Indias Blancas (60 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Lucero, Dorotea y Mariana acapararon mi atención, mientras los hombres se dedicaron a tratar sus cuestiones. Nahueltruz, sentado entre las piernas de su padre, me estudiaba con detenimiento, le preguntaba al oído a Mariano, volvía a mirarme. Lo habría llamado, le habría pedido que se sentara sobre mis piernas, pero me abstuve: mi hijo necesitaba un tiempo para acostumbrarse al rostro de esa extraña que se decía su madre. Gutiérrez, en cambio, no juzgaba tan duro el reencuentro y, apoltronado a mis pies, recibía mis caricias.

«Gracias por cuidar tan bien a mi hijo», susurré a la cacica vieja, que se limitó a apretarme la mano. Lucero se dedicó a contarme vida y obra de cada habitante de Leuvucó, incluso algunos chismes de los salineros, recientemente emparentados con la casa Guor a través del matrimonio de una sobrina de Calfucurá con un primo de Mariano. Me refirió también acerca de la traición de los hermanos Juan y Felipe Saá, que se habían escapado un par de meses atrás en medio de la noche, arreando cientos de cabezas de ganado de los Guor y varios de sus mejores caballos. Baigorria, que los había traído años atrás a Tierra Adentro, sentía la traición tanto o más que los ranqueles y juraba vengarse. Levanté la vista y encontré al coronel Baigorria enfrascado en una calurosa conversación con Calvaiú. Mi precario araucano no me permitía seguir los detalles, pero varias veces se pronunció el nombre Saá.

Mariano me estaba mirando y, cuando nuestros ojos se cruzaron, me indicó con el gesto que era hora de retirarnos. El almuerzo terminado, pronto comenzarían los “yapáis” (brindis), y a Mariano nunca le había gustado que yo los presenciara. Nahueltruz dormía en brazos de su padre mientras marchábamos hacia nuestro toldo. Gutiérrez nos seguía de cerca, al igual que algunos curiosos, que le preguntaban a Mariano y me miraban. Abstraída, me dedicaba a contemplar los alrededores; el paisaje no había cambiado en absoluto, lo agreste, yermo y uniforme aún prevalecía. Se habían construido nuevas tolderías y a lo lejos columbré un potrero que no recordaba.

En la tienda nos aguardaba Mainela, que era toda lágrimas y sonrisas. Mariano, con Nahueltruz a cuestas, desapareció detrás del cuero que dividía los compartimientos, y Mainela y yo nos sentamos a conversar, mientras me cebaba mate. «No usaremos la misma bombilla», indiqué, y, por su silencioso consentimiento, me di cuenta de que no haría falta mencionar mi enfermedad. Después, pensé: «Si Mainela lo sabe, todos lo saben». Sería más fácil.

Noté varios cambios y utensilios nuevos, y Mainela me dijo que Mariano había construido una recámara para Nahueltruz, que antes compartía la de él, y otra con trébede y orificio en el mojinete para mi aseo personal y otras faenas. «Mariano dice que usted ya no podrá bañarse en la laguna». Me acompañó al mentado compartimiento donde ya hervía el agua con la que me ayudó a higienizarme; había una mesa baja y una banqueta, obras de Epumer. De ganchos, que eran horquetas de chañar, colgaban zurrones de donde Mainela se proveyó de jabón y toallas. «Yo mismita lo hice, —alardeó, mientras sacudía la pastilla en el aire—, con la receta de su tío el boticario». Le aseguré que el toldo era un espejo de limpio, más ordenado que un altar, y le agradecí por haber atendido a mi hijo y a Mariano tan bien. «Nahueltruz pasa más tiempo en lo de su cucu que aquí, —acotó Mainela—, y Marianito sólo viene a dormir, que desde que sanó del todo, vive en las sementeras o en los potreros».

