Indias Blancas (54 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Había sido un día crudo de invierno, el frío húmedo se filtraba por las paredes y el tejado, el viento golpeaba los postigos y azotaba las ramas de los árboles con furia. Las pastillas de alcanfor que María Mercedes me acercaba a la nariz no servían para contrarrestar los accesos de tos que me dejaban de cama. Don Ariel, en medio de la tormenta, recolectó hojas de eucalipto que Simona hirvió en un bracero a mis pies y que luego me pasó cerca de la cara. El aroma intenso, combinado con el del alcanfor, ayudaron a calmarme. Por la tarde, tomé una generosa dosis del cordial para mitigar el dolor en el pecho y quedé dormida en el sillón. Me despertó María Mercedes; un sacerdote, que aguardaba en el vestíbulo, pedía hablar con la señora de la casa. Se trataría de un mendicante, cavilé. La tormenta que arreciaba me llevó a comentar: «¡Qué idea salir de colecta con este tiempo!», pero María Mercedes manifestó que el sacerdote no pedía limosna: quería hablar con la señora de la casa. Tenía pocos deseos de recibir; aún perseveraban los efectos del cordial. «Que pase», indiqué, y me acomodé en el sillón.

El sacerdote, calado hasta los huesos, se presentó, dijo llamarse Erasmo Pescara, y reiteró su necesidad de hablar con Blanca Montes. «Yo soy Blanca», dije, y a continuación le pedí a María Mercedes que lo ayudara a quitarse el poncho y las botas y que le trajera una toalla y un abrigo seco del general. El sacerdote amagó con acercarse, y yo levanté la mano: «No se me aproxime. Estoy gravemente enferma». El padre Erasmo hizo una mueca despreocupada y arrastró una silla frente a mí. No era un hombre joven; el cabello canoso y el rostro curtido delataban más de cincuenta años. Sus ojos, sin embargo, eran vivaces.

María Mercedes regresó con una toalla y una chaqueta de lana y se los alcanzó al padre, que se secó el pelo, la cara, las manos y los pies con soltura, como si estuviera en la intimidad de su celda. Yo lo contemplaba en silencio; me aletargaban sus movimientos y el sonido de la toalla sobre su piel. Luego de ponerse la chaqueta, me miró y sonrió. «Gracias», dijo, y me limité a asentir. Simona apareció con chocolate caliente y tarta de damascos, y al padre Erasmo se le iluminó el gesto. Bebió un largo sorbo y aseguró que le había regresado el alma al cuerpo. «¿Por qué se aventuró con este tiempo, padre?», quise saber, y lamenté el tono de reproche. «Hace días que viajo», fue su explicación.«Vengo de Córdoba; allí me informaron que usted se encontraba aquí». «Usted es amigo del padre Donatti», supuse, y el padre Erasmo me contempló sobre el borde de la taza. «No, señora, yo soy amigo de Mariano Rosas».

Mis labios dibujaron las palabras Mariano Rosas, incapaz de pronunciarlas. Me puse de pie como autómata y la frazada cayó al piso. Seguí con atención los movimientos del sacerdote que se agachó a recogerla y la devolvió al sillón. Me pareció que la tormenta había escampado y que por las ventanas ingresaba una luz brillante y cálida, tan brillante que me enceguecía. Pensé: «Le diré a María Mercedes que corra las cortinas».

Volví en mí gracias al amoníaco que María Mercedes me pasó bajo la nariz. Estaba en la cama, tapada con una colcha y mullida entre almohadas. «Fue un sueño», me dije, pero el convencimiento se desmoronó cuando advertí el rostro afligido del padre Erasmo. «No se inquiete, Blanca, —imploró—. No sabía cómo decirle que Mariano me enviaba; fui brusco, torpe. La sorpresa le causó una conmoción. Discúlpeme». María Mercedes me ayudó a incorporarme sobre los cojines. Balbuceé: «¿Mariano vive?». El padre Erasmo asintió. «¿Y mi hijo Nahuel?», y el sacerdote volvió a asentir. Me cubrí el rostro y me puse a llorar. María Mercedes se sentó en el borde de la cama y me abrazó. Aunque el padre Erasmo tuvo intenciones de dejarnos a solas, le supliqué que no se fuera, que me explicara, que me contara, que desesperaba por saber. El sacerdote acercó una silla a la cabecera y María Mercedes, pretextando que debía ayudar a Simona, abandonó la habitación.

