—Los ojos de tu madre eran extraordinariamente hermosos —corroboró el general.
—Creo que, a pesar de todo, mamá fue feliz entre los ranqueles.
Escalante no comentó; esa aseveración le había dolido. Un momento después, quiso saber:
—¿Supo Mariano Rosas quién eras realmente?
—Sí, lo supo. El día que nos íbamos de Leuvucó, junté coraje, entré en su toldo y me presenté como lo que era, el hijo de Blanca Montes. Se le borró la sonrisa y el gesto se le llenó de desconcierto. Ayer Laurita me leía un pasaje de
Excursión a los indios ranqueles
y yo me eché a reír porque tiene que ver con ese episodio. Tome el libro, papá, ahí, detrás de usted, sobre la mesa.
—¿Lucio ya publicó su libro? —se interesó Escalante, mientras buscaba en el anaquel.
—Sí, a fines del 70 —dijo Agustín, y tomó el libro de manos del general—. Es un compendio de los capítulos que semanalmente aparecieron en
La Tribuna
desde mayo de ese año. El coronel Mansilla fue tan amable de enviar un ejemplar para mí y otro para el padre Marcos. Le regalé el mío a Laurita, que siempre está tan ávida de lectura. —Agustín hojeó hasta dar con la página—. Por favor —pidió, y le pasó el libro—, lea usted que yo todavía me mareo. Desde ahí.
Escalante tomó los quevedos del bolsillo y se los calzó. Leyó un diálogo entre Mariano Rosas y el coronel Mansilla.
—«Bueno, hermano —dijo Mariano Rosas, y se puso de pie, me estrechó la mano y me abrazó reiterando sus seguridades de amistad. Salí del toldo. Mi gente estaba pronta...»
—Saltee esa parte —interrumpió Agustín—. Continúe en la próxima página, donde dice: «El cacique se mostraba indiferente».
—«El cacique se mostraba indiferente; los amigos habían desaparecido. En Leuvucó, lo mismo que en todas partes, la palabra amigo ya se sabe lo que significa. “Amigo, le decimos a un postillón, te doy un escudo si me haces llegar en una hora a Versalles”, dice el Conde de Segur, hablando de la amistad. “Amigo, le decía un transeúnte a un pillo, iréis al cuerpo de guardia si hacéis ruido”. “Amigo, dice un juez al malvado, saldréis en libertad si no hay pruebas contra vos; si las hay, os ahorcarán”. Con razón dicen los árabes que para hacer de un hombre un amigo se necesita comer junto con él una fanega de sal.
»Mariano Rosas estaba en su enramada, mirándome con indiferencia, recostado en un horcón. Me acerqué a él y, dándole la mano, le dije por última vez: “¡Adiós, hermano!”. Me puse en marcha. El camino por donde había caído a Leuvucó venía del norte. Para pasar por las tolderías de Carrilobo y visitar a Ramón tenía que tomar otro rumbo. Mariano Rosas no me ofreció baqueano. Partí pues, solo, confiado en el olfato de perro perdiguero de Camilo Arias. Sólo me acompañaba el capitán Rivadavia, que regresaría de la Verde para permanecer en Tierra Adentro hasta que llegasen las primeras raciones estipuladas en el Tratado de Paz. ¿Qué había determinado la mudanza de Mariano Rosas después de tantas protestas de amistad? Lo ignoro aún».
—La mudanza de Mariano Rosas, como dice el coronel Mansilla, fue por mi causa —explicó Agustín—. Cuando avizoré que el cacique se encontraba solo, me dije que el momento de presentarme había llegado. Partiríamos en breve, no quedaba mucho tiempo.
—¿Qué sucedió? —se interesó Escalante.
—Como le digo, el cacique Rosas se desconcertó, aunque enseguida se recompuso y me pidió que me sentara a su lado, que quería mostrarme algo. Tomó una caja de madera donde guarda recortes de periódicos y correspondencia y sacó un reloj de leontina, de manufactura muy fina. Me dijo: «Esto me lo regaló tu madre antes de morir. Era de su padre, de tu abuelo el médico». Y me mostró las iniciales grabadas.