Aseada, con ropas frescas, me sentí cómoda y relajada en el catre. Apareció Mariano con la botella de cordial. No quería tomarlo, no escucharía si Nahueltruz se despertaba. «Para eso estamos Mainela y yo», replicó, mientras servía una medida. Después de tantos días de ausencia, Mariano se encontraba ansioso por visitar sus cultivos y controlar el trabajo que había dejado en manos de Miguelito. Me besó ligeramente los labios y se despidió. El cordial hizo efecto de inmediato. Me quedé dormida, un sueño profundo que duró hasta entrada la mañana del día siguiente, cuando mis ojos, aún borrosos y pesados, se toparon con Nahueltruz y Gutiérrez, que, junto a mi cama, me contemplaban fijamente. Al ver que yo despertaba, Nahueltruz dejó el compartimiento a la carrera y llamó a Mainela. Gutiérrez, en cambio, me permitió que le acariciara el hocico.

El viaje y las emociones habían estragado mi cuerpo, y pensé que no sería capaz de dejar el catre. Luego de comer, de asearme y de cambiarme con la ayuda de Mainela, recuperé el buen ánimo y me sentí con fuerzas para sentarme en la enramada. Nahueltruz me seguía con ojos atentos, pendiente de mis comentarios y pedidos; sin embargo, cuando yo lo miraba, desviaba la vista y se alejaba. Cómoda en la enramada, le indiqué que se sentase a mi lado y me animé a tomarle la mano. Le agradecí el caballito de madera y le pregunté cómo se llamaba. «Curí Nancú, como el caballo de papá», dijo, por primera vez en castellano. Oculté la risa que me provocaba su acento, tan parecido al de Mariana. «Es el regalo más lindo que me han hecho», aseguré, y él sólo me miró. Es enigmático mi hijo; a pesar de su corta edad, puede descolocar a cualquiera si le dispensa una de sus miradas. Le estudié el perfil con disimulo, y me recordó tanto a Mariano, su misma nariz pequeña, algo deprimida en la punta, sus pómulos salientes, y sus labios marcados y carnosos. Me di cuenta de que tenía las pestañas espesas como las de un avestruz y descubrí que, en contraste con el gris de sus ojos, el negro de las pestañas le hermoseaba aun más la mirada. «Será un hombre magnífico», me ufané. Había abandonado el elegante atuendo “a la huinca” y sólo llevaba un taparrabos de cuero; estaba descalzo. Tenía las piernas largas y fibrosas, y grandes los pies.

Le pregunté por lo que, estaba segura, lo volvería locuaz: los caballos, en especial por aquel bayo que le había regalado su abuelo Painé, con crines y cola negras. Enseguida noté que le chispeaban los ojos. «Está en el potrero, Miguelito lo está vareando. Se llama Chalileo y mi papá dice que es tan rápido y bravo como Curí Nancú», se jactó en una divertida mezcla de araucano y castellano. «¿Sabes montar?», pregunté con toda la intención de picarle el orgullo. Me lanzó un vistazo entre sorprendido y ofendido. Sus ojos parecían vociferar: «¿Cómo te atreves a hacer semejante pregunta?». No obstante, contestó de buen modo: «Mi papá me enseñó». Le concedí que, si Mariano había sido su maestro, entonces debía de ser un espléndido jinete. Él, con aire grave, corroboró que su papá era el mejor, que su equipo siempre ganaba a la chueca y que, cuando salían a bolear avestruces, era el que obtenía la mayor cantidad de alones. «Mi papá se sabe parar sobre el lomo de Curí Nancú cuando está cabalgando bien fuerte», se jactó, trasuntando la pasión y el respeto que le despertaba la figura de Mariano.

Apareció el aludido y se ubicó junto a mí, en la enramada. Se dirigió a Nahueltruz para comentarle: «Su cucu me dice, que usted, no ha ido a visitarla en toda la mañana», y Nahueltruz y Gutiérrez corrieron al toldo de Mariana. «¿Cómo te sientes?», quiso saber Mariano, y me tomó la mano con disimulo. Me sentía bien, en lo que iba de la mañana no me había acordado de mi condición, incluso tenía ganas de caminar hasta la laguna. «No, —dijo Mariano—, los baños en la laguna se acabaron, te harían daño, por el agua fría», aclaró. Lejos mis intenciones de bañarme, sólo deseaba visitar el lugar. Caminamos, pues, hasta la laguna. Al quedar fuera del alcance de las miradas curiosas, Mariano me detuvo y me besó apasionadamente. Su descuido e inconsciencia deberían haberme preocupado, pero lo cierto es que sólo conseguían enardecerme. «Tanto me ama este hombre», pensaba y me entregaba a su arrojo sin pensar en contagiarlo.

