La felicidad que significó para María Pancha el reencuentro con Blanca se opacó a causa del remordimiento. Recogió sus petates y marchó a lo de don Lorenzo Pardo; con Blanca de regreso, debía escapar de la tentación que representaba el general Escalante. Él, por su parte, se quedó en Ascochinga, abrumado por la noticia, asustado también. Aunque en contra de toda racionalidad, María Pancha vaticinó que, superada la primera impresión, Escalante le pediría a Blanca que regresara a su lado; no le importarían la acrimonia de su hermana Selma ni los consejos de sus amigos ni las miradas displicentes de sus esposas. Él quería a Blanca de vuelta y mandaría al demonio lo demás. En su momento, tampoco resultó una sorpresa para María Pancha que Blanca aceptara.
Supo que las cosas entre Blanca y el general no andaban bien porque, semanas más tarde, el general intentó entrar en su recámara; ella había echado el cerrojo, y Escalante forzó la falleba en vano. Lo escuchó llamarla repetidas veces y ordenarle que abriera, pero se mantuvo serena y firme y no le contestó: prefería matarse antes que traicionar a la mujer que consideraba su hermana. La noticia del embarazo de Blanca llenó de alegría la vieja y sombría casa y a sus integrantes, en especial a Escalante, que, como nunca, lucía eufórico. María Pancha compartía la expectativa del resto, no sólo porque se trataba del hijo de su mejor amiga sino porque se trataba del hijo del hombre que ella seguía amando en silencio.
Con el alma quebrada, Blanca enfermó gravemente. La melancolía y la nostalgia le consumían las ansias de vivir, y ni siquiera el nacimiento de Agustín pudo redimirla de la pena. El recuerdo del indio y del otro hijo la atormentaban constantemente. ¿Es que ni muertos la dejarían en paz? Con todo, debía aceptar que Mariano Rosas había conseguido de Blanca lo que Escalante jamás había logrado: enamorarla. María Pancha lanzó un suspiro pesaroso y caviló que tanto ella como Blanca habían amado a los hombres equivocados y pagado caro ese error.
—Claro que te entiendo, Laura —dijo para sí, cansada y afligida.
Le vinieron a la mente esas noches de pasión en brazos de Escalante, noches sin conciencia, de entrega libre y gozosa; aunque tampoco olvidaba el dolor que venía a continuación, cuando amanecía y Escalante partía a su habitación y ella quedaba sola, odiando el día y el sol, añorando la noche que, con su oscuridad, emparejaba las diferencias abismales que los apartaban: ella, negra, él, un general de la Nación. Y Laura era la hija de un general de la Nación y Guor, el hijo de un salvaje. María Pancha se juró que preservaría a Laura de ese dolor; la defendería de Guor aunque fuera el hijo de Blanca.
Tomó el cuaderno forrado de cuero. Lo abrió en la primera página y leyó:
Hoy he recibido este cuaderno, además de tinta, plumas y un cortaplumas. Me los trajo Lucero esta mañana...
Camino a lo de Javier, Laura vio que se aproximaba el coche de Riglos con Prudencio en el pescante. Como no estaba preparada para enfrentarlo, le indicó a Blasco que se escondieran detrás de una pirca. El coche se detuvo en la cuadra siguiente, a la puerta de lo de doña Sabrina. Sólo Riglos descendió, y Laura barruntó que su padre se había quedado en lo de Javier.
En casa del médico, la llegada del general Escalante había trastornado las rutinas; Blasco se negó a entrar, el doctor Javier debió postergar su ronda porque doña Generosa no deseaba quedarse a solas con “ese perro viejo y gruñón”, y Mario, parapetado en su alcoba, no salió a recibir a Laura como de costumbre. Laura lanzó un suspiro: de acuerdo con lo previsto, la serenidad de los días pasados había terminado.