—Momento difícil —caviló Escalante, más para sí.
—Difícil, es cierto, pero ya era demasiado tarde para hacer reproches o para pedir explicaciones. Mi único deseo era conocer el lugar donde mi madre pasó sus últimos años. Lo conocí. Y conocí a mi hermano. Por Mariano Rosas no siento rencor, es increíble, pero no siento rencor. Le expresé que lo envidiaba sin malicia por conservar tantos recuerdos de mi madre. «Recuerdos», repitió, con una sonrisa lastimera. «¿Para qué los quiero? Son pura amargura».
Escalante se quitó los quevedos y demoró un buen rato en guardarlos en el bolsillo y en volver a acomodar la levita en el perchero. En ese momento no quería mirar a Agustín a los ojos; a diferencia de su hijo, él aborrecía a Mariano Rosas, pero prefería guardarse el rencor y tratar de olvidar. Los años le habían enseñado que el odio sólo daña al que lo siente.
—Mariano Rosas es un gran amigo del padre Marcos.
—¿Y quién no es un gran amigo de Marcos? —apuntó Escalante—. Ése es capaz de hacer migas con las piedras. Fue gran amigo de tu madre —recordó—, la ayudó muchísimo; tu madre lo quería entrañablemente.
—¿Le gustaría conocer a Nahueltruz?
—¿Está aquí, en Río Cuarto?
—Vino de inmediato cuando el padre Marcos le avisó de mi enfermedad.
—Veo que tienes bien entrenados a tus hermanos —remarcó Escalante, para evitar el tema de «conocer a Nahueltruz»—. Laurita armó semejante alboroto en Buenos Aires al fugarse con Riglos para venir a cuidarte.
—Lo imagino.
—Cómo será que Magdalena, después de años, se dignó a escribirme para rogarme que la viniera a buscar y que la regresara a Buenos Aires. Aunque doña Ignacia ha jurado que no la recibirá de nuevo en su casa. Creo que tu hermana tendrá que pasar una temporada en Córdoba. Se deshará de sus tías y de su abuela y se echará al hombro a Selma, que vale por las tres que dejó allá. —Se rieron—. El tema implica cierta gravedad si te pones a ver, porque el muy calzonazos de Lahitte le colgó la galleta porque se fue con Riglos.
—La generosidad de Riglos es sospechosa —acotó Agustín.
—No te quepan dudas. Hablando con María Pancha hace un momento, me confesó que Riglos pondría el mundo a los pies de tu hermana si ella se lo indicase con el dedo.
—Papá —dijo Agustín, repentinamente serio—, le pido por favor que no comente con nadie que Nahueltruz Guor está en Río Cuarto. Especialmente con el doctor Riglos, que es amigo del coronel Racedo.
—¿Racedo? ¿Algo de Cecilio Racedo?
—Sí, el hijo mayor —ratificó Agustín.
—¡Gran hombre, Cecilio!
—No se dice lo mismo del coronel Hilario Racedo. Aquí lo tienen por licencioso y deshonesto. Siempre tengo problemas con él por la manera en que trata a los indios que viven en el fuerte. Les tiene un odio ciego. A Nahueltruz le tiene un odio ciego —remarcó—. Por eso le pido que no comente sobre Nahueltruz.
Escalante asintió con la cabeza. María Pancha y Laura llamaron a la puerta y se disculparon por interrumpir, pero Agustín tenía que tomar la medicina. Escalante les indicó que entrasen, él se retiraba, tenía un asunto que atender. Dejó la casa de los Javier y enfiló hacia el Convento de San Francisco. Su hijo Agustín ya lo había perdonado; ahora faltaba Dios; quizá Marcos supiera cómo ayudarlo.
Últimas palabras
Riglos estaba de mal humor. Había cumplido a pie juntillas lo que Laura le había pedido y sólo había conseguido un instante con ella en la populosa sala de los Javier y un despasionado beso en la mejilla. Para peor, se había negado a almorzar con ellos, privándolo incluso de la posibilidad de contemplarla. El deseo de tenerla nuevamente entre sus brazos y besarla en la boca lo acosaba desde la mañana que dejó Río Cuarto. Los labios de Laura sabían tan bien, jamás pensó que un simple beso lo afectaría de esa manera.
