—Se dice de los indios —parodió—, que son vagos y brutos. Yo, sin embargo, jamás creería eso de usted.
Dio media vuelta y marchó hacia a la casa, sólo pocos pasos, porque Nahueltruz la aferró por la cintura y le pegó el pecho a la espalda.
—Perdón —le suplicó, con la mejilla sobre su cabeza.
La obligó a voltear. Se miraron, había un destello cómplice en los ojos de ambos. Buscaron la clandestinidad que les ofrecía la fronda del huerto, con sus árboles pesados de fruta, sus líneas de tomateros y sus rincones de achicoria y acelga. Nahueltruz la apoyó contra el tronco del albaricoquero y le buscó la boca con desesperación. Laura no tardó en responder a ese ardor que la desestabilizaba y, mientras lo dejaba avanzar hacia su escote, le acariciaba los brazos robustos, los hombros anchos. La fuerza física de Guor que la intimidaba, al mismo tiempo la colmaba de seguridad. Realmente no conocía a ese hombre, se dejaba llevar por la pasión que le provocaba, ¿qué sabía de su temperamento, valores y costumbres? Poco y nada, y sin embargo se sentía pronta a poner su vida en manos de él.
—Te creo —aseguró Guor cuando recobró el aliento.
—Lahitte rompió el compromiso al saber de mi viaje a Río Cuarto. No hablemos de eso, ya no tiene sentido para mí, nunca lo tuvo.
—¿Qué hay con Racedo? —Y ante el mohín de Laura, Guor se apresuró a decir—: No hablaremos de eso tampoco.
Se sentaron al pie del árbol. Guor apoyó la espalda contra el tronco y Laura reclinó la suya sobre el pecho de Guor, que la envolvió con los brazos y le sujetó las manos.
—Esta noche va a llover —anunció él en voz baja.
—¿Cómo sabes?
—Por el olor a tierra húmeda, por el viento que está más frío, por aquel grupo de nubes tan rojas en el oeste. Va a ser una rápida y furiosa tormenta de verano.
Se quedaron en silencio; el revoloteo de los pájaros que se acomodaban en los nidos, los primeros gorjeos de las lechuzas y los últimos arrullos de los tórtolos eran parte de aquella insondable quietud. Estaban conscientes de que había cosas de que hablar, preguntas que hacer, respuestas que escuchar y, sin embargo, callaban. El momento perfecto y mágico los sobrecogía, y la Naturaleza, que había desplegado su magnificencia aquella tarde de verano, armonizaba con los temperamentos tranquilos y apaciguados de Laura y Nahueltruz.
—¿Por qué no regresaste con tu gente?
—Por ti.
—Deseaba que te quedaras —confió ella.
—Y yo quería besarte.
Laura se volvió a mirarlo. El gesto, que invariablemente convertía la expresión de Guor en dura e insondable, a ella la atraía: le gustaba saber que el cacique Nahueltruz Guor era temerario, que los brazos que la aprisionaban con celo habían peleado con bestias y domado caballos salvajes. Se le aproximó al cuello para olerlo; ciertamente no olía como Riglos o Lahitte, a lavanda o a colonia inglesa; su piel cobriza despedía un aroma silvestre, a leña quemada, a tierra húmeda, a animal sudado. Le quitó el facón del refajo, enorme, con vaina y cabo de oro y plata, una excelente pieza, y lo dejó a un costado; le pasó los dedos por la rastra de monedas de plata y, como jugando, subió hasta la parte del pecho que no cubría la camisa y le acarició la piel imberbe, y le apretó la carne para probar que era dura, y le desabrochó un botón porque quería verle el vientre, y le descorrió el canesú para tocarle el hombro, inconsciente de su propia osadía, reconcentrada en aquel espléndido cuerpo de varón. Nahueltruz Guor le despertaba un anhelo de hembra que se le evidenciaba en la entrepierna y en los pezones; se trataba del descubrimiento íntegro de esa parte pecaminosa de su intimidad que había conocido superficialmente cuando se tocaba en la tina o en la cama, ese delirio del que había escuchado hablar y que jamás había experimentado en brazos de Alfredo Lahitte o de Julián Riglos.