Quería que me tomara entre los carrizales que rodean la laguna, quería espantar a los flamencos y a las garzas con mis gritos de placer. Buscamos un lugar apartado, lejos del sitio donde las chinas acostumbran a bañarse y a lavar la ropa. Sentados sobre un tronco de caldén, nos quedamos callados admirando el paisaje. El sol de mediodía reverberaba sobre el agua, que despedía destellos que encandilaban. La paz era absoluta, sólo alterada por el chirrido de alguna ave. Levanté la vista para admirar el cielo azul, ni una nube opacaba su brillo. Inspiré profundamente y el aire puro me embargó de vida y de energía. Miré a Mariano, él también me miró, y sus dedos me recorrieron las mejillas y bajaron por mi cuello y llegaron al escote. Me recostó sobre la marisma y los carrizales cedieron ante el peso de nuestros cuerpos.

De regreso en el toldo, Mariano me explicó que los lanceros se encontraban inquietos pues los hermanos Saá se habían fugado. Semanas atrás, habían llegado noticias de que su padrino, el gobernador Rosas, había concedido el indulto a Juan y Felipe Saá y a Baigorria. Aprovechando esta extraña muestra de misericordia, los Saá decidieron huir como ladrones en medio de la noche, arreando gran cantidad de ganado propiedad de Painé y dejando en gran confusión a Baigorria y a los indios, que juraron vengar semejante traición. Días antes de nuestro regreso, los lanceros se habían atrevido hasta la frontera norte, en el límite con San Luis, para recuperar el ganado y los caballos robados. Pero los Saá los resistieron con una horda feroz de hombres; el sangriento encuentro dejó un saldo de varios muertos y heridos y ni una vaca recuperada. Baigorria trinaba. La próxima vez, él conduciría a los lanceros y los traidores Saá no se saldrían con la suya.

Por la tarde, Lucero y Dorotea aplaudieron en la enramada y Mainela las invitó a pasar. Yo descansaba, pero al escuchar sus voces, me vestí para recibirlas. Traían zapallo en almíbar y un melón. Me presentaron los obsequios con orgullo y me invitaron a recorrer el huerto, abarrotado de frutos y vegetales. «Marianito no quiere que la señora Blanca vuelva a salir hoy», interpuso Mainela, y me apresuré a explicar que, como esa mañana había caminado hasta la laguna, me encontraba un poco cansada. La visita al huerto quedó concertada para el día siguiente.

Nos ubicamos en la enramada, y Mainela nos cebó mate y comimos pan con grasa y tortas de maíz con algarroba. Ni Dorotea ni Lucero se mostraron sorprendidas ni comentaron acerca de que yo mateara aparte, y pronto el silencio se rompió cuando aseguré que echaba de menos a Painé, que Leuvucó no volvería a ser lo mismo sin él. «Mejor hubiese sido que no se muriera, este Painé, —se afligió Dorotea—. Lo que vino después fue lo peor que yo he visto por estos lares», agregó en voz baja. Entre Lucero, Mainela y Dorotea me relataron lo que Mariano había referido en la misiva que me envió con el padre Erasmo: la matanza de las brujas para vengar la muerte del gran cacique general. Murieron más de cincuenta mujeres, algunas de ellas aún amamantaban a sus hijos. Camino hacia la sepultura de Painé, se hacían paradas, como si de un Vía Crucis se tratara, para sacrificar a bolazos a un lote de presuntas pucalcúes. Sólo se escuchaban los alaridos de súplica, miedo y dolor de las condenadas y de sus familiares, y espeluznaba el cuadro de cadáveres y sangre que quedaba cuando la comitiva avanzaba. Supe que, entre las desdichadas, contaban Ñancumilla y la comadrona Echifán, las que me habían vendido con el indio Cristo.

«Y ahora Calvaiú es el cacique, —acotó Lucero—, pero entre la gente ha quedado un sentimiento muy amargo; nadie lo quiere. Todos prefieren a Mariano». La afirmación me colmó de zozobra: si Calvaiú sospechaba que su reinado se hallaba amenazado por la figura de su hermano menor, no dudaría en despacharlo como a las pucalcúes. «Mariano respeta a Calvaiú y reconoce su autoridad por sobre todas las cosas», repliqué, seria y vehementemente, y cambié de tema.