Terminado el almuerzo en lo de Javier, se dirigió a la pulpería de doña Sabrina para finiquitar sus asuntos con Loretana. La encontró detrás de la barra, sirviendo unos tragos. Al pasar hacia su habitación, Julián le lanzó un vistazo intencionado y Loretana asintió imperceptiblemente. La muchacha apareció minutos más tarde, se había quitado el mandil sucio, se había peinado y olía a rosas. Julián la apreció de arriba abajo antes de indicarle una silla.
—Sabré por Laura si has cumplido con lo que te pedí —empezó Riglos.
—¿Usté lo dice por lo de cambiar las sábanas, prepararle el baño y eso? Pregúntele nomá y verá usté que no tiene de qué quejarse. La hemos atendió como a una princesa, a pesar de que es una engreída y cocorita.
—¿Qué hizo Laura durante los días en que me ausenté?
—Cuidar al padrecito Agustín, eso es lo que ha hecho.
—¿Ningún problema en mi ausencia?
—Ninguno. La seguí de cerca, como usté me mandó, y nada raro sucedió. Se levanta temprano tuitas las mañanas, se baña, desayuna y parte pa´lo del dotor Javier, onde se queda hasta la tarde. A veces va al convento, a veces va a lo de don Panfilo, el boticario, pero nada más. A Blasco, el muchacho de la caballeriza, le di unos riales y la ha seguío a sol y a sombra. Ella se ha portao muy bien —expresó Loretana con suspicacia—, el que se ha portao muy mal ha sido el coronel Racedo.
—¿Racedo?
—El coronel anda como loquito detrás de su adorada señorita Laura y hasta se dice que le ha propuesto matrimonio.
—¡Hijo de puta! —se descontroló Riglos.
—No se mosquee, doctor, que la señorita Laura no le ha correspondió ni ahicito. Le aseguro a usté que si el coronel Racedo fuera un perro pulgoso, la señorita Laura lo trataría mejor. Parece que se ha dao por venció, el pobre coronel, porque hace días que no le vemos el morro por aquí.
Julián colocó un talego en la mano ávida de Loretana y la despidió. Cerró con llave y se echó en la cama. Siempre supo que dejar sola a Laura traería problemas. Los celos le volvían negros los pensamientos. ¿Y si Racedo la había besado? ¿Y si la había tocado? Sólo pensar que ese miserable la hubiese mirado con ojos de lobo bastaba para convertirlo en una fiera capaz de matar a sangre fría.
—¡Ah, carajo! —explotó, y dejó la cama.
Se estaba cansando de esperarla, de hacer su voluntad y de satisfacerle los caprichos sin obtener nada a cambio. Lo paupérrimo de la habitación le agrió aun más el humor. No soportaría muchos días en ese pueblo de morondanga. Según el diagnóstico de Javier, el padre Agustín mejoraba; ya no quedaba nada que atara a Laura a Río Cuarto. Antes de que terminara la semana la tendría dentro de su volanta rumbo a Buenos Aires donde la haría su esposa, a la fuerza si era necesario.
Aunque largo, por momentos agotador, el viaje a Leuvucó significó una luna de miel para Mariano y para mí. Solos en la inmensidad de la Pampa, nos dedicamos a conocernos, a reencontrarnos. Durante el día compartíamos eternas conversaciones; en la noche, nos volvíamos uno. A veces Mariano me notaba cansada y prefería envolverme en sus brazos y acunarme con palabras de amor hasta que quedaba profundamente dormida. El aire del campo, el clima benévolo, con brisas cálidas y días templados, operaban maravillas en mis pulmones. En ocasiones, el dolor en la espalda y el pecho se desvanecía por completo y los accesos de tos se espaciaban. Cuando arremetían, ahí estaba Mariano, solícito, diligente, que me sujetaba, me alentaba, «ya va, a, pasar, ya va a pasar», y yo tomaba su fuerza y la convertía en la mía.
