Indias Blancas (51 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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—¿Me amas? —le susurró al oído—. ¿Me amas? —repitió.

—Sí, te amo —acertó a decir ella en el instante en que una explosión sin ruido ni color, una explosión de sensaciones, se propagó por sus entrañas, le tensó las piernas, le subió por la espalda, le dejó la mente en blanco, la ocupó por completo.

Laura tenía preparada la tina para un baño compartido; le había pedido a Loretana que la llenara hasta la mitad con agua muy caliente; había esparcido las sales con aroma a vetiver y cubierto la tina con una frazada para mantener el calor. Cuando la retiró, el vapor despidió un perfume embriagador. Las velas con esencia de sándalo ardían sobre la mesa. Nahueltruz se deslizó dentro del agua tibia, complacido con aquel mundo femenino y refinado que, al mismo tiempo, lo hacía sentirse un poco torpe y fuera de lugar. Extendió los brazos a Laura, que, luego de recogerse el cabello en un rodete, se colocó entre sus piernas y le apoyó la espalda sobre el torso.

—Me gusta todo de ti —le confió Nahueltruz al oído—. Me gusta tu pelo y estos bucles pequeños que se te forman aquí, sobre la nuca. Me gusta tu nuca también, y la forma redondeada de tus hombros. Me enloquecen tus pechos —y le pasó las manos por debajo de las axilas para tocarlos—, porque son grandes y generosos, como los de una mujer que amamanta. Me gustan tus piernas, en especial cuando me rodean la cintura, y tus asentaderas, porque son blancas y mullidas para morderlas. Me gusta tu boca —la tomó por la barbilla y la obligó a volverse un poco—, tu boca de labios llenos, y tus ojos tan negros, que hablan de tu índole apasionada y rebelde. Me gusta tu risa, porque es contagiosa, y me gusta que a veces seas tímida, porque yo sé que sólo entre mis brazos te vuelves osada y desvergonzada. Me gusta todo de ti, Laura. Me gusta tu nombre también.

—A mí también me gusta tu nombre —musitó ella—. Zorro Cazador de Tigres. Así te imagino en Tierra Adentro, cazando tigres.

—¿Qué significa tu nombre?

—Mi padre me dijo que significa “victoriosa”.

—¿Tu padre te eligió el nombre?

—Sí, me llamó Laura en honor de Laura de Noves, la mujer que amó Francesco Petrarca, su poeta favorito.

—Yo también tengo un nombre cristiano: Lorenzo Dionisio Rosas.

—¿Lorenzo Dionisio? ¿Como el hijo de tu tío abuelo Lorenzo Pardo?

—Veo que sigues leyendo las memorias de mi madre.

—No deberían haberte puesto ese nombre —se contrarió—. Tu primo Lorenzo Dionisio tuvo un final muy triste. Según Alcira, la criada de la abuela Pilarita, hay que tener cuidado al nombrar a los hijos, uno puede condenarlos con el nombre. Mi madre y mis tías son un claro ejemplo. Dolores, Soledad y Magdalena. Según Alcira, sólo podía esperarse de ellas penas, melancolía y lágrimas; y así ha sido, puedo asegurártelo. Para mí siempre vas a ser Nahueltruz Guor.

—¿Y qué hay con la tal Laura de Noves? —se interesó él, divertido con las disquisiciones de la muchacha—. ¿Fue una mujer feliz?

—No lo sé. Sólo sé que Francesco Petrarca la amó locamente y que se inspiró en ella para componer sus mejores poemas.

—¿Se casaron?

—Nunca. Ella tenía marido.

—En ese caso, el que lleva las de perder aquí soy yo —barruntó Guor.

El doctor Javier admitió finalmente que el padre Agustín se hallaba fuera de peligro, aunque insistía en que ningún cuidado resultaba suficiente para impedir la tan temida recaída. María Pancha y Laura atendían al enfermo con la devoción del primer día y continuaban tan estrictas como cuando tenía fiebre altísima y escupía sangre.

