En realidad, todo comenzaba en el huerto de la casona, donde mi tío cultivaba la mayor parte de las plantas que necesitaba, de las que luego extraía lo esencial machacándolas en el almirez con paciencia y ciencia, según su decir. Otras, que no prosperaban en el clima de Buenos Aires, las adquiría disecadas en la tienda de Caamaña, que recibía de las Europas mercancías tan variadas como zapatos y frascos de calomelanos. El huerto de tío Tito era digno de admiración, visitado por colegas y naturalistas de otros países, como Alcaide de Orbigny, Atné Bonpland y Alexander von Humboldt, con quien mi tío mantuvo una relación epistolar muy fluida en latín
Allí, en el huerto, semí escondida entre los naranjos dulces, las camnáceas y las fumarias, espié a mi padre las semanas siguientes a la muerte de mamá, cuando, envalentonado por la soledad y estragado por la pena, se cubría la cara y rompía a llorar igual que yo cuando me lastimaba las rodillas. No me acercaba y permanecía quieta y silenciosa como un pez, sintiendo que mi baluarte y mi áncora se iban al demonio. Él no lo advertía, porque andaba como ebrio, pero yo lo seguía a sol
y
a sombra, movida por instinto más que por una sospecha fundada, que era, en realidad, la de Carmina y Tito, suicidio o desquicio, las dos posibilidades que avizoraban para él. Porque ellos conocían bien la historia de mis padres, Leopoldo Montes y Lara Pardo, que había dado de qué hablar a las señoronas de Buenos Aires una década atrás, cuando mi padre se plantó frente al suyo y le dijo «Se puede ir al carajo».
Dicen las malas lenguas que Abelardo Montes, mi abuelo paterno, un toledano de voluntad férrea y carácter de acero, habilísimo además para los negocios, amasó su incontable fortuna contrabandeando con las Indias Occidentales aquellas mercancías que adquiría (no se sabe bien cómo) en las principales ciudades europeas Madrid, París, Londres, Bruselas y Venecia, y que luego vendía, no siempre a precio de bicoca, en Lima, Santiago, Valparaíso y Buenos Aires. El monopolio que el reino español ejercía sobre las Indias mantenía desprovistas a las tiendas virreinales, y las aristocracias americanas daban la vida por utensilios de tocador, perfumes, géneros, afeites, zapatos, guantes, potiches, óleos y cualquier bibelot que arribase de ultramar.
La osadía de Abelardo Montes lo llevó a las Indias Orientales, y meses más tarde su bergantín atracó en el Río de la Plata atiborrado de mercancía tan exótica como costosa, que le arrancaron de las manos, en especial la mujer del virrey Cevallos, que quedó perpleja ante un abanico de nácar con ribete en perlas de los mares de Persia y ante unos géneros tan fastuosos como coloridos (a los que Montes llamó “damasco”) que usó para tapizar las paredes de su recámara y su sillón favorito.
Dicen también que a Abelardo Montes no le faltaba encanto personal, y que, a pesar de no contar con blasones ni estirpe, pronto se abrió camino entre la flor y nata de Buenos Aires, menos melindrosa que la de Lima y Santiago, y más refinada que la de Valparaíso. Con su título de capitán y un barco fletado boyando en el puerto, sumado a la gallardía de su porte, acaparaba la atención de las damas; su manera de ser, abierta y jocosa, le granjeó la amistad de algunos caballeros. No siempre fue sincero y, gracias a una imaginación enriquecida por la profusa lectura durante sus largas travesías, envolvió a los porteños con historias acerca de antepasados de sangre azul, caballeros templarios, consejeros del rey Felipe II, obispos beatificados y esposas de príncipes europeos, que nadie sabía si creer; después de todo, se trataba de un mercader.
Sin embargo, el año que desembarcó en Buenos Aires con el título de barón debajo de un brazo y tomada del otro, una joven y agraciada esposa, hija del Duque de Montalvo, ya nadie se atrevió a poner en tela de juicio el abolengo de don Abelardo Montes, Barón de Pontevedra. La mujer del virrey Vértiz tuvo el honor de agasajarlos con la primera tertulia, y desde ese momento se sucedieron los convites y fiestas.
A mi bisabuelo, Leopoldo Jacinto Laure y Luque, Duque de Montalvo, se le revolvieron las tripas cuando concedió la mano (sin dote) de su hija María del Pilar a Abelardo Montes, un advenedizo que, gracias a una cuantiosa fortuna derivada del comercio, había comprado el título de barón. Pero la dulce y tierna Pilarita, hija de la vejez del duque, más consentida que educada, había entablado relaciones sentimentales con un suizo y hereje calvinista, que nadie sabía cómo se había colado en España a fabricar relojes. Los murmullos de que la niña Pilarita le había entregado al hereje mucho más de lo debido ya volaban por las calles de Tarragona como la ventisca salitrosa que se levantaba del Mediterráneo antes de las tormentas de verano, y el duque sufría una ordalía al pensar que tanta belleza y gracia de su hija menor tendrían que desperdiciarse tras los muros del convento de las Hermanas Trinitarias.