La mañana que avistamos los aduares de Leuvucó, me agité sobremanera, tanto que Mariano decidió detener la marcha. La inminente llegada a las tolderías me embargaba de tristeza y de alegría. De tristeza, por los años perdidos, por Agustín, a quien no volvería a ver, por mí, porque sabía que iba a morir. De alegría, porque en pocas horas estrecharía a mi hijo Nahuel, mi adorado Nahuel, y volvería a poner pie en la tierra donde había descubierto el amor. Mariano me habló largo y tendido; su mesura y seguridad me restablecieron el dominio. Le rogué que siguiéramos, que sólo quería llegar a mi casa.
Los ranqueles nos habían visto porque, faltando pocas leguas, se aproximó al galope una comitiva de recepción que enviaba el nuevo cacique, el hermano mayor de Mariano, Calvaiú. Parlamentaron como es costumbre cuando reciben a un viajero. Luego, los jinetes nos rodearon para escoltarnos hasta el toldo principal, el de las cinco lanzas con penachos de plumas coloradas que había pertenecido a Painé y que ahora ocupaba su hijo mayor.
La dinastía Guor en pleno nos aguardaba en la enramada: Calvaiú y su mujer Pulquinay, Huenchu Guor y su mujer Ayical, Epumer y Güenei, la menor, casada recientemente con el cacique Huenchuil. Mariana, de pie a un costado, apoyaba su mano sobre el hombro de un niño; a su lado, un perro, las orejas paradas, la mirada atenta. Los estudié sin prisa. Para sus siete años, Nahueltruz era muy alto, más alto que su primo Catrileo. Llevaba el pelo suelto y una vincha en la frente. Vestía pantalón de paño marrón y una camisa blanca de algodón, muy a la “huinca”. Por la expresión de su rostro no pude dilucidar si se encontraba afectado por mi presencia. Su contemplación impertérrita me confundía; sus ojos grises, más hermosos de lo que recordaba, me hechizaban.
«Gutiérrez», dije, y el perro comenzó a gañir y a temblar, pero no se movió del lado de su pequeño amo. Avancé hacia ellos, Mariano detrás de mí. Notaba el silencio a mi alrededor, las miradas me pesaban sobre los hombros. Temí que Nahueltruz me rechazara, quizás había interpretado mi ausencia como un abandono, o tal vez esa mujer que se le acercaba nada tenía que ver con la madre de sus fantasías, con la madre a quien le había regalado su juguete más valioso. Me detuve y aferré la mano de Mariano como si se tratara de un áncora.
De rodillas frente a Nahueltruz, lo miré fijamente; ahora que lo tenía tan cerca quería apreciar cada detalle de su carita entrañable, y memorizarlos. «¿Ya no se va a ir de nuevo?», me preguntó en araucano. Negué con la cabeza, la garganta hecha un nudo. No quería llorar, causa mala impresión en los hijos ver llorar a los padres, recuerdo cuánto me afectaba ver llorar a mi padre luego de la muerte de mamá. Nahueltruz, sin embargo, con su actitud de adulto, parecía comprender que yo necesitaba hacerlo. Lo apreté contra mi pecho y enseguida sentí la presión de sus bracitos en torno a mis hombros, pero no lo besé por temor al contagio. Los ladridos de Gutiérrez y la algazara de los indios nos envolvieron.
Mariano me ayudó a ponerme de pie y levantó a Nahueltruz en brazos. Siguieron los saludos y abrazos con el resto. Aparecieron Lucero y Miguelito y sus dos hijitas, Dorotea Bazán y Loncomilla, toda una mujercita, Güichal y su familia y, mientras estábamos en el toldo de Calvaiú, se presentó Baigorria con su gente. Como de costumbre, tomamos asiento en círculo y las cautivas nos sirvieron el almuerzo, y fue como remontarme a los viejos tiempos, cuando Painé aún vivía y nos invitaba a compartir la comida en su tienda.