«Conocí a Mariano hace algunos años, —empezó el padre Erasmo—, allá por el 35, cuando el gobernador Rosas me convocó a San Benito de Palermo para bautizar a un grupo de indiecitos que habían apresado los militares del fuerte de Rojas. Mariano, en aquel entonces Panguitruz, me llamó la atención desde un principio. Aunque no fluidamente, hablaba castellano y sobre él recayó la representación de los demás desdichados. Rosas se encariñó con el muchacho, me pidió que lo bautizara y le dio su apellido. Lo tuvo varios días en San Benito de Palermo y pasaba muchas horas con él. Un día, el gobernador me hizo comparecer en su despacho y me dijo: Aunque me gusta tener a Mariano aquí, ningún provecho obtendrá entre los muros de esta casa. He decidido enviarlo a mi estancia “El Pino”, donde pretendo que Isasmendiz le enseñe las cuestiones del campo. También quiero que aprenda a hablar bien el castellano, a leer, escribir y cifrar. Por eso necesito que usted marche para allá también y lo eduque. Nadie está en posición de negar un pedido del gobernador», argüyó el padre Erasmo, y levantó las cejas elocuentemente. «Marchamos a “El Pino”, y en poco tiempo mis percepciones se vieron ratificadas: Mariano era un joven de extraordinaria inteligencia, perspicaz y, sobre todo, sensato, virtud poco común entre estas gentes, más bien regidas por la pasión, consecuencia del salvajismo en el que viven. Aprendió rápidamente. Aún recuerdo las largas conversaciones que sosteníamos junto al fogón, mientras los demás tomaban mate y tocaban la guitarra. A pesar de su corta edad, se daba cuenta de cosas que me sorprendían. Solía decirme: “Los huincas no nos han vencido todavía porque están muy ocupados matándose unos a otros. Cuando terminen sus guerras, se volverán en nuestra contra con la fuerza que les dan la superioridad y el resentimiento acumulado durante todos estos años. Se van a animar a adentrarse en Tierra Adentro y caerán sobre nosotros para no dejar un ranquel que cuente el cuento. Ese es el destino de mi gente”, añadía, pero un brillo en su mirada me daba a entender que él estaba dispuesto a resistir. Don Juan Manuel visitaba seguido “El Pino”, y Mariano no se le separaba del lado, admiraba a su padrino y lo escuchaba con reverencia. Se notaba que Rosas también lo quería, incluso le permitía comer con él en la casa. Los peones decían: “Marianito es algo del patrón”, y algunos hasta especulaban con sus ojos azules, tan parecidos a los de don Juan Manuel. A mi juicio, Rosas preparaba a Mariano para que se convirtiera en un lenguaraz e interlocutor válido entre él y los indios. Siempre supe, —prosiguió el padre Erasmo—, que un día Mariano batiría las alas y tomaría vuelo. No fue sino hasta hace poco que supe que fue usted la causa de que Mariano abandonara la estancia. Él mismo me lo confesó. Me dijo: “Dejé 'El Pino'por Blanca, porque la quería para mí”. ¿Qué podía decirle? ¿Endilgarle un sermón? Mariano es un ser sin ley, se rige por sus propias creencias y convicciones; mis admoniciones habrían caído en tierra infértil, sólo habrían conseguido distanciarnos».

Me gustaba lo que el padre Erasmo me relataba, sin embargo, la ansiedad me llevó a interrumpirlo: «¿Estuvo con mi hijo, padre? ¿Lo vio? ¿Está bien mi muchachito?». El padre Erasmo, convocado por Mariano, había viajado a Tierra Adentro algunas semanas atrás; una indiada lo aguardaba en cierto punto entre Río Cuarto y Achiras para guiarlo por las rastrilladas hasta el Rancul-Mapú. «A poco de llegar a las tolderías, Mariano hizo llamar a su hijo que estaba en lo de su abuela. Nahueltruz se plantó frente a mí, me extendió la mano con la actitud de un adulto y me dijo seriamente y en castellano: “Ayer cumplí siete años”».