Nahueltruz le seguía los movimientos, interesado en la avidez con que ella lo examinaba y en la transformación que se operaba en sus facciones. Le pasó el dedo por el contorno de la nariz recta y pequeña, le tocó la piel del pómulo, la oreja, y le agarró un puñado de bucles y los olió; eran pesados, suaves, de un rubio traslúcido, como si de hilos de oro se tratase; sus cejas y pestañas, oscuras y pobladas, discordaban con la blancura de la piel y el dorado del pelo. Le aferró las muñecas y la alejó.
—No empieces un juego que no querrás terminar —dijo, y Laura, avergonzada, se le acurrucó sobre el pecho.
Aunque Nahueltruz sonreía con picardía, una ternura insólita le entibiaba el alma.
—¿Verdad que Agustín está mucho mejor hoy? ¿No lo has notado más animado?
—Tal vez el hecho de que estés aquí lo haya ayudado a recuperarse.
—¿Cómo conociste a mi hermano? ¿Cómo se volvieron tan amigos?
—No hay mucho que contar. Ya sabes que, hace tres años, tu hermano viajó junto al coronel Mansilla y su tropa a Tierra Adentro. Allí nos conocimos.
—¿Cómo es Tierra Adentro?
Nahueltruz se explayó al describir su tierra; le aseguró que existían lagunas de agua transparente y dulce, orladas de gramilla verde y suave, donde los flamencos, los cisnes de cuello negro y las cigüeñas construían sus nidos. Le contó del desierto, de las cadenas de dunas que parecían eternas; de la selva de chañares y algarrobos, donde era fácil extraviarse y perecer entre las fauces del tigre; de los guadales, trampas mortales del terreno, como arenas movedizas y viscosas, que sólo los caballos domados por ellos, los ranqueles, sabían sortear. Mencionó a Leuvucó, la capital del Imperio Ranquel, donde su padre era amo y señor desde hacía quince años. Le describió las tolderías —las viviendas de su gente— más seguras y estables de lo que parecían.
Se escuchó a María Pancha que llamaba a Laura, y a Blasco a continuación que le aseguraba que la señorita Escalante había ido a lo del boticario. Laura se puso de pie, se arregló el cabello y el delantal, se sacudió las hierbas de la falda y se pasó las manos por el rostro.
—Adiós —saludó nerviosa, y enfiló hacia la casa, pero Guor la retuvo por la mano y la obligó a regresar sobre sus pasos.
—Hasta mañana, Laura —susurró él. Y le besó los labios.
El entusiasmo de tía Carolita y de tío Jean-Émile por mi compromiso con José Vicente Escalante me ayudó a convencerme de que era lo mejor. Porque ciertamente no lo estaba la mañana después de haberle dado el sí al general. Me levanté más temprano que el resto, me vestí deprisa y salí de la casa por la puerta de la servidumbre. Lo de Escalante no se hallaba lejos de lo de tía Carolita, y corrí las cuadras hasta allí. Llegué agitada y ansiosa, y llamé a la puerta. Debía terminar con ese asunto cuanto antes.