Las maledicencias le importaron un rábano a Abelardo, que venía enamorado de la muchacha desde tiempo atrás, desde que la vio, junto a una tía y a su hermana mayor, sentada sobre la marisma del río Francolí pintando con acuarelas. Se acercó subrepticiamente para no espantarlas, hasta que su sombra de más de metro ochenta se proyectó sobre la cartulina de Pilarita y atrajo la atención de las tres. La tía se puso de pie como ganso en guardia, mientras la hermana mayor juntaba a tropezones los pinceles, lápices, papeles y paletas, todo muy ligerito, sin levantar la cara. Pero Pilarita sí levantó la cara y le permitió a Abelardo Montes, con toda generosidad, solazarse en unos ojos grises que serían su perdición.
La joven Laure y Luque marchó aprisa detrás de su hermana y de mi tía, mientras unos bucles amarillos como el trigo le brincaban bajo el ala del sombrero de paja. Él se quedó allí, plantado sobre la marisma del Francolí, mirándola como un tonto, sin notar que se mojaba los zapatos de cordobán con el flujo y reflujo del río.
Al año siguiente, Abelardo atracó nuevamente en Tarragona, aunque debería haberlo hecho en Génova, donde la reparación que su barco necesitaba habría sido más barata y de mejor manufactura. Cuando la tripulación observó la decisión disparatada del capitán, Abelardo Montes los mandó a callar con ese genio dominante que no se le quitaría con el tiempo ni amansaría el carácter delicioso de su mujer.
Pese a que sus marineros y el contramaestre no lo creyeron igual, la decisión de tocar el puerto de Tarragona fue un acierto. Ese año parecía que su suerte tomaba buen cariz: la honra de Pilarita estaba en entredicho, asociada a un relojero suizo, que, aunque simulase, todo el pueblo sabía que era protestante. Abelardo, que durante esos años había trabado una sincera amistad con Calixto Juniet y Peña, el procurador más importante de la ciudad, consiguió que el Duque de Montalvo lo recibiera, previa exposición por parte de Juniet y Peña de las intenciones del capitán Montes. «¡Que no se crea ese advenedizo que obtendrá de mis arcas un puñetero maravedí!», bramó el duque, más por tristeza que por coraje, y enseguida el procurador le aclaró que el capitán Montes se negaba terminantemente a recibir cualquier tipo de dote en una muestra de su verdadero afecto por la niña María del Pilar.
Pilarita lloró a moco tendido en brazos de Alcira, su nodriza, la noche en que el duque le informó que desposaría al capitán Abelardo Montes, a quien ella no conocía ni de vista. Al día siguiente, y más allá de los ojos irritados por tanta lágrima vertida, María del Pilar reconoció al hombre alto y elegante, de pie junto a su padre, como al osado que se les había acercado la tarde de las acuarelas en el río Francolí. Mucho de moro en su aspecto irreverente y atractivo le delataba el origen sureño, la región de la península que había padecido a manos de herejes musulmanes a lo largo de ocho centurias. No obstante, ese irreverente con sangre impía vestía como el mejor cortesano del rey Carlos IV. Bajo la capa de terciopelo azul destacaba el lavanda pálido de la chaqueta de satén y la camisa de batista con puños de encaje. Llevaba medias de seda blanca hasta las rodillas y zapatos de cuero de Córdoba con lustrosas hebillas de oro. El pelo renegrido al igual que los ojos, el cutis aceitunado y sin imperfecciones, la mandíbula de huesos fuertes y marcados, que le confería una veta despiadada a sus facciones, y unos labios gruesos, como dibujados a mano, que apenas se sesgaban en una sonrisa enigmática, perturbaron profundamente a María del Pilar. Se levantó el ruedo del vestido y abandonó el estudio de su padre a la carrera.
«Esa tarde, —aseguraría Alcira años después—, Pilarita escapó del despacho del duque porque le dio miedo reconocer que aquel hombre, mundano y sin clase, que le sonreía como un filibustero, le había gustado demasiado». Por primera vez la naturaleza romántica y noble de mi abuela se había confrontado con sensaciones extrañas que le hicieron temblar la carne, y, al llegar a su alcoba, se arrojó en el reclinatorio y desgranó el rosario hasta acabar con los quince misterios. Nada tenía que ver lo que acababa de inspirarle el toledano con los versos en francés del relojero suizo, y la aterrorizó la idea de permanecer a solas con él.
Dicen que Abelardo Montes fue paciente y conservó el buen genio sólo una vez en su vida: con mi abuela Pilarita antes de la boda, que le rehuyó como niña medrosa y no le permitió que le rozara la mejilla ni con la punta de los dedos, y, a pesar de que Alcira nunca fue explícita acerca de lo que sucedió luego de la boda, todo parece indicar que la arisca tarraconense cedió a los encantos del toledano, pues desembarcó en el Río de la Plata embarazada de mi padre, Leopoldo Jacinto Montes, y con una sonrisa de oreja a oreja, a pesar de que el panorama de la ciudad se hallaba lejos de ser imponente, una visión más bien desoladora, sin ningún desarrollo urbanístico excepto por algunos capiteles, cúpulas y muros de conventos.