Llamó a la puerta de la habitación de Agustín y su padre abrió. Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que el general visitó Buenos Aires, y tanto Laura como él habían cambiado. Escalante pensó que Laura era más hermosa que su madre, y Laura pensó que su padre, aunque envejecido, aún conservaba el aire arrogante y la elegancia. El largo viaje no había hecho mella en su porte, lucía impecable, con su levita oscura, su plastrón de seda gris perla y su camisa de batista blanca. Más allá del pelo y del bigote completamente encanecidos, del rostro arrugado y de los ojos de mirada vidriosa, su apostura todavía resultaba imponente, la espalda increíblemente erecta y los hombros cuadrados, como si marchara un 9 de julio.
—Buenos días, papá —saludó, y Escalante la encerró en un abrazo y le besó la coronilla.
—¡Estás tan hermosa!
—Gracias por haber venido.
El general se limitó a asentir y se apartó para dar paso a doña Generosa que traía el desayuno; la mujer pidió tantas veces disculpas y permiso que Laura no consiguió refrenar la risa.
—El doctor Javier y doña Generosa le salvaron la vida a Agustín —manifestó Laura, y los mofletes de doña Generosa se tiñeron de rojo—. Lo sacaron del convento, lo trajeron acá y lo atendieron como a un rey.
—Mejor que a un rey —corrigió Agustín.
—Muchas gracias —dijo Escalante, y le tendió la mano—. Desde ahora, usted y su esposo no sólo cuentan con mi más profundo agradecimiento sino con mi amistad y respeto.
—El padrecito Agustín se merece esto y mucho más —aseguró doña Generosa.
Aunque Escalante no había tenido oportunidad de conversar con su hijo, decidió retirarse a descansar; la gota que lo había postrado en Córdoba no desistía y la rodilla inflamada comenzaba a molestar. Por el momento ya sabía lo que más le importaba: su hijo no moriría de carbunco; más tarde enfrentarían los fantasmas que los habían distanciado durante años. Doña Generosa le indicó el camino hacia su recámara y el general marchó apoyado en su bastón.
—¿Estás feliz? —quiso saber Laura, a solas con su hermano.
—Muy feliz.
La mañana transcurrió como de costumbre, silenciosa y tranquila; Agustín dormitó mayormente, al igual que el general Escalante, y Laura, al no contar con la compañía de Blanca Montes y sus memorias, rezó el rosario y leyó
Excursión a los indios ranqueles.
Por fin, se quedó dormida en la silla con el libro sobre la falda. Al mediodía, la despertaron las voces del general Escalante y del padre Donatti que se saludaban en la sala. También reconoció las de María Pancha y Julián Riglos. Se arregló el peinado y se alisó la falda antes de dejar la habitación. Al verla, Julián se acercó precipitadamente, pero se controló de inmediato y le tomó las manos. La notó cansada, con aureolas en torno a los ojos y las mejillas consumidas.
—Gracias por haber traído a mi padre, Julián —expresó Laura; se paró en puntas de pie y lo besó en la mejilla.
—Te eché muchísimo de menos —le susurró él muy cerca del rostro.
Laura le sonrió tímidamente, mientras se desembarazaba de sus manos. María Pancha, atenta al intercambio, le lanzó un vistazo severo. Laura esquivó la mirada y se interesó, en cambio, en su padre y en Marcos Donatti, que parecían haber olvidado las rencillas del pasado, se palmeaban la espalda y mencionaban viejas épocas. Llegó el doctor Javier y se unió a la algarabía.
—Tienes una hija digna del apellido que lleva —manifestó el padre Donatti—. Tan testaruda y determinada como tú, José Vicente. Llegó a Río Cuarto en contra de toda probabilidad y, lo que es más increíble, logró arrastrarte hasta aquí. ¡Eso sí que pocos lo hubiesen logrado!
—El mérito es exclusivamente del doctor Riglos —corrigió Laura—, que viajó para convencerlo.
