos deteníamos con frecuencia para guarecernos bajo la sombra de algún arbusto y recobrar el ánimo. A veces el general se desvanecía y yo debía arrastrarlo hasta algún reparo que nos defendiera del sol. El general no hablaba; sólo me dijo que los indios te habían cautivado. “Para el resto, Blanca ha muerto”, me ordenó. El mismo don Isasmendiz nos escoltó con un grupo de peones hasta Córdoba y por él supimos que probablemente habían sido el indio Mariano Rosas y su tropilla los responsables del asalto, pero el general insistió en que no habían sido indios sino gauchos matreros y que tú estabas muerta».