Sorprendí sinceramente al general cuando se topó con mi aspecto lamentable en el vestíbulo. «Tengo que hablarle», farfullé, sin aire en los pulmones. Me hizo pasar, me obligó a sentarme, a beber un vaso con agua, y, al verme más repuesta, me preguntó si alguno de mi casa sufría problemas de salud. Aclarado el error, pasé directo al grano: no podía casarme con él. «Yo soy una mujer simple, —aduje—, acabo de pasar los últimos cuatro años de mi vida en un convento; antes de esto, vivía con mi padre y lo ayudaba con sus pacientes; éramos humildes, vivíamos sin lujos ni comodidades, como ve, no soy mujer de mundo ni educación, no tengo las cualidades de una esposa como la que usted necesita, general, no he viajado, no hablo francés, no sé tocar el piano ni dibujar, en realidad, sé hacer muy pocas cosas. ¿Qué puede esperar de mí? Se desilusionará. Anoche me precipité, no debería haberle dicho que sí, no quiero que...». Me tomó entre sus brazos y me besó con una voracidad que desentonaba con sus maneras reservadas, siempre tan controladas; su pasión y frenesí me dejaron inerme. Me reclinó sobre el sofá y me siguió besando, mientras susurraba que yo era lo que él deseaba, que no cambiaría un cabello de mi apariencia, un solo aspecto de mi temperamento, lo seducía mi pasado, él se haría cargo de mi futuro. «Pídeme lo que quieras y te lo concederé», manifestó por último, y sentí que me engatusaba como a un niño. «Cómpreme a María Pancha», expresé, luego de una reflexión.
María Pancha llegó a casa de tía Carolita, con sus misérrimos petates y su hábito de estameña, algunas semanas antes de la boda. La liberación de mi querida amiga le había costado a Escalante largas tardes en el despacho de Sor Germana y una generosa donación al convento de Santa Catalina de Siena. Tía Carolita, que conocía al detalle mi amistad con la hija del príncipe hotentote, la instaló en una recámara contigua a la mía, sin hacer caso del escándalo con que tía Ignacia recibió la noticia, que terminó por asegurar que sus hijas no volverían a poner un pie en una casa donde se daba el mismo trato a señores y esclavos. «Pero, Ignacia, querida, —interpuso tía Carolina—, si hasta Nuestro Señor Jesucristo eligió a sus mejores amigos de entre los más pobres. ¿Acaoso Simón Pedro no era un pescador ignorante? ¿Acaso Jesús no compartió la mesa con cobradores de impuestos y mujeres de la mala vida?» Los motivos religiosos tenían muy sin cuidado a tía Ignacia, que cumplió su palabra a rajatabla: Dolores y Soledad no regresaron mientras María Pancha vivió allí y, aunque la orden también alcanzaba a Magdalena, ella no obedeció; durante las siestas, se desembarazaba del yugo de su madre y venía a visitarnos, nada la emocionaba tanto como ver las prendas nuevas de mi trousseau.
Magdalena y María Pancha enseguida congeniaron, las dos eran sinceras, absolutamente desprovistas de remilgos, demasiado inteligentes para no apreciar las bondades de la otra. Tanto María Pancha como yo nos habíamos dado cuenta de la preferencia de Magdalena por el general. La forma en que aludía a él, la manera en que lo contemplaba, como si de una obra de arte se tratase, el cambio que se operaba en ella cuando nos anunciaban que el general acababa de llegar, corroboraban nuestras sospechas. Sin embargo, aquella devoción hacia mi futuro esposo jamás se tradujo en envidia, rencor o despecho; en Magdalena perseveraron la dulzura y el cariño con que me había tratado desde el primer momento. No puedo decir lo mismo de mi prima Soledad, que había puesto sus esperanzas en un conveniente matrimonio con “el soltero más codiciado del Río de la Plata”, según Alcira, para verlas destrozadas el día que le contaron de mi compromiso con él.
María Pancha había vivido toda su vida en un convento, lo que no significaba que se hubiese comportado como una monja. Nos sorprendió la tarde que declaró que había tenido dos amantes, el muchacho que proveía la leña al convento y el hijo del aguatero. Agregó que no los amaba, pero que había gozado entre sus brazos. Magdalena y yo no dábamos crédito a lo que oíamos: las descripciones que María Pancha se esmeraba en proporcionamos resultaban demasiado sórdidas e indecorosas para ser ciertas. «Mis padres jamás harían eso», objetó Magdalena. Repuestas de la impresión, poco a poco nos entregamos con curiosidad a sus relatos. Una tarde, la anterior a mi boda, Magdalena llegó agitada a casa de tía Carolita. Traía un libro bajo el faldón, que sólo accedió a revelar luego de que eché traba a la puerta de mi recámara. «Lo encontré entre las cosas viejas del abuelo Abelardo», dijo. Les mille et une nuits, se llamaba. «Significa: Las mil y una noches», tradujo Magdalena, y abrió el libro a la mitad, donde había una ilustración. Un hombre y una mujer, completamente desnudos, en una pose tan extraña como inverosímil. Aquel dibujo me dejó sin palabra; a María Pancha, en cambio, le arrancó una risotada. «Quizás el general Escalante espere esto de mí», me descorazoné, pero no me animé a expresarlo a viva voz.