Doña Generosa anunció el almuerzo y los comensales se encaminaron hacia el comedor. María Pancha salió al paso y aferró a Laura por la muñeca.
—Toma —y le entregó el cuaderno de Blanca Montes, el ponchito y el guardapelo—. Es hora de que se los des a Agustín. Tú y yo hablaremos más tarde; ahora ve a comer, te esperan.
—Tú ve a comer. Yo me encargo de Agustín.
—¿Vergüenza de mirar al doctor Riglos a los ojos? —sugirió María Pancha.
Laura bajó la vista y asintió.
—No quiero lastimarlo.
—Pero lo lastimarás. No sólo a él, a muchos más. Tú incluida.
—Eres cruel.
—Ahora, quizá. Más tarde me lo agradecerás. Vamos, no te quedes ahí papando moscas que Agustín puede necesitar algo.
El padre Erasmo se marchó a la mañana siguiente y, a pesar de que prometió regresar, me dije que no volvería a verlo. Acostumbrada a su compañía, los días volvieron a ser aburridos. Pensaba constantemente en Agustín, en Nahueltruz y en Mariano, y trataba de convencerme de que, no obstante mi enfermedad, debía sentirme dichosa, pues ellos estaban bien. Al final del invierno, recibí carta de Escalante donde me informaba que partía rumbo a Europa; interponía que debía controlar sus inversiones en Londres, en manos de su amigo y agente, lord James Leighton.
En la década del veinte, al estallar la guerra civil entre unitarios y federales, Escalante calculó que, con ejércitos de forajidos surcando el territorio de norte a sur y de este a oeste, no pasaría mucho antes de que las estancias y los campos quedaran esquilmados. Él argüía que, como no se trataba de ejércitos regulares sino de caudillos con sus matones, se comportarían como bestias y no con el honor de militares de carrera. «Terminarán por desangrar al país», presagiaba. A excepción de la estancia en Ascochinga y de la casa en Córdoba, vendió las demás propiedades (el campo de Río Tercero donde criaba mulas y el de Bragado, en la provincia de Buenos Aires, donde tenía vacas), y viajó a Londres para entrevistarse con amigos de la Logia, Gran Oriente, entre ellos lord Leighton, que le aconsejaron variadas inversiones, desde oro y diamantes en el sur del África a especias y sedas en la India y en la China. La más acertada resultó una mina de hulla al norte de Inglaterra, que rendía suculentos dividendos. Aunque riquísimo, Escalante no tenía límites en su ambición; dedicaba la mayor parte del día a responder cartas en inglés, analizar gruesos informes y escribir cifras en mamotretos.
Juzgué inoportuno el viaje, no tanto por mi precaria condición sino por Agustín, que de repente se vería privado de ambos padres. Rompí la carta y arrojé los pedazos al fuego. Calculador como siempre, Escalante se marchaba para atender sus negocios, dejaba solo a nuestro hijo y ni siquiera tenía la decencia de comunicarme su viaje personalmente; no me había visitado una vez y ésa era la primera carta que me escribía. El enojo me arrancó lágrimas y maldiciones. Pensé en escribirle, en rogarle que no se marchara, pero desistí inmediatamente. Carecía de ascendencia sobre el general, que hacía y deshacía a voluntad. Me había confinado en ese exilio con el mismo desapego de quien arrumba un trasto viejo en el sótano. Su soberbia me resultó intolerable, se atribuía derechos de vida y muerte sobre mí y le importaban bien poco mis sentimientos.