La ciudad de Buenos Aires se extendía sobre una barranca apenas más elevada que la costa, y ocupaba un gran espacio de terreno, pues las casas, bajas y rústicas, regularmente blancas, con grandes ventanas de rejas voladas, eran por lo general de sólo una planta enorme, hasta con tres patios y establos en la parte posterior. Las calles no se hallaban pavimentadas y, en los días de lluvia, el lodo y los profundos baches hacían peligroso el transitar. Algunas, de no más de tres cuadras de largo, se encontraban cubiertas con piedra picada por los presos de Martín García, tan desigual y brutalmente quebrada, que nadie se aventuraba en coche por ellas.
Casado y con un hijo en camino, Abelardo decidió abandonar el mar y convertirse en un sedentario hombre de ciudad. Vendió las últimas novedades traídas de Europa en las tiendas de Buenos Aires, liquidó a sus marineros y devolvió el bergantín que había fletado durante años sin que se le moviera un pelo. La perspectiva de una vida reposada junto a Pilarita lo tentaba más que sus días de aventurero lobo de mar. Compró un terreno que ocupaba media hectárea de manana sobre la calle de la Santísima Trinidad, en el barrio de la Merced, y, para halagar a su esposa, mandó construir una mansión que, junto a la de Marica de Thompson y a la del doctor Riglos, muy distinguida por su terraza en la planta superior, constituían la admiración y envidia de los vecinos.
Abelardo Montes destinó una fortuna en la casa para Pilarita y exigió al alarife que utilizara ladrillos cocidos en lugar de adobe, y argamasa en vez de barro; las alfarjías y puertas serían de madera de roble traído de Eslovenia, al igual que los pisos de las salas y los dormitorios. La casa, sólida como un castillo medieval, revelaba en su interior la delicadeza de la mano maestra de mi abuela, con paredes cubiertas de brocado dorado de Aragón, gobelinos de Aubusson y óleos de artistas flamencos, sus favoritos. Las cortinas de Osnabrück, siempre recogidas con alzapaños de oro, y las alfombras de Kidderminster armonizaban con el damasco azulino que tapizaba sillones, confidentes, canapés y la bergére, obra de un ebanista parisino, pieza dilecta de mi abuela. La araña de cristal de Murano, regalo de mi abuelo con motivo del nacimiento del segundo hijo, fue, durante algún tiempo, objeto de la curiosidad de las señoronas de Buenos Aires, y nunca mi abuela recibió tantas visitas en su salón como luego de la colocación de la dichosa lámpara.
En la casa de los Montes se comía a diario en vajilla de plata maciza del Alto Perú, se tomaba el chocolate en porcelana de Limoges y se bebían vinos del Rin en copas de cristal de Baccarat. Los porteños admiraban la elegancia y maneras de la baronesa, y las innovaciones en sus trajes y tocados terminaban por imponerse como la moda más estricta. Mi abuela, aunque acunada en un entorno rutilante y acostumbrada al buen vivir, era una mujer sensible y piadosa. Mandó construir un oratorio al lado de la sala principal y consiguió permiso del arzobispado para que se dijera misa. Fue el obispo Azamor y Rodríguez en persona quien bendijo el santuario y entronizó el Sagrado Corazón. Junto a sus mejores amigas, Marica Thompson y Florencia Azcuénaga, María del Pilar participaba activamente en la Sociedad de Beneficencia desde que el presidente Bernardina Rivadavia la fundó a principios de la década del veinte. Visitaba también el Monte Pío, y así llenó la casona de niños expósitos que vivieron con ellos durante muchos años. Yo conocí a Eusebio, cochero de mi tío Francisco, a Ponciano, que, por su buen porte y prudencia, se ganó el puesto de mayordomo, y a Josefa, una mulata a quien mi abuela le tomó mucho cariño y hasta le enseñó a leer y escribir.
Pero Abelardo Montes no había llegado a Buenos Aires con su parva de doblones de oro para impresionar a los porteños con una magnífica casa y una esposa aristocrática. Aprovechó la ordenanza del virrey Arredondo que permitía la exportación de materia prima sin el pago de impuestos y, al cabo de los años, se convirtió, junto a Martín de Alzaga, en el productor y comerciante de cueros, tasajo, sebo y otros productos autóctonos, más conocido de la región. Como se hartó de depender de los estancieros de Corrientes y de los de la campaña de Buenos Aires que le suplían lo que exportaba, adquirió dos estancias, “La Pilarita” y “La Poderosa”, y aprendió a criar ganado y, con el tiempo, a sembrar trigo y maíz. Compró un saladero venido a menos cerca de la boca del riachuelo donde preparaba los cueros y el charqui que no se cansaba de vender al extranjero. Aunque nunca le tomó afición al mate, se vio atraído por el negocio de la yerba y, a los cincuenta años, dueño de una inmensa fortuna, remontó el Paraná rumbo a Misiones donde adquirió cientos de hectáreas de tierra húmeda y roja.