Luego de la ceremonia religiosa y de una recepción que tío Jean-Émile insistió en organizar, el general me llevó a su casa, junto con mis baúles y María Pancha. Un sirviente se encargó del equipaje, mientras Socorro, la doméstica, me acompañó hasta mi recámara; «la del señor», aclaró para mi desconsuelo. María Pancha partió detrás de Socorro hacia los interiores de la casona donde habían alistado un sitio para ella. Me quedé sola y deseé que tía Carolita estuviera conmigo.
Cuando el general entró sin llamar, yo vestía el camisón dispuesto para la primera noche. Me estaba cepillando el pelo. Vi a Escalante reflejado en el espejo; su expresión me amilanó, su actitud me desconcertó, porque no entraba ni salía, se quedaba inmóvil bajo el dintel, con la mano en el picaporte, la vista fija en mí, la boca medio abierta. «Socorro me dijo que ésta sería mi recámara», aduje, y de inmediato Escalante cerró la puerta y farfulló una disculpa. Se quitó la chaqueta, se deshizo del plastrón y del cuello, a continuación de las mancuernas, que guardó en el cajón de la mesa de noche, luego de la camisa, y, al comenzar a desabrocharse el pantalón, me puse de pie y me escabullí hacia la ventana, donde me escondí tras los cortinados. De allí me sacó Escalante, que sonreía por lo bajo; ya no me contemplaba con ojos de fiera hambrienta y le brillaba la mirada como si estuviera contento. Eso me tranquilizó, al igual que sus palabras musitadas: «No me tengas miedo, Blanca, ¿qué crees que voy a hacerte? Nada malo, nada que te dañe, por cierto. Tú eres mi tesoro, mi joya más preciada, y te cuidaré y te trataré como a una princesa. ¿Por qué estás temblando? ¿Qué temes? ¿He sido malo o rudo contigo de alguna manera para que estés tan asustada?». Y mientras así hablaba, se deshacía de mi camisón y de sus prendas, me tumbaba sobre la cama, me acariciaba, me besaba. Noté que el cuerpo se le ponía tenso, que dejaba de lado las frases susurradas y las caricias delicadas y que comenzaba a jadear y a apretarme la carne con torpeza.
El dolor fue lo peor de todo, profundo, abrasador y afilado. Quedé paralizada debajo del cuerpo de Escalante, mientras él se refregaba contra el mío completamente ajeno a mi padecimiento. No grité ni le pedí que me dejara, le temía demasiado para hacerlo, y lo dejé continuar. Mis manos le sujetaban los hombros sin pasión, más pendientes de empujarlo lejos que de acariciarlo. Lo escuché gruñir y, por los intersticios de mis párpados, le percibí un gesto de dolor en la cara. Otro gruñido largo y profundo, para luego desplomarse sobre mí, agitado y sudado. En estado de conmoción, me pregunté: «¿Cómo haré para mirarlo otra vez a la cara?».
Percibí que Escalante se hacía a un lado, y me di vuelta rápidamente para que creyera que quería dormir. «¿Estás bien?», me preguntó al oído, sin tocarme. «Sí, bien», mentí. «¿Te dolió mucho?». «No. Bueno, un poco», dije, mientras la vagina me latía como un corazón desbocado y la sangre me escurría entre las piernas. Temía confesarle cuánto daño me había hecho, temía enfadarlo. «Será mejor la próxima vez», aseguró, y apreté los ojos deseando que no hubiese dicho eso de “próxima vez”.