Esa noche, llevé a Nahueltruz a su compartimiento y, mientras lo arropaba, me dijo: «Yo también tengo un nombre huinca como usted. Lorenzo Dionisio Rosas», pronunció, con palmario orgullo. «El padre Erasmo me bautizó hace poco; él dijo que usted se lo había pedido». Al igual que su padre, guardaba una caja de madera debajo de la cama, de donde sacó una cruz de plata que Mariano le había regalado para la ocasión. «La hizo Ramón y el padre Erasmo la bendijo. ¿Usted tiene amigos entre los huincas?», preguntó sin pausa. Arrimé una banqueta a la cabecera y le hablé de la gente que había dejado atrás. Al final, le mencioné a Agustín: «En Córdoba, vive tu hermano, que se llama Agustín Escalante». Me quité el guardapelo y lo abrí: «Este mechón es tuyo; éste, de tu hermano». No se animó a tocarlos; se limitó a contemplarlos reconcentradamente. «Es del color de la paja», manifestó, con extrañeza. «¿Por qué no lo trajo con usted?». «Él vive con su papá, en Córdoba, así como tú vives con el tuyo aquí, en Leuvucó». Le resultó una explicación válida, evidentemente lo satisfizo, porque se acomodó para dormir y cerró los ojos. Le di la bendición y le besé la mano.

Días más tarde, los lanceros, al marido de Baigorria y Calvaiú, partieron rumbo al norte para enfrentar al grupo armado de los Saá. Para mi desazón, Mariano engrosaba las filas de combatientes; el coronel Baigorria lo había requerido especialmente. Le imploré que no fuera y le recordé la promesa de no pisar suelo huinca. «Esta vez no iremos a San Luis; la pelea será en Tierra Adentro», explicó, ajeno a mi preocupación. Se lo notaba animado y listo para la lucha, nada le habría torcido su parecer, él era un ranquel y defendería su tierra y a su gente sin remilgos ni miramientos. No dudaba de su amor, pero sabía que interponerme entre él y su pueblo sería un error; sólo yo saldría perdiendo.

Durante la ausencia de Mariano, trataba de distraerme para aplacar mis angustias. Con ayuda de Mainela, revisé mis baúles, llenos de polvo y trastos viejos, limpié los instrumentos de mi padre, me deshice de quermes, electuarios y tónicos que hedían, y forré los mamotretos de tío Tito con cuero que me proveyó Epumer, a cargo de las tolderías en ausencia de sus hermanos mayores. Nahueltruz revoloteaba como mosca sobre la miel y, como buen indio, no tuvo empacho en pedirme la mitad de las cosas. Como se interesó en saber qué decían los vademécumes, le propuse aprender a leer y a escribir. «¿Como mi papá?», se entusiasmó. Mainela nos trajo papel y la pluma de Mariano, y senté a Nahueltruz sobre mi falda. Escribí la palabra “mamá” y la pronuncié en voz alta. Le ofrecí la pluma y lo insté a que la copiase. En un principio las letras parecían insectos de patas largas, pero, tenaz y orgulloso, las rescribió un centenar de veces hasta lograr cierto parecido con el original. Se mostró exultante, los ojitos grises le brillaban y corrió a, buscar a su cucu y a Loncomilla para mostrarles.

A veces me arremetían los dolores y permanecía en cama, aunque se trataban de contadas ocasiones. El aire de Tierra Adentro, el clima, templado y seco de la primavera y la felicidad parecían curar mis pulmones, llenándome de esperanzas. Se volvió una rutina mañanera escribir palabras y que Nahueltruz las copiara. «¿Qué dice ahí?», me preguntaba con frecuencia, e indicaba alguna receta de tío Tito. Los mamotretos se habían convertido en el misterio a develar. La ausencia de Mariano sirvió para acercarnos. Nos volvimos unidos y compañeros, le gustaba escuchar mis anécdotas de humeas y tierras lejanas y compartir conmigo sus actividades más preciadas: montar, pescar en la laguna, cazar aves y animales menores, jugar con sus figuritas de madera, revolcarse con Gutiérrez o loncotear con su primo Catrileo.

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