Nahueltruz se sentía a gusto en el rancho de la vieja Higinia que, si flotaba de noche vestida de negro, se cuidaba de despertarlo, porque luego de agotarse entre los brazos de Laura, dormía con la placidez de un recién nacido. Ya no cuestionaba si debía hacer planes o arreglar el rancho, si Laura era demasiado para él o si sufriría nuevamente por entregar su corazón. Vivía el momento con la vitalidad y el desparpajo de un muchacho atolondrado, sin reparar en el futuro ni en las desventajas de ser un indio perseguido por la milicia. Se negaba a ensombrecer con pensamientos odiosos la luz que lo rodeaba; se negaba a dudar de Laura, demasiado tiempo había perdido preguntándose si aquello era una locura, si debía proseguir. Proseguiría, sin importar las consecuencias. Laura lo amaba, le daba continuas pruebas de su amor; por ejemplo, cuando a diario le preparaba una canasta con comida que lograba llenar a fuerza de escamoteos de las cocinas de doña Sabrina y de doña Generosa. A María Pancha le pedía que preparara sus famosas rosquillas de anís y sus bocaditos de mazapán, que compartían en la cama cuando un hambre voraz los acometía después del amor. También le demostró que lo amaba cuando le compró camisas, camisetas y calcetines (prenda que él no acostumbraba a usar) en lo de Agustín Ricabarra y, toda nerviosa, explicó innecesariamente al tendero que eran para su hermano, el padre Agustín Escalante. Y por sobre todo le demostraba que se consideraba su mujer cuando lo esperaba anhelante cada noche vistiendo sólo una bata fina de muselina y oliendo a rosas.

CAPÍTULO XIX.

La condena de Blanca Montes

A pedido de tía Carolita, tío Jean-Émile alquiló una casa cerca de la de Escalante, que quedaba frente al convento de San Francisco, donde vivía el padre Donatti. Con tía Carolita cerca de mí, tío Lorenzo decidió viajar a Lima, finiquitar sus asuntos en esa ciudad y regresar a Córdoba para quedarse; no lo veríamos en muchos meses, quizás en un año. Me dolió su partida, me había acostumbrado a su compañía, a su devoción y a su amor incondicional, aun cuando mis sentimientos por él se limitaban a una gran lástima y compasión; bien conocía yo el dolor con el que tío Lorenzo se despertaba cada mañana y con el que se iba a dormir cada anochecer. La pena por la pérdida de un hijo y del ser amado sólo la comprende quien la ha padecido.

En casa de Escalante, le pedí a María Pancha que mandara a colocar mis pertenencias en una habitación distinta de la del general. Escalante se apersonó enseguida y cuestionó la decisión de los cuartos separados. «Al menos por un tiempo, José Vicente, —argüí—, hasta que me sienta cómoda nuevamente». Dejó la recámara refunfuñando. No obstante, a la hora de la cena, con Donatti a la mesa, se le pasó el mal humor y compartimos una velada agradable.

La primera noche en casa de mi esposo después de tanto tiempo, nos comportábamos como si aquellos cuatro años no hubiesen pasado; actuábamos, simulábamos, me asfixiaba la hipocresía. Quería levantarme y gritar. El padre Marcos y Escalante conversaban; yo me mantenía ajena, conciente de que ya no pertenecía a esa gente y que aquella situación era forzada e incómoda. Especialmente para mi cuñada, Selma Escalante, que perseveraba en una actitud hostil que ni siquiera se molestaba en disimular en presencia del franciscano, a quien, por otra parte, tildaba de “demasiado permisivo y extravagante” y quien, por supuesto, no era su confesor.

En opinión de María Pancha, Selma Escalante disfraza una inmensa frustración con una devoción, casi rayana en la obsesión, por su hermano menor, su adorado José Vicente, a quien sirve y protege como a un príncipe heredero al trono. En este estado de situación, yo encarnaba a su peor enemiga; el hecho de que hubiese vivido entre salvajes y que, de seguro, me hubiese vuelto una de ellos constituía mi mayor falta, y no importaba si dicha convivencia había sido forzada o voluntaria. Selma estaba convencida de que ciertas mujeres poseen una propensión natural a la barbarie. Yo, por supuesto, me contaba entre ellas. En cierta ocasión la escuché comentar con una amiga: «Debe de haberlo disfrutado; se la ve muy entera y confiada; yo, luego de una experiencia diabólica como ésa, no habría regresado en una pieza». Que José Vicente me hubiese recogido en el seno de su hogar era una muestra de lo engatusadora que podía ser una mujer maliciosa y de lo estúpido que podía ser un hombre enamorado.