Nos reímos al unísono, y yo no pude evitar las lágrimas. Mi hijo vivía y había cumplido siete años. Felicidad pura y simple me hacía reír y llorar, querer dejar esa cama y correr hacia él. «¿Y Mariano? ¿Cómo está Mariano, padre?», pregunté con timidez. «Estuvo a la muerte, Blanca. El lanzazo que recibió ese día cerca de la laguna la Verde casi lo mata. Tardó meses en volver a ser él mismo, según me dijo. La herida lo dejó tan débil que no montó ni trabajó en las sementeras hasta hace poco».

«Me dijeron que Mariano y mi hijo habían muerto», interpuse, porque sabía que el padre Erasmo también había llegado a Ascochinga en busca de respuestas. «Mi tío Lorenzo Pardo contrató a un indio, un tal Cristo, de la tribu de los vorohueches, para que me rescatara. Según me informaron, él y su gente habían matado a Mariano y a Nahueltruz durante el rescate». El padre Erasmo me explicó que Gutiérrez, mi fiel y querido Gutiérrez, había regresado a la toldería y guiado a Miguelito y a un grupo a la Verde, donde hallaron a Mariano y a mi hijo, que, con una herida superficial en el cuero cabelludo, había vuelto en sí y lloraba junto a su padre aún inconsciente en el suelo. «Painé se enteró de que había sido Cristo el responsable del ataque, —continuó el padre Erasmo—. Lo hizo atrapar y lo obligó a confesar la suerte que usted había corrido. Por él supieron los detalles y que había sido su tío Lorenzo Pardo el responsable. No querrá conocer la suerte que corrió Cristo», murmuró, evitando mis ojos.

«Usted se preguntará, Blanca, por qué no ha venido el mismo Mariano». «Lo sé muy bien, —aseguré—. Mariano juró a Painé y al Consejo de los Loncos que jamás regresaría a tierra huinca. Él no faltará a su palabra. Los ranqueles son respetuosos de las decisiones de los ancianos del Consejo; un poco supersticiosos también. No, Mariano no volverá a pisar suelo cristiano».

El padre Erasmo metió la mano en la faltriquera y sacó un sobre. «Carta de Mariano», anunció, y me la extendió. Dejó la silla y salió de la habitación sin que yo lo advirtiera. Se me ocurrió que ese sobre que yo sostenía lo había tocado él con sus manos grandes y oscuras, ásperas de callos, fuertes e inclementes, que me habían hecho sufrir, que me habían hecho gozar. Besé el sobre, lo olí, volví a besarlo y a olerlo hasta humedecerlo con mis lágrimas. «Blanca», comenzaba la misiva. Sonreí, no había esperado otra introducción; aquel simple “Blanca” era tan de él, hasta podía escucharlo pronunciar mi nombre.

«Blanca, el padre Erasmo Pescara es un gran amigo; confía en él como lo harías conmigo. Tu hijo Nahueltruz está bien; la herida que recibió aquel día cerca de la Verde sanó al poco tiempo; la mía tardó mucho más; ahora estoy bien. No te busqué antes porque poco tiempo después de que pudiera estar en pie, mi padre murió. Tuvo una muerte tranquila, mientras dormía. Sin embargo, mi hermano Calvaiú, que ahora es el cacique general, vio en la muerte de nuestro padre la mano del Hueza Huecubú y decidió hacer una limpieza ejemplar de brujas. Se sentenció de muerte a muchas inocentes, lo sé, pero yo no pude hacer nada; sólo logré salvar a Lucero que contaba entre las sentenciadas, advirtiéndole a Miguelito y ayudándolo a escapar. Se refugiaron en lo de Ramón Cabral; hace poco regresaron, y Calvaiú me ha prometido que no tomará represalias en su contra.