Ese mismo día, al atardecer, una calma inusual se apoderó de mi espíritu, tal vez a causa de los efectos del opio, quizás a causa de la puesta del sol y de la silueta recortada de los eucaliptos sobre el rosado furioso del cielo, que me dedicaba a admirar sentada frente a la ventana. Me dije: «La vida no ha sido tan injusta conmigo después de todo. He conocido el amor de un hombre y lo que es amar a un hijo». Experimenté satisfacción. No me resentiría con Escalante por su viaje a Europa como tampoco le achacaría mi enfermedad ni ese exilio que, no obstante detestable, yo misma aceptaba para no arriesgar la salud, de Agustín. Con todo, lo envidiaba. Envidiaba a Escalante porque veía, a diario a nuestro hijo, porque lo besaba, le hablaba y lo escuchaba hablar, porque lo levantaba en brazos y lo veía caminar. Ciertamente, yo había conocido el amor y entre mis memorias existían momentos dichosos que me hacían sonreír; pero la vida me negaba lo más preciado: ver crecer a mis hijos y envejecer junto al hombre amado.
Poco a poco el invierno dio paso a la primavera, que se apoderó del paisaje de Ascochinga para embellecerlo. Si me sentía con fuerzas, solía aventurarme del brazo de María Mercedes más allá de la galería. Ella me mostraba el jardincito que cuidaba con Roberta, su cuñada, y me llevaba incluso hasta la zona del huerto de Simona donde los árboles frutales eran enormes ramos de flores. Le pedía a María Mercedes que arrancara azahares, flores del duraznero, del albaricoquero y del manzano para el jarrón de mi habitación. En la galería, las ramas de las glicinas casi tocaban el empedrado, pesadas de flores, y perfumaban la sala, donde me gustaba pasar la mayor parte del tiempo. Aunque el doctor Allende Pinto hacía hincapié en lo perjudicial de las corrientes de aire, a mí me gustaba abrir las puertaventanas y, apoltronada en el sillón, dejar que la brisa me acariciara el rostro y me volara el pelo.
Una tarde especialmente agradable, don Ariel apareció en la sala y se quitó la boina para saludarme. «Alguien la busca, señora, —anunció—. Un coronel del Ejército de la Confederación dice que quiere hablar con usté». Acostumbrada a que grupos de soldados, tanto del bando Federal como del Unitario, se presentaran en la estancia solicitando víveres y peones, le indiqué a don Ariel que le entregara una vaca, un chancho y algunas gallinas y que le dijera que no podía hacer leva de peones porque prácticamente no quedaba ninguno. Don Ariel regresó al cabo y volvió a quitarse la boina para referirme: «Este coronel dice que no quiere vacas, ni gallinas ni nada, señora. Dice que quiere hablar con la patrona. Está solo», agregó, y levantó las cejas en una mueca de extrañeza. A punto de indicarle a don Ariel que despachara al insistente coronel, se me ocurrió que quizá traía noticias de Córdoba. María Mercedes me arregló el peinado, me acomodó la bata y el peinador, mientras don Ariel conducía al militar a la sala.
Lo reconocí de inmediato, a pesar del uniforme y de que estaba más flaco. Me puse de pie y alcancé a balbucear su nombre. El tiempo se suspendió en un segundo infinito. Ahí estábamos los dos después de tanto tiempo, frente a frente, mirándonos. No sonreíamos, no hablábamos, ni siquiera atinábamos a saludarnos. Nos mirábamos, y si mi aspecto lo había golpeado, se cuidaba bien de demostrarlo. Un llanto que me trepaba por la gargarita me agitó la respiración, y debo de haberme puesto muy pálida porque María Mercedes se acercó con premura, me tomó por los hombros y me obligó a sentarme, mientras le ordenaba a don Ariel que trajera de la cocina vino tibio con azúcar. Mariano se arrodilló frente a mí y me tomó las manos.
«Estoy fea», fue lo que se me ocurrió, y él, sonriendo, negó varias veces con la cabeza. Resultaba evidente que no podía hablar. Apareció Simona con la copa de vino y María Mercedes me urgió a beber unos sorbos. «Está bien, Mercedes, —dije, y aparté la copa—, pueden retirarse nomás». Don Ariel, difidente, me miró, luego miró a Mariano y, sin apartar la vista de él, insistió: «¿Está segura, señora Blanca, que no quiere que nos quedemos?». Por fin, se fueron.