Selma era una cordobesa de pies a cabeza, con los fanatismos exacerbados por su condición de solterona mal avenida. Al igual que el resto de los amigos y conocidos de los Escalante, Selma no le perdonaba a José Vicente que, luego de tantos años de celibato, se hubiese decidido por una porteña. Sin dudas, para los cordobeses, los de Buenos Aires somos como para los abencerrajes los zegríes. «Si mi hermano José Vicente se hubiese casado con Griseldita, “aquello” jamás habría ocurrido», aseguró Selma a su mejor amiga, María Juana Allende Pinto, madre de Griseldita, y yo me pregunté si acaso mi cuñada tenía poderes de adivinación.

El general Escalante le tenía paciencia, que no se fundaba en cariño fraterno sino en un sentimiento de culpa: mientras él se empeñaba primero en sus luchas independentistas y, años más tarde, en sus periplos por Europa, Selma se había hecho cargo del padre enfermo y de los asuntos de la casa y del campo, con firmeza y eficacia; de regreso, Escalante se encontró con una hacienda que marchaba prósperamente. Aunque Selma se cuidaba de decir que había perdido los años de su juventud cuidando a su padre, siempre hallaba la manera de insinuarlo para atizar la lástima y culpa de su hermano menor. No creo que la falta de pretendientes haya sido el motivo por el cual Selma no contrajo matrimonio; de joven fue una mujer atractiva; aún lo sigue siendo si uno soslaya la eterna mueca amarga en los labios. Me inclino a pensar que se trató de una decisión deliberada.

Esa primera noche, luego de la cena, anuncié que no compartiría el oporto y el café en la sala y, aduciendo dolor de cabeza, me despedí del padre Donatti y marché a mi habitación. De verás me latían las sienes y la comida me había caído como piedra en el estómago. Me dejé caer sobre la cama y María Pancha se ocupó de quitarme el vestido. Más a gusto en mi ropa de noche, bebí una infusión de camomila y quedé profundamente dormida. Me despertaron las caricias del general Escalante que se había deslizado bajo el cobertor completamente desnudo. Creí que me hallaba en el toldo y que las manos de Mariano se deshacían de mi camisón. Con los ojos cerrados, volteé, ávida de sus besos y palabras de amor. «Te sientes mejor, ¿verdad?». La voz del general me chocó en los oídos y me sacudió del ensueño con la fuerza de un terremoto. Asentí a duras penas, con los ojos bien cerrados; si los abría, las lágrimas delatarían mi desencanto. Sentí sus labios sobre los míos y sus manos enormes sobre mi cintura. Percibí también su anhelo incontenible a medida que los segundos pasaban y sus caricias y besos se tornaban exigentes. Debía permitirle hacer a su antojo, hasta que se saciase y me dejase tranquila. Él era mi esposo. Me vino a la mente Mariana, y un sentimiento de camaradería me ayudó a pasar el trago amargo; ella también amaba a otro hombre, de quien tenía un hijo, y, sin embargo, había aceptado con un fatalismo admirable al esposo que sus padres le habían impuesto; incluso había llegado a tenerle cariño y a respetarlo. Mariana y yo nos parecíamos, situaciones de la misma índole nos unían.

Los jadeos y gruñidos del general me llegaban como si proviniesen de la habitación contigua y nada tuviesen que ver conmigo. El recuerdo de Mariana derivó en la tarde que me invitó a su toldo, aquella primera tarde en que curé las llagas del hijo de Pulquinay. Me acordé también de la mañana en que rompí la fuente y horas más tarde nació Nahueltruz. ¡Qué pequeño y oscuro era! El pelo le cubría parte de la frente, tenía los puños apretados y los ojitos hinchados.

Un último gemido, largo y prolongado, y Escalante se derrumbó sobre mí, exhausto, palpitante. Se levantó de la cama, se echó encima, la bata y abandonó la habitación.

Nunca me opuse al general ni en palabras ni en hechos y, a medida que pasaba el tiempo, su presencia no me resultaba tan sobrecogedora ni dominante; había aprendido a no prestar atención a sus órdenes vociferadas ni a sus exigencias ni a su carácter bilioso, y me encerraba, en mi fantasía construida de recuerdos felices. Su mueca imponente y autoritaria no me afectaba y hasta me animaba a sostenerle la mirada, algo que lo desconcertaba. La mayor parte del tiempo no le prestaba atención y evitaba conflictos entregándome a él cuantas veces lo deseara, dejándolo tomar y hacer de mí lo que quisiera. Nuestra relación era sin palabras; ni él conocía mi mundo ni yo el de él. Jamás hablamos del pasado ni nos hicimos reclamos. Escalante sabía cuándo dejarme a solas con mis cavilaciones tormentosas y yo cuándo desaparecer para no ser blanco de sus rabietas. Funcionábamos como un perfecto mecanismo de relojería, autómata, silencioso y preciso.

Mi único solaz lo constituían las visitas de tía Carolita y de Alcira y las cenas de los miércoles con el padre Marcos Donatti; mi prima Magdalena hacía tiempo que había regresado a Buenos Aires. Tía Carolita se pasaba las tardes bordando o tejiendo para el huerfanito de turno (siempre tenía algún protegido), mientras Alcira, demasiado ciega para esos menesteres, repetía historias de la familia de Abelardo Montes o contaba anécdotas nuevas que yo atesoraba. El padre Marcos se convirtió en mi confesor y se ganó mi confianza en poco tiempo; a diferencia de mi esposo, conocía mi mundo exhaustivamente y era un apoyo cuando la realidad me sofocaba. El patio del convento, con sus jacarandáes y sus poyos despintados, se volvió un lugar muy querido para mí.

Donatti había fundado un hogar para mujeres desvalidas. A pesar de que las circunstancias que acercaban a esas pobres a “La Casa de la Piedad” eran diversas, existía un común denominador entre ellas: la soledad. Había viudas, madres solteras, enfermas y ancianas, todas pobres, tristes y muy solas. La tarde en que Donatti nos pidió a tía Carolita y a mí que lo acompañásemos a “La Casa de la Piedad”, preparamos canastas con ropa, alimentos y utensilios para costura y tejido, medio de sustento de estas mujeres. La casa quedaba en la zona Norte, cerca del ribazo del Primero, en los arrabales más pobres de la ciudad, que solían inundarse cuando caían dos gotas. Se trataba de una construcción barata y, aunque nueva, mal mantenida; pedía a gritos una mano de albayalde y tejas en el techo; tía Carolita ya comenzaba a planear colectas y quermeses. Junto a la puerta principal, había una hornacina con la estatua de la Virgen del Rosario, de quien son apasionadamente devotos los cordobeses, abarrotada de flores frescas y estampitas. Nos hicimos la señal de la cruz antes de llamar.

Allí vivían once mujeres y dos niños. Nos saludaron respetuosamente, con la normal deferencia de quien se sabe menos. A poco supe el motivo por el cual el padre Marcos me había llevado a “La Casa de la Piedad”; mientras tía Carolita y María Pancha repartían víveres, ropas, agujas, madejas de lana y carretes de hilo, Donatti me apartó para presentarme a María Mercedes Ibarzábal. «María Mercedes fue cautiva de los indios durante más de cinco años, Blanca», explicó el franciscano. «Le he hablado mucho de ti; estaba ansiosa por conocerle». En María Mercedes Ibarzábal hallé la solidaridad y la comprensión que no podían brindarme ni María Pancha ni tía Carolita. Las mismas experiencias y las mismas pérdidas nos unían. Sabíamos cómo consolarnos: resultaba suficiente que la otra escuchara con atención, sin recelos ni condenas, sin sorpresa ni crítica; éramos parte de la misma tragedia, nos animábamos a decir cualquier cosa sin temor al escándalo o al prejuicio. Con María Mercedes me sentía libre.

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