»Los funerales de mi padre fueron algo muy triste que no quisiera recordar. Calvaiú dispuso que aquel que poseyera tres mujeres daría dos; el que tenía dos, daría una, y el que tenía una, se quedaría solo. Murieron muchas mujeres durante el sepelio; las mataron a bolazos y lanzazos. Me avergüenzo y sé que mis peñis han quedado resentidos con mi hermano. A veces, cuando pienso en lo cruel del destino que nos separó de aquella forma, entiendo que fue lo mejor: tu fama de machí te habría condenado, y ni mi madre habría podido contra la ira de Calvaiú; finalmente habríamos tenido que escapar para salvarte, vagar por el desierto, arrimarnos a alguna toldería y vivir de la caridad.

»Imagino que nuestro hijo tendrá casi tres años por estos días. ¿Cómo lo has llamado? Se me ocurre que puede ser una niña. ¿Qué ha sido de ti, Blanca? Me quedo tranquilo porque sé que estás con tu tío; el indio Cristo nos dijo que él le había pagado para rescatarte. Tú también debes quedarte tranquila, Nahueltruz está bien, mi madre se encarga de él. Te menciona seguido, pregunta por su mamá y yo le hablo de ti. Le digo que eres como un toro bravo por lo valiente y más hermosa que la Verde al atardecer. También lo he escuchado preguntarle a su cucu acerca de ti. Mi madre le dice que eres una gran machí, la mejor, que curas a todos con generosidad. A veces lo sorprendo hurgando tus baúles; lo dejo hacer, es lo único que le queda de ti.

»Si decides responder esta carta, el padre Erasmo ha prometido hacerla llegar a Tierra Adentro. No te exijo nada, Blanca, Dios sabe que no tengo derecho después de lo que te hice sufrir. Pero me gustaría, saber de ti y de mi hijo. Mariano Rosas».

El padre Erasmo permaneció varios días en Ascochinga y aprovechó para bautizar a dos nietos de Simona y don Ariel y a casar a María Mercedes con Benigno, que hacía meses que vivían juntos; me alegre por mi amiga después de todo lo que había sufrido; aunque Benigno, el hijo mayor de don Ariel y de Simona, es un hombre callado y con gesto adusto, tiene un gran corazón, es manso y benévolo; además, quiere a María Mercedes y la hace feliz. Las celebraciones por la boda y la alegría de los peones y familiares se condecían con mi estado de ánimo, por lo que accedí al pedido de María Mercedes y ese mediodía, ayudada por Simona, me vestí y comparecí en la galería, donde se habían dispuesto un altar y tablones y banquetas para los invitados. Luego de la ceremonia, se sirvieron carne y choclos asados, locro y humita, y de postre, ambrosía, la especialidad de Simona. El padre Erasmo disfrutó el convite tanto como la peonada, y comió y brindó con un ahínco digno de Pantagruel.

Al día siguiente, permanecí en cama, extenuada y dolorida. Terminado el almuerzo, que Simona me llevó al dormitorio y que apenas probé, le pedí que llamara al padre Erasmo, que se presentó al momento. Me confesó y me dio los santos óleos, y luego se sentó a la cabecera para charlar. Me recordó que partía a la mañana siguiente y que había decidido ir él mismo hasta Tierra Adentro, no confiaría en nadie las noticias para Mariano. «Si es así, —interpuse—, quiero pedirle un favor». Se mostró solícito y se acercó como si se tratara de un secreto. «Quiero que apenas llegue a Leuvucó, bautice a Nahueltruz. Llámelo Lorenzo Dionisio, como mi primo, que es un ángel que lo va a cuidar desde el Cielo. Dígale a Mariano que es mi deseo». El padre se limitó a asentir con aire solemne. Le pedí que me ayudara a llegar al tocador, donde me dispuse a responder la carta de Mariano. Al quedarme sola, repasé nuevamente las frases que durante los últimos días me habían dado vueltas en la cabeza. Se trataba de la carta más difícil que me había tocado escribir, y no fue hasta que me liberé de los formalismos y me dejé llevar por lo que me dictaban los sentimientos y el corazón, que pude